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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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No fue fácil hacerle entrar en razón. Se le explicó, mal que bien, que las prendas manchadas de sangre eran pruebas que los jueces debían retener. «En vista del cariz que ha tornado el asunto, no podemos permitirnos devolvérselas.»

Mitia acabó por comprenderlo, se calló y se vistió a toda prisa. Se limitó a observar que el traje que le prestaban era mejor que el suyo y que le sabía mal aprovecharse.

—Además, es tan estrecho, que me da un aspecto ridículo. ¿Pretenden ustedes que vaya vestido como un payaso para divertirlos?

Le replicaron que exageraba. Cierto que el pantalón era un poco largo, pero la levita se le ajustaba a los hombros.

—¡Uf! ¡Qué difícil es abrocharse! —refunfuñó Mitia—. Hagan el favor de decir al señor Kalganov que yo no he pedido este traje y que me han disfrazado de bufón.

—Él lo comprende y lo lamenta —dijo Nicolás Parthenovitch—. Pero no es lo del traje lo que lamenta, sino lo sucedido.

—No me importa que lo lamente o lo deje de lamentar. ¿Adónde hemos de ir ahora? ¿Hemos de quedarnos aquí?

Se le rogó que pasara al otro lado de la pieza. Mitia salió del dormitorio con el semblante sombrío y esforzándose por no mirar a nadie. Vestido de aquel modo extravagante se sentía humillado incluso ante los rudos campesinos y Trifón Borisytch, que acababa de aparecer en la puerta. «Viene para verme vestido de este modo», pensó Mitia. Se sentó en el mismo sitio de antes. Creía estar soñando; le parecía no hallarse en su estado normal.

—Ahora dispongan que me hagan azotar. Es lo único que les falta.

Dijo esto al procurador. No quería mirar a Nicolás Parthenovitch, y menos dirigirle la palabra. «Ha inspeccionado minuciosamente mis calcetines, e incluso los ha vuelto del revés para que todos vieran que están sucios. Es un monstruo.»

—Ahora hay que escuchar a los testigos —dijo el juez replicando a la ironía de Dmitri.

—Sí —aprobó el procurador, absorto.

—Dmitri Fiodorovitch, hemos hecho todo lo posible por usted —dijo Nicolás Parthenovitch—; pero como usted se ha negado categóricamente a explicarnos la procedencia del dinero que se encontró en su poder, nos vemos obligados a...

—¿Qué clase de piedra es la de esa sortija? —le interrumpió Mitia, como saliendo de un sueño y señalando una de las sortijas que adornaban la mano de Nicolás Parthenovitch.

—¿Qué sortija?

—Esa, la mayor, la de la piedra veteada —dijo Mitia en un tono de niño terco.

—Esta piedra es un topacio ahumado —repuso el juez sonriendo—. Si quiere usted verla mejor, me la quitaré.

—No, no se la quite —exclamó Mitia, cambiando de opinión e indignado contra sí mismo—. ¿Para qué se la ha de quitar? ¡Al diablo su sortija!... ¡Señores, ustedes me ofenden! ¿Creen que si hubiese matado a mi padre lo disimularía, que recurriría a la mentira y a la astucia? No, yo no soy así. Si fuese culpable, les aseguro que no habría esperado la llegada de ustedes. No me habría suicidado a la salida del sol, como era mi propósito, sino antes del amanecer. Ahora me doy clara cuenta de ello. En esta noche maldita he aprendido más que en veinte años... Además, ¿estaría como estoy, sentado cerca de ustedes, y hablaría como lo estoy haciendo, con los mismos ademanes y las mismas miradas, si fuera realmente un parricida, cuando la supuesta muerte de Grigori me ha atormentado durante toda la noche, y no por terror, por el solo terror del castigo? ¡Qué vergüenza! ¿Pretenden ustedes, hipócritas, que no ven nada ni creen en nada, que están ciegos como topos, que yo revele una nueva bajeza, un nuevo acto vergonzoso, aunque sea para justificarme? Prefiero ir a presidio. El que ha abierto la puerta para entrar en casa de mi padre es el asesino y el ladrón. ¿Quién es? En vano pretendo hallar la respuesta: lo único que puedo afirmar es que el asesino no es Dmitri Karamazov. Ya lo saben; no puedo decirles más. No insistan... Mándenme a un penal o al patíbulo, pero no me atormenten más. Ahora me callo. Llamen a los testigos.

El procurador había observado a Mitia mientras hablaba. De pronto le dijo con toda calma y refiriéndose al hecho más natural:

—Respecto a esa puerta abierta que acaba usted de mencionar, hemos obtenido una declaración sumamente importante del viejo Grigori Vasiliev. Ese hombre asegura que cuando oyó el ruido y entró en el jardín por la puertecilla que estaba abierta, vio a su izquierda, también abiertas, la puerta y la ventana de la casa. Usted, en cambio, afirma que esa puerta estuvo cerrada todo el tiempo que permaneció en el jardín. Grigori no le había visto todavía en el momento en que usted, según ha declarado, se alejó de la ventana por la que estaba observando a su padre, para dirigirse al muro del jardín. No quiero ocultarle que Vasiliev está firme en su creencia de que usted salió por la puerta, aunque él no presenció este detalle. Grigori le vio a cierta distancia cuando usted corría ya junto al muro.

Mitia se levantó.

—Eso es una vil mentira. Grigori no pudo ver la puerta abierta, porque estaba cerrada. Ese hombre ha mentido.

—Me considero obligado a repetirle que la declaración de Grigori Vasiliev ha sido categórica e insistente. Lo hemos interrogado varias veces.

—Cierto —confirmó Nicolás Parthenovitch—. Del interrogatorio me he encargado yo.

—¡Es falso, falso! ¡Una calumnia o la visión de un loco! Creerá haber visto todo eso bajo los efectos del delirio cuando yacía herido en el sendero.

—En el momento en que vio la puerta abierta aún no estaba herido: acababa de entrar en el jardín.

—¡No es verdad, no puede serlo! —dijo Mitia, jadeante—. Es una calumnia. Habla así por maldad. No ha podido verme salir por esa puerta porque no he salido.

El procurador se volvió hacia Nicolás Parthenovitch y le dijo:

—Muéstreselo.

—¿Sabe usted qué es esto? —preguntó el juez, depositando en la mesa un gran sobre en el que se veían aún tres sellos de lacre. Estaba vacío y abierto por un lado.

Mitia abrió los ojos desmesuradamente.

—Es el sobre de mi padre, el que contenía los tres mil rublos... Vean si lo escrito en él es esto: «Para mi pichoncito.» Y añade: «Tres mil rublos.» ¿Verdad que dice «tres mil rublos»?

—Sí, lo dice. Pero no hemos encontrado el dinero. El sobre estaba en el suelo, detrás del biombo.

Mitia estuvo un instante perplejo.

—¡Ha sido Smerdiakov! —exclamó de pronto con todas sus fuerzas—. ¡Él ha matado a mi padre! ¡Él le ha robado! Sólo él sabía dónde guardaba ese sobre el viejo. ¡Ha sido él: no me cabe duda!

—Pero usted sabía también que ese sobre estaba escondido debajo de la almohada.

—Yo no sabía nada. Es la primera vez que veo ese sobre, del que únicamente sabía lo que me había contado Smerdiakov. Sólo ese hombre conocía el escondrijo del viejo. Yo lo ignoraba.

—Sin embargo, usted ha declarado hace un momento que el sobre estaba bajo la almohada del difunto, «bajo la almohada». Luego usted lo sabía.

—Lo hemos anotado —confirmó Nicolás Parthenovitch.

—¡Eso es absurdo! Lo ignoraba por completo. Además, tal vez no estuviera debajo de la almohada... Lo he dicho al azar... ¿Qué dice Smerdiakov? ¿Lo han interrogado ustedes? ¿Qué dice? Eso es lo principal... Yo hablaba en broma cuando he dicho que estaba bajo la almohada. Y ahora ustedes... Ustedes saben muy bien que uno dice a veces inexactitudes. Sólo Smerdiakov sabía dónde estaba el dinero; sólo él y nadie más que él... Y Smerdiakov ha guardado el secreto sobre el escondite. Es él, no cabe duda de que es él el asesino. Esto es para mí de una claridad meridiana —exclamó Mitia con exaltación creciente—. Apresúrense a detenerlo. Cometió el crimen mientras yo huía y Grigori yacía sin conocimiento. Esto es evidente... Hizo la señal y mi padre le abrió la puerta. Pues sólo él conoce la contraseña, y, sin la contraseña, mi padre no le habría abierto.

—Vuelve usted a olvidar —observó el procurador sin perder la calma y con gesto triunfante– que no había necesidad de hacer señal alguna, porque la puerta estaba abierta cuando usted se hallaba aún en el jardín.

—La puerta, la puerta... —murmuró Mitia mirando fijamente al procurador.

Se dejó caer en la silla y, tras una pausa, exclamó con una expresión de ferocidad en la mirada:

—Sí, la puerta... ¡Es como un fantasma!... Dios está contra mí.

—Hágase usted cargo —dijo gravemente el procurador—. Juzgue usted mismo, Dmitri Fiodorovitch. Por una parte, la declaración de Grigori, abrumadora para usted, sobre esa puerta abierta utilizada por usted para salir; por otra, su silencio incomprensible obstinado, relativo a la procedencia del dinero que tenía usted en su poder a las tres horas de haberse visto obligado a pedir diez rublos prestados con la garantía de sus pistolas. En estas condiciones, juzgue usted mismo a qué conclusión nos hemos visto obligados a llegar. No nos acuse de ser unos hombres fríos, cínicos, burlones, incapaces de comprender los nobles impulsos de su alma, Póngase en nuestro lugar.

Mitia experimentaba una emoción indescriptible. Palideció.

—Bien —exclamó de pronto—; voy a revelarles mi secreto, a decirles de dónde procede ese dinero... Me expondré a la vergüenza pública para que ni ustedes puedan acusarme a mí ni yo pueda acusarles a ustedes.

—Le aseguro, Dmitri Fiodorovitch —se apresuró a decir, con, visible satisfacción, Nicolás Parthenovitch—, que una confesión sincera y completa en estos momentos puede mejorar considerablemente su situación actual e incluso...

El procurador le tocó con el pie por debajo de la mesa, y el juez se detuvo. Pero era igual: Mitia no prestaba atención a Nicolás Parthenovitch.

CAPITULO VII



El gran secreto de Mitia



—Señores —empezó a decir emocionado—, ese dinero... Voy a contarlo todo... Ese dinero era mío.

El juez y el procurador se irguieron: esta revelación era la que menos esperaban.

—¿Cómo podía ser suyo —dijo Nicolás Parthenovitch—, cuando a las cinco de la tarde, según usted mismo ha declarado...?

—¡Al diablo esas cinco de la tarde, al diablo mi propia declaración! Todo eso poco importa... El dinero era mío... Bueno, no lo era, porque lo robé... Siempre llevaba encima mil quinientos rublos.

—¿De dónde los había cogido?

—Los llevaba en el pecho señores, en una bolsita pendiente de mi cuello. Desde hacía bastante tiempo, lo menos un mes, los llevaba conmigo como un testimonio de mi infamia.

—¿Pero de quién era ese dinero que usted se apropió?

—Usted quiere decir «robó». Dígalo francamente. Sí, no cabe duda de que es como si lo hubiera robado. Pero si usted prefiere la otra expresión, le diré que, en efecto, me los había «apropiado». Ayer por la tarde los robé definitivamente.

—¿Ayer por la tarde? Pero si acaba usted de decir que hacía un mes que... que se los había procurado...

—Sí. Pero tranquilícense: no se los robé a mi padre, sino a ella. No me interrumpan: déjenme contarlo todo. Es una vergüenza. Verán ustedes. Hace un mes, Catalina Ivanovna Verkhovtsev, mi ex prometida, me llamó... Ya la conocen ustedes.

—¿Qué dice usted?

—Estoy seguro de que la conocen. Un alma noble a carta cabal. Pero me odia desde hace mucho tiempo, y no sin razón.

—¿Ha dicho usted Catalina Ivanovna? —preguntó el juez, estupefacto.

El procurador daba muestras también de profunda sorpresa.

—No pronuncien su nombre en vano. He cometido una vileza al mencionar a esa mujer... Sí, hace ya tiempo que me di cuenta de que me odiaba; lo advertí la primera vez que Catalina vino a mi casa... Pero no diré nada más sobre esto: ustedes no merecen saberlo. ¿Para qué? Sólo les diré que hace un mes me entregó tres mil rublos para que se los enviara a una hermana suya y a otro pariente que vivían en Moscú. ¡Como si no hubiera podido hacerlo ella misma! Y yo me hallaba en un momento fatal de mi vida, pues... En una palabra, acababa de enamorarme de otra, de ella, de Gruchegnka, la joven que está en esta casa. La traje aquí, a Mokroie, y dilapidé en dos días la mitad de ese maldito dinero. El resto me lo guardé. Este resto, mil quinientos rublos, es lo que llevaba en el pecho como un amuleto. Ayer abrí la bolsita y empecé a gastar. Los ochocientos rublos que quedan están en poder de ustedes.

—Perdone. Hace tres meses, usted despilfarró aquí tres mil rublos y no mil quinientos: todo el mundo lo sabe.

—¿Usted cree que hay alguien que lo sabe? ¿Quién ha contado mi dinero?

—Usted mismo ha dicho que gastó en aquella ocasión tres mil rublos.

—Cierto: lo dije a todo el que me hablaba de ello, la noticia corrió y toda la ciudad aceptó la cifra. Sin embargo, sólo gasté mil quinientos rublos, y los otros mil quinientos los puse en una bolsita que me colgué del cuello. Ya saben ustedes de dónde procede el dinero que empecé a gastar ayer.

—Todo eso es muy extraño —murmuró Nicolás Parthenovitch.

—¿No habló a nadie de eso, de esos mil quinientos rublos restantes? —preguntó el procurador.

—No, no hablé a nadie.

—Es extraño. ¿De veras no lo dijo a nadie, a nadie en absoluto?

—A nadie en absoluto.

—¿Por qué ese silencio? ¿Qué razón le llevó a envolver este asunto en el misterio? Aunque a usted le parezca que cometió un acto vergonzoso, esa apropiación temporal de tres mil rublos es, a mi entender, un pecadillo de escasa importancia si tenemos en cuenta el carácter de usted. Admito que su proceder sea censurable, pero no vergonzoso... Por lo demás, muchos han sospechado la procedencia de esos tres mil rublos, aunque no la hayan revelado. Incluso yo he oído hablar de ello, y también Mikhail Makarovitch... En una palabra, es el secreto de Polichinela. Además, hay ciertos indicios, desde luego posiblemente erróneos, de que usted dijo a alguien que esos tres mil rublos procedían de la señorita Verkhovtsev. Por eso es incomprensible que envuelva usted en el misterio y que le produzca tanto horror haberse reservado una parte de esa cantidad. Cuesta creer que le sea tan penoso revelar este secreto. Usted acaba de exclamar: «¡Antes el presidio!»

El procurador se detuvo. Se había acalorado y lo reconocía, pero sin creer que había obrado mal.

—No son esos mil quinientos rublos la causa de mi vergüenza, sino el hecho de haber dividido la suma —exclamó Mitia en un arrebato de orgullo.

—Pero dígame —replicó, irritado, el procurador—: ¿cómo puede usted considerar vergonzoso haber hecho dos partes de esos tres mil rublos que se quedó usted indebidamente? Lo que importa es que se haya apropiado esta cantidad y no el use que haya hecho de ella. Y ya que hablamos de esto, ¿quiere decirme por qué hizo esta división? ¿Qué es lo que perseguía? ¿Puede usted explicárnoslo?

—Caballeros, lo que importa es la intención. Dividí en dos partes el dinero por vileza, o sea por cálculo; porque el cálculo en este caso es una vileza. Y esta vileza ha durado todo un mes.

—Es incomprensible.

—Me asombra que no lo comprenda. En fin, se lo explicaré. Acaso sea una realidad incomprensible. Escúcheme atentamente. Vamos a suponer que me apropio de tres mil rublos que se me entregan confiando en mi honor. Dilapido la cantidad entera entre jarana y jarana. A la mañana siguiente voy a casa de ella y le digo: «Perdón, Katia: me he gastado tus tres mil rublos.» ¿Está esto bien? No, es una vileza, el acto de un monstruo, de un hombre incapaz de dominar sus malos instintos. Pero esto no es un robo; convengan ustedes en que no es un robo directo. Yo he dilapidado el dinero, pero no lo he robado. Ahora hablemos de un caso todavía más perdonable. Presten mucha atención, pues la cabeza me da vueltas. Dilapido solamente mil quinientos rublos de los tres mil. A la mañana siguiente voy a casa de Katia para entregarle el resto. «Katia, soy un miserable. Toma estos mil quinientos rublos. Los otros mil quinientos los he despilfarrado, y éstos los despilfarraría igualmente. Líbrame de la tentación.» ¿Qué soy en este caso? Un malvado, un monstruo, todo lo que ustedes quieran; pero no un verdadero ladrón, pues un ladrón no habría devuelto el resto de la cantidad, sino que se la habría quedado. Ella vería, además, que, del mismo modo que le devolvía la mitad del dinero, procuraría devolverle todo lo demás, aunque para ello tuviera que trabajar hasta el fin de mis días. En este caso seré un sinvergüenza, pero no un ladrón.

—Admitamos que existe cierta diferencia —dijo el procurador con una fría sonrisa—. Pero es extraño que dé usted a esta diferencia una importancia tan extraordinaria.

—Sí, veo una diferencia extraordinaria. Se puede ser un hombre sin escrúpulos, yo incluso creo que todos lo somos; pero para robar hay que ser un redomado bribón. Mi pensamiento se pierde en estas sutilezas. Desde luego, el robo es el colmo del deshonor. Piensen en esto: hace un mes que llevo encima este dinero. Podía haberlo devuelto cualquier día, y habría cambiado mi situación. Pero no me decidí a proceder de este modo, a pesar de que no pasaba día sin que me exhortara a mí mismo a hacerlo. Así ha pasado un mes. ¿Green ustedes que está bien esto?

—Admito que no está bien; eso no se lo discuto. Pero dejemos de polemizar sobre estas diferencias sutiles. Le ruego que vayamos a los hechos. Todavía no nos ha explicado usted los motivos que le han llevado a dividir en dos partes los tres mil rublos. ¿Con qué objeto ocultó usted la mitad? ¿Qué destino pensaba darle? Insisto en ello, Dmitri Fiodorovitch.

—¡Es verdad! —exclamó Mitia, dándose una palmada en la frente—. Perdónenme por haberlos tenido en tensión en vez de explicarles lo principal. De haberlo hecho, ustedes lo habrían comprendido todo enseguida, pues es la finalidad de mi proceder la causa de mi vergüenza. Miren ustedes, mi difunto padre no cesaba de acosar a Agrafena Alejandrovna. Yo tenía celos; creía que ella vacilaba entre mi padre y yo. Yo pensaba a diario: «¿Y si ella toma una resolución y me dice de pronto: “Te amo a ti; llévame al otro extremo del mundo”?» Yo no tenía más que veinte copecs. ¿Cómo llevarla a ninguna parte? ¿Qué podía hacer? Me veía perdido. Pues no la conocía aún y creía que no me perdonaría mi pobreza. Entonces aparté la mitad de los tres mil rublos, conté el dinero con calma, premeditadamente, lo guardé en la bolsita que cosí y colgué de mi cuello y me fui a gastar alegremente los otros mil quinientos rublos. Esto es innoble. ¿Lo comprenden ya?

Los jueces se echaron a reír. Nicolás Parthenovitch dijo:

—A mi entender, no gastándolo todo, dio usted una prueba de moderación y moralidad. No considero que la cosa sea tan grave como usted dice.

—La gravedad está en que he robado. Es lamentable que no lo comprendan ustedes. Desde que colgué los mil quinientos rublos de mi cuello, me decía a diario: «Eres un ladrón, un ladrón.» Este sentimiento ha sido la fuente de todas las violencias que he cometido durante este mes. Por eso vapuleé al capitán en la taberna y por eso golpeé a mi padre. Ni siquiera me atreví a revelar este secreto a mi hermano Aliocha; ello prueba hasta qué punto me consideraba un malvado y un bribón. Sin embargo, pensaba: «Dmitri Fiodorovitch, no eres todavía un ladrón, ya que puedes ir mañana mismo a devolver los mil quinientos rublos a Katia.» Y ayer por la tarde tomé la decisión de rasgar la bolsita. En ese momento me convertí indudablemente en un ladrón. ¿Por qué? Porque, al mismo tiempo que mi bolsita, destruí mi sueño de ir a decir a Katia: «Soy un sinvergüenza, pero no un ladrón.» ¿Lo comprenden ya?

—¿Y por qué tomó esa resolución precisamente ayer por la tarde? —preguntó Nicolás Parthenovitch.

—¡Qué pregunta tan tonta! La tomé porque me había condenado a muerte: me suicidaría a las cinco de la mañana, aquí mismo, a la luz del alba. Yo me decía: «¿Qué importa morir con honra o deshonra?» Pero vi que no era lo mismo. Créanme, señores, que lo que esta noche me ha torturado sobre todo no ha sido la muerte de Grigori ni el terror de ir a Siberia precisamente cuando sentía el triunfo de mi amor y el cielo se abría de nuevo ante mí. Desde luego, esto me ha atormentado, pero menos que la idea de haber sacado de mi pecho ese dinero maldito para dilapidarlo y haberme convertido así en un verdadero ladrón. Lo repito, señores: he aprendido mucho esta noche. He aprendido que no sólo es muy difícil vivir con el conocimiento de ser un hombre sin honor, sino también morir con semejante sentimiento... Es preciso ser honrado para afrontar la muerte.

Mitia estaba pálido.

—Empiezo a comprenderlo, Dmitri Fiodorovitch —dijo el procurador amablemente—; pero, la verdad, yo creo que todo eso es de origen nervioso. Usted está enfermo de los nervios. ¿Por qué razón, para poner fin a sus sufrimientos, no fue a devolver esos mil quinientos rublos a la persona que se los había confiado y a explicarle todo lo sucedido? Y luego, dada su desesperada situación, ¿por qué no dio un paso que parece sumamente natural? Después de haber confesado noblemente sus faltas, pudo pedirle la cantidad que era para usted tan necesaria. Dada la generosidad de la persona perjudicada y el grave conflicto en que se hallaba usted, estoy seguro de que esa señorita le habría hecho el préstamo deseado, sobre todo si usted le hubiera ofrecido las mismas garantías que al comerciante Samsonov y a la señora de Khokhlakov. ¿Acaso no considera usted que esa garantía sigue teniendo el mismo valor que antes?

Mitia enrojeció.

—¿Tan vil me cree usted? ¡Usted no puede hablar en serio! —exclamó, indignado.

—Hablo completamente en serio —dijo el procurador, no menos sorprendido que Dmitri—. ¿Por qué lo duda usted?

—Porque eso sería innoble. ¡Me están ustedes atormentando! En fin, lo diré todo, les revelaré hasta el fondo de mi pensamiento demoníaco, y entonces se sonrojarán ustedes al ver hasta dónde pueden descender los sentimientos humanos. Sepa que también yo pensé en la solución que usted me propone, señor procurador. Sí, señores: estaba casi decidido a ir a casa de Katia: hasta ese extremo llegó mi ruindad. Pero piense usted en lo que significaba ir a anunciarle mi traición y pedirle dinero para los gastos que esta traición imponía; pedírselo a ella, a Katia, y huir inmediatamente con su rival, con la mujer que la odiaba y la había ofendido... ¿Está usted loco, señor procurador?

—No estoy loco —dijo el procurador sonriendo—. Lo que ocurre es que no había pensado que pudieran existir esos celos de mujer... Si realmente existen, como usted afirma, podría, en efecto, haber algo de lo que usted dice.

—¡Habría sido una bajeza incalificable! —bramó Mitia golpeando la mesa con el puño—. Ella me habría dado el dinero por venganza, para testimoniarme su desprecio, pues también ella tiene un alma pronta a estallar en una cólera infernal. Yo habría tomado el dinero, seguro que lo habría tomado, y entonces habría estado toda la vida... ¡Dios mío! Perdónenme, señores, que hable en voz tan alta... No hace mucho que pensaba en esa posibilidad. Pensé la otra noche, mientras cuidaba a Liagavi, y durante todo el día de ayer (lo recuerdo perfectamente) hasta que se produjo el suceso.

—¿Qué suceso? —preguntó Nicolás Parthenovitch.

Pero Mitia no le escuchó.

—Les he confesado algo tremendo. Sepan apreciarlo, señores; compréndanlo en todo su valor. Pero si ustedes son incapaces de comprenderme, eso significará que me desprecian, y yo me moriré de vergüenza por haber abierto mi corazón a personas como ustedes. Sí, moriré... Ya veo que no me creen...

—¿Cómo? ¿Van a tomar nota de esto?

—Sí —repuso Nicolás Parthenovitch, sorprendido—. Consignaremos que hasta el último momento pensó usted en ir a casa de la señorita Verkhovtsev para pedirle esos mil quinientos rublos. Esta declaración es importantísima para nosotros, Dmitri Fiodorovitch..., y más aún para usted.

—¡Dios mío, señores: tengan al menos el pudor de no consignar eso! Les muestro mi alma al desnudo, y ustedes me corresponden rebuscando en ella. ¡Dios santo!

Se cubrió el rostro con las manos.

—No se preocupe por eso, Dmitri Fiodorovitch —dijo el procurador—. Se le leerá todo lo que se ha escrito y se modificará el texto en aquellos puntos en que usted no esté de acuerdo con lo consignado. Ahora le pregunto por tercera vez: ¿es verdad que nadie, ni una sola persona, ha oído hablar de ese dinero guardado en una bolsita?

—Nadie, nadie. Ya lo he dicho. ¿Es que no me entiende? ¡Déjeme en paz!

—De acuerdo. Pero este punto habrá de aclararse. Reflexione. Tenemos una decena de testigos que afirman que usted mismo ha dicho que iba a dilapidar tres mil rublos y no mil quinientos. Y al llegar usted aquí, muchos le han oído decir que tenía tres mil rublos para gastar.

—Puede usted contar con centenares de testimonios análogos: un millar de personas me lo han oído decir.

—O sea que todo el mundo está de acuerdo. Esto de «todo el mundo» significa algo, ¿no?

—No significa absolutamente nada. He mentido, y todo el mundo ha repetido mi mentira.

—¿Y por qué ha mentido?

—¡Sabe Dios! Por jactancia seguramente, por conseguir la mezquina gloria de haber dilapidado una cantidad importante. O tal vez por olvidarme del dinero que me había apartado... Sí, por eso fue... ¡Y basta ya! ¿Cuántas veces me ha hecho usted esa pregunta? He mentido y no he querido rectificar: esto es todo... ¿Por qué mentiremos a veces?

—Eso es fácil de explicar, Dmitri Fiodorovitch —dijo gravemente el procurador—. Pero dígame: esa bolsita, como usted la llama, ¿era muy pequeña?

—Bastante.

—¿Qué tamaño tenía, aproximadamente?

—Pues... el tamaño de medio billete de cien rublos.

—Lo mejor será que nos muestre la bolsita hecha jirones. Supongo que la llevará usted encima.

—¡Qué disparate! Ni siquiera sé dónde está.

—Permítame una pregunta: ¿dónde y cuándo se la quitó del cuello? Usted ha declarado que no volvió a su casa.

—Después de hablar con Fenia, me dirigí a casa de Perkhotine. Entonces desgarré la bolsita para sacar el dinero.

—¿En la oscuridad?

—No hacía falta ni la luz de una bujía: me fue fácil desgarrar la tela.

—¿Sin tijeras y en medio de la calle?

—Creo que estaba en la plaza.

—¿Qué hizo de la bolsita?

—La tiré.

—¿Dónde?

—¿Qué sé yo? En algún lugar de la plaza. ¿Qué importancia puede tener?

—Tiene mucha importancia, Dmitri Fiodorovitch. Es una prueba en favor de usted. ¿No lo comprende? ¿Quién le cosió la bolsita hace un mes?

—Nadie: la cosí yo mismo.

—¿Sabe usted coser?

—El que ha sido soldado tiene que saber. Por otra parte, no hay que ser un experto en el manejo de la aguja para hacer un cosido así.

—¿De dónde sacó usted la tela, mejor dicho, el trozo de tela?

—¿Está usted bromeando?

—Nada de eso, Dmitri Fiodorovitch. Nuestro trabajo no nos permite bromear.

—Pues no recuerdo de dónde lo tomé.

—¿Cómo se explica que lo haya olvidado?

—Le aseguro que no me acuerdo. Tal vez corté un trozo de mi ropa interior.

—Es un dato interesante. Mañana se podrá encontrar en su casa la pieza, la camisa, de donde usted cortó el trozo. ¿De qué era ese jirón: de algodón o de hilo?

—¿Qué sé yo?... Oigan: me parece que no corté nada. Creo que el género era algodón. Es posible que cosiera un resto del gorro de mi patrona.

—¿Del gorro de su patrona?

—Sí, se lo robé.

—¿Se lo robó?

—Sí; recuerdo que una vez robé un gorro para hacerlo pedazos con los que poder secar las plumas. Me apoderé de él furtivamente y sin ningún reparo, porque era un pingajo sin valor. Aproveché uno de esos trozos para hacer la bolsita, que cosí después de haber introducido en ella los mil quinientos rublos... Sí, creo que era un trozo de algodón viejo y lavado mil veces.

—¿Está usted seguro?

—Seguro no. Sólo me parece. Pero me da lo mismo una cosa que otra.

—Piense que su patrona puede haber advertido la falta de ese trozo de tela.

—No, no lo habría notado. Era un viejo andrajo que no valía ni un copecs.

—¿Y de dónde sacó la aguja y el hilo?

—¡Basta! No diré nada más sobre eso —gruño Mitia.

—Es extraño que no recuerde usted en qué lugar de la plaza tiró la bolsita.

—Hagan barrer la plaza y tal vez la encuentren —replicó Mitia, y exclamó, abrumado—: ¡Basta ya, señores, basta ya! Ustedes no creen ni una palabra de lo que les digo: lo estoy viendo. La culpa es mía y no de ustedes. No debí dejarme llevar por mis impulsos. ¿Por qué me habré rebajado a revelarles mi secreto? Esto les parece chusco; lo leo en sus ojos. Es usted el que me ha incitado, señor procurador. ¡Goce de su triunfo! ¡Malditos sean, verdugos!

Inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. El procurador y el juez se callaron. Transcurrió un minuto. Mitia levantó la cabeza y los miró, inconsciente. Su rostro expresaba una desesperación extrema.

Era preciso terminar; había que proceder al interrogatorio de los testigos. Eran las ocho de la mañana; hacía un buen rato que se habían apagado las bujías. Mikhail Makarovitch y Kalganov, que no habían cesado de entrar y salir durante el interrogatorio, no estaban en aquel momento en la habitación. El procurador y el juez daban muestras de fatiga. Hacía mal tiempo; el cielo estaba oscuro y caía una lluvia torrencial. Mitia, desde su asiento, miraba absorto a través de los cristales.

—¿Puedo acercarme a la ventana? —preguntó a Nicolás Parthenovitch.

—Naturalmente —repuso el juez.

Dmitri se levantó y se acercó a la ventana. La lluvia azotaba los pequeños vidrios verdosos. A través de ellos se veía el camino lleno de barro, y más lejos las hileras de isbas, míseras y oscuras, que bajo la lluvia parecían aún más pobres. Mitia se acordó de «Febo, el de los cabellos de oro», y de su propósito de suicidarse bajo los primeros rayos del astro del día. Mejor habría sido este amanecer. Sonrió amargamente y se volvió hacia sus «verdugos».

—Señores, ya veo que estoy perdido. ¿Pero y ella? ¿Ha de correr la misma suerte que yo? Les suplico que me lo digan. Es inocente. Ayer, cuando se declaró culpable, había perdido la cabeza. No time culpa alguna. Después de esta noche de angustia, les ruego que me digan qué van a hacer con ella.

El procurador se apresuró a responder:

—Tranquilícese, Dmitri Fiodorovitch. Por ahora no tenemos ninguna razón para molestar a esa persona que tanto le interesa. Y creo que lo mismo ocurrirá en lo sucesivo. Haremos cuanto nos sea posible en favor de esa joven.

—Gracias, señores. Nunca he puesto en duda la honradez ni el espíritu de justicia de ustedes. Me han quitado un peso de encima... ¿Qué van a hacer ahora?

—Hay que proceder sin pérdida de tiempo al interrogatorio de los testigos, lo cual, como ya le hemos dicho, debe efectuarse en presencia de usted.


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