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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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Mitia la creía sincera, pero, cuando estaba lejos de ella, los celos le llevaban a imaginarse que le hacía toda clase de «traiciones». Cuando volvía a su lado estaba trastornado, convencido de su desgracia; pero apenas veía el bello rostro de su amada, se operaba en él un profundo cambio, olvidaba sus sospechas y se avergonzaba de sus celos.

Volvió presuroso a su alojamiento. ¡Tenía tantas cosas que hacer...! Se sentía más animado.

«He de enterarme por Smerdiakov de lo que ocurrió ayer por la noche. ¿Iría Gruchegnka a casa de mi padre? Esto sería horrible.»

Así, aún no había llegado a su casa y ya apuntaban los celos en su inquieto corazón.

¡Los celos!... «Otelo no era celoso; era un hombre confiado», ha dicho Pushkin Esta observación atestigua la profundidad de nuestro gran poeta. Otelo cree enloquecer cuando ve fracasado su ideal. Pero no acecha escondido, no escucha tras las puertas. Es un hombre confiado. Ha sido necesario que le abran los ojos, que le hablen de la traición con insistencia para que él crea en ella. El verdadero celoso no es así. Es increíble la degradación en que se puede hundir un celoso sin que se lo reproche su conciencia. Y no son siempre almas viles las que proceden de este modo, sino que personas de altos sentimientos y que sienten un amor puro y fervoroso son capaces de acechar desde un escondrijo, comprar miserables espías y entregarse ellas mismas al más innoble espionaje.

Otelo no se habría resignado jamás a sufrir la traición —no digo que hubiera perdonado, sino que no se habría resignado—, aunque era inocente y bueno como un niño.

El verdadero celoso es muy diferente. Es difícil imaginar los extremos de indulgencia a que llegan estos hombres. Los celosos son los que más fácilmente perdonan, bien lo saben las mujeres. Son capaces de perdonar (tras una escena violenta, cierto) la traición casi flagrante, los abrazos y los besos que han visto por sus propios ojos, con tal que sea la última vez, que el rival desaparezca, yéndose al fin del mundo, o que ellos puedan irse con la mujer amada a un lugar donde el otro no pueda encontrarlos. Naturalmente, la reconciliación dura poco, pues, desaparecido el verdadero rival, el celoso inventará otro. ¿Qué valor tiene un amor que obliga a una vigilancia incesante? Ninguno. Pero esto no lo comprenderá jamás el típico celoso.

Como hemos dicho, entre los celosos hay hombres de gran sensibilidad, y lo más sorprendente es que, mientras permanecen al acecho, aun comprendiendo lo vergonzoso de su conducta, no se sienten avergonzados. Cuando se encontraba ante Gruchegnka, Mitia dejaba de ser un hombre celoso y se convertía en un ser noble y confiado, llegando incluso a reprocharse sus mezquinos sentimientos. Esto significaba, sencillamente, que Gruchegnka le inspiraba un amor más puro de lo que él creía, un amor en el que había algo más que sensualidad, algo más que la atracción carnal de que había hablado a Aliocha. Pero apenas se separaba de ella, Dmitri volvía a creerla capaz de cometer las mayores vilezas, las más perversas traiciones, sin sentir el menor remordimiento.

O sea que los celos le atormentaban nuevamente. Por otra parte, no podía perder ni un minuto. Ante todo tenía que procurarse algún dinero, pues los nueve rublos reunidos el día anterior se los había gastado en el viaje, y todos sabemos que sin dinero no se va a ninguna parte. Mitia había pensado en esto cuando regresaba en el carricoche, al mismo tiempo que forjaba su propio plan. Tenía dos excelentes pistolas que nunca había empeñado, por ser objetos de su predilección. En la taberna «La Capital» había trabado conocimiento con un funcionario joven, soltero, hombre acomodado y aficionadísimo a las armas. Compraba pistolas, revólveres, puñales y formaba con ellos panoplias que mostraba con orgullo, mientras explicaba el sistema de algún revólver o pistola, el modo de cargarlo, de disparar, etcétera.

Mitia fue a proponerle el empeño de las pistolas por diez rublos. El funcionario quedó encantado al verlas e intentó comprárselas, pero Mitia se opuso a venderlas. Entonces el funcionario le entregó los diez rublos y le anunció que no le cobraría ningún interés. Se separaron como dos buenos amigos. Mitia se apresuró a trasladarse al pabellón que estaba detrás de la casa de Fiodor Pavlovitch, con el propósito de hablar con Smerdiakov. Pero todo esto sirvió para que se pudiera comprobar nuevamente que tres o cuatro horas antes de producirse cierto suceso del que hablaremos oportunamente, Mitia no tenía dinero, como demostró empeñando sus preciadas pistolas, y que, después de ocurrir el hecho, estaba en posesión de miles de rublos... Pero no nos anticipemos.

Cuando llegó a casa de María Kondratievna, la vecina de Fiodor Pavlovitch, se enteró, consternado, de la enfermedad de Smerdiakov. Le explicaron su caída en el sótano, la crisis que siguió, la visita del médico, la solicitud de Fiodor Pavlovitch... Le informaron también de que su hermano Iván había salido para Moscú aquella misma mañana. Dmitri se dijo que Iván debía de haber pasado por Volovia antes que él. El caso de Smerdiakov lo inquietaba. ¿Qué haría? ¿A quién encargaría que vigilara para informarle? Preguntó ávidamente a las mujeres de la casa si habían observado algo anormal el día anterior. Ellas comprendieron perfectamente lo que quería decir y lo tranquilizaron. «No, no ha ocurrido nada extraordinario.»

Mitia reflexionó: «Hoy convendría vigilar también. ¿Pero dónde: aquí o en casa de Samsonov?» Por su gusto, habría espiado en las dos partes. Además tenía que ejecutar sin pérdida de tiempo el plan «infalible» que había imaginado por el camino. Mitia decidió dedicarle una hora. «En una hora te aclararé todo. Iré a casa de Samsonov para averiguar si Gruchegnka está allí. Después volveré, estaré aquí hasta las once y de nuevo iré a casa de Samsonov para recoger a Gruchegnka.»

Corrió a su casa y, después de haberse arreglado, fue a visitar a la señora de Khokhlakov. Éste era su gran plan. Había decidido pedir prestados tres mil rublos a esta distinguida dama, y estaba seguro de que ella no se los negaría. El lector se asombrará, sin duda, de que Dmitri no hubiera empezado por dirigirse a esta señora de su esfera, en vez de ir a visitar a Samsonov, con el que no había tenido ningún trato jamás. Pero es que, un mes atrás, casi había roto con ella. Además, la conocía poco y sabía que no podía sufrir que él fuese prometido de Catalina Ivanovna. Habría dado cualquier cosa a cambio de que la joven lo dejara y se uniese en matrimonio con Iván Fiodorovitch, «tan instruido y de tan finos modales». Las maneras de Mitia no le gustaban en absoluto. Dmitri se burlaba de ella. Una vez había dicho que la señora de Khokhlakov era tan vivaz y desenvuelta como inculta. Aquella mañana, en el carricoche, había tenido un chispazo de lucidez.

«Esa señora se opone a mi matrimonio con Catalina Ivanovna. En esto se muestra irreductible. Por tanto, no me negará un dinero que me permitirá dejar a Katia e irme de la ciudad para siempre. Cuando a una de esas grandes damas acostumbradas a satisfacer todos sus caprichos se les mete una idea entre ceja y ceja, no se detiene ante nada para lograr sus fines. Además, ¡es tan rica...!»

En el fondo, el plan era el mismo que el anterior, ya que consistía en la renuncia a sus derechos sobre Tchermachnia, no con fines comerciales como en la oferta hecha a Samsonov, no para tentar a la dama con un buen negocio que podía reportarle miles de rublos, sino simplemente como garantía de la deuda. Al concebir esta nueva idea, Mitia se entusiasmó, como le ocurría siempre en el momento en que planeaba una empresa o tomaba una decisión. Todos los proyectos le apasionaban en el instante en que se le ocurrían.

Sin embargo, al llegar a la escalinata del pórtico sintió un súbito estremecimiento. En este momento comprendió con claridad meridiana que se jugaba su última carta, que un fracaso le dejaría sin más salida que la de «estrangular a alguien para desvalijarlo». Eran las siete y media cuando llamó a la puerta.

Al principio, todo ocurrió a medida de sus deseos. Fue recibido inmediatamente. «Se diría que me esperaba», pensó. Fue introducido en el salón. La dama apareció en el acto y le dijo que lo estaba esperando.

—No sabía que tenía usted que venir, por supuesto; pero lo esperaba. Admire mi instinto, Dmitri Fiodorovitch. Contaba con que viniera usted hoy.

—Es verdaderamente increíble, señora —dijo Mitia sentándose torpemente—. He venido para un asunto muy importante; sí, de extraordinaria importancia..., por lo menos para mí... Verá usted...

—Todo eso lo sé, Dmitri Fiodorovitch. No se trata de un presentimiento, de una anticuada creencia en los milagros... ¿Ha oído hablar de lo ocurrido al staretsZósimo?... Esta visita era inevitable; usted tenía que venir después de su comportamiento con Catalina Ivanovna.

—Es un modo de pensar realista, señora... Pero permítame que le explique...

—Usted lo ha dicho, Dmitri Fiodorovitch: un modo de pensar realista. El realismo es lo único que ahora tiene valor para mí. He perdido la fe en los milagros. ¿Se ha enterado usted de la muerte del staretsZósimo?

—No, señora, no sabía nada de este asunto —repuso Mitia con gesto de sorpresa. Y enseguida pensó en Aliocha.

—Ha muerto la noche pasada...

—Señora —le interrumpió Mitia—, yo sólo sé que estoy en una situación desesperada y que, si usted no me ayuda, todo se irá abajo, y yo seré el primero en hundirme. Perdone la vulgaridad de la expresión, pero la fiebre me abrasa.

—Sí ya sé que está usted como en ascuas. No puede ser de otro modo. Todo lo que usted pueda decirme ya lo sé. Hace tiempo que pienso en su destino, Dmitri Fiodorovitch, que lo observo, que lo estudio. Soy una experimentada doctora en medicina, créame.

—No lo dudo, señora —dijo Mitia, esforzándose en ser amable—. En cambio, yo soy un enfermo experimentado, y creo que si es cierto que usted observa mi destino con tanto interés, no consentirá que sucumba... En fin permítame que le exponga mi plan..., lo que espero de usted... He venido, señora...

—Esas explicaciones son innecesarias, carecen de importancia. No será usted el primero que ha recibido mi ayuda, Dmitri Fiodorovitch. ¿Ha oído usted hablar de mi prima Belmessov? Su esposo estaba en la ruina. Pues bien; le aconsejé que se dedicara a la cría de caballos y ahora tiene un próspero negocio. ¿Conoce usted la cría de caballos, Dmitri Fiodorovitch?

—No, señora; en absoluto —exclamó Dmitri levantándose, sin poder reprimir su impaciencia—. Le suplico que me escuche, señora. Permítame hablar sólo dos minutos para explicarle mi proyecto.

Y viendo que la impulsiva dama se disponía a intervenir de nuevo, Mitia añadió, levantando la voz cuanto pudo, a fin de ahogar la de su interlocutora:

—¡Estoy desesperado! He venido a pedirle prestados tres mil rublos. Con garantía, con una garantía segura...

—Ya hablaremos de eso después —dijo la señora de Khokhlakov levantando la mano—. Sé todo lo que va a decirme. Usted me pide tres mil rublos. Yo le daré mucho más, yo lo salvaré, Dmitri Fiodorovitch. Pero tendrá que obedecerme.

Mitia se estremeció.

—¿De veras hará eso por mi? —exclamó, temblando de emoción—. ¡Dios mío! Ha salvado usted a un hombre de la muerte, del suicidio... Le estaré agradecido eternamente.

—Le daré mucho más de tres mil rublos —repitió la señora de Khokhlakov, sonriendo ante el entusiasmo de Mitia.

—No me hace falta más. Me basta con la fatídica suma de tres mil rublos. Se lo agradezco en el alma y le ofrezco una sólida garantía. Mi plan es...

—¡Basta, Dmitri Fiodorovitch! —le interrumpió la dama con modestia triunfante de bienhechora—. Le he prometido salvarle, y lo salvaré como salvé a Belmessov. ¿Qué opina usted de las minas de oro?

—¿De las minas de oro? Jamás he pensado en eso.

—Pero aquí estoy yo, que he pensado por usted. Hace un mes que lo vengo observando. Cada vez que le he visto pasar me he dicho: «He aquí un hombre enérgico, cuyo puesto está en las minas.» Me he fijado incluso en su modo de andar, y estoy convencida de que usted descubrirá algún filón.

—¿Sólo por mi modo de andar, señora?

—Pues sí. ¿Acaso no cree que se puede deducir el carácter de una persona por su manera de andar? Las ciencias naturales demuestran este hecho. Ya le he dicho que ahora sólo me atengo a la realidad. Desde que me he enterado de lo sucedido en el monasterio (suceso que me ha afectado profundamente), he adoptado el realismo. Desde ahora, siempre procederé con un sentido práctico. Estoy curada del mal del misticismo. «Basta», como ha dicho Turgueniev [40].

—Bien, señora; ¿pero qué me dice de esos tres mil rublos que usted me ha ofrecido tan generosamente?...

—No tiene nada que temer; es como si los tuviera en el bolsillo. Usted tendrá no tres mil, sino tres millones, y muy pronto. Le voy a exponer mi pensamiento. Usted descubrirá una Mitia, ganará millones y cuando regrese, será un hombre de acción capaz de guiarnos hacia el bien. ¡No debemos abandonarlo todo a los judíos! Usted construirá edificios, fundará empresas y se ganará la bendición de los pobres socorriéndolos. Estamos en el siglo del ferrocarril. Usted se atraerá la atención del Ministerio de Hacienda, que, como nadie ignora, está en situación apuradísima. La baja de nuestra moneda me quita el sueño, Dmitri Fiodorovitch. Usted no sabe lo que me preocupan estas cosas.

—Oiga, señora —dijo Mitia, inquieto—. Seguramente seguiré su prudente consejo... Iré allá lejos..., a las minas de oro..., y cuando vuelva hablaremos... Pero ahora necesito esos tres mil rubios que usted tan generosamente me ha prometido. De ellos depende mi salvación. He de tenerlos hoy mismo. No puedo perder ni siquiera una hora.

—¡Basta, Dmitri Fiodorovitch basta! Una pregunta: ¿está dispuesto a ir a las minas de oro o no? Respóndame categóricamente.

—Iré, señora, iré. Iré a donde usted quiera. Pero ahora...

—Espere.

Se dirigió a una elegante mesa de despacho y empezó a buscar en los cajones.

«¡Los tres mil rublos! —pensó Mitia, incapaz de contener su excitación—. Y me los va a dar ahora mismo, sin ningún documento, sin ninguna formalidad... ¡Qué grandeza de alma!... Es una mujer excelente. Su único defecto es que habla demasiado...»

—¡Ya lo tengo! —exclamó la dama triunfante, mientras volvía al lado de Mitia—. ¡Ya tengo lo que buscaba!

Era una medallita de plata, con un cordón, de esas que suelen llevarse debajo de la ropa.

—Me la han mandado de Kiev —dijo en un tono de veneración la señora de Khokhlakov—. Ha tocado las reliquias de Santa Bárbara, la megalomártir. Permítame que cuelgue yo misma esta medalla en su cuello y que lo bendiga en el momento de emprender una vida nueva.

Después de pasarle el cordón por la cabeza, la dama se consideró en el deber de colocar la medalla en el punto debido. Mitia, un tanto molesto, decidió ayudarla. Al fin, la medalla quedó en su sitio.

—Ahora ya se puede marchar —dijo la dama con acento triunfal, y mientras volvía a sentarse.

—Señora, estoy emocionado... No sé cómo agradecerle tanta atención. Pero... ¡tengo tanta prisa...! Esa suma que usted me ha ofrecido...

En este momento Mitia tuvo una inspiración.

—Ya que es usted tan buena, señora, permítame que le diga algo que, a lo mejor, ya sabe usted... Amo a cierta joven. He traicionado a Katia, digo, a Catalina Ivanovna. He sido inhumano, innoble... Amo a otra, a una mujer que seguramente usted desprecia, pues la conoce, pero no puedo dejarla. Así, esos tres mil rubios...

—Abandónelo todo, Dmitri Fiodorovitch —le interrumpió, tajante, la dama—. Y especialmente a las mujeres. Su objetivo son las minas. En ellas no tienen ningún papel las mujeres. Más adelante, cuando usted vuelva célebre y rico, hallará una buena amiga en la más alta sociedad, una compañera joven, moderna, rica y sin prejuicios. Pues entonces el feminismo ya habrá triunfado y la mujer nueva habrá aparecido...

—Bien, señora; pero no es eso, no es eso lo que... —empezó a decir Dmitri, uniendo las palmas de las manos con un gesto de súplica.

—Sí, Dmitri Fiodorovitch; eso es precisamente lo que usted necesita, lo que le trastorna sin que usted se dé cuenta. A mí me interesa mucho el feminismo. Mi ideal se cifra en el progreso de la mujer, e incluso en su papel político en un porvenir inmediato. Tengo una hija, Dmitri Fiodorovitch, cosa que todos parecen olvidar. Una vez escribí a Chtchedrine hablándole del problema feminista. Este escritor me ha abierto tan amplios horizontes acerca de la misión de la mujer en la vida, que el año pasado le dirigí estas dos líneas: «Le estrecho contra mi corazón y le beso en nombre de la mujer moderna. ¡Adelante!» Y firmé: «Una madre.» Estuve a punto de firmar: «Una madre contemporánea», pero vacilé, y al fin me limité a escribir: «Una madre.» Resultaba más serio, Dmitri Fiodorovitch. Además, la palabra «contemporánea» habría podido recordarle El Contemporáneo, cosa desagradable, dado el rigor de la censura actual [41]. Pero, por Dios, ¿qué le sucede?

De pie y con las manos enlazadas, Mitia suplicó:

—Señora, si no quiere que me eche a llorar, entrégueme ya lo que tan generosamente...

—¡Llore, Dmitri Fiodorovitch, llore! Las lágrimas le allanarán el camino que le espera. El llanto es un agradable desahogo. Más adelante, cuando vuelva de Siberia, reiremos juntos...

—¡Oiga! —bramó Mitia—. Le suplico por última vez que me diga si puede entregarme hoy mismo la cantidad prometida, o cuándo he de venir a buscarla.

—¿Qué cantidad, Dmitri Fiodorovitch?

—Los tres mil rublos que tan generosamente se ha comprometido a prestarme.

—¿Prestarle tres mil rublos? ¡Yo no le he hecho tal promesa! —exclamó la dama, sorprendida.

—¿Cómo que no? Usted me ha dicho que podía considerar que ya los tenía en el bolsillo.

—¡Ah, ya caigo! Usted no ha comprendido, Dmitri Fiodorovitch. Me refería al producto de las minas. Le he prometido mucho más de tres mil rublos, pero sólo pensaba en las minas.

—Entonces, ¿no puedo contar con los tres mil rublos?

—No dispongo de esa cantidad. Ando muy mal de dinero; Dmitri Fiodorovitch. Incluso tengo ciertas dificultades con mi administrador. Me he visto obligada a pedir un préstamo de quinientos rublos a Miusov. Además, aunque los tuviera, no se los prestaría. Mi norma es no prestar dinero a nadie. Quien tiene deudores, tiene guerra. Y a usted, menos que a nadie le dejaría dinero, porque le aprecio y deseo salvarlo. Su salvación está en las minas, y sólo en las minas.

—¡Al diablo! —aulló Mitia, dando un tremendo puñetazo en la mesa.

—¡Dios mío! —exclamó la señora de Khokhlakov, corriendo a refugiarse en el otro extremo del salón.

En un arranque de despecho, Mitia escupió y salió precipitadamente de la casa. Iba a través de las tinieblas como un loco, golpeándose el pecho en el mismo punto en que se lo había golpeado dos días atrás, cuando se encontró con Aliocha en el camino. ¿A qué venían estos golpes idénticos y en el mismo sitio? ¿Qué significaban? Mitia no había revelado a nadie, ni siquiera a Aliocha, su secreto, que implicaba el deshonor, la perdición, e incluso el suicidio, ya que Dmitri había resuelto quitarse la vida si no encontraba los tres mil rublos que debía a Catalina Ivanovna, y si no podía saldar esta deuda, arrancando de su pecho, de aquel lugar de su pecho, el deshonor que gravitaba en él y torturaba su conciencia.

Todo esto se aclarará muy pronto. Fracasada su última esperanza, aquel hombre fuerte y enérgico se echó a llorar como un niño. Caminaba inconsciente secándose las lágrimas con el puño, cuando tropezó con alguien. Una vieja se tambaleó por efecto del choque, lanzando un grito agudo.

—¡Lleve cuidado, hombre de Dios! Casi me mata.

Mitia, tras observar a la vieja en la oscuridad, exclamó:

—¡Ah! ¿Es usted?

Era la sirvienta de Samsonov, la vieja a la que Dmitri había conocido el día anterior.

La buena mujer cambió de tono.

—¿Y usted quién es, señor?

—¿No sirve usted en casa del señor Samsonov?

—Sí, pero no recuerdo quién es usted.

—Oiga: ¿está en este momento en casa de su señor Agrafena Alejandrovna? Yo mismo la he llevado allí.

—Ha ido, señor, pero se ha marchado enseguida.

—¿Que se ha marchado?

—Sí, ha estado poco tiempo. Ha divertido al señor Samsonov con uno de sus cuentos y se ha ido.

—¡Mientes, arpía! —exclamó Mitia.

—¡Señor! Yo... —balbuceó la vieja.

Pero Mitia había desaparecido ya. Corrió como un rayo a casa de Gruchegnka. Ésta había partido para Mokroie hacía un cuarto de hora. Fenia estaba en la cocina con la cocinera cuando llegó el «capitán». Al verle, Fenia lanzó un grito.

—¿Por qué gritas? —preguntó Mitia—. ¿Dónde está tu dueña?

Y sin esperar la respuesta de Fenia, que estaba paralizada por el terror, cayó de rodillas a sus pies.

—¡Fenia, por Dios, por nuestro Señor Jesucristo, dime dónde está tu ama!

—No lo sé, querido Dmitri Fiodorovitch; no lo sé en absoluto. Aunque me matara usted, no podría decírselo, porque no lo sé. Usted salió con ella de aquí...

—Pero ha vuelto.

—No, no ha vuelto: se lo juro por todos los santos.

—¡Mientes! —rugió Mitia—. Me basta verte temblar, para saber dónde está.

Y echó a correr. Fenia, que aún temblaba de espanto, se felicitó de haber salido tan bien librada, pues comprendía que la cosa habría sido mucho peor para ella si Mitia hubiera dispuesto de tiempo.

Cuando Dmitri se marchó, hizo algo que asombró a las dos mujeres. En la mesa había un mortero con su mano de cobre. Mitia, cuando ya había abierto la puerta, cogió la mano y se la guardó en el bolsillo.

Fenia gimió:

—¡Dios mío! Ese hombre va a matar a alguien.

CAPITULO IV



Tinieblas



¿Hacia dónde corría? No es difícil suponerlo.

—¿Adónde puede haber ido sino a casa del viejo? Es evidente que desde el domicilio de Samsonov se ha trasladado al de mi padre. Toda esta intriga salta a la vista.

Las ideas entrechocaban en su mente. No pasó por el patio de María Kondratievna.

—No conviene sembrar la alarma. Esa mujer debe de ser cómplice, lo mismo que Smerdiakov. ¡Todos están comprados!

Había tomado una resolución y no se volvería atrás. Dio un gran rodeo, pasó por el puentecillo y desembocó en una callejuela de la parte posterior. La calleja, deshabitada y desierta, estaba limitada por un lado por la cerca de un campo de cereales, y por el otro, por la empalizada que rodeaba el jardín de Fiodor Pavlovitch.

Para escalar esta empalizada, Mitia escogió el mismo sitio que había utilizado muchos años atrás, según se contaba, Elisabeth Smerdiachtchaia.

—Si ella pudo saltar por aquí —se dijo Mitia—, ¿por qué no he de poder yo?

De un salto, consiguió aferrarse a lo alto de la empalizada. Trepó y pronto se vio sentado a horcajadas sobre las maderas.

Cerca estaban las estufas, pero Mitia sólo observaba las ventanas iluminadas de la casa.

—Hay luz en el dormitorio del viejo. Gruchegnka está allí.

Y saltó al jardín. Sabía que Grigori y Smerdiakov estaban enfermos, que nadie podía oírlo. Sin embargo, con instintivo impulso permaneció inmóvil y aguzó el oído. Un silencio de muerte le rodeaba. La calma era absoluta; no se movía ni una hoja... «Sólo se oye el silencio...» Este verso acudió a su memoria. Luego se dijo:

—Con tal que no me haya oído nadie... Creo que, en efecto, nadie me ha oído.

Se deslizó por el césped con paso felino, aguzando el oído, sorteando los árboles y la maleza. Se acordó de que había debajo de las ventanas densos macizos de saúcos y viburnos. La puerta que daba acceso al jardín por el lado izquierdo estaba cerrada: lo comprobó al pasar. Al fin, llegó a los macizos y allí se escondió. Contenía la respiración. «Hay que esperar. Si me han oído, estarán escuchando. Quiera Dios que no me entren ganas de toser o estornudar.»

Esperó un par de minutos. El corazón le latía con violencia. Respiraba con dificultad.

—Estas palpitaciones no cesarán. No puedo seguir esperando.

Permanecía en la sombra, tras un macizo iluminado a medias.

—¡Qué rojas son las bayas de los viburnos! —murmuró maquinalmente.

Deslizándose como un lobo, se acercó a la ventana y se levantó sobre las puntas de los pies. Entonces pudo ver el dormitorio de Fiodor Pavlovitch. Era una habitación pequeña y dividida en dos por biombos rojos, «chinos», como les llamaba su propietario.

«Gruchegnka está detrás de los biombos», pensó Mitia.

Y se dedicó a observar a su padre. Éste llevaba una bata que Dmitri no había visto nunca. Era de seda, listada, y de su cintura pendían cordones rematados por borlas. El cuello, doblado y abierto, dejaba ver una elegante camisa de fina holanda y botones de oro. En la cabeza llevaba el pañuelo rojo con el que le había visto Aliocha. Mitia pensó: «Se ha puesto guapo.» Fiodor Pavlovitch estaba cerca de la ventana, pensativo. De pronto, se acercó a la mesa, se sirvió medio vaso de coñac y se lo bebió. Después lanzó un hondo suspiro y otra vez estuvo inmóvil unos instantes. Después se acercó, distraído, al espejo, y levantó el pañuelo para examinar los cardenales y las costras que tenía en la cabeza.

«Seguramente está solo.»

Fiodor Pavlovitch se separó del espejo y se acercó de nuevo a la ventana. Mitia retrocedió para refugiarse en la oscuridad.

«¿Estará Gruchegnka durmiendo detrás de los biombos?»

Fiodor Pavlovitch se retiró de la ventana.

«La espera a ella —se dijo Mitia—. No hay razón para que aceche en la oscuridad. O sea, que ella no está aquí. La impaciencia devora al viejo.»

Mitia volvió a mirar por la ventana. Fiodor Pavlovitch estaba sentado ante la mesa. Su tristeza era evidente. Apoyó el codo en la mesa y la cara en la mano. Mitia lo observaba ávidamente.

«Está solo, completamente solo. Si Gruchegnka estuviera aquí, no estaría tan triste.»

Y, aunque parezca mentira, le molestó que Gruchegnka no estuviera allí.

«No es su ausencia lo que me inquieta —se explicó a sí mismo—, sino no saber qué hacer.»

Posteriormente, Mitia recordó que discurría con perfecta lucidez en aquellos momentos y que se daba cuenta de todo.

Su ansiedad procedía de la incertidumbre que se había apoderado de él y que iba en continuo aumento.

«¿Está aquí o no está?»

De pronto, tomó una resolución. Extendió el brazo y dio unos golpes en la ventana: primero dos golpes espaciados, después tres golpes que se sucedieron rápidamente: era la señal convenida con Smerdiakov para que éste anunciara al viejo la llegada de Gruchegnka. Fiodor Pavlovitch se estremeció, levantó la cabeza y corrió a la ventana. Mitia volvió a ocultarse en las sombras. Fiodor Pavlovitch abrió la ventana y se asomó.

—Gruchegnka, ¿eres tú? —preguntó con voz alterada—. ¿Dónde estás, querida, ángel mío? ¿Dónde estás?

Jadeaba de emoción. «Está solo», se dijo Mitia.

—¿Dónde estás? —repitió el viejo, con todo el busto fuera de la ventana para poder mirar en todas direcciones—. Ven. Tengo un regalo para ti. Ven y lo verás.

«El sobre con los tres mil rublos», pensó Dmitri.

—¿Pero dónde estás? ¿Acaso en la puerta? Voy a abrir.

Fiodor Pavlovitch estuvo a punto de caer al exterior al mirar hacia la puerta que daba al jardín. Escrutaba las tinieblas. Se dispuso a ir a abrir sin esperar la respuesta de Gruchegnka. Mitia no vaciló. La luz interior permitía ver claramente el perfil detestado del viejo, con su prominente nuez, su nariz curvada, sus labios que sonreían en una espera voluptuosa. Una cólera infernal hirvió de pronto en el corazón de Mitia. «He aquí mi rival, mi verdugo.» Sintió un impulso irresistible: el arrebato de que le había hablado a Aliocha cuando conversaron en el pabellón.

—¿Pero serías capaz de matar a tu padre? —había preguntado Aliocha.

—No lo sé —había contestado Mitia—. Tal vez lo mate, tal vez no. Temo no poder soportar la visión de su cara en algún momento. Detesto su nuez, su nariz, sus ojos, su sonrisa impúdica. Me repugnan. Esto es lo que me inquieta. No podré contenerme.

La repugnancia llegó a lo intolerable. Mitia, fuera de sí, sacó del bolsillo la mano de cobre del mortero.


«Dios me salvó en aquel momento», dijo más tarde Mitia. Y así fue, pues en aquel preciso instante el dolor despertó a Grigori. Antes de acostarse se había aplicado el remedio de que Smerdiakov hablara a Iván Fiodorovitch. Después de haberse frotado, ayudado por su mujer, con una mezcla de aguardiente y una infusión secreta fortísima, se bebió el resto del brebaje mientras Marta Ignatievna murmuraba una oración. Ella también tomó algunos sorbos, y, como no tenía costumbre de beber, se durmió profundamente al lado de su marido. De pronto, éste se despertó, estuvo pensativo un momento y, aunque sentía un dolor agudo en los riñones, se levantó y se vistió a toda prisa. Tal vez le parecía vergonzoso estar durmiendo cuando la casa no tenía guardián en «momentos de peligro». Smerdiakov permanecía inmóvil, agotado. «No tiene ninguna resistencia», pensó Grigori mientras le dirigía una mirada. Y, gimiendo, salió al soportal. Sólo quería echar una mirada desde allí, pues no tenía fuerzas para ir más lejos, a causa del tremendo dolor que sentía en los riñones y en la pierna derecha. De pronto, se acordó de que no había cerrado con llave la puertecilla del jardín. Era un hombre minucioso, esclavo del orden establecido y de los hábitos inveterados. Cojeando y entre contorsiones de dolor, bajó las gradas del porche y se dirigió al jardín. La puerta estaba abierta de par en par. Entró maquinalmente. Había creído oír o ver a alguien. Pero miró a la izquierda y sólo vio la ventana abierta: en ella no había nadie. «¿Por qué la habrá dejado abierta? No estamos en verano», pensó Grigori.

En este momento vio frente a él, a unos cuarenta pasos, una sombra que corría velozmente. Alguien huía en la oscuridad. Grigori lanzó una exclamación y, olvidándose de su lumbago, emprendió la persecución del fugitivo. Como conocía el jardín mejor que el intruso, pudo ganar tiempo atajando. Mitia se dirigió a las estufas, las contorneó y llegó a la empalizada. Grigori, que no lo había perdido de vista, lo alcanzó en el momento en que empezaba a trepar por la cerca. Fuera de sí, Grigori profirió un grito y se aferró a una pierna de Dmitri. Su presentimiento se había cumplido. Reconoció al intruso en el acto: era él, el «miserable parricida».


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