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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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»Entonces, para salir del apuro, el acusado nos cuenta la historia de la famosa bolsita. Señores del jurado: ya he explicado a ustedes por qué esta historia me parece completamente absurda, la más extravagante que se pueda concebir en el caso que nos ocupa. Ni siquiera en una competición para premiar al joven que tuviera la idea más disparatada, habría surgido una idea como ésta. En estos momentos se puede confundir al triunfal narrador con los detalles, esos detalles que la realidad nos ofrece a montones y que el involuntario y desdichado farsante desdeña siempre, porque los cree inútiles e insignificantes. No cabe duda de que piensa así. Él tiene planes grandiosos y se le refutan con bagatelas. Pues bien; éste es el punto débil de la coraza. Se pregunta al acusado:

»—¿De dónde sacó usted el material para la bolsita y quién se la cosió?

»—Me la cosí yo mismo.

»—Pero ¿de dónde sacó la tela?

»Esto molesta al acusado hasta el punto de que le es difícil disimularlo. Sí, se siente realmente ofendido. En estos casos todos son iguales.

»—Corté un trozo de una de mis camisas.

»—Perfectamente. Por lo tanto, mañana encontraremos entre su ropa interior esa camisa a la que le falta un trozo de tela.

»Desde luego, señores del jurado, si se encontraba esta camisa, ello constituiría una prueba decisiva de la exactitud de la declaración del acusado, ya que si decía la verdad, la camisa tenía que estar en su cómoda o en su maleta. Pero él no se da cuenta de este detalle.

»—Es que no recuerdo bien si corté el trozo de tela de una de mis camisas o de una cofia de mi patrona.

»—¿De una cofia?

»—Sí; la encontré abandonada como un trapo viejo.

»—¿Está usted seguro?

»—No, seguro no estoy.

»Y de nuevo se enoja. Sin embargo, ¿cómo es posible que no recuerde este detalle? Es uno de esos detalles que no se olvidan ni en los momentos más angustiosos, ni siquiera cuando le llevan a uno al patíbulo. Un reo puede olvidarlo todo, pero un tejado verde o un pájaro sobre una cruz vistos al pasar no se borran de su memoria. Dmitri Karamazov hizo la bolsita ocultándose de todos los demás habitantes de la casa. Debería recordar este temor de ser sorprendido las muchas veces que, con la aguja en la mano, debió de correr, al oír que alguien se acercaba, a esconderse detrás del biombo que dividía en dos su habitación... ¿Saben, señores del jurado, por qué me entretengo en dar estos detalles? Porque el acusado sigue manteniendo su absurda declaración. Durante los dos meses que han transcurrido desde aquella noche fatal, Karamazov no ha explicado sus fantásticas manifestaciones ni aportado ninguna prueba de que dijo la verdad. Dice que esto son nimiedades y que debemos creer en su palabra de honor. Ojalá pudiéramos creerlo; nuestro mayor deseo es dar crédito a su palabra de honor, pues no somos chacales sedientos de sangre humana. Que se nos indique un solo hecho en favor del acusado y lo acogeremos con alegría; pero un hecho real, una prueba tangible, y no las deducciones de su hermano, fundadas en la expresión del semblante y en el hecho de que Dmitri Fiodorovitch se golpeara el pecho con la mano, señalando, a juicio del declarante, la bolsita que aquél llevaba pendiente del cuello. Pueden creernos cuando decimos que nos alegraríamos de recibir esa prueba. En el acto retiraríamos nuestra acusación. Pero nos debemos a la justicia, y los hechos nos obligan a mantener nuestra acusación sin atenuarla lo más mínimo.

De aquí, el fiscal pasó a la peroración. Tenía fiebre. Con voz vibrante evocó la sangre vertida, el padre asesinado por el hijo «con el vil objeto de robarle». E insistió en la trágica y demostrativa ilación de los hechos.

—Sean cuales fueren las palabras del célebre defensor del acusado, de ese hombre que con su patética elocuencia sabrá pulsar vuestra sensibilidad, no olvidéis que estáis en el santuario de la justicia. Pensad en todo momento que sois los defensores del derecho, la muralla protectora de nuestra santa Rusia, de los principios, de la familia, de todo lo que hay de sagrado en nuestra nación. Sí, en este momento representáis a Rusia. No sólo en esta sala se oirá vuestro veredicto; el país entero os escuchará, porque os considera sus defensores y sus jueces, y se sentirá reconfortado o consternado por la sentencia que vais a emitir. No lo defraudéis. Nuestra troikacorre sin freno tal vez hacia el abismo. Hace ya mucho tiempo que multitud de rusos levantan los brazos con el deseo de detener esta loca carrera. Si otros pueblos no se apartan de la desenfrenada troika, no es por temor, como se imagina el poeta, sino por un sentimiento de horror y aversión: no lo olvidéis. Es una suerte para nosotros que se aparten. Peor sería que levantaran una sólida muralla en el camino de esa troikafantasmal para poner freno a nuestra licenciosa carrera, y así preservarse ellos y preservar a la civilización. En Europa empiezan ya a oírse voces de alarma; ya han llegado a nosotros. Guardaos de provocar a los occidentales, de alimentar su creciente odio mediante un veredicto de absolución en favor de un parricida.

En resumen, que Hipólito Kirillovitch se entusiasmó, terminó con un párrafo patético y produjo gran impresión. Se apresuró a salir de la sala y, al llegar a la pieza vecina, estuvo a punto de desvanecerse. El público no aplaudió, pero las personas serias estaban satisfechas. Las damas no lo estaban tanto. Sin embargo, las sedujo la elocuencia del fiscal, y más no temiendo a las consecuencias del discurso, ya que estaban seguras del éxito de Fetiukovitch. «Ahora va a tomar la palabra. Triunfará.»

Mitia era el centro de todas las miradas. Durante el discurso del fiscal permaneció mudo, con los dientes apretados y la mirada en el suelo. De vez en cuando levantaba la cabeza y prestaba atención. Así lo hizo cuando se habló de Gruchegnka. Al oír la alusión del fiscal a la opinión que Rakitine tenía de ella, Mitia sonrió desdeñosamente y exclamó de modo que todos lo oyeran: «¡Bernardo!» Cuando Hipólito Kirillovitch explicó cómo la había estrechado a preguntas en Mokroie, Mitia levantó la cabeza y escuchó con viva curiosidad. Llegó un momento en que estuvo a punto de levantarse para decir algo, pero se contuvo y se limitó a encogerse de hombros con un gesto despectivo. Las hazañas del fiscal en Mokroie provocaron los más diversos comentarios, en su mayoría irónicos. Se consideraba, en general, que no había podido resistir a la tentación de darse importancia.

La vista se suspendió para reanudarse un cuarto de hora o veinte minutos después, tiempo que aproveché para tomar nota de algunos comentarios que hizo el público.

—Ha sido un discurso importante —dijo un señor en un grupo, frunciendo las cejas.

—Demasiada psicología —dijo otro.

—Pero ha dicho la verdad.

—Ha estado muy hábil.

—Ha puesto las cartas boca arriba.

—También se ha referido a nosotros. Ha sido al principio, ¿recuerdan ustedes? Ha dicho que todos nos parecemos a Fiodor Pavlovitch.

—También lo ha dicho al final, pero es mentira.

—Se ha exaltado.

—Pues eso no está bien.

—No podía hacer otra cosa. Llevaba tres años esperando la ocasión de hablar y al fin se le ha presentado. ¡Je, je!

—Ahora veremos lo que dice el defensor.

Y en otro grupo...

—Ha cometido un error al atacar a Fetiukovitch diciendo que pulsaría nuestra sensibilidad. ¿Recuerdan ustedes?

—Sí, ha sido una pifia.

—Ha ido demasiado lejos.

—Se ha dejado llevar de los nervios, ¿no les parece?

—Nosotros nos reímos, pero habrá que ver cómo estará el acusado.

—Sí, habrá que verlo.

—¿Qué dirá el defensor?

Tercer grupo:

—¿Quién es esa gruesa dama que está sentada en un rincón y usa lentes de teatro?

—Es la esposa divorciada de un general. La conozco.

—Se comprende que use lentes.

—Es un modo de llamar la atención.

—Cerca de ella hay una rubita que está muy bien.

—Nuestro fiscal hizo un buen trabajo en Mokroie.

—Desde luego. ¡Qué hablador ha estado! ¡Como si no hubiera hablado bastante en sociedad!

—No ha podido contenerse. El afán de lucimiento.

—Ha estado desconocido.

—Mucha retórica y mucha ampulosidad.

—Sí. Y observen ustedes que ha querido asustarnos. ¿Se acuerdan de eso de la troika? «Hamlet es de un país lejano. Nosotros tenemos que contentarnos con los Karamazov.» Eso no ha estado mal.

—Ha sido una concesión a los liberales. Ese hombre tiene miedo.

—También teme al defensor.

—Es verdad. Veremos lo que dice Fetiukovitch.

—Desde luego, no hablará como un palurdo.

—Eso creo yo.

Y en el cuarto grupo...

—La parrafada sobre la troikaha estado muy bien.

—En eso de que en el extranjero están perdiendo la paciencia tiene razón.

—¿Usted cree?

—Estoy seguro. La semana pasada, un miembro del Parlamento inglés interpeló al gobierno sobre los nihilistas. «¿No les parece que ya es hora —dijo– de que prestemos atención a esa nación bárbara y procuremos enterarnos de lo que ocurre en ella?» A eso se ha referido Hipólito Kirillovitch. No me cabe duda, porque la semana pasada habló de ello.

—Los ingleses no pueden hacer nada.

—¿Por qué?

—Porque si les cerramos el puerto de Cronstadt y no les damos trigo, no tendrán de dónde sacarlo.

—Ahora también hay trigo en América.

—¡Qué ha de haber!

En esto sonó la campanilla y cada cual volvió a su sitio. Fetiukovitch tenía la palabra.

CAPITULO X



La defensa. Un arma de dos filos



Cuando empezó su discurso el famoso abogado, se hizo un silencio absoluto en la sala y todas las miradas se concentraron en él. Al principio se expresó con una simplicidad persuasiva, sin la menor suficiencia, sin pretensión alguna por ser elocuente ni patético. Se diría que estaba charlando con unos cuantos amigos íntimos. Tenía una voz fuerte y agradable, en la que se percibían la sinceridad y la espontaneidad. Pero todos los oyentes advirtieron al punto que podía alcanzar el grado más alto de patetismo y hacer latir los corazones con violencia extraordinaria. Hablaba menos correctamente que Hipólito Kirillovitch, pero con más precisión y frases más breves. Hubo en él algo que no gustó a las damas: el detalle de que se inclinaba, sobre todo al principio de su discurso, pero no como el que saluda a su auditorio, sino como el que se dispone a arrojarse sobre él. Su larga espalda parecía tener una bisagra en la parte central, que permitía al orador doblarse hasta casi formar un ángulo recto. Al iniciar su discurso, habló sin plan alguno, refiriendo los hechos al azar, para formar finalmente un todo. Su discurso se dividió en dos partes. La primera constituyó una crítica, una refutación al discurso del fiscal, a veces mordaz y sarcástica. En la segunda parte, el defensor cambió de tono y de actitud y se elevó repentinamente hasta alcanzar el más intenso patetismo. La sala, que parecía esperar este cambio, se estremeció de emoción.

Entonces Fetiukovitch abordó francamente el asunto, diciendo que, si bien estaba establecido en Petersburgo, se trasladaba con frecuencia a las provincias para defender a acusados cuya inocencia le parecía segura o probable.

—Así he procedido esta vez —siguió diciendo—. Apenas leí la prensa, advertí un detalle que favorecía sin duda alguna al acusado. Lo que me llamó la atención fue un hecho corriente en la práctica de la justicia, pero que jamás se había producido con tanta evidencia, con particularidades tan características. No debería mencionar este hecho hasta el final de mi discurso, pero quiero exponer francamente mi pensamiento desde el principio, abordar ahora mismo y directamente el asunto, sin pensar en el efecto que esta táctica pueda producir ni tratar de dirigir las impresiones del auditorio. Esto tal vez sea una imprudencia, pero no cabe duda de que es un acto de sinceridad. El camino que me ha conducido aquí es el que voy a exponer. Primero observé que existía una serie de cargos abrumadores contra el acusado, cargos tan decisivos que ninguno, examinado aisladamente, podía, al parecer, hacer frente a la crítica. Los rumores y los periódicos me afirmaban cada vez más en mi opinión. Y en esto recibo la proposición de encargarme de la defensa del acusado. Acepté en el acto, ya completamente convencido de la inocencia de Dmitri Karamazov. Acepté porque estoy seguro de destruir ese fatídico encadenamiento de los indicios de culpabilidad y también de demostrar la falta de consistencia de cada uno de ellos considerado aisladamente.

Tras este exordio, Fetiukovitch prosiguió.

—Señores del jurado: yo soy aquí un forastero accesible a todas las impresiones y libre de todo prejuicio. El acusado, pese a su carácter violento y a sus desenfrenadas pasiones, no me ha ofendido hasta ahora, aunque otras muchas personas de esta ciudad han sido víctimas de sus violencias, lo que justifica la atmósfera de prevención que reina en torno de él. Sí, reconozco que la indignación que ha despertado es justa. El acusado es un hombre violento, incorregible. Sin embargo, se le recibía en todas partes. Incluso se le agasajaba en el hogar de mi ilustre oponente.

Se oyeron en el público risas que se reprimieron muy pronto. Todos sabían que el fiscal recibía a Mitia en su casa sólo por complacer a su esposa, mujer honesta a carta cabal, pero un tanto fuera de la realidad y que a veces se complacía en llevar la contraria a su marido, sobre todo en cuestiones de poca importancia. Por lo demás, Mitia iba a casa del fiscal muy raras veces.

—Sin embargo —prosiguió Fetiukovitch—, me atrevo a suponer que incluso un hombre tan inteligente y justo como mi adversario puede haber concebido una prevención errónea contra mi cliente. Desde luego, esto sería lógico, pues el desgraciado bien lo merece. El sentido moral, y especialmente el sentido estético, son a veces inexorables. El elocuente discurso del fiscal nos ha expuesto un riguroso análisis del carácter y de los actos del acusado, desde un punto de vista rigurosamente crítico. Este discurso evidencia una penetración psicológica que mi ilustre oponente no había podido alcanzar si hubiera abrigado el menor prejuicio contra la personalidad de Dmitri Karamazov. Pero en estos casos hay cosas peores que la hostilidad preconcebida. Así ocurre, por ejemplo, cuando nos obsesiona un afán de creación artística, de invención novelesca, cosa que ocurre especialmente al que posee dotes extraordinarias de psicólogo. Antes de salir de Petersburgo me previnieron, aunque no hacía falta, pues yo ya lo sabía, que al llegar aquí habría de enfrentarme a un psicólogo profundo y sutil, conocido desde hacía mucho tiempo en el mundo judicial. Pero la psicología, señores míos, aun siendo una ciencia admirable, es como un arma de dos filos. He aquí un ejemplo tomado al azar del discurso de acusación. El acusado huye a través del jardín, bajo la noche, trata de saltar la tapia y derriba, golpeándolo con una mano de mortero, al criado Grigori, que lo sujeta por una pierna. Inmediatamente vuelve a bajar al jardín y permanece unos minutos junto a la víctima para averiguar si vive o está muerta. El acusador no cree en modo alguno la afirmación del acusado de que obró así por pura compasión. «Este sentimiento de piedad —dice– es inadmisible, está en contradicción con la conducta de Dmitri Karamazov en aquellos momentos. Él sólo quería averiguar si el único testigo de su crimen vivía aún, deseo que demostraba que había cometido el asesinato.» He aquí el resultado de los razonamientos psicológicos. Apliquémoslos también nosotros, pero por el lado contrario, y los resultados serán igualmente verosímiles. El asesino salta al jardín para averiguar si vive el único testigo de su crimen. Sin embargo, acaba de dejar en la habitación de su padre, según afirma el propio ministerio público, una prueba abrumadora, el sobre rasgado con una anotación que demuestra que contenía tres mil rublos. «Si el culpable se hubiera llevado el sobre, nadie se habría enterado de la existencia de esos tres mil rublos, ni, por lo tanto, del robo cometido por el acusado.» Así se ha expresado la acusación. Admitamos sus palabras. La psicología está llena de sutiles posibilidades. Ahora nos atribuye la ferocidad y la percepción del águila, y un instante después la ceguedad y la timidez del topo. Pero si se considera que tenemos la crueldad y la sangre fría necesarias para volver a bajar el muro con el exclusivo fin de comprobar si el único testigo de nuestro crimen vive todavía, ¿qué razón puede haber para que perdamos cinco minutos al lado de nuestra víctima, exponiéndonos a atraer la atención de nuevos testigos? ¿Y por qué tratar de contener con nuestro pañuelo la sangre que brota de la herida, no pudiendo ignorar que este pañuelo se ha de convertir en una prueba decisiva contra nosotros? ¿No habría sido más lógico seguir golpeando con la mano de mortero al único testigo de nuestro crimen hasta sellar sus labios definitivamente? Por añadidura, mi cliente deja otra prueba en el lugar donde ha abatido a su segunda víctima: la mano de mortero cogida en presencia de dos mujeres que pueden atestiguar que se ha apoderado de este objeto. Además, el presunto culpable no deja caer esta arma distraídamente, en su aturdimiento, en el lugar de la agresión, sino que la arroja a cinco metros de distancia. ¿Por qué procedió así?, nos preguntamos. Sólo cabe una explicación: Dmitri Karamazov sintió un profundo remordimiento al creer que había matado al viejo criado Grigori, y, con un gesto de desesperación, arrojó la mano de mortero lejos de sí. Y si mi cliente pudo experimentar esta sensación de remordimiento, con ello demostró que no había matado a su padre. Un parricida, en vez de acercarse a su nueva víctima por compasión, sólo habría pensado en salvarse, y no hubiese intentado contener la hemorragia, sino que habría terminado de destrozar con la mano de mortero la cabeza herida. La piedad y los buenos sentimientos no pueden experimentarse si falta la tranquilidad de conciencia.

»He aquí, señores del jurado, otro resultado del método de deducción psicológica. He recurrido a esta ciencia con toda intención a fin de demostrar que este tipo de deducciones puede conducirnos a todas partes. El resultado depende de los propósitos de la persona que haga use del sistema. Permítanme ustedes, señores del jurado, hablarles del abuso que se hace de la psicología y de las consecuencias de tales abusos.

Se oyeron de nuevo risas de aprobación en el público.

Pero no reproduciré íntegramente el discurso de la defensa. Me limitaré a reproducir los puntos más importantes.

CAPÍTULO XI



Ni dinero ni robo



Hubo un pasaje en el informe de la defensa que sorprendió a todos: aquél en que el abogado negó la existencia de los tres mil rublos y, por lo tanto, la posibilidad de que se hubiera cometido el robo.

—Señores del jurado, lo más sorprendente de este caso es la acusación de robo, a la vez que la imposibilidad absoluta de indicar a ciencia cierta lo que se ha robado. Se dice que han desaparecido tres mil rublos, pero nadie sabe si este dinero ha existido realmente. Juzguen ustedes. Ante todo, ¿cómo nos hemos enterado de la existencia de esos tres mil rublos y quién los ha visto? Sólo sabemos lo que nos ha dicho el sirviente Smerdiakov: que estaban en un sobre en el que se habían escrito unas palabras. Smerdiakov habló de este sobre, antes del suceso, al acusado y a Iván Fiodorovitch. También informó a la señorita Svietlov. Pero ninguna de estas tres personas ha visto el dinero. De aquí que no podamos menos de preguntarnos: si este dinero ha existido verdaderamente, y, si Smerdiakov lo había visto, cuándo lo vio por última vez. Además, ¿no pudo ocurrir que Fiodor Pavlovitch, sin decírselo a su criado, retirase los billetes de su cama y los volviera a guardar en la cajita donde los tenía habitualmente? Observen ustedes que, según Smerdiakov, el sobre estaba escondido debajo del colchón. Por lo tanto, el ladrón tuvo que sacarlo de allí. Sin embargo, la cama estaba intacta, según se testifica en el sumario. ¿Cómo se explica esto? Y, sobre todo, ¿cómo es posible que unas manos ensangrentadas se introdujeran debajo del colchón sin manchar las finas e inmaculadas sábanas que se habían puesto en la cama aquella noche? «Pero el sobre estaba en el suelo», se me dirá. Hablemos de este sobre; vale la pena. Hace un momento, nuestro eminente acusador, al pretender demostrar que es absurdo achacar el asesinato a Smerdiakov, ha dicho estas palabras que han causado no poca sorpresa: «Si el culpable se hubiera llevado el sobre, nadie se habría enterado de la existencia de esos tres mil rublos ni, por lo tanto, del robo cometido por el acusado.» Así, pues, según reconoce el propio ministerio público, ese trozo de papel desgarrado y escrito es la única base de la acusación de robo formulada contra mi cliente. Y yo me pregunto si el simple hecho de que ese sobre estuviera tirado en el suelo de la habitación es suficiente para demostrar que contenía el dinero y que este dinero fue robado. «Smerdiakov vio los billetes en el sobre», se me objetará. Pero yo me pregunto: ¿cuándo los vio por última vez? Hablé con Smerdiakov, le hice esta pregunta y él me contestó que había visto el dinero en el sobre dos días antes del drama. Por lo tanto, no hay ningún inconveniente en suponer que el viejo Fiodor Pavlovitch, en su febril impaciencia mientras esperaba a su amada, sacó el sobre de su escondite y lo abrió. «Gruchegnka tal vez no me crea, pero cuando le enseñe el fajo de treinta billetes, el efecto será inmediato: se sentirá fascinada.» Y rasga el sobre y lo tira al suelo, después de sacar el dinero, naturalmente sin temor alguno a comprometerse. Señores del jurado, esta hipótesis es tan admisible como cualquier otra. Y si la admitimos, el móvil del robo deja de existir, ya que si no hay dinero, no hay robo. Se dice que el sobre abierto encontrado en el suelo de la habitación prueba la existencia del dinero; pero a mi nada me impide afirmar que el sobre estaba vacío antes de que lo viese el presunto ladrón, por haber sacado ya los billetes su propio dueño. «¿Pero adónde fue a parar ese dinero? —se me preguntará—. Se hizo un registro y no se encontró.» En primer lugar, se encontró una parte de él en la cajita; en segundo, Fiodor Pavlovitch pudo retirarlo a la mañana siguiente de haberlo visto Smerdiakov, e incluso más tarde, para gastarlo o enviarlo a alguna parte. En una palabra, pudo cambiar de idea sin juzgar necesario dar cuenta de ello a su sirviente. Por poco verosímil que sea esta hipótesis, ¿acaso tiene más fundamento acusar a mi defendido categóricamente de asesinato seguido de robo? Esto pertenece a los dominios de la novela. Para afirmar que se ha robado una cosa, hay que señalar la cosa robada o, cuando menos, demostrar claramente que ha existido. Pero resulta que nadie ha visto los tres mil rublos. Recientemente, en Petersburgo, un vendedor ambulante de dieciocho años entró en el establecimiento de un cambista, mató a éste a hachazos con una audacia extraordinaria, y se llevó mil quinientos rublos. Cinco horas después fue detenido y se encontró en su poder toda la cantidad robada: sólo faltaban quince rublos que se había gastado. Además, el empleado de la víctima, que en el momento del crimen estaba ausente, indicó a la policía no sólo el importe de lo robado, sino el valor y el número de billetes y de monedas de oro que integraban la suma. Todo se encontró en poder del asesino, el cual, por añadidura, confesó de plano. A esto llamo yo una prueba, señores del jurado. Allí estaba el dinero; se podía tocar; nadie podía negar que existiese. ¿Ocurre lo mismo en el caso que estamos debatiendo? No. Sin embargo, de nuestro debate depende la suerte de un hombre. «De acuerdo —se me puede decir—, pero el acusado pasó la noche de jarana y tiró el dinero. Todavía se le encontraron encima mil quinientos rublos. ¿De dónde los había sacado?» La respuesta es que precisamente el hecho de que sólo tuviera en su poder mil quinientos rublos, o sea la mitad de los tres mil, puede ser una prueba de que el dinero no procedía del sobre. Al instruirse el sumario se hicieron cálculos precisos de tiempo y se determinó que el acusado, después de su visita a las dos domésticas, se fue derechamente a casa del señor Perkhotine y que luego no estuvo solo un instante. Por lo tanto, no pudo ocultar en ninguna parte de la ciudad la otra mitad de los tres mil rublos. La acusación supone que el dinero está oculto en Mokroie, pero ¿por qué no sospechar que está en el castillo de Udolphe [87]? La suposición del señor fiscal es realmente fantástica, novelesca. Sin embargo, señores del jurado, basta prescindir de esta hipótesis para que la acusación de robo se venga abajo. ¿Qué se ha hecho de esos mil quinientos rublos? ¿Cómo se explica que hayan desaparecido si se tienen pruebas de que el acusado no fue a ninguna parte? ¿Son suficientes estas deducciones novelescas para que estemos dispuestos a destrozar la vida de un hombre? Se me replicará que Dmitri Fiodorovitch no pudo explicar la procedencia del dinero que se le encontró encima y que todo el mundo sabía que antes de aquella noche no tenía ni un solo rublo. ¿Pero podemos aceptar que lo sabía todo el mundo? El acusado explicó con toda claridad de dónde procedía el dinero que estaba en su poder, y a mi juicio, señores del jurado, la explicación es perfectamente lógica y está de acuerdo con el carácter de mi cliente. La acusación se aferra a su propia novela. Dice que un hombre tan débil de carácter que se humilla a aceptar tres mil rublos de su prometida, no es lógico que retire la mitad de este dinero y lo conserve. Por el contrario, lo natural es que abra la bolsita cada dos días para sacar cien rublos, de modo que, al cabo de un mes, no quedará nada. Como recordarán ustedes, todo esto ha sido dicho en tono determinante. Pero si las cosas hubieran ocurrido de otro modo, el personaje creado por el señor fiscal sería falso. Así ha ocurrido. No faltará quien objete: «Hay testigos de que el acusado dilapidó de una vez en Mokroie los tres mil rublos que le prestó la señorita Verkhovtsev. Por lo tanto, no puede ser cierto que se guardara la mitad.» ¿Pero qué testigos son éstos? Ya hemos visto el crédito que se les puede prestar. Además, un pastel en manos ajenas parece siempre mayor de lo que es en realidad. Ninguno de estos testigos contó los billetes: todos calcularon la cantidad a simple vista. El testigo Maximov asegura que el acusado tenía en la mano veinte mil rublos. Como ustedes ven, señores del jurado, la psicología es un arma de dos filos. Permítanme que utilice el filo contrario: ya verán ustedes lo que resulta.

»Un mes antes del drama, la señorita Verkhovtsev entrega al acusado tres mil rublos para que los envíe por correo, ¿pero hace la entrega en condiciones tan humillantes como se ha dicho aquí hace unos momentos? La primera declaración de la señorita Verkhovtsev sobre este punto fue muy distinta de la segunda. En ésta se percibía la cólera, el afán de venganza, un odio largo tiempo disimulado. La acusación no ha mencionado este cambio novelesco; yo no lo comentaré tampoco. Sin embargo, me permitiré observar que si una persona tan honorable como la señorita Verkhovtsev es capaz de prestar en la audiencia una declaración completamente distinta de la que hizo al instruirse el sumario, con el propósito evidente de perjudicar al acusado, no es menos evidente que sus declaraciones pecan de parcialidad. No se puede negar que una mujer ávida de venganza está predispuesta a exagerar las cosas, y especialmente las condiciones humillantes en que fue entregado el dinero. Esta entrega debió de hacerse, por el contrario, del modo más aceptable, sobre todo para un hombre tan irreflexivo como nuestro cliente y que además, confiaba en recibir de su padre los tres mil rublos que le correspondían en el ajuste de cuentas. Esto era problemático, pero el acusado, con su alegre confianza, estaba seguro de que recibiría los tres mil rublos y podría devolver a la señorita Verkhovtsev la cantidad que le había prestado.

»Pero la acusación rechaza la versión de la bolsita. «Estos sentimientos son incompatibles con el carácter del acusado.» Sin embargo, el propio señor fiscal ha hablado de los dos abismos que Karamazov puede ver al mismo tiempo. En efecto, su carácter de dos caras puede llevarle a detenerse en medio de la más desenfrenada disipación, a causa de otra influencia. Y esta otra influencia existe en nuestro caso: fue el amor, un amor que se inflamó como la pólvora y para el que necesitaba dinero, más dinero aún que para divertirse con su amada. Si ella le dice: «Soy tuya: no quiero a Fiodor Pavlovitch» esto le bastará para entregarse totalmente a ella y desear llevársela lejos, cosa que no podrá hacer con los bolsillos vacíos. Así sucedió antes de que comenzara el jolgorio de aquella noche. Karamazov pensó que podía presentársele este problema, y este pensamiento fue lo que le llevó, por absurdo que parezca, a reservarse mil quinientos rublos. Pero pasa el tiempo y Fiodor Pavlovitch no da al acusado los tres mil rublos. Por el contrario, corre el rumor de que los destina precisamente a seducir a la señorita Svietlov. El acusado piensa: «Si Fiodor Pavlovitch no me da el dinero, Catalina Ivanovna podrá decir que soy un ladrón.» Así nace en él la idea de ir a devolver a la señorita Verkhovtsev los mil quinientos rublos que sigue llevando en la bolsita pendiente de su cuello. Si procede de este modo podrá decirse: «Soy un miserable, pero no un ladrón.» He aquí una doble razón para que conserve ese dinero como algo precioso, en vez de abrir la bolsa e ir sacando billete tras billete. ¿Por qué negar al acusado el sentimiento del honor? Este sentimiento existe en él, tal vez mal comprendido, acaso erróneo, pero real y vehemente: Dmitri Fiodorovitch lo ha demostrado.

»La situación se complica, la tortura de los celos alcanza el paroxismo, y los dos problemas, siempre los mismos, obsesionan con fuerza creciente la imaginación del acusado. «Si devuelvo el dinero a Catalina Ivanovna, ¿cómo me podré llevar a Gruchegnka?» Si desde entonces no cesó de embriagarse y de alborotar en las tabernas fue precisamente porque se sentía amargado y no tenía valor para hacer frente a esta amargura. Aquellos dos problemas acabaron por ser para él tan irritantes, que le llevaron a la desesperación. Había enviado a su hermano menor a pedir por última vez los tres mil rublos a su padre, pero, sin esperar a recibir la respuesta, irrumpió en casa de Fiodor Pavlovitch y lo agredió ante testigos. Después de esto, ya nada podía esperar de su padre. Aquella misma noche se golpea el pecho, exactamente en el punto donde está su bolsita, y dice a su hermano que tiene un medio de borrar su vergüenza, pero que no lo utilizará, pues la debilidad de su carácter le impedirá dar ese paso. ¿Por qué se niega la acusación a aceptar la declaración de Alexei Karamazov, tan sincera, tan espontánea, tan lógica? ¿Por qué se obstina en imponer la versión del dinero oculto en una grieta de los sótanos del castillo de Udolphe?


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