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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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Me estremecí.

—Después de dejarte, empecé a vagar en la oscuridad, luchando conmigo mismo. De pronto, sentí un odio intolerable hacia ti. Pensé: «Estoy en sus manos. Es mi juez. Estoy obligado a entregarme a la justicia, pues lo sabe todo.» No es que temiera que me denunciases. Ni siquiera pensé en ello. Es que me decía: «No me atreveré a mirarle si no confieso.» Aunque hubieras estado en los antípodas, la sola idea de que existías, lo sabías todo y me juzgabas, me habría sido insoportable. Sentí un odio a muerte hacia ti; te consideraba culpable de todo. Volví a tu casa al recordar que había visto un puñal en la mesa. Me senté y te pedí que te sentaras. Estuve un minuto reflexionando. Si te mataba, me perdería aunque no confesara mi crimen anterior. Pero yo no pensaba, no quería pensar en ello en aquel momento. Te odiaba y ardía en deseos de vengarme de ti. Pero el Señor triunfó en mi corazón sobre el diablo. Sin embargo, te aseguro que nunca has estado tan cerca de la muerte como entonces.

Murió una semana después. Toda la ciudad fue al cementerio tras su ataúd. El sacerdote pronunció una alocución conmovedora, lamentándose de la cruel enfermedad que había puesto fin a los días del difunto. Pero, después del entierro, todo el mundo se volvió contra mí. Incluso se negaban a recibirme. Sin embargo, algunos —y su número fue creciendo– admitieron la veracidad de la confesión. Más de uno vino a interrogarme con maligna curiosidad, pues la caída y el deshonor de los justos suele causar satisfacción. Pero yo guardé silencio y pronto me marché de la ciudad. Cinco meses después, el Señor me consideró digno de entrar en el buen camino y yo le bendije por haberme guiado de un modo tan manifiesto. En cuanto al infortunado Miguel, lo incluyo todos los días en mis oraciones.


CAPÍTULO III



Resumen de las conversaciones y la doctrina del staretsZósimo



e) El religioso ruso y su posible papel


Padres y maestro, ¿qué es un religioso? En la actualidad, las gentes más esclarecidas pronuncian esta palabra con ironía y, a veces, incluso como una injuria. El mal va en aumento. Verdad es, ¡ay!, que entre los monjes no faltan los holgazanes, los sensuales, los vagabundos desvergonzados. «No sois más que unos vagos, miembros inútiles de la sociedad, que vivís del trabajo ajeno; unos mendigos sin escrúpulos.» Sin embargo, ¡cuántos hay que son dulces y humildes, que buscan la soledad para entregarse a sus fervientes oraciones! De éstos apenas se habla; algunos ni siquiera los nombran. Por eso muchos se asombrarán si les digo que, en caso de que vuelva a salvarse la tierra rusa, a ellos se deberá. Pues están verdaderamente separados para «el día y la hora, el mes y el año». En su soledad, estos monjes conservan la imagen de Cristo espléndida e intacta, en toda la pureza de la verdad divina, legada por los padres de la Iglesia, los apóstoles y los mártires, y cuando llegue la hora, la revelarán a este resquebrajado mundo. Es una idea grandiosa. Esta estrella brillará en Oriente.

He aquí lo que yo pienso de los religiosos. Tal vez sea una simple suposición mía; tal vez me equivoque. Pero observad a esa gente que se eleva por encima del pueblo cristiano. ¿No han alterado la imagen de Dios y su verdad? Esos hombres poseen la ciencia, pero una ciencia supeditada a los sentidos. Al mundo espiritual, la mitad superior del género humano, se le rechaza alegremente, incluso con odio. Sobre todo en estos últimos años, el mundo ha proclamado la libertad. ¿Pero qué significa esta libertad? La esclavitud y el suicidio. Pues se dice: «Tienes necesidades: satisfácelas. Posees los mismos derechos que los grandes y los ricos. No temas satisfacer tus necesidades. Incluso las puedes aumentar.» Éstas son las enseñanzas que se dan ahora. Así interpretan la libertad. ¿Y qué consecuencias tiene este derecho a aumentar las necesidades? En los ricos, la soledad y el suicidio espirituales; en los pobres, la envidia y el crimen, pues se conceden derechos, pero no se indican los medios para satisfacer las necesidades. Se dice que la humanidad, acortando las distancias y transmitiéndose los pensamientos por el espacio, se unirá cada vez más estrechamente, y que reinará la fraternidad. Pero no creáis en esta unión de los hombres. Al considerar la libertad como el aumento de las necesidades y su pronta saturación, se altera su sentido, pues la consecuencia de ello es un aluvión de deseos insensatos, de costumbres e ilusiones absurdas. Esos hombres sólo viven para envidiarse mutuamente, para la sensualidad y la ostentación. Ofrecer banquetes, viajar, poseer objetos valiosos, grados, sirvientes, se considera como una necesidad a la que se sacrifica el honor, el amor al prójimo e incluso la vida, pues, al no poder satisfacerla, habrá quien llegue al suicidio. Lo mismo ocurre a los que no son ricos ni pobres. En cuanto a estos últimos, ahogan por el momento en la embriaguez la insatisfacción de las necesidades y la envidia. Pero pronto no se embriagarán de vino, sino de sangre: éste es el fin al que se les lleva. ¿Pueden considerarse libres estos hombres? Un campeón de esta doctrina me contó un día que, estando preso, se encontró sin tabaco y que esta privación le resultó tan insoportable, que estuvo a punto de hacer traición a sus ideas para fumar. Pues bien, este individuo pretendía luchar por la humanidad. ¿De qué podía ser capaz? A lo sumo, de un esfuerzo momentáneo, de escasa duración. No es sorprendente que los hombres hayan encontrado la servidumbre en vez de la libertad, y que lejos de alcanzar la fraternidad y la unión, hayan caído en la desunión y la soledad, como me dijo antaño mi visitante misterioso. La idea de la devoción a la humanidad, de la fraternidad, de la solidaridad, va desapareciendo gradualmente en el mundo. En realidad, se la recibe incluso con escarnio, pues ¿quién puede desprenderse de sus hábitos? ¿Dónde irá ese prisionero de las múltiples y ficticias necesidades que se ha creado él mismo? A este ser aislado apenas le preocupa la colectividad. En resumidas cuentas, sus bienes materiales han aumentado, pero su alegría ha disminuido.

La vida del religioso es muy diferente. Hay quien se burla de la obediencia, del ayuno, de la oración... Sin embargo, ése es el único camino de la verdadera libertad. Yo suprimo las necesidades superfluas, domo y flagelo mi voluntad altiva y egoísta por medio de la obediencia, y así, con la ayuda de Dios, consigo la libertad del alma y, con ella, la alegría espiritual. ¿Quién es más capaz de enaltecer una idea, de ponerse a su servicio, el rico aislado espiritualmente o el religioso que se ha liberado de la tiranía de las costumbres? Se censura al religioso su aislamiento. «Al retirarte a un monasterio —se le dice—, desertas de la causa fraternal de la humanidad.» Pero veamos quién sirve mejor a la fraternidad. Pues el aislamiento no nace en nosotros, sino en los acusadores, aunque ellos no se den cuenta.

De nuestro medio salieron antaño los hombres de acción del pueblo. ¿Por qué no ha de suceder hoy lo mismo? Esos ayunadores, esos seres taciturnos, bondadosos y humildes, se levantarán por una causa noble. El pueblo será el salvador de Rusia, y los monasterios rusos estuvieron siempre al lado del pueblo. El pueblo está aislado, nosotros lo estamos también. El pueblo comparte nuestra fe. Los políticos sin fe nunca harán nada en Rusia, aunque sean sinceros y geniales: no olviden esto. El pueblo acabará con el ateísmo, y Rusia se unificará en la ortodoxia. Preservad al pueblo y velad por su corazón. Instruidlo acerca de la paz. Ésta es vuestra misión de religiosos. Nuestro pueblo lleva a Dios consigo.


f) ¿Pueden llegar a ser hermanos en espíritu amos y servidores?


Hay que confesar que el pueblo es también víctima del pecado. La corrupción aumenta visiblemente de día en día. El mal del aislamiento invade al pueblo; aparecen los acaparadores y las sanguijuelas. El comerciante experimenta una avidez creciente de honores. Pretende mostrar una instrucción que no posee, y lo hace desdeñando los usos antiguos y avergonzándose de la fe de sus padres. Va a casa de los príncipes, aunque no es más que un mujikdepravado. El pueblo ha perdido la moral por efecto del alcohol y no puede dejar este vicio. ¡Cuántas crueldades han de sufrir las esposas y los hijos por culpa de la bebida! Yo he visto en las fábricas niños de nueve años, débiles, atrofiados, hundido el pecho y ya corrompidos. Un local asfixiante, el fragor de las máquinas, el trabajo incesante, la obscenidad, las bebidas... ¿Es esto lo que conviene al alma de un muchacho? El niño necesita sol, los juegos propios de su edad, buenos ejemplos y un poco de simpatía. Es preciso que esto termine. Religiosos, hermanos míos, hay que poner fin a los sufrimientos de los niños. Orad para que así sea.

Pero Dios salvará a Rusia, pues el bajo pueblo, aunque pervertido y agrupado en torno al pecado, sabe que el pecado repugna a Dios y se siente culpable ante Él. Así, nuestro pueblo no ha cesado de creer en la verdad: admite a Dios y derrama ante Él lágrimas de ternura. No ocurre lo mismo entre los privilegiados. Éstos son adictos a la ciencia y quieren organizarse equitativamente sin más guía que la de su razón, prescindiendo de Cristo. Ya han proclamado que no existe el pecado ni el crimen. Desde su punto de vista tienen razón, pues, si no hay Dios, ¿cómo puede existir el delito? En Europa, el pueblo se levanta ya contra los ricos. En todas partes, sus jefes lo incitan al crimen y le dicen que su cólera es justa. Pero «maldita sea su cólera por ser cruel. El Señor salvará a Rusia, como la ha salvado tantas veces. La salvación vendrá del pueblo, de su fe, de su humildad. Padres míos, preservad la fe del pueblo. No estoy soñando. Siempre me ha impresionado la noble dignidad de nuestro gran pueblo. He visto esa dignidad y puedo atestiguarla. Nuestro pueblo no es servil, aun habiendo sufrido dos siglos de esclavitud. Es desenvuelto en su porte y en sus ademanes, pero sin ofender a nadie con esta desenvoltura. No es ni vengativo ni envidioso. Piensa: «Eres distinguido, rico, inteligente... Que Dios te bendiga. Te respeto, pero has de saber que también yo soy un hombre. El hecho de que te respete sin envidiarte te revelará mi dignidad humana.» El pueblo no lo dice así (todavía no sabe decirlo), pero obra de este modo. Lo he visto, lo he experimentado. Creedme: cuanto más pobre y humilde es el ruso, más claramente se observa en él esta noble verdad, pues los ricos, los acaparadores, por lo menos en su mayoría, han caído en la inmoralidad, y nuestra negligencia, nuestra indiferencia han contribuido a ello en buena parte. Pero Dios salvará a los suyos, porque Rusia es grande, y su grandeza es hija de su humildad. Pienso en nuestro porvenir y me parece estar viendo lo que ocurrirá. El rico más depravado acabará por avergonzarse de su riqueza ante el pobre, y el pobre, conmovido por este rasgo de humildad, será comprensivo y responderá generosamente, amistosamente, a semejante prueba de noble confusión. No les quepa duda de que ocurrirá así, pues se progresa en esa dirección. La igualdad sólo existe en la dignidad espiritual, y esto únicamente nosotros lo comprenderemos. Cuando haya hermanos, reinará la fraternidad, y sin fraternidad, jamás podremos compartir nuestros bienes. Conservamos la imagen de Cristo, que resplandecerá a los ojos del mundo entero como un magnífico diamante... ¡Así sea!

Padres y maestros, una vez me sucedió algo emocionante. Durante mis peregrinaciones, y cuando ya llevaba ocho años separado de mi antiguo asistente Atanasio, me encontré con él en la ciudad de K... Esto ocurrió en el mercado. Al verme, me reconoció y corrió hacia mi lleno de alegría. «¿Pero es usted, padre? ¡Qué feliz encuentro!» Me llevó a su casa. Al terminar el servicio se había casado y tenía ya dos niños pequeños. Su mujer y él vivían de una pequeña industria de cestería. Su vivienda era pobre, pero alegre y limpia. Me obligó a sentarme, preparó el samovar y envió en busca de su esposa, como si mi visita fuese una solemnidad. Me presentó a sus dos hijos.

—Bendígalos, padre.

—No soy quién para bendecirlos —repuse—, pues sólo soy un humilde religioso. Lo que haré es orar por ellos. A ti, Atanasio Paulovitch, te he tenido siempre presente en mis oraciones desde aquel día inolvidable, pues tú fuiste la causa de todo.

Le expliqué lo ocurrido. Él me miraba como si no pudiese creer que su antiguo dueño, un oficial, estuviera ante él vestido de monje. Incluso lloraba.

—¿Por qué lloras? —le pregunté—. ¿No te he dicho que no puedo olvidarte? Alégrate conmigo, querido, pues mi camino está lleno de luz de felicidad.

Él no hablaba apenas, pero suspiraba y movía la cabeza enternecido.

—¿Qué ha hecho usted de su fortuna?

—La he entregado al monasterio: vivimos en comunidad.

Después del té me despedí de ellos. Atanasio me entregó cincuenta copecs para el monasterio y luego me puso otros cincuenta en la mano.

—Es para usted —me dijo—. Usted viaja y puede necesitarlo, padre.

Acepté la limosna, me despedí del matrimonio y me fui con el alma llena de alegría. Por el camino iba pensando: «Sin duda, él está haciendo en su casa lo que yo hago en el camino: suspirar y reír lleno de júbilo. Somos felices al recordar que Dios hizo que nos encontrásemos. Yo era su dueño, él era mi servidor, y ahora, al abrazarnos llenos de emoción, un noble lazo nos ha unido.»

No le he vuelto a ver jamás, pero me he acordado muchas veces de todo esto, y ahora me digo que no es imposible que esta profunda y franca unión se llegue a realizar en todas partes entre los rusos. Yo creo que se realizará, y muy pronto.

Ya que hablamos de los servidores, voy a añadir algo acerca de ellos. Cuando era joven, me irritaba frecuentemente contra los de mi casa. Que si la cocinera había servido la comida demasiado caliente, que si el ayuda de cámara no me había cepillado el traje... Pero mucho tiempo después, el recuerdo de unas palabras que oí pronunciar a mi hermano cuando era niño me abrieron los ojos. «¿Soy digno de que otros hombres me sirvan? ¿Tengo derecho a explotar su miseria y su ignorancia?» Entonces me asombré de que ideas tan sencillas y claras tardaran tanto en llegar a nuestra comprensión. No se puede pasar sin servidores en este mundo, pero tratadlos de modo que se sientan moralmente incluso más libres que si no fueran servidores. ¿Por qué no he de ser yo el servidor del mío? ¿Por qué no ha de ver él este gesto sin desconfianza y sin considerarlo hijo de mi superioridad y mi altivez? ¿Por qué no he de mirar a mi servidor como a un pariente que se admite con alegría en el seno de la familia? Esto es ya realizable y servirá de base para la magnífica unión que se cumplirá en el porvenir, cuando el hombre no pretenda convertir en servidores a sus semejantes, como ocurre ahora, sino que desee ardientemente ser el servidor de todos los demás, como nos enseñan los Evangelios. ¿Por qué ha de ser un sueño creer que, al fin, el hombre se sentirá feliz de realizar las obras que nos dictan la caridad y la cultura, y no, como sucede en nuestros días, al dar satisfacción a instintos brutales, a la glotonería, la fornicación, el orgullo, la jactancia, el afán, hijo de los celos, del dominio sobre los demás? Estoy seguro de que esto no es un sueño y se realizará muy pronto. Algunos se ríen y preguntan: «¿Cuándo sucederá esto? ¿Es posible que suceda?» Yo creo que realizaremos esta obra con la ayuda de Cristo. En la historia de la humanidad, ¡cuántas ideas que parecían irrealizables diez años antes, se cumplieron de pronto, al llegar su misterioso término, y se difundieron por toda la tierra! Así ocurrirá en nuestro suelo. Nuestro pueblo resplandecerá ante el mundo y todos dirán: «La piedra que los arquitectos desecharon se ha convertido en la piedra angular.» A los que nos dicen que soñamos podríamos preguntarles si no es un sueño la realización de su propia obra, el propósito de organizarse equitativamente sin más guía que la de su razón y prescindiendo de Cristo. Afirman que aspiran también a la unión, pero esto sólo pueden creerlo los más cándidos, aquellos cuya ingenuidad llega a los límites más inauditos. En realidad, hay más fantasía en sus cabezas que en las nuestras. Esos hombres pueden organizarse de acuerdo con la justicia, pero, al haberse separado de Cristo, inundarán el mundo de sangre, pues la sangre llama a la sangre, y el que ha desenvainado la espada, por herida de espada morirá. Sin la creencia en Cristo se exterminarán hasta quedar sólo dos. Y estos dos, dejándose llevar por su soberbia, lucharán hasta que uno de ellos elimine al otro, y luego, muy pronto, desaparecerá él mismo. Esto es lo que sucederá si no se cree en la promesa de Cristo de evitar esta lucha por amor a la bondad y a la humildad.

Después de mi duelo, cuando llevaba todavía el uniforme, tuve ocasión de hablar en sociedad de los servidores. Recuerdo que asombré a todo el mundo.

—Según usted —dijo uno—, habrá que sentar a nuestros sirvientes en un sillón y servirles el té.

—¿Por qué no? Sólo habría que hacerlo alguna que otra vez.

Todos se echaron a reír. La pregunta había sido ligera y mi respuesta no fue clara. Pero creo que en esta contestación había algo de verdad.


g) La oración, el amor y el contacto con los otros mundos


Joven, no olvides la oración. Toda oración, si es sincera, expresa un nuevo sentimiento; es la fuente de una idea nueva que ignorabas y que te reconfortará. Entonces comprenderás que el rezo es un medio de educación. Acuérdate, además, de repetir todos los días y tantas veces como puedas estas palabras: «Señor, ten piedad de todos los que comparecen ante Tí.» Pues, hora tras hora, termina la existencia terrestre de algunos de los seres humanos de más alta valía espiritual y sus almas llegan ante Dios. ¡Cuántos de ellos han dejado este mundo en la soledad más completa, ignorados por todos, tristes y amargados de la indiferencia general! Y tal vez, aunque no conozcas al que muere, porque vive en el otro extremo del mundo, el Señor oiga tu plegaria. El alma temerosa que llega a la presencia de Dios se conmoverá al saber que hay sobre la tierra alguien que le ama e intercede por ella. Y Dios os mirará a los dos con más misericordia, pues si tú te compadeces del alma de otro, Él se compadecerá mucho más, pues su caudal de piedad y amor es inagotable. Así, Él perdonará por ti.

Hermanos míos, no temáis al pecado; amad al hombre aunque sea un pecador, pues así seguiréis el ejemplo del amor divino, al que no se puede comparar ningún amor de la tierra.

Amad a toda la creación en conjunto y a cada uno de sus elementos: amad a cada hoja del ramaje, a cada rayo de luz, a los animales, a las plantas... Amando a las cosas comprenderéis el misterio divino de todas ellas. Y una vez comprendido, penetraréis en esta comprensión cada vez más. Y terminaréis por amar al mundo entero con un amor universal. Amad a los animales, ya que Dios les ha dado un principio de pensamiento y una alegría apacible. No los molestéis, no los atormentéis quitándoles esta alegría, pues ello sería oponerse a los propósitos de Dios. Hombre, no hagas sentir tu superioridad a los animales, que están exentos de pecado, mientras tú manchas la tierra, dejando a tus espaldas un rastro de podredumbre. Así proceden casi todos los hombres, por desgracia. Amad sobre todo a los niños, pues también ellos desconocen el pecado, como los ángeles. Están en el mundo para llegarnos al corazón y purificarlo. Son para nosotros como un aviso. ¡Maldito sea el que ofenda a estas criaturas! El hermano Antimio me ha enseñado a amarlas. Sin decir palabra, empleaba los copecs que nos daban de limosna para comprar golosinas y regalarlas a los niños. Se conmovía cuando estaba junto a ellos.

A veces, sobre todo en presencia del pecado, nos preguntamos: «¿Hay que recurrir a la fuerza o a la humildad del amor?» Emplead siempre el amor: con él podréis dominar al mundo entero. El ser humano lleno de amor es una fuerza temible con la que ninguna otra se puede igualar. No os descuidéis en ningún momento de guardar una actitud digna. Suponed que pasáis por el lado de un niño presas de cólera y blasfemando. Vosotros no habéis visto al niño, pero él os ha visto a vosotros, y es muy probable que conserve el recuerdo de vuestra baja actitud. Sin saberlo habréis sembrado un mal germen en el alma de ese niño, un germen que puede desarrollarse, y todo por haber cometido un olvido ante ese muchacho, por no haber cultivado en vuestro ser el amor activo, hijo de la reflexión. Hermanos míos, el amor es un buen maestro, pero hay que saber adquirirlo, pues no se obtiene fácilmente, sino a costa de largos esfuerzos. Hay que amar no momentáneamente, sino hasta el fin. Hasta el más detestable malvado es capaz de sentir un amor circunstancial.

Mi hermano pedía perdón a los pájaros. Esto parece absurdo, pero tiene su lógica, pues todas las cosas se parecen al océano, donde todo resbala y se comunica. Se toca en un punto y el toque repercute en el otro extremo del mundo. Admitamos que sea una locura pedir perdón a los pájaros. Sin embargo, lo mismo los niños que los pájaros y que todos los animales que nos rodean vivirán más a sus anchas si vosotros os comportáis dignamente. Entonces rogaréis a los pájaros. Entregados enteramente al amor, en una especie de éxtasis, les pediréis que os perdonen vuestros pecados. Alabad este éxtasis, por muy absurdo que parezca a los hombres.

Amigos míos, pedid a Dios alegría; sed tan alegres como los niños, como los pájaros bajo el cielo. No permitáis que el pecado obstruya vuestra acción; no temáis que empañe vuestra obra y os impida cumplirla. No digáis: «El pecado, la impiedad, el mal ejemplo son poderosos, y nosotros, en cambio, somos débiles y estamos solos. El mal triunfará sobre el bien.» No os descorazonéis, hijos míos. No hay más que un medio de hallar la salvación: el de cargar con todos los pecados de los hombres. Desde el momento en que respondáis por todos y por todo, veréis que es justo que obréis así, ya que sois culpables por todos y por todo. En cambio, si arrojáis vuestra pereza y vuestra debilidad sobre vuestros semejantes, acabaréis por entregaros a un orgullo satánico y murmuraréis contra Dios. He aquí lo que yo pienso de este orgullo: es difícil comprenderlo aquí abajo, y por eso caemos en él tan fácil y erróneamente, creyendo que realizamos alguna obra noble e importante. Entre los sentimientos y los impulsos más violentos de nuestra naturaleza hay muchos que no podemos comprender aquí abajo, pero no creas, hermano, que esto pueda servirte siempre de justificación, pues el Juez soberano te pedirá cuentas de todo lo que puedes comprender, aunque no te las pida de lo demás. Vamos errantes por la tierra y, si no tuviésemos como guía la preciosa imagen de Cristo, nos extraviaríamos, como ya sucedió al género humano antes del diluvio, y acabaríamos por sucumbir. En este mundo somos ciegos para muchas cosas. En cambio, tenemos la sensación misteriosa del lazo de vida que nos liga al mundo de los cielos. Las raíces de nuestras ideas y de nuestros sentimientos no están aquí, sino allí. Por eso los filósofos dicen que en la tierra es imposible comprender la esencia de las cosas. Dios ha tomado semillas de los otros mundos y las ha sembrado aquí abajo para tener en la tierra su jardín. Lo ha formado con todo lo que podía crecer, pero nosotros somos plantas que sólo vivimos por la sensación del contacto con esos mundos. Cuando esta sensación se debilita o se extingue, lo que había brotado en nosotros perece. Llega un momento en que la vida nos es indiferente e incluso la miramos con aversión. Por lo menos, así me parece.


h) ¿Podemos ser jueces de nuestros semejantes? La fe verdadera


Recuerda siempre que no puedes ser juez de nadie, ya que, antes de juzgar a un criminal, el juez debe tener presente que él es tan criminal como el acusado, y tal vez más culpable de su crimen que todos. Cuando haya comprendido esto, podrá ser juez: es una gran verdad, por absurdo que parezca. Pues si yo soy un hombre justo, nadie será un criminal ante mí. Si puedes cargar con el crimen del acusado al que juzgas, hazlo inmediatamente, sufre por él y déjalo marcharse sin hacerle ningún reproche. Incluso si eres juez de profesión, haz todo lo posible por desempeñar tu cargo con este criterio, pues, una vez que se haya marchado, el culpable se condenará a sí mismo más severamente que podría hacerlo ningún tribunal de justicia. Si se va sin que tu conducta le haya producido efecto y burlándose de ti, no te desanimes: ese hombre obra así porque todavía no ha llegado para él el momento de la revelación; pero ya llegará. En el caso contrario, el acusado comprenderá, sufrirá, se condenará a sí mismo: se le habrá revelado la verdad. Cree en esto firmemente: es la base de la esperanza y de la fe de los santos.

Que tu actividad sea continua. Si por la noche, antes de dormirte, te acuerdas de que has dejado de cumplir algún deber, levántate en el acto y cúmplelo. Si los que te rodean se niegan a escucharte, por malicia o por indiferencia, arrodíllate y pídeles perdón, pues en realidad tuya es la culpa de que no quieran escucharte. Si se niegan a oírte los irascibles, sírvelos en silencio y humildemente, sin perder jamás la esperanza. Si todos se apartan de ti y algunos te rechazan con violencia, permanece solo, arrodíllate, besa la tierra, riégala con tus lágrimas, aunque nadie te vea ni te oiga. Estas lágrimas darán fruto. Cree hasta el fin, incluso en el caso de que todos los hombres se hubieran descarriado y fueses tú el único que permanecieras fiel. Aporta tu ofrenda y alaba a Dios por haberte permitido conservar la fe en tu aislamiento. Y si te reúnes con otro hombre como tú, obtendrás la plenitud del amor vivo. Daos entonces un fuerte abrazo y alabad al Señor por haberos permitido, aunque sólo a vosotros dos, cumplir la verdad de su palabra.

Si has pecado y la aflicción te abruma, alégrate por otro que sea justo, alégrate de que éste, al contrario que tú, haya permanecido fiel y no haya pecado.

Si la maldad de los hombres te produce tanta amargura e indignación que despierta en ti un deseo de venganza, rechaza este sentimiento por encima de todo: imponte a ti mismo idéntica pena que si la falta la hubieses cometido tú. Acepta este dolor, súfrelo y tu corazón se calmará, pues comprenderás que también tú eres culpable, ya que, aunque hubieras sido el único hombre justo, habrías podido hacer entrar en razón a ese malvado con tu buen ejemplo. Si hubieses iluminado su mente, él habría visto otro camino, y el criminal acaso no habría cometido su crimen al obtener gracias a ti la clarividencia. Si los hombres permanecen insensibles a esta luz mental a pesar de tus esfuerzos y desprecian su salvación, mantente firme y no dudes del poder de la luz celestial: puedes estar seguro de que si no se han salvado todavía, se salvarán en adelante. Y si no se salvan ellos, se salvarán sus hijos, pues su luz no se apagará nunca, ni aun después de tu muerte. La humanidad se salvó después de la muerte del Salvador. El género humano rechaza a sus profetas, los aniquila, pero los hombres aman a sus mártires, veneran a quienes han dado muerte ellos mismos. Trabajas para la colectividad, obras para el porvenir. No busques recompensas, pues ya tienes una, y muy grande, en la tierra: tu alegría espiritual, de la que sólo pueden participar los justos. No temas a los grandes ni a los poderosos, no te excedas en nada; instrúyete sobre esto. Retírate a la soledad y reza. Prostérnate con amor y besa la tierra. Ama incansablemente, insaciablemente, a todos y a todo; procura alcanzar este éxtasis, esta exaltación. Riega la tierra con lágrimas de alegría y ama estas lágrimas. No te avergüences de este éxtasis, adóralo, pues es un gran don que Dios sólo concede a los elegidos.


i) El infierno y el fuego eterno. Reflexiones místicas


Padres míos, ¿qué es el infierno? Yo lo defino como el sufrimiento de no poder amar. En un punto, en un instante del espacio y del tiempo infinitos, un ser espiritual tiene la posibilidad, mediante su aparición en la tierra, de decirse: «Existo y amo.» Sólo por una vez se le ha concedido un momento de amor activo y viviente. Para este fin se le ha dado la vida terrestre, de tiempo limitado. Pues bien, este ser feliz ha rechazado el inestimable don; ni le da valor ni lo mira con afecto: lo observa irónicamente y permanece insensible ante él. Este ser, cuando deja la tierra, ve el seno de Abraham, charla con él como se refiere en la parábola de Lázaro y del rico de mal corazón; contempla el paraíso y puede elevarse hasta el Señor. Pero le atormenta la idea de llegar sin haber amado, de entrar en contacto con los que han prodigado su amor, habiéndolo desdeñado él. Ahora ve las cosas claramente y se dice: «En este momento poseo la clarividencia y comprendo que, pese a mi sed de amor, mi amor no tendrá valor alguno, ya que no representará ningún sacrificio, por haber terminado mi vida terrestre. Abraham no vendrá a calmar, ni siquiera con una gota de agua, mi sed ardiente de amor espiritual, este amor que ahora me abrasa, después de haberlo desdeñado en la tierra. La vida y el tiempo han terminado. Ahora daría de buena gana mi vida por los demás, pero esto es imposible, pues la vida que yo quisiera sacrificar al amor ya ha pasado y entre ella y mi existencia actual hay un abismo.»

Se habla del fuego del infierno tomando la expresión en su sentido literal. No me atrevo a sondear este misterio, pero me parece que si hubiese verdaderas llamas, los condenados se regocijarían, pues el tormento físico les haría olvidar, aunque sólo fuera por un instante, la tortura moral, mucho más horrible que la del cuerpo. Es imposible librarlos de este dolor, pues está dentro de ellos, no fuera. Pero yo creo que si se les pudiera librar del sufrimiento físico, se sentirían aún más desgraciados. Pues aunque los justos del paraíso los perdonaran al advertir su tormento y, llevados de su amor infinito, los llamaran a su lado, sólo conseguirían aumentar el mal, avivando en ellos la sed ardiente de un amor activo, que corresponde a otro y lo agradece, amor que ya no es posible en esos desgraciados. Yo creo, sin embargo, que el convencimiento de esta imposibilidad acabará por descargar sus conciencias, pues, al aceptar el amor de los justos sin poder corresponderles, sentirán una humilde sumisión que creará una especie de imagen, de imitación del amor activo que desdeñaron en la tierra... Me parece, hermanos y amigos, que no he podido expresar claramente estos pensamientos. Pero malditos sean aquellos que se han destruido a sí mismos, malditos sean esos suicidas. No creo que haya seres más desdichados que ellos. Se dice que es un pecado rogar a Dios por estas almas, y, al parecer, la Iglesia los repudia, pero yo creo que se puede orar por ellas también. El amor no puede irritar en ningún caso a Cristo. Toda mi vida he rogado desde el fondo de mi corazón por esos infortunados, y les confieso, padres, que sigo haciéndolo todavía.


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