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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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—¡Qué modo de andar! —comentó Gruchegnka despectivamente.

Mitia se sintió inquieto. Además, había observado que el pan de la pipa lo observaba con un gesto de irritación.

—¡ Panie, bebamos! —exclamó.

Invitó también al que paseaba y llenó de champán tres vasos.

—¡Por Polonia, panowie [50]; bebo por vuestra Polonia!

—Bardzo mi to milo, panie, wypijem [51]—dijo el pande la pipa, jactancioso pero amable.

—Que beba también el otro pan. ¿Cómo se llama? Toma un vaso, Jasnie Wielmozny [52].

PanWrublewski —dijo el otro.

PanWrublewski se acercó a la mesa contoneándose.

—¡Por Polonia, panowie! ¡Hurra! —exclamó Mitia levantando su vaso.

Bebieron y Mitia llenó de nuevo los tres vasos.

—Ahora por Rusia, panowie, y considerémonos hermanos.

—Dame un vaso —dijo Gruchengka—. Quiero beber por Rusia.

—Y yo también —intervino Maximov—. Yo también quiero beber por la abuelita.

—Beberemos todos a su salud —exclamó Mitia—. ¡Hostelero, otra botella!

Éste trajo las tres botellas que quedaban.

—¡Por Rusia! ¡Hurra!

Todos bebieron menos los panowie. Gruchegnka vació su vaso de un trago.

—¿Qué hacen ustedes, panowie?

PanWrublewski levantó su vaso y dijo con voz aguda:

—¡Por Rusia en sus límites de mil setecientos setenta y dos!

—O te bardzo picknie! [53]—aprobó el otro pan.

Bebieron los dos.

—¡Son ustedes unos imbéciles, panowie! —estalló Mitia.

Panie! —exclamaron los dos polacos irguiéndose como gallos.

El más indignado era panWrublewski.

—Ale nie moznomice slabosc do swego kraju? [54].

—¡Silencio! ¡No quiero riñas! —exclamó enérgicamente Gruchegnka dando con el pie en el suelo.

Tenía la cara encendida y los ojos llameantes. La bebida había hecho efecto. Mitia se asustó.

—Perdónenme, panowie. Toda la culpa es mía. PanWrublewski, no lo volveré a hacer.

—¡Calla y siéntate, imbécil! —ordenó Gruchegnka.

Todos se sentaron y se estuvieron quietos.

—Señores —dijo Mitia, que no había comprendido la salida de Gruchegnka—, yo he sido el culpable de todo... Bueno, ¿qué vamos a hacer para divertirnos?

—Verdaderamente, esto es un aburrimiento —dijo Kalganov con un gesto de hastío.

—¿Y si volviéramos a jugar a las cartas? ¡Ji, ji!

—Bien pensado —dijo Mitia—. Si les parece bien a los panowie...

Pozno, panie [55]—repuso, fastidiado, el pan de la pipa.

—Tiene razón —apoyó panWrublewski.

—¡Qué compañeros tan fúnebres! —exclamó Gruchegnka—. Emanan aburrimiento y quieren imponerlo a los demás. Antes de tu llegada, Mitia, no han despegado los labios. Lo único que hacían era darse importancia.

—Mi diosa —repuso el pande la pipa—, co mowisz to sie stanie. Widze nielaskie, jestem smutny.

Y dijo a Mitia:

Jestem gotow.

—Empecemos, panie—dijo Dmitri sacando el fajo de billetes y separando de él dos de cien rublos que depositó en la mesa—. Quiero que gane usted mucho dinero. Tome las cartas: usted tiene la banca.

—Debemos jugar con la baraja de la casa —dijo el pande escasa estatura.

To najlepsz y sposob [56]—aprobó el panWrublewski.

—De acuerdo, con la baraja de la casa. Eso está bien pensado, panowie. ¡Un juego de cartas, Trifón Borisytch!

Éste trajo una baraja, empaquetada y sellada, y anunció a Mitia que habían llegado varias chicas, que los judíos estaban a punto de llegar, pero que del coche de las provisiones no se tenía noticia. Mitia se apresuró a pasar a la habitación vecina para dar las órdenes. Sólo habían llegado tres muchachas, entre las que no figuraba María. Aturdido, sin saber qué hacer, dijo que se repartieran entre las chicas las golosinas de la caja.

—¡Y dele vodka a Andrés! —añadió—. Lo he ofendido.

Maximov, que lo había seguido, lo tocó en el hombro y murmuró:

—Présteme cinco rubios. Quiero jugar. ¡Ji, ji!

—Bien. Toma diez. Si pierdes, vuelve a recurrir a mí.

—De acuerdo —murmuró alegremente Maximov dirigiéndose a la sala.

Mitia llegó poco después, excusándose de haberse hecho esperar. Los panowiese habían sentado ya y habían abierto el paquete de las cartas. Tenían un aspecto más amable y alegre. El pan de baja estatura había vuelto a cargar su pipa y se disponía a barajar. En su rostro había un algo solemne.

Na miejsca, panowie! [57]—exclamó el pan Wrublewski.

—Yo no juego —dijo Kalganov—. Antes he perdido cincuenta rublos.

—El panha tenido mala suerte —dijo el pande la pipa—, pero su fortuna puede cambiar.

—¿Cuánto hay en la banca? —preguntó Mitia.

—Slucham, panie, moze sto, moze dwiescie [58]; en fin, todo lo que usted quiera jugarse.

—¡Un millón! —exclamó Mitia echándose a reír.

—Sin duda, el capitán ha oído hablar del panPodwysocki.

—¿De qué Podwysocki?

—Una casa de juego en Varsovia. La banca acepta todas las apuestas. Llega Podwysocki. Ve miles de monedas de oro. Se dispone a jugar. El banquero le dice:

»– PaniePodwysocki, ¿va a jugar con oro o na honor?

»– Na honor, panie—responde Podwysocki.

»—Mejor.

»Empieza el juego. Podwysocki gana y empieza a recoger las monedas de oro.

»—Espere, panie—dice el banquero.

»Abre un cajón y entrega un millón a Podwysocki.

»—Tenga. Esto es lo que ha ganado.

»La banca era de un millón.

»—No sabía lo que había en la banca —dice Podwysocki.

» —PaniePodwysocki: los dos hemos jugado na honor.

»Y Podwysocki toma el millón.

—Eso no es verdad —dijo Kalganov.

PanieKalganov, w slachetnoj kompanji tak mowic nieprzystoi [59].

—Un jugador polaco no da un millón así como así —dijo Mitia. Pero rectificó enseguida—: Perdón, panie. De nuevo he dicho una tontería. Desde luego que dará un millón na honor, por el honor polaco. Diez rublos a la sota.

—Y yo un rublo a la dama de copas, la pequeña y linda panienka—dijo Maximov, y, acercándose a la mesa, hizo disimuladamente la señal de la cruz.

Mitia ganó; Maximov también.

—¡Doblo! —exclamó Dmitri.

—Y yo me juego otro rublo, otro insignificante rublo —dijo en voz baja y con acento satisfecho Maximov, tras haber ganado.

—¡Pierdo! —exclamó Mitia—. ¡Doblo otra vez!

Y perdió de nuevo.

—¡No juegue más! —dijo de pronto Kalganov.

Pero Mitia siguió doblando y perdiendo. En cambio, el de los «insignificantes rublos» ganaba siempre.

—Ha perdido usted doscientos rublos —dijo el pan de la pipa—. ¿Sigue jugando?

—¿Cómo? ¿Doscientos rublos ya? Bueno, van otros doscientos.

Mitia iba a poner los billetes sobre la dama, pero Kalganov cubrió la carta con la mano.

—¡Basta! —exclamó con su potente voz.

—¿Qué le pasa? —preguntó Mitia.

—¡No lo consiento! ¡No jugará usted más!

—¿Por qué?

—¡Déjelo ya y váyase! ¡No le permitiré que siga jugando!

Mitia lo miró asombrado.

—Sí, Mitia —intervino Gruchegnka en un tono extraño—. Kalganov tiene razón: has perdido demasiado.

Los dos panowiese pusieron en pie, visiblemente ofendidos.

Zartujesz, panie? [60]—dijo el pande menos estatura mirando severamente a Kalganov.

Jak pan smisz to robic? [61] —preguntó, también indignado, Wrublewski.

—¡No griten, no griten! —exclamó Gruchegnka—. ¡Parecen gallos de pelea!

Mitia los miró a todos, uno a uno. El semblante de Gruchegnka tenía una expresión que lo sorprendió. Al mismo tiempo, una idea nueva y extraña acudió a su pensamiento.

—PaniAgrippina! —exclamó el pande la pipa, rojo de cólera.

Mitia, obedeciendo a una idea repentina, se acercó a él y le dio un golpecito en el hombro.

—Jasnie Wielmozny, ¿quiere escucharme un segundo?

—Czego checs, panie [62].

—Pasemos a la antesala. Quiero decirle algo que le gustará.

El panrechoncho miró a Mitia con una mezcla de asombro e inquietud. Sin embargo, aceptó al punto, con la condición de que el panWrublewski le acompañara.

—¿Es tu guardaespaldas? Bien, que venga. Además, su presencia es necesaria. ¿Vamos, panowie?

Gruchegnka, inquieta, preguntó:

—¿Adónde van?

—Volveremos enseguida —repuso Dmitri.

En su rostro se leía la resolución y el coraje. Tenía un aspecto muy distinto del que ofrecía al llegar hacia una hora. Condujo a los panowieno a la habitación de la derecha, donde estaban las muchachas, sino a un dormitorio en el que había dos grandes camas, montones de almohadas y multitud de maletas y baúles. En un rincón, sobre una mesita, ardía una vela. El pande la pipa y Mitia se sentaron frente a frente. El panWrublewski se situó junto a ellos, con las manos en la espalda. Los dos polacos estaban serios y sus semblantes tenían una expresión de curiosidad.

—Czem mogie panu slut yo? [63]—preguntó el pan de escasa estatura.

—Seré breve, panie. Mire este dinero —y exhibió el fajo de billetes—. Si quiere tres mil rublos, tómelos y váyase.

El panlo miró fijamente.

—Tres tysiance, panie? [64].

Cambió una mirada con Wrublewski.

—Tres mil, panowie, tres mil. Escuche, usted es un hombre inteligente. Acepte los tres mil rublos y váyase al diablo con Wrublewski. Pero enseguida, ahora mismo y para siempre. Saldrá usted por esta puerta. Yo le traeré su abrigo o su pelliza. Engancharán una troikapara usted, y buenas noches.

Mitia esperaba la respuesta, seguro de lo que iba a oír. El rostro del pancobró una expresión resuelta.

—¿Dónde está el dinero?

—Aquí, panie. Le daré quinientos rublos por adelantado, y los dos mil quinientos restantes, mañana, en la ciudad. Le doy mi palabra de honor de que mañana tendrá ese dinero, aunque fuera preciso sacarlo de debajo de la tierra.

Los polacos cambiaron una nueva mirada. El rostro del más bajo cobró una expresión hostil.

—Setecientos, setecientos ahora mismo —dijo Mitia advirtiendo que la cosa no iba bien—. ¿No se fía de mi, panie? No le puedo dar los tres mil rublos de una vez. Volvería a su lado mañana mismo. Por otra parte, no los llevo encima.

Empezó a balbucear. Perdía el valor por momentos.

—Los tengo en la ciudad, palabra; en un escondrijo...

En el rostro del pande la pipa resplandeció un sentimiento de orgullo.

—Czynie potrzebujesz jeszcze czego? [65]—preguntó irónicamente—. ¡Qué vergüenza!

Escupió, asqueado. El panWrublewski hizo lo mismo.

—Escupes, panie—dijo Mitia, amargado por su fracaso—, porque crees que vas a sacar más de Gruchegnka. ¡Sois idiotas los dos!

Jestem do z ywego dotkniety? [66] —dijo el pande la pipa, rojo como un cangrejo.

Y salió de la habitación, indignadísimo, con Wrublewski, que andaba contoneándose. Mitia los siguió, confuso. Temía a Gruchegnka, presintiendo que el paniba a quejarse a ella. Así ocurrió. En actitud teatral, el panse plantó ante Gruchegnka y repitió:

PaniAgrippina, jestem do z ywego dotkniety!

Gruchegnka se sintió herida en lo más vivo, perdió la paciencia y exclamó, roja de ira:

—¡Habla en ruso! ¡No me fastidies con tu polaco! Hace cinco años hablabas en ruso. ¿Tan pronto lo has olvidado?

PaniAgrippina...

—Me llamo Agrafena. Soy Gruchegnka. Habla en ruso si quieres que te escuche.

Sofocado, con una indignación que le hacía farfullar, el pan exclamó:

PaniAgrafena, he venido para olvidar el pasado y perdonarlo todo hasta el día de hoy.

—¿Qué hablas de perdonar? ¿Has venido a perdonarme? —exclamó Gruchegnka irguiéndose.

—Sí, pani. Soy generoso. Pero ja bylem sdiwiony [67]del proceder de tus amantes. El panMitia me ha ofrecido tres mil rublos para que me vaya. He escupido al oír esta proposición.

—¿Cómo? ¿Te ha ofrecido dinero por mí? ¿Es eso verdad, Mitia? ¿Has tenido la osadía de considerarme como una cosa que se vende?

Panie, panie! —exclamó Mitia—. Gruchegnka es pura y yo no he sido su amante jamás. Ha mentido usted...

—¡Qué valor tienes! ¡Defenderme ante él! No me he conservado pura por virtud ni por temor a Kuzma, sino sólo para poder llamar miserable a este hombre. ¿De veras ha rechazado el dinero que le has ofrecido?

—Al contrario: lo ha aceptado. Pero quería los tres mil rublos en el acto, y yo sólo le he ofrecido un adelanto de setecientos.

—La cosa está clara: se ha enterado de que tengo dinero, y por eso quiere casarse conmigo.

PaniAgrippina, soy un caballero, un szlachcicpolaco y no un lajdak. He venido para casarme contigo, pero no he encontrado a la misma pani. La que ahora veo es uparty [68]y procaz.

—¡Vete por donde has venido! Diré que te arrojen de aquí. He cometido una estupidez al torturarme durante cinco años... Pero no es que me atormentara por él, sino que acariciaba mi rencor. Por otra parte, mi amante no era como es ahora. Ahora parece el padre de aquél. ¿Dónde te han hecho esa peluca? Aquél reía, cantaba y era un ciclón; tú eres solamente un pobre hombre. ¡Y pensar que he pasado por ti cinco años bañada en lágrimas! ¡Qué necia he sido!

Se desplomó en el sillón y se cubrió el rostro con las manos. En este momento, en la habitación vecina, el coro de muchachas, reunido al fin, empezó a entonar una atrevida canción de danza.

—¡Esto es detestable! —exclamó panWrublewski—. ¡Hostelero, despida a esas desvergonzadas!

Trifón Borisytch, que estaba al acecho desde hacía rato, al sospechar por los gritos que sus clientes disputaban, apareció en el acto.

—¿Qué voces son ésas? —preguntó a Wrublewski.

—¡Calla, bruto!

—¿Bruto? Dime con qué cartas has jugado. Yo he traído una baraja nueva. ¿Qué has hecho de ella? Has hecho el juego con cartas señaladas. ¿Sabes que por esto te podrían mandar a Siberia? Lo que has hecho es lo mismo que fabricar moneda falsa.

Se dirigió al canapé, introdujo la mano entre el respaldo y un cojín y sacó el juego de cartas sellado.

—Vean mi juego. Está intacto.

Levantó el brazo para que todos vieran la baraja.

—He visto a este hombre cambiar sus cartas por las mías. Tú eres un bribón y no un pan.

—Y yo le he visto hacer trampa dos veces —dijo Kalganov.

Gruchegnka enrojeció.

—¡Cómo se ha envilecido, Señor! ¡Qué vergüenza!

—Ya lo sospechaba —dijo Mitia.

Entonces, el panWrublewski, confundido y exasperado, gritó a Gruchegnka, amenazándola con el puño:

—¡Prostituta!

Mitia se arrojó sobre él, lo cogió por la cintura, lo levantó y se lo llevó a la habitación donde habían estado poco antes. Pronto regresó, y dijo jadeante:

—Lo he dejado tendido en el suelo. El muy canalla se debate, pero no podrá volver.

Cerró una de las hojas de la puerta y, con la mano en la otra, dijo al panrechoncho:

Jasnie Wielmozny, le ruego que vaya a reunirse con él.

—Dmitri Fiodorovitch —dijo Trífón Borisytch—, recobre su dinero. Se lo han robado.

Kalganov declaró:

—Yo les regalo mis cincuenta rublos.

—Y yo mis doscientos. Que tengan algún consuelo.

—¡Bravo, Mitia! ¡Tienes un gran corazón! —exclamó Gruchegnka en un tono que dejaba traslucir una viva indignación.

El pande la pipa, rojo de cólera pero conservando toda su arrogancia, se dirigió a la puerta. De pronto se detuvo y dijo a Gruchegnka:

Panie, jezeli chec pojsc za mno, idzmy, jezeli nie, bywaj sdrowa [69].

Herido en su orgullo, salió de la pieza a paso lento y grave. Su extremada vanidad le hacía esperar, incluso después de lo sucedido, que la panilo seguiría. Mitia cerró la puerta.

—Dé la vuelta a la llave —le dijo Kalganov.

Pero la cerradura rechinó por la parte interior: los polacos se habían encerrado ellos mismos.

—¡Perfectamente! —exclamó Gruchegnka, implacable—. ¡Ellos lo han querido!

CAPITULO VIII



Delirio



Entonces empezó una fiesta desenfrenada, que rayaba en la orgia. Gruchegnka fue la primera en pedir bebida.

—Quiero embriagarme como la otra vez. ¿Te acuerdas, Mitia? Fue cuando nos conocimos.

Mitia era presa de una especie de delirio. Presentía su felicidad. Gruchegnka lo enviaba a la habitación vecina a cada momento.

—Ve a divertirte. Diles que bailen y que se diviertan ellas también. Como la otra vez.

Estaba excitadísima. En la habitación de al lado se oía el coro. La pieza donde estaban era exigua, y una cortina de indiana la dividía en dos. Tras la cortina había una cama con un edredón y una montaña de almohadas. Todas las habitaciones importantes de la casa tenían un lecho. Gruchegnka se instaló junto a la puerta. Desde allí estuvo viendo bailar y cantar al coro en la primera fiesta. Ahora estaban allí las mismas muchachas; los judíos habían llegado con sus violines y sus citaras, y también el carricoche de las provisiones. Mitia iba y venía entre la concurrencia. Llegaban hombres y mujeres que se habían despertado y esperaban ser obsequiados espléndidamente como la vez anterior. Mitia invitaba a beber a todos los que iban llegando y saludaba y abrazaba a los conocidos. Las muchachas preferían champán; los mozos, ron o coñac, y sobre todo ponche. Dmitri dispuso que se hiciera chocolate para las mujeres y que se mantuvieran hirviendo toda la noche samovares para dar a los hombres tanto té y tanto ponche como quisieran. En suma, que fue un jolgorio extravagante.

Mitia estaba en su elemento y se animaba cada vez más a medida que aumentaba el desorden. Si alguno de los clientes le hubiese pedido dinero, él habría sacado el fajo y repartido billetes a derecha e izquierda. A esto se debía indudablemente que Trifón Borisytch, que no se había acostado, no se separase de él. El fondista bebió muy poco, un vaso de ponche como total de todas sus libaciones, para poder velar, a su modo, por los intereses de Mitia. Cuando era necesario, lo frenaba, zalamero y obsequioso, y lo sermoneaba, aconsejándole que no repartiera cigarros y vinos del Rin, y menos dinero, entre los desharrapados, como había hecho la otra vez. Se indignaba al ver a las muchachas comiendo golosinas y saboreando licores.

—Están minadas de piojos, Dmitri Fiodorovitch. Si les diera un puntapié en cierta parte, aún les haría un honor.

Mitia se acordó de Andrés y dijo que le llevaran ponche.

—Lo he ofendido —repitió apenado.

Kalganov, al principio, no quiso beber y las canciones del coro le desagradaron; pero cuando se había bebido dos vasos de champán sintió una alegría desbordante y todo le pareció magnífico, tanto los cantos como la música.

Maximov, beatífico y achispado, no se movía de su sitio. A Gruchegnka se le había subido el vino a la cabeza. Señalando a Kalganov, dijo a Mitia:

—¡Qué muchacho tan gentil!

Y Mitia corrió a abrazar a los dos hombres.

Dmitri presentía muchas cosas, pero Gruchegnka no le había dicho nada aún: retrasaba el momento de las confesiones. De vez en cuando le dirigía una mirada ardiente. De pronto, Gruchegnka lo cogió de la mano y lo hizo sentar junto a ella.

—¡Si vieras cómo has entrado aquí! Me has asustado. ¿De veras te conformas a que lo prefiera a él?

—No quiero turbar tu felicidad.

Gruchegnka ya no lo escuchaba.

—Ve a divertirte. No llores. Después volveré a llamarte.

Dmitri se fue. Gruchegnka se dedicó de nuevo a escuchar las canciones y ver las danzas, pero sin dejar de observar a Mitia. Al cabo de un cuarto de hora lo llamó.

—Siéntate aquí y cuéntame cómo te has enterado de mi marcha. ¿Quién te ha dado la noticia?

Mitia empezó a contarlo todo. Su relato era incoherente. A veces fruncía el entrecejo y callaba.

—¿Qué te pasa? —le preguntaba Gruchegnka.

—Nada. He dejado allí un enfermo. Por su salud, por saber que sanará, daría diez años de vida.

—No pienses en ese enfermo. ¿De modo que querías suicidarte mañana? ¡Qué tontería! ¿Por qué? Me gustan los calaveras como tú —dijo con cierta dificultad—. ¿De modo que estabas dispuesto a todo por mí?... ¿De veras querías terminar mañana?... Espera; tal vez te diga algo agradable... No hoy, mañana... Ya sé que preferirías que te lo dijera hoy, pero no quiero decírtelo hasta mañana. Anda, ve a divertirte.

Una de las veces lo llamó con semblante preocupado.

—¿Por qué estás triste, Mitia? —le preguntó mirándole a los ojos—. Pues tú estás triste. Por mucho que abraces a los mujiksy vayas de un lado a otro, advierto tu tristeza. Ya que yo estoy contenta, debes estarlo tú también. Amo a uno de los que están aquí. ¿Sabes a quién? Mira, el pobre se ha dormido. Se le ha subido el alcohol a la cabeza.

Se refería a Kalganov, que dormitaba en el canapé, bajo las brumas de la embriaguez y presa de una angustia indefinible. Las canciones de las muchachas, más lascivas y desvergonzadas a medida que las cantantes iban bebiendo, acabaron por repugnarle. Y lo mismo le ocurrió con las danzas. Dos jóvenes disfrazadas de oso actuaban bajo el mando de Stepanide, una fornida moza armada de un bastón.

—¡Hala, María! ¡Si no, pobre de ti!

Los dos osos rodaron por el suelo, adoptando posturas indecentes, entre las risas del grosero público.

—¡Que se diviertan, que se diviertan! —dijo Gruchegnka sentenciosamente y en una especie de éxtasis—. Es su día. ¿Por qué no se han de divertir?

Kalganov dirigió al coro una mirada de desagrado.

—¡Qué bajas son las costumbres populares! —dijo apartándose de la puerta.

Le llamó sobre todo la atención una canción «nueva», que tenía un estribillo alegre.

Un señor que iba de viaje pregunta a las chicas:


—El señor preguntó a las muchachas:

Me queréis, me queréis, jovencitas?


Éstas consideran que no lo pueden querer.


—El señor me azotará.

Yo no lo puedo amar.


Después aparece un cíngaro, que no tiene más éxito.


El cíngaro robará.

Y yo me hartaré de llorar.


Desfilan otros personajes, haciendo la misma pregunta. Incluso un soldado, que es rechazado con desprecio.


—El soldado llevará el saco.

Y yo, detrás de él...


Seguía a esto un verso soez, cantado con impúdica franqueza, que hizo furor en el auditorio. Finalmente aparece el comerciante.


—El mercader pregunta a las muchachas:

¿Me queréis, me queréis, jovencitas?


Y ellas dicen que lo adoran, porque


—El mercader traficará.

Y yo seré el ama.


Kalganov no disimuló su enojo:

—Es una canción reciente. ¿Quién demonios la habrá enseñado a esas chicas? Sólo falta en ella un judío o un contratista de ferrocarriles. Los dos habrían ganado a todos los demás.

Francamente contrariado, manifestó su aversión, se echó en el canapé y quedó dormido. Su bello rostro, un poco pálido, reposaba en un cojín.

—Mira, Mitia, qué guapo es —dijo Gruchegnka—. Le he pasado la mano por el cabello. Parece lino...

Se inclinó hacia Kalganov en un impulso de ternura y lo besó en la frente. Kalganov abrió enseguida los ojos, la miró, se levantó y preguntó, preocupado:

—¿Dónde está Maximov?

—¡Lo echa de menos! —dijo Gruchegnka entre risas—. Quédate un poco conmigo. Mitia irá a buscar a tu Maximov.

Maximov sólo se separaba de las muchachas del coro para ir a beberse una copa. Se había tomado dos tazas de chocolate. Se presentó con la nariz enrojecida, los ojos húmedos, la mirada dulce, y dijo que iba a bailar la danza de los zuecos.

—En mi infancia me enseñaron esos bailes mundanos.

—Vete con él, Mitia. Yo os veré bailar desde aquí.

—Yo voy con ellos para verlos de cerca —dijo Kalganov, rechazando ingenuamente la invitación de Gruchegnka a que se quedara a su lado.

Todos pasaron a la estancia contigua. Maximov bailó, como había prometido, pero con escaso éxito. Sólo Mitia le aplaudió. La danza consistió en una serie de saltos, con abundantes contorsiones y levantando los pies hasta enseñar las suelas, en las que daba una palmada a cada salto. A Kalganov no le gustó el baile. Mitia, en cambio, abrazó al bailarín.

—Gracias por tu exhibición. Debes de estar fatigado. ¿Quieres alguna golosina? ¿Prefieres un cigarro?

—Un cigarrillo.

—¿Y nada de beber?

—Ya he bebido licores. ¿Hay bombones?

—Encontrarás un montón en la mesa. Y de los mejores, querido.

—Prefiero los de vainilla. Ya sabes que los viejos... ¡Ji, ji!

—De ésos no hay, hermano.

—Oye —dijo el viejo acercando su boca al oído de Mitia—: quisiera conocer a esa joven llamada María... ¡Ji, ji!... Si fueras tan amable que...

—¿Habrase visto?... ¿Hablas en serio, amigo?

—No creo que haya en ello ningún mal para nadie —murmuró tímidamente Maximov.

—De acuerdo. Aquí todos nos conformamos con el canto y el baile; pero el corazón te manda otra cosa... Entre tanto, recréate, diviértete, bebe... ¿Necesitas dinero?

—Tal vez luego... —murmuró Maximov con una sonrisita.

—Está bien.

A Mitia le echaba fuego la cabeza. Salió a la galería que rodeaba parte del edificio. El aire fresco lo despejó. Ya solo y en la oscuridad, se oprimió la cabeza con las manos. Sus ideas dispersas se agruparon de pronto y la luz se hizo en su mente con un fulgor espantoso...

«Si me he de matar —se dijo—, ahora o nunca.»

Podía cargar una de sus pistolas y poner fin a todo en aquel rincón envuelto en sombras. Estuvo vacilante durante uno o dos minutos. Había llegado a Mokroie con un peso en la conciencia: el robo que había cometido, la sangre que había derramado. Sin embargo, experimentaba cierto alivio ante la idea de que todo había terminado, de que Gruchegnka pertenecía a otro y ya no existía para él. No le había sido difícil tomar esta resolución. Además, no podía hacer otra cosa. ¿Para qué, pues, seguir viviendo? Pero la situación había cambiado. Aquel horrible fantasma, aquel hombre fatal, el antiguo amante, había desaparecido sin dejar rastro. La horripilante aparición se había convertido en un títere irrisorio al que se encerraba bajo llave. Gruchegnka estaba avergonzada y él leía en sus ojos hacia quién iba su amor. Bastaba poder vivir, pero esto, ¡maldición!, ya no era posible. «Señor —rogaba mentalmente—, resucita al que yace junto al muro del jardín. Líbrame de este amargo cáliz. Tú has hecho milagros por otros pecadores como yo... ¿Y si el viejo viviera todavía? ¡Oh! Entonces lavaría la vergüenza que pesa sobre mí, devolvería el dinero robado, aunque hubiera de sacarlo del fondo de la tierra. Así, la infamia sólo habría dejado huellas en mi corazón, aunque fuera para siempre... Pero no, esto es un sueño irrealizable. ¡Maldición!»

Sin embargo, en las tinieblas apareció un rayo de esperanza. Volvió precipitadamente a la habitación. Iba hacia ella, hacia la que sería su reina eternamente.

«Una hora, un minuto de su amor valen más que todo el resto de mi vida, aunque esta vida haya de transcurrir bajo la tortura de la vergüenza... ¡Verla, oírla, no pensar en nada, olvidarlo todo, aunque sólo sea esta noche, durante una hora, por un solo instante... !»

Al entrar se encontró con el dueño de la casa, que estaba triste y preocupado.

—¿Me buscabas, Trifón?

Éste se mostró un tanto confuso.

—No. ¿Por qué lo había de buscar? ¿Dónde estaba usted?

—¿Qué significa esa cara de pocos amigos? ¿Estás enojado? Mira, puedes ir a acostarte. ¿Qué hora es?

—Más de las tres.

—Ya terminamos, ya terminamos...

—Eso no tiene importancia. Diviértase tanto como quiera.

«¿Qué le pasa a este hombre?», se dijo Mitia mientras corría a la sala de baile.

Gruchegnka no estaba allí. En el cuarto azul, Kalganov dormitaba en el canapé. Mitia miró detrás de la cortina. Allí estaba Gruchegnka, sentada en un cofre, con la cabeza apoyada en el lecho, derramando lágrimas y haciendo esfuerzos para ahogar los sollozos. Por señas dijo a Mitia que se acercara y se apoderó de su mano.

—¡Mitia, Mitia, yo lo amaba! No he dejado de quererlo durante estos cinco años. ¿Era amor o rencor? Era amor, amor por él. ¡He mentido al decir lo contrario!... Mitia, yo tenía diecisiete años entonces. Él era cariñoso, alegre y me cantaba canciones... ¿O era que yo, chiquilla ilusa, lo veía así?... Ahora es muy distinto. Ha cambiado tanto, que, al entrar, no lo he reconocido. Durante mi viaje hacia aquí no he cesado de pensar: «¿Cómo lo abordaré? ¿Qué le diré? ¿Cómo nos miraremos?» Desfallecía. Y, al verlo, he sentido como si arrojasen sobre mí un cubo de agua sucia. Me ha producido la impresión de un pedante maestro de escuela. Me he quedado sin saber qué decir. Al principio me he preguntado si la presencia de su compañero, ese tipo larguirucho, le cohibiría. Mirándolos a los dos, me decía: «¿Cómo es posible que no sepas de qué hablarle?»... Sin duda, lo echó a perder su esposa, aquella mujer por la que me abandonó. Lo cambió por completo. ¡Qué vergüenza, Mitia! ¡Toda la vida me durará este bochorno! ¡Malditos sean estos cinco años!

Se echó a llorar de nuevo, sin soltar la mano de Mitia.

—No te vayas, Mitia, mi querido Mitia —murmuró levantando la cabeza—. Quiero preguntarte algo. Dime: ¿a quién amo? Yo quiero a alguien que está aquí. ¿Quién es?...

Una sonrisa iluminó su rostro, hinchado por el llanto.

—Cuando te he visto entrar, he sentido un dulce desfallecimiento. Y mi corazón me ha dicho: «Ahí tienes al que amas.» Has aparecido tú y todo se ha iluminado. «¿A quién teme?», me he preguntado. Pues tenías miedo; no podías hablar. «No son ellos los que lo asustan, pues ningún hombre puede atemorizarlo. Soy yo, sólo yo.» Fenia, la muy simple, te habrá contado que yo he dicho a voces a Aliocha desde la ventana: «Amé a Mitia durante una hora. Me voy porque amo a otro.» ¡Oh Mitia! ¿Cómo he podido creer que amaría a otro después de haberte amado a ti? ¿Me perdonas, Mitia? ¿Me quieres? ¿Me quieres?

Se levantó y le puso las manos en los hombros. Mitia, mudo de felicidad, contempló los ojos y la sonrisa de Gruchegnka. De pronto la estrechó en sus brazos. Ella exclamó:

—¿Me perdonas por haberte hecho sufrir? Os torturaba a todos por maldad. Por maldad enloquecí al viejo. ¿Te acuerdas del vaso que rompiste en mi casa? Hoy me he acordado, porque he hecho lo mismo, al beber «por mi vil corazón»... ¿Por qué dejas de besarme, Mitia? Después de darme un beso te quedas mirándome, escuchándome. ¿Por qué! Bésame más fuerte. Así. No hay que amar a medias. Desde ahora seré tu esclava. ¡Bésame! ¡Hazme sufrir! ¡Haz de mí lo que quieras! ¡Hazme sufrir! ¡Espera!... ¡Quieto!... Después...

Lo apartó de sí con repentino impulso.

—Vete, Mitia. Voy a beber; quiero embriagarme; quiero bailar ebria... ¡Lo deseo, lo deseo!...

Se desprendió de los brazos de Dmitri y se fue. Mitia la siguió, vacilante. «Cualquiera que sea el final —se decía—, daría el mundo entero por este instante.» Gruchegnka se bebió de una vez un vaso de champán. En seguida le produjo efecto. Se sentó en un sillón. Sonreía feliz. Sus mejillas se colorearon y su vista se nubló. Su mirada llena de pasión fascinaba. Incluso Kalganov, incapaz de hacer frente al hechizo, se acercó a ella.

—¿Has sentido el beso que te he dado hace un momento mientras dormías? —murmuró Gruchegnka—. Ahora estoy ebria. ¿Y tú? Oye, Mitia, ¿por qué no bebes? Yo ya he bebido...

—Ya estoy embriagado... de ti, y quiero estarlo de bebida.

Apuró un vaso y, para sorpresa suya, se emborrachó inmediatamente, él que había resistido hasta entonces. Desde este momento, todo empezó a darle vueltas. Le pareció que estaba delirando. Iba de un lado a otro, reía, hablaba con todo el mundo, no se daba cuenta de nada. Como recordó más tarde, sólo se percataba de que una sensación de ardor crecía en su interior por momentos, hasta el punto de que creía tener brasas en el alma.


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