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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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En este punto, el discurso de Hipólito Kirillovitch fue interrumpido por los aplausos. El liberalismo del símbolo de la troikagustó a la concurrencia. Pero los aplausos no fueron nutridos, por lo que el presidente no juzgó necesario amenazar al público con hacer evacuar la sala. No obstante, Hipólito Kirillovitch se sintió reconfortado. Nunca lo habían aplaudido; incluso se habían negado a escucharlo durante varios años. Y, de pronto, advertía que se iba a atraer la atención de Rusia entera.

—Hablemos ahora de la familia Karamazov, de esa familia que ha adquirido repentinamente una triste celebridad. Tal vez exagere, pero creo que en ella se resumen ciertos rasgos de nuestra sociedad contemporánea. Se trata de un resumen microscópico, como el de una gota de agua respecto al sol. Observemos a ese viejo libertino, a ese padre de familia que ha tenido un fin tan lamentable. Era hijo de padres nobles, pero en los comienzos de su vida no fue más que un mísero parásito. Un matrimonio inesperado le proporciona algún dinero, pero sigue siendo un bribón, un payaso obsequioso y, sobre todo, un usurero. Andando el tiempo y a medida que su fortuna va aumentando, lo vemos conducirse con más seguridad en sí mismo. Luego deja de ser un adulador rastrero y ya solo queda en él una cínica maldad y la tendencia a la burla y al libertinaje. No tiene el menor principio moral: sólo una sed de vida inagotable. Aparte los placeres sensuales, nada existe para él: he aquí la enseñanza que da a sus hijos. Como padre, no se considera obligado a nada; se ríe de sus deberes paternos, deja a sus hijos en manos de los criados y se alegra cuando se los llevan. Incluso llega a olvidarlos por completo. Su concepto de la moral se resume en esta frase: aprés moi, le déluge! Es todo lo contrario de un ciudadano: se aísla en la sociedad. «Perezca el mundo con tal que yo esté bien.» Y está bien; es feliz y desea llevar esta vida durante treinta años más. Estafa a su hijo, quedándose con parte de su herencia materna, y además de quitarle el dinero pretende arrebatarle la amante. No quiero dejar la defensa del acusado enteramente en manos del eminente abogado que ha venido de Petersburgo. También yo diré la verdad; también yo comprendo la indignación acumulada en el alma de ese hijo. Pero no hablemos más del infortunado viejo. Ya ha pagado su deuda. Pensemos, sin embargo, que era un padre, un padre moderno. ¿Es calumniar a la sociedad decir que hay muchos padres como él? La mayoría de ellos no se expresan con tanto cinismo, pues tienen más educación y más cultura, pero, en el fondo, piensan como pensaba Fiodor Pavlovitch. Perdonadme si soy demasiado pesimista. No me creáis, pero permitidme que os exponga mi pensamiento. Estoy seguro de que os acordaréis de lo que acabo de decir.

»Hablemos ahora de los hijos de ese hombre. Uno de ellos está ante nosotros, en el banquillo de los acusados. Me referiré brevemente a los otros dos. El mayor de éstos, o sea el segundo de los tres hijos, es un joven moderno, de gran cultura e inteligencia, pero que no cree en nada y ha renegado ya de muchas cosas, como su padre. Todos lo hemos oído. Fue recibido amistosamente en nuestra sociedad. No ocultaba sus opiniones, sino todo lo contrario. Por eso hablaré francamente, aunque sólo lo considere como miembro de la familia Karamazov.

»Ayer, lejos de aquí, en el límite de la ciudad, se suicidó un pobre idiota complicado en este asunto, sirviente y tal vez un hijo natural de Fiodor Pavlovitch: Smerdiakov. Este hombre me dijo entre lágrimas, al instruirse el sumario, que Iván Fiodorovitch lo horrorizaba con su nihilismo moral, que afirmaba que no había nada prohibido para el hombre. Esta doctrina debió de acabar de trastornar la mente del pobre idiota, ya afectada, sin duda, por su enfermedad y por el drama que se había desarrollado en casa de los Karamazov. Pero este desgraciado hizo una observación digna de una persona inteligente, y ésta es la razón de que hable de él. «De los tres hijos de Fiodor Pavlovitch —me dijo—, el que más se parece a su padre por su carácter es Iván Fiodorovitch.» Por delicadeza pongo fin a mis consideraciones sobre este Karamazov. Nada más lejos de mi ánimo que extraer conclusiones de cuanto acabo de decir, para pronosticar la ruina de este inteligente joven. Ya hemos visto que el sentimiento de la verdad es todavía muy potente en su corazón y que los afectos familiares no han naufragado aún en la irreligión y el cinismo mental inspirados más por la ley de la herencia que por el dolor moral.

»El más joven de los hermanos, adolescente todavía, es modesto y piadoso. En oposición con las siniestras y disolventes ideas de su hermano, las suyas son de acercamiento a los «principios populares», como se dice en los medios intelectuales. Vivió en nuestro monasterio, donde estuvo a punto de profesar. A mi juicio, encarna inconscientemente la fatal desesperación que impulsa a infinidad de individuos de nuestra desgraciada sociedad —por temor a la corrupción y porque atribuyen erróneamente todos nuestros males a la cultura occidental– a volver, como ellos dicen, «al suelo natal, para arrojarse en los brazos de esta tierra nativa, como los niños aterrados por los fantasmas se refugian en el agotado seno materno para dormir en paz y librarse de las visiones que los atormentan. Mis mejores votos para este joven dotado de tan excelentes cualidades; le deseo que sus nobles sentimientos y sus aspiraciones respecto a los principios populares no degeneren, como ha ocurrido más de una vez, en un sombrío misticismo por el lado moral, y en un necio patrioterismo por la parte cívica, ideales ambos que amenazan a nuestro país con males tal vez más graves que esa perversión precoz nacida de un falso concepto de la cultura occidental, de que adolece Iván Fiodorovitch.

Sus alusiones al patrioterismo y al misticismo fueron acogidas con aplausos. Sin duda, Hipólito Kirillovitch se había dejado arrastrar por su entusiasmo, divagando sobre cuestiones que apenas tenían relación con el asunto que se debatía; pero el amargado tuberculoso anhelaba hacer oír su voz por lo menos una vez en su vida. Después se dijo que la sombría descripción que hizo de Iván Fiodorovitch obedecía a un propósito poco elegante; que lo movía un deseo de venganza, ya que el testigo le había vencido dos o tres veces en disputas en público. Ignoro si esta afirmación estaba justificada. Lo cierto es que todo esto era una especie de preámbulo para entrar en materia.

—El otro hijo de esta familia moderna es el que está en el banquillo de los acusados. Su vida y sus hazañas no son un secreto para nadie. Ha llegado la hora en que todo salga a relucir. Sus dos hermanos son, el uno, un «occidentalista» y el otro, un «populista»; él representa a Rusia, a nuestra amada madrecita; la vemos, la sentimos, la oímos en él. Hay en nosotros una asombrosa mezcla de bien y de mal. Admiramos a Schiller y a la civilización y nos vamos a la taberna a beber, a divertirnos y a arrastrar, cogiéndolos por la barba, a nuestros compañeros de embriaguez. Perseguimos con entusiasmo los más nobles ideales con tal que podamos alcanzarlos fácilmente y sin molestias. No nos gusta pagar, pero nos encanta recibir. Dadnos felicidad y libertad y veréis qué amables somos. No somos codiciosos: dadnos una respetable cantidad de dinero y veréis con qué desprecio por el vil metal lo dilapidamos en una noche de orgía. Y si no se nos da dinero, demostraremos que sabemos procurarnos todo el que nos haga falta.

»Pero procedamos con orden. Primero es un niño andrajoso, abandonado, según ha dicho nuestro compatriota forastero. De nuevo no dejo enteramente en manos ajenas la defensa del acusado. Soy al mismo tiempo fiscal y abogado defensor. Somos seres humanos y sabemos perfectamente la influencia que ejercen en el carácter las primeras impresiones.

»Cuando el niño se hace hombre, lo vemos luciendo el uniforme de oficial. A causa de sus violencias y de un duelo, se le confina en una ciudad fronteriza. Como es propio de él, dilapida alegremente cuanto posee. Entonces surge la necesidad de dinero y, tras largas discusiones, se pone de acuerdo con su padre para recibir seis mil rublos por saldo de la herencia materna. Hay que tener en cuenta que este convenio consta en una carta firmada por Dmitri Fiodorovitch. Entonces conoce a una muchacha culta y de noble carácter. No necesito dar más detalles sobre este punto, pues la propia interesada nos los acaba de dar. Son unas relaciones en las que intervienen el honor y la abnegación. Por eso mismo me siento obligado a no decir nada más sobre este punto. La imagen del joven libertino que se inclina ante un alma noble y unas ideas superiores a las que él sustenta, se ha captado nuestra simpatía. Pero pronto hemos visto el reverso de la moneda. No quiero dejarme llevar de las conjeturas ni analizar las causas. Pero es evidente que estas causas existen. La misma testigo que nos ha mostrado la simpática imagen de Dmitri Fiodorovitch nos ha revelado, entre lágrimas de indignación reprimidas durante mucho tiempo, que su prometido la despreció por su acto noble y generoso, aunque tal vez impulsivo hasta la imprudencia... Cuando Dmitri se había comprometido ya a casarse con ella, la miraba con una sonrisa de burla que nuestra testigo habría podido soportar de cualquier otra persona, pero no de él. Aun sabiendo que él la traiciona (Dmitri Fiodorovitch creía que en el futuro tendría derecho a todo, incluso a la traición), le entrega tres mil rublos, dándole a entender claramente cuáles son sus intenciones. «¿Te atreverás a tomarlos?», le dice con su mirada penetrante. Él lee claramente en su pensamiento (lo ha confesado ante ustedes) y, sin embargo, toma los tres mil rublos para gastárselos en dos días con su nuevo amor. ¿A qué carta debemos quedarnos? ¿A la primera, la del generoso sacrificio de sus últimos recursos, en homenaje a la virtud, o a la segunda, al reverso de la moneda, a la vileza de aceptar el dinero para irse con otra? En los casos corrientes hay que buscar la verdad en el término medio, pero nuestro asunto está fuera de lo ordinario. Sin duda, Dmitri Fiodorovitch se ha mostrado tan noble la primera vez como vil la segunda. ¿Por qué? Porque es un alma de gran amplitud, un alma de Karamazov (he aquí el punto clave de la cuestión), capaz de todos los contrastes, de contemplar a la vez dos abismos: el de arriba, es decir, el de los ideales sublimes, y el de abajo, el abismo de la más innoble degradación. Recuerden ustedes la brillante idea expuesta hace un momento por el señor Rakitine, agudo observador que ha estudiado de cerca a toda la familia Karamazov. «Para estos temperamentos desenfrenados, la degradación es tan indispensable como la nobleza de sentimientos.» Es una gran verdad: esos espíritus necesitan en todo momento esta mezcla extraordinaria. No están satisfechos, sienten que les falta algo si no ven al mismo tiempo los dos abismos. Son almas tan amplias como nuestra madre Rusia y se acomodan a todo.

»Señores del jurado: voy a permitirme hacer unos comentarios sobre los tres mil rublos. Dmitri Fiodorovitch afirma que después de haber recibido este dinero, que supone para él la mayor vergüenza y la más profunda humillación, guardó la mitad en una bolsita y la llevó un mes entero encima, sobreponiéndose a todas las tentaciones. Ni en sus orgías, ni cuando se ausentó de la ciudad en busca del dinero que necesitaba para librar a su amada del acoso de su padre y rival, osó abrir la bolsita. Lo lógico habría sido que la abriera para no dejar a su amiga expuesta a los planes de seducción del viejo, del que estaba tan celoso; que emplease el dinero para mover a su amada a decirle: «Soy tuya», y entonces llevársela lejos de aquí. Pero no procedió así. ¿Por qué? ¿Con qué pretexto? Con dos. El primero, según él, es que debía reservar el dinero para el momento en que su amiga le dijera que estaba dispuesta a marcharse con él. El segundo pretexto es que el acusado (así nos lo había dicho él mismo) considera que mientras llevara encima los mil quinientos rublos sería un miserable, pero no un ladrón, ya que podría presentarse ante su prometida para devolverle la mitad de la suma que se había apropiado vergonzosamente, y decirle: «Como ves, he malgastado la mitad de tu dinero, lo que prueba que soy un hombre débil y sin conciencia, un miserable (para emplear los mismos términos que el acusado); pero no soy un ladrón, pues si fuese un ladrón, no te devolvería esa mitad, sino que me la habría gastado como la otra.» ¡Singular justificación! ¡Un hombre de temperamento impetuoso, sin carácter, que no ha podido resistir la tentación de aceptar tres mil rublos en condiciones deshonrosas, demuestra de pronto una energía estoica y lleva mil quinientos rublos pendientes de su cuello, absteniéndose de tocarlos! ¿Está esto de acuerdo con el carácter de Dmitri Fiodorovitch? No. Permitidme que os explique la conducta lógica del acusado, admitiendo que, verdaderamente, llevara encima esa suma. Para complacer a su amada, con la que había gastado ya la mitad del dinero, habría cedido a la primera tentación, abriendo la bolsita y sacando de ella, por ejemplo, cien rublos, pues, así lo pensaría, no era necesario guardar exactamente la mitad, sino que bastarían mil cuatrocientos rublos. Se diría: «Soy un miserable, pero no un ladrón, pues un ladrón se lo habría quedado todo, en vez de devolver mil cuatrocientos rublos, como voy a hacer yo.» Algún tiempo después habría sacado de la bolsita el segundo billete para dejar uno solo. Entonces se habría hecho esta reflexión: «Soy un miserable, pero no un ladrón. Me he gastado veintinueve billetes, pero devolveré uno. Un ladrón no procedería así.» Sin embargo, al fin, miraría el último billete y se diría: «¡Bah! No vale la pena guardar un solo billete. Gastémoslo como los otros.» Así habría obrado el Dmitri Karamazov que conocemos. El cuento de la bolsita está en completa oposición con la realidad. Cualquier suposición es admisible menos ésta. Ya volveremos a hablar de esto.

Hipólito Kirillovitch expuso a continuación todo cuanto constaba en el sumario respecto a las relaciones de padre a hijo y a sus disputas sobre intereses, llegando a la conclusión de que era imposible determinar quién había perjudicado a quién en el reparto de la herencia. Finalmente, el fiscal mencionó aquellos tres mil rublos que se habían convertido en una obsesión para Mitia y habló del peritaje médico.

CAPITULO VII



Resumen histórico



—Los peritos médicos pretenden demostrarnos que el acusado no está en su cabal juicio. Yo sostengo lo contrario, pero lo considero una desgracia para él, pues si no hubiera estado cuerdo, habría procedido de un modo menos disparatado. Acepto que sea un maníaco; pero sólo sobre un punto de los señalados por el peritaje: el de su furor cuando piensa en los tres mil rublos que, según él, le ha quitado su padre. Sin embargo, este furor puede tener una explicación mucho más lógica que la de la propensión a la locura. Comparto enteramente la opinión del más joven de los doctores, el cual afirma que el acusado goza y ha gozado siempre de sus facultades mentales y no es más que un hombre amargado y exasperado. Considero que su continua excitación no procedía sólo de la supuesta pérdida de tres mil rublos, sino que tenía otra causa: los celos.

Al llegar a este punto, el fiscal habló extensamente de la fatal pasión del acusado por Gruchegnka. Empezó su relato por el momento en que Dmitri Fiodor Pavlovitch se presentó en casa de Gruchegnka «con ánimo de pegarle», según sus propias palabras. Pero, en vez de maltratarla, cayó a sus pies.

—Tal fue el comienzo de este amor —continuó el fiscal—. Casi al mismo tiempo, el padre del acusado se prenda de Agrafena Alejandrovna. Coincidencia fatídica, y sorprendente, ya que los dos la habían conocido hacía algún tiempo. Los dos corazones se inflamaban de pasión, como es propio de los Karamazov. Nuestra joven ha dicho que se burlaba de uno y otro. De pronto se le ocurrió divertirse así y acabó por subyugarlos a los dos. El viejo, a pesar de su pasión por el dinero, decide entregar tres mil rublos a su amada si acude a su casa, y pronto cifra su felicidad en casarse con ella. Varios testigos nos han confirmado este anhelo. En cuanto al amor del acusado, todos sabemos lo que esta pasión le hizo sufrir. Era lo que ella deseaba. Nuestra sirena no dio ninguna esperanza a su infortunado pretendiente hasta el último momento, hasta que lo vio de rodillas ante ella y tendiéndole los brazos la noche en que lo detuvieron. Entonces exclamó sinceramente arrepentida: «¡Llevadme a presidio con él! ¡Mía es la culpa! ¡Yo lo he empujado al mal!» El señor Rakitine, ese inteligente joven que ya he citado y que ha descrito el drama que es objeto de nuestra atención, nos ha presentado en pocas y certeras palabras el carácter de la heroína. «Un desengaño prematuro, la traición del novio que la seduce y la abandona, la miseria, la maldición de su familia, y, finalmente, la protección de un viejo rico al que todavía considera su bienhechor... En ese corazón joven, tal vez inclinado al bien, se acumula la cólera y se despierta el deseo de atesorar dinero. Es una mujer calculadora que odia a la sociedad y se mofa de ella.» Esto explica que Agrafena Alejandrovna se burlara del padre y del hijo por pura maldad. Durante todo un mes, Dmitri Fiodorovitch está enloquecido por una serie de contrariedades: su amor sin esperanza, el sentimiento de su traición y de su deshonra, y los celos que le inspira su padre. Para colmo de desdichas, el insensato viejo trata de atraerse a su amada por medio de los tres mil rublos que le reclama su hijo como parte de su herencia materna. Convengo en que todo esto es demasiado duro, que el acusado tenía sobrados motivos para enloquecer. No era el dinero en si lo que lo trastornaba, sino el repugnante cinismo con que su padre utilizaba ese dinero para destruir su felicidad.

A continuación, Hipólito Kirillovitch, basándose en los hechos, abordó la gestación del crimen en el espíritu del acusado.

—Durante todo un mes se dedica a vociferar por las tabernas y a expresar cuantas ideas pasan por su imaginación, incluso las más subversivas. Es un hombre expansivo, pero, no se sabe por qué, exige que sus oyentes le testimonien una simpatía sin reservas, participando en sus penas, haciéndole coro, no contradiciéndole en nada. ¡Pobre del que le contradiga!

Refirió el incidente con el capitán Snieguiriov y prosiguió:

—Los que vieron con frecuencia al acusado durante este mes, acabaron por convencerse de que no se limitaría a proferir amenazas contra su padre, sino que las cumpliría en un momento de desesperación.

Seguidamente describió la reunión familiar en el monasterio, las conversaciones de Mitia con Aliocha y la escandalosa escena que había provocado Dmitri en casa de Fiodor Pavlovitch, donde había penetrado impetuosamente después de la comida.

—No estoy seguro —continuó– de que, antes de esta escena, el acusado estuviera ya decidido a matar a su padre; pero no cabe duda de que había pensado en ello: los hechos, los testigos y su propia declaración lo demuestran. Confieso, señores del jurado, que hasta hoy no he creído enteramente en la agravante de premeditación. Estaba convencido de que el acusado se había enfrentado mentalmente más de una vez con el acto del crimen, pero sin precisar la fecha ni el modo de ejecutarlo. Mis dudas han desaparecido ante ese documento abrumador que la señorita Verkhovtsev ha entregado hoy al tribunal. Se trata de una carta escrita en estado de embriaguez por el acusado, en la que se expone «el plan del crimen», como ha dicho (ya lo habéis oído) la señorita Verkhovtsev. Es indudable que esta carta demuestra la existencia de la premeditación. Está escrita dos días antes del crimen y por ella sabemos que el acusado, cuarenta y ocho horas antes de la realización de su espantoso proyecto, juró que, si no conseguía un préstamo al día siguiente, mataría a su padre para apoderarse del dinero que el viejo tenía debajo de la almohada, en un sobre atado con una cinta de color de rosa, y precisó que lo haría cuando Iván se hubiera marchado. O sea, que lo tenía previsto, ya que todo ocurrió tal como se decía en su carta. Por lo tanto, no hay la menor duda de que existe la premeditación. El móvil del crimen fue el robo. Dmitri Fiodorovitch lo confiesa por escrito y con su firma. El acusado no ha negado que la firma sea suya. Tal vez se me diga que la carta está escrita por un hombre ebrio. Pero esto no importa. Ese hombre escribió borracho lo que pensó en perfecto estado de lucidez. De lo contario, esa carta no tendría fundamento. Otra objeción que se me puede hacer es la de que Dmitri Fiodorovitch iba pregonando sus planes por las tabernas, cosa que no es propia del hombre que va a cometer un acto delictivo con premeditación, el cual se calla y guarda en secreto. Esto es verdad; pero hay que tener en cuenta que entonces el plan estaba en gestación en la mente del acusado: no había madurado todavía. Después, Dmitri Fiodorovitch se mostró más reservado. Una vez hubo escrito esa carta en la taberna «La Capital», en estado de embriaguez, permaneció silencioso y aislado, sin jugar al billar. Lo único que hizo fue zarandear a un empleado de la casa, pero inconscientemente, cediendo a una costumbre inveterada. Cierto que cuando se decidió a obrar debió de advertir que había cometido un error al pregonar sus intenciones, ya que su imprudencia sería una prueba contra él tras la ejecución de su criminal proyecto. Pero, ¿qué le iba a hacer? No podía retirar sus palabras. Sin embargo, confió en que su suerte lo sacaría del apuro. Esta confianza es corriente en el ser humano, señores.

»Hay que reconocer que el acusado hizo grandes esfuerzos para evitar el parricidio. «Pediré dinero a todo el mundo —escribe con su estilo pintoresco– y, si no me lo dan, correrá la sangre.» Y, en efecto, lo que dice estando borracho, lo cumple cuando la lucidez es completa.

Hipólito Kirillovitch describió entonces con todo detalle las tentativas de Mitia para procurarse dinero y no verse obligado a cometer el crimen. Refirió sus visitas a Samsonov y a Liagavi.

—Al fin, regresa. Está desfallecido, defraudado, hambriento. Ha vendido su reloj para poder atender a los gastos del viaje (aunque lleva encima, según dice, mil quinientos rublos) y le atormentan los celos, pues teme que su amada, a la que ha dejado en la ciudad, haya ido, aprovechando su ausencia, a reunirse con Fiodor Pavlovitch. Se siente feliz al ver que su pretendida no ha ido a ver a su padre y la acompaña a casa de Samsonov, su protector y amante, sin sentir celos (observen ustedes este extraño detalle). Después se dirige a su puesto de observación y se entera de que Smerdiakov está en cama, presa de un ataque de epilepsia, y de que también el otro criado está enfermo. Tiene, pues, el campo libre. Conoce la contraseña que le permitirá entrar en la casa. ¡Qué tentación! Pero consigue sobreponerse a ella y se dirige a casa de una dama que todos respetamos: la señora de Khokhlakov. Esta señora, que lo compadece desde hace tiempo, lo aconseja prudentemente: debe renunciar a sus calaveradas, a su vergonzoso amor, a sus visitas a las tabernas, donde despilfarra inútilmente sus energías juveniles, y partir para las minas de oro de Siberia. Le dice que allí encontrará una válvula de escape para los impulsos que hierven en su ánimo, para su carácter novelesco y ávido de aventuras.

Después de explicar el resultado de la conversación, el momento en que el acusado supo que Gruchegnka no estaba en casa de Samsonov, y el furor que se apoderó del celoso Dmitri ante la idea de que su amada Grucha lo engañaba y estaba en casa de Fiodor Pavlovitch, Hipólito Kirillovitch continuó:

—Si la doncella hubiera tenido tiempo de decirle que su adorado tormento estaba en Mokroie con su primer amante, nada habría ocurrido. Pero la pobre chica estaba trastornada, y si Dmitri Fiodorovitch no la mató, fue porque se lanzó inmediatamente en busca de la infiel. Pero observen ustedes este detalle: a pesar de estar fuera de sí, se apodera, al pasar, de una mano de mortero. Esto sólo puede hacerlo el que lleva muchos días planeando una agresión y sabe qué objetos puede utilizar como armas. O sea, que el acusado sabía muy bien lo que hacía al coger la mano de mortero.

»Ya está en casa de su padre, en el jardín. Nada se opone a sus planes: no hay testigos, una profunda oscuridad lo rodea. Los celos lo devoran; sospecha que ella está en la casa, en brazos de su rival. La sospecha se convierte en convencimiento: ya no le cabe duda de que ella está allí, detrás del biombo. El desgraciado se acerca a la ventana, dirige una mirada al interior, se resigna al infortunio y se aleja prudentemente, huyendo de la violencia, a fin de no cometer un disparate... ¡He aquí lo que pretende hacernos creer, a nosotros que conocemos el carácter del acusado y el estado de ánimo en que se hallaba en aquellos momentos, a nosotros que sabemos que conocía la contraseña que le permitiría entrar en la casa sin ningún impedimento!

Al llegar a este punto, el fiscal hizo un paréntesis en la acusación para hablar de Smerdiakov y terminar de una vez con las sospechas que recaían en el epiléptico. No se olvidó de ningún detalle, y, precisamente por esta minuciosidad, comprendió todo el mundo que daba gran importancia a la hipótesis que refutaba con aparente desdén.

CAPÍTULO VIII



Disertación sobre Smerdiakov



—Veamos ante todo de dónde proceden tales sospechas. El primero que denunció a Smerdiakov fue el acusado, el día en que lo detuvieron. Antes de este día no había hecho la menor alusión a la posibilidad de que el sirviente de su padre fuera culpable. Otras tres personas han confirmado esta opinión: los dos hermanos del acusado y Agrafena Alejandrovna Svietlov. Pero Iván Fiodorovitch no ha hablado de estas sospechas hasta hoy y bajo los efectos de un evidente ataque de demencia. Antes estaba convencido de que el autor del crimen era su hermano, y ni siquiera le pasó por la imaginación combatir esta idea. Ya volveremos a tocar este punto. El hermano menor ha declarado que no tiene ninguna prueba de la culpabilidad de Smerdiakov y que se basa únicamente en las palabras del acusado y en «la expresión de su semblante». Dos veces ha expuesto este argumento extraordinario.

»La señorita Svietlov se ha expresado de un modo todavía más extraño: ha dicho que debíamos creer al acusado porque es un hombre «incapaz.de mentir». Esto es todo lo que han alegado contra Smerdiakov estas tres personas evidentemente interesadas en la suerte del acusado. Sin embargo, la acusación contra Smerdiakov ha circulado persistentemente. ¿Podemos, en verdad, darle crédito?

Al llegar a este punto, el fiscal juzgó conveniente esbozar el carácter de Smerdiakov, del que dijo que había puesto fin a sus días en un ataque de locura. Manifestó que era un ser débil, de escasa cultura, trastornado por ideas filosóficas que no estaban a su alcance, aterrado por ciertas doctrinas modernas que le inculcaban, en la práctica, el ejemplo de la vida desordenada de Fiodor Pavlovitch, su amo y tal vez su padre, y, en teoría, las extrañas disertaciones filosóficas de Iván Fiodorovitch, al que estas charlas servían de entretenimiento y diversión.

—Él mismo me describió su estado de ánimo durante los últimos días que pasó en casa de su dueño, y otras personas que lo conocían perfectamente han atestiguado la verdad de sus palabras. Estas personas son el acusado, un hermano de éste y el sirviente Grigori. Además, padecía de epilepsia y era cobarde como una gallina. «Caía a mis pies y los besaba», nos dijo el acusado cuando aún no comprendía el daño que podía hacerle esta declaración. «Es una gallina epiléptica», añadió con su pintoresco lenguaje. Y he aquí que Dmitri Fiodorovitch, según su propia declaración, hace de él su hombre de confianza y lo intimida de tal modo, que consigue que sea su espía y su confidente. Smerdiakov, como buen soplón, traiciona a su dueño y revela al acusado la existencia del sobre repleto de billetes y la llamada que le permitirá entrar en la casa. ¿Pero acaso podía obrar de otro modo? «Me matará: estoy seguro», decía temblando, al declarar para la instrucción del sumario, cuando su verdugo estaba ya detenido y, por lo tanto, no podía molestarle. «Desconfiaba de mi, y yo, muerto de miedo, me apresuraba a aplacar su cólera comunicándole todos los secretos, a probarle mi buena fe para evitar que me matara.» Éstas fueron sus palabras: las anoté. También me confesó que, cuando oía gritar a Dmitri Fiodorovitch, solía arrojarse a sus pies.

»Gozaba de la confianza de su dueño, a quien había demostrado su honradez devolviéndole cierta cantidad de dinero que había perdido. Sin duda, el desdichado Smerdiakov se arrepintió amargamente de haber traicionado a su querido bienhechor.

»Psiquiatras eminentes han observado que los enfermos afectados de epilepsia tienen la manía de acusarse a sí mismos. Una sensación de culpabilidad los atormenta, experimentan remordimientos injustificados, exageran sus faltas e incluso se achacan delitos imaginarios. A veces llegan al extremo de cometer crímenes bajo la influencia del miedo. Por otra parte, Smerdiakov presentía una desgracia. Cuando Iván Fiodorovitch iba a partir para Moscú el mismo día del drama, él le suplicó que se quedase, pero sin atreverse (ya hemos dicho que era un cobarde) a participarle sus temores con toda claridad. Se limitó a expresarse con alusiones que no fueran comprendidas. Hay que advertir que Iván Fiodorovitch representaba para Smerdiakov una defensa, una garantía de que nada enojoso podía ocurrirle mientras lo tuviera cerca. Recuerden ustedes la frase de Dmitri Fiodorovitch en la carta que escribió bajo los efectos del alcohol: «Mataré al viejo cuando Iván se vaya.» De modo que la presencia de Iván Fiodorovitch representaba para todos los habitantes de la casa la calma y el orden.


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