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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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—Si no maté entonces a Fenia, señores —dijo sin poder contenerse—, fue porque no tenía tiempo.

También este detalle se anotó. Mitia esperó con gesto sombrío, y ya iba a explicar cómo había entrado en el jardín de su padre, cuando el juez lo interrumpió y, abriendo una gran camera que tenía cerca de él, en el diván, sacó de ella una mano de mortero de cobre.

—¿Conoce usted este objeto?

—¡Oh, sí! ¿Cómo no? Démelo: quiero verlo... Pero no. ¿Para qué?

—¿Por qué no ha hablado usted de él?

—Ha sido un olvido. ¿Cree que quería ocultárselo?

—Haga el favor de explicar cómo se procuró esta arma.

—Con mucho gusto, señores.

Mitia explicó cómo se había apoderado de la mano de mortero, para salir corriendo con ella.

—¿Con qué intención cogió usted este instrumento?

—Con ninguna. Lo cogí y eché a correr.

—¿Por qué salió corriendo si no tenía usted ningún propósito?

Mitia estaba cada vez más indignado. Miraba al «chiquillo» con una sonrisita sarcástica y se arrepentía de la franqueza con que había hablado a aquellos hombres de sus celos por Gruchegnka.

—Lo de la mano de mortero no tiene importancia.

—Sin embargo...

—La cogí para defenderme de los perros. Era ya de noche.

—¿Siempre temió usted tanto a la oscuridad? ¿Siempre lleva un arma cuando sale de noche?

—¡Por favor, señores! ¡No hay modo de hablar con ustedes!

La cólera le cegaba. Añadió, dirigiéndose al escribano:

—¡Haga el favor de escribir esto! «Se apoderó de la mano de mortero para matar a su padre, para abrirle la cabeza.» ¿Están ustedes satisfechos? —terminó en un tono de desafío.

—No podemos tener en cuenta esas palabras dictadas por la cólera —dijo secamente el procurador—. Nuestras preguntas le parecen fútiles y lo irritan. Sin embargo, son sumamente interesantes.

—¡Por favor, señores...! Yo cogí la mano de mortero... ¿Por qué se ha de coger nada en un caso como éste? Lo ignoro. El hecho es que la cogí y salí corriendo. Y nada más... Esto es bochornoso, señores. Passons; de lo contrario, les aseguro que no diré ni una palabra más.

Apoyó los codos en la mesa y la cabeza en la mano. Estaba sentado de lado a sus interrogadores, y tenía la mirada fija en la pared, esforzándose en sobreponerse a los malos sentimientos que lo asaltaban. Experimentaba un ávido deseo de levantarse y manifestar que no diría ni una palabra, aunque lo sometieran a tortura.

—Óiganme, señores. Ahora, escuchándoles a ustedes, me parece estar bajo los efectos de una alucinación, semejante a las que he tenido otras veces... Con frecuencia tengo la impresión de que alguien me persigue, alguien que me inspira verdadero terror y que me acecha en las tinieblas. Entonces me escondo vergonzosamente detrás de una puerta o de un armario. Mi desconocido perseguidor sabe perfectamente dónde estoy escondido, pero finge ignorarlo, con objeto de prolongar mi tortura, de gozar de mi espanto... ¡Es lo que ustedes están haciendo ahora!

—¿De modo que tiene usted alucinaciones? —inquirió el procurador.

—Sí, las tengo... ¿Va usted a tomar nota?

—No, pero debo decirle que esas alucinaciones son sumamente extrañas.

—Pero lo de ahora no es una alucinación, señores, sino una realidad, un hecho de la vida. Yo soy el lobo y ustedes los cazadores.

—La comparación es injusta —dijo el juez amablemente.

—¡No lo es, señores! —replicó Mitia, iracundo aunque su explosión de cólera le había aliviado—. Ustedes pueden resistirse a creer a un criminal o a un acusado al que torturan con sus preguntas, pero no a un hombre animado de nobles sentimientos. Perdonen mi osadía, pero ustedes no tienen derecho a obrar así. Sin embargo,


»Silencio, corazón mío.

Soporta, resígnate, cállate...


»¿Hay que continuar todavía? —preguntó rudamente.

—Sí; se lo ruego —repuso el juez.

CAPÍTULO V



Tercera tribulación



Mientras hablaba y refunfuñaba, Mitia parecía aún más deseoso que antes de no omitir ningún detalle. Explicó cómo había escalado el muro, cómo se había acercado a la ventana y todo lo que entonces había ocurrido dentro de él. Con precisión y claridad, expuso los sentimientos que lo agitaban cuando ardía en deseos de saber si Gruchegnka estaba o no en casa de su padre.

El juez y el procurador lo escuchaban con extrema reserva y semblante sombrío, y —cosa extraña– muy pocas veces le interrumpieron con sus preguntas. Mitia no podía esperar nada de la expresión de sus rostros. Pensó: «Se sienten irritados y ofendidos. Peor para ellos.» Cuando dijo que había hecho a su padre la señal que anunciaba la llegada de Gruchegnka, los magistrados no prestaron la menor atención a la palabra «señal», como si no viesen la importancia que podía tener en circunstancias semejantes. Mitia observó este detalle. Cuando llegó, en su relato, al momento en que había visto a su padre con todo el torso fuera de la ventana, y declaró que, con un estremecimiento de odio, había sacado del bolsillo la mano de mortero, se detuvo súbitamente y como si lo hiciera a propósito. Miraba a la pared y sentía fijos en él los ojos de los magistrados.

—Bien —dijo Nicolás Parthenovitch—. Sacó usted el arma y... ¿qué hizo después?

—¿Después? Cometí el crimen..., di a mi padre un fuerte golpe con la mano de mortero, que le partió el cráneo... Según ustedes, esto fue lo que hice, ¿no?

Sus ojos fulguraban; su apaciguada cólera se recrudecía hasta alcanzar una extrema violencia.

—¿Según nosotros? Eso no importa. Lo importante es saber lo que ocurrió, según usted.

Mitia bajó los ojos a hizo una pausa.

—Según yo, señores, según yo —continuó lentamente—, he aquí lo que ocurrió. Mi madre rogaba a Dios por mí. Un espíritu celestial me besó en la frente en el momento crítico. No sé bien lo que sucedió, pero es lo cierto que el diablo fue vencido. Me alejé de la ventana; corrí hacia el muro del jardín. Entonces me vio mi padre y, lanzando un grito, retrocedió rápidamente: lo recuerdo muy bien... Cuando ya me encontraba en lo alto del muro, Grigori me atrapó...

Mitia levantó los ojos y vio que sus oyentes le miraban impasibles. Tuvo un estremecimiento de indignación.

—¡Ustedes se burlan de mí!

—¿De dónde ha sacado usted eso? —preguntó Nicolás Parthenovitch.

—Ustedes no creen una sola de mis palabras. Comprendo que hemos llegado al punto fundamental del asunto. El viejo yace con la cabeza abierta, y yo he dicho que he sentido el deseo de matarlo y que ya había sacado la mano de mortero, cuando de pronto me he alejado de la ventana... Un buen tema para escribirlo en verso. Se puede creer en la palabra de un hombre tan sincero. ¡Son ustedes el colmo!

Se volvió rápidamente y la silla crujió.

—Cuando se alejó usted de la ventana —dijo el procurador, simulando no advertir la agitación de Mitia—, ¿no observó usted que la puerta que da al jardín estaba abierta?

—No, no estaba abierta.

—¿Seguro?

—Al contrario, estaba cerrada. ¿Quién podía haberla abierto? Pero... ¡Espere! —Fue como si de pronto volviese en sí y se recobrara—. ¿Han encontrado ustedes la puerta abierta?

—Sí.

—A menos que la abrieran ustedes, ¿quién pudo hacerlo?

—La puerta estaba abierta y por ella entró y salió el asesino de su padre —dijo el procurador, subrayando las palabras—. Esto está perfectamente claro para nosotros. Es evidente que el asesinato se ha cometido estando el agresor dentro de la habitación y no en la ventana. Esto se deduce del examen realizado en el lugar del suceso y de la posición del cadáver. Sobre este punto no existe la menor duda.

Mitia estaba confundido.

—No lo comprendo, señores —exclamó, en su desconcierto—. Les puedo asegurar que yo no entré y que la puerta estuvo cerrada durante todo el tiempo que permanecí en el jardín, y después, mientras corría hacia el muro... Yo estaba junto a la ventana y sólo vi a mi padre desde fuera... Recuerdo estos detalles perfectamente y hasta el último momento. Y aunque no me acordara, sería igual, pues sólo Smerdiakov, el difunto y yo conocíamos la contraseña, y si la llamada no hubiera sido la convenida, mi padre no habría abierto la puerta a nadie.

—¿A qué contraseña se refiere? —preguntó con ávida curiosidad el procurador, cuya reserva desapareció repentinamente. Pero también se percibió en su pregunta cierta vacilación, al presentir que se hallaba ante un hecho importante y que Mitia podía negarse a explicarlo.

—¿De modo que no lo sabe? —preguntó Mitia con una sonrisa irónica y guiñándole el ojo—. ¿Y si yo no quisiera contestar? ¿Quién le daría a usted la explicación que desea? El difunto, Semerdiakov y yo somos los únicos depositarios del secreto. Dios también lo conoce, pero no espere usted que Él se lo diga. Es una situación curiosa. Se pueden imaginar mil soluciones sobre esta cuestión... Pero tranquilícense, señores: lo voy a contar todo. Ustedes no saber con quién están hablando. El acusado declara contra sí mismo. Pues yo soy todo un caballero, y ustedes no pueden decir lo mismo.

Tal era su deseo de oír las explicaciones de Dmitri, que el procurador se tragó estas píldoras sin rechistar. Mitia describió detalladamente la contraseña ideada por Smerdiakov, cómo eran los golpes que había que dar en la ventana. Incluso los reprodujo en la mesa. Nicolás Parthenovitch le preguntó si él había dado aquellos golpes que podían hacer creer a su padre que llegaba Gruchegnka, y Mitia respondió afirmativamente.

—Ahora construya sobre eso una hipótesis —añadió secamente, y le volvió la espalda con un gesto de desdén.

—¿De modo que sólo conocían esa contraseña su difunto padre, el sirviente Smerdiakov y usted? —preguntó el juez.

—Sí. Y Dios: tome nota de esto. También tendrá que recurrir a Dios.

Se tomó nota, por supuesto. El procurador dijo, como obedeciendo a una idea repentina:

—Ya que usted afirma que es inocente, ¿no habrá sido Smerdiakov el que ha conseguido que su padre le haya abierto la puerta, haciendo la señal convenida, para cometer el asesinato?

Mitia le dirigió una mirada cargada de ironía y de odio. Y esta mirada fue tan persistente, que el procurador bajó los ojos.

—Otra vez ha creído usted que iba a cazar el zorro, después de pisarle la cola. Usted esperaba que yo me aferrase a su insinuación y me apresurase a gritar: «¡Sí, ha sido Smerdiakov el asesino!» Confiese que lo esperaba. Confiéselo y entonces continuaré.

El procurador no dijo nada. Esperó en silencio.

—Pues se ha equivocado usted —dijo Mitia—: no acuso a Smerdiakov.

—¿Y no sospecha de él?

—¿Es que usted sospecha?

—Sí, también lo consideramos sospechoso.

Mitia bajó los ojos.

—Basta de bromas. Escuchen. Desde el primer momento, apenas he salido de detrás de la cortina, he tenido esta idea: «¡Ha sido Smerdiakov!» Después, cuando ya he estado sentado ante esta mesa, la imagen de Smerdiakov me ha obsesionado. Ahora he vuelto a pensar en él, e inmediatamente me he dicho: «No, no puede ser Smerdiakov.» Ese hombre no puede haberlo asesinado, señores.

—Si no ha sido él, ¿quién puede haber sido? —preguntó cautelosamente Nicolás Parthenovitch.

—No lo sé. Pero estoy convencido de que no ha sido Smerdiakov —dijo Mitia con firmeza.

—¿Por qué está usted tan seguro de que no ha sido él?

—Por convicción: porque Smerdiakov es un ser vil y cobarde; mejor dicho, el conjunto de todas las miserias que andan sobre dos pies. Es hijo de una ramera. Cuando me habla, tiembla de esparto, creyendo que le voy a matar, cuando ni siquiera levanto la mano. Se arroja a mis pies llorando y me besa las botas, y me suplica que no lo asuste. Incluso he intentado obsequiarle. Es un pobre epiléptico un espíritu débil. Lo podría azotar un niño de ocho años. No, no ha sido Smerdiakov. No le atrae el dinero; ha despreciado mis regalos... No hay razón para que haya matado al viejo. ¿Saben ustedes que tal vez sea hijo natural de mi padre?

—Sí, ya conocemos ese rumor. Pero usted es también hijo de Fiodor Pavlovitch, y ha dicho públicamente que quería matarlo.

—Otro dato contra mí. ¡Esto es detestable! Pero no tengo miedo. Señores, deberían avergonzarse de decirme eso en la cara. Pues he sido yo el primero en hablar de ello. No sólo he querido matarlo, sino que he podido y he estado a punto de hacerlo. Pero mi ángel guardián me ha salvado del crimen. Esto es lo que ustedes parecen no querer comprender. Eso no es noble, ¡no es noble! Pues yo no he matado, ¡no he matado! ¿Oye usted, procurador? ¡No he matado!

Se ahogaba. En ningún momento del interrogatorio había demostrado una agitación tan profunda. Tras una pausa, preguntó:

—¿Qué les ha dicho Smerdiakov, si puede saberse?

—Usted puede interrogarnos acerca de todo cuanto concierna a los hechos —dijo fríamente el procurador– y nosotros tenemos que responder a sus preguntas. Hemos encontrado a Smerdiakov en la cama, sin conocimiento, presa de un fuerte ataque de epilepsia, el décimo tal vez desde ayer. El médico que nos ha acompañado ha dicho, después de haber reconocido al enfermo, que, a lo mejor, no pasa de esta noche.

—Entonces ha sido el diablo el que ha dado muerte a mi padre —dijo Mitia, como si todas las dudas hubieran desaparecido de pronto.

—Ya volveremos sobre este punto —dijo Nicolás Parthenovitch—. Tenga la bondad de continuar su declaración.

Mitia solicitó una tregua para descansar y se le concedió con toda cortesía. Después reanudó su relato, pero con visible esfuerzo. Se sentía débil, herido, destrozado moralmente. Además, el procurador, como si lo hiciera adrede, lo irritaba a cada momento, deteniéndose en «minucias». Mitia explicó que, cuando estaba montado a horcajadas en el muro, golpeó con la mano de mortero la cabeza de Grigori, ya que éste se había asido a su pierna izquierda, y que después bajó y se acercó al herido. Entonces el procurador lo interrumpió para pedirle que explicara con más detalle cuál era su posición sobre el muro. Mitia lo miró asombrado.

—Ya lo he dicho: estaba a horcajadas, con una pierna a cada lado.

—¿Y qué me dice de la mano de mortero?

—La tenía en la mano.

—¿No la tenía en el bolsillo? ¿Recuerda bien este detalle? Usted tuvo que asestar el golpe desde arriba.

—Seguramente. ¿A qué viene esa observación?

—¿Quiere usted sentarse en la silla como estaba sentado entonces en el muro, para demostrarnos con toda claridad cómo y por qué lado dio usted el golpe?

—¿Se burla usted de mí? —preguntó Mitia, midiendo con la mirada a su interlocutor.

Pero éste no replicó. Dmitri se sentó a caballo en la silla y levantó el brazo.

—Así fue cómo golpeé, ¡cómo maté! ¿Está usted satisfecho?

—Gracias. ¿Quiere usted explicarnos ahora por qué saltó nuevamente al jardín, con qué intención?

—Pues... ¡no lo sé, demonio!... Para ver al herido.

—¿Aun estando tan trastornado y deseoso de huir?

—Sí, aun estando tan trastornado y deseoso de huir.

—¿Pretendía prestarle ayuda?

—Creo que sí. No lo recuerdo.

—¿Acaso no se daba cuenta de sus actos?

—Me daba perfecta cuenta. Lo recuerdo todo con los menores detalles. Salté, lo miré y le limpié la sangre con mi pañuelo.

—Ya hemos visto su pañuelo. ¿Esperaba usted volverlo en sí?

—Simplemente, quería saber si vivía.

—¿Lo averiguó?

—No soy médico y no pude juzgar. Creí que lo había matado y huí.

—Bien; muchas gracias. Necesitaba conocer estos detalles. Haga el favor de continuar.

Aunque se acordaba perfectamente de que había bajado del muro impulsado por un sentimiento de piedad, y de que había pronunciado palabras de compasión ante la víctima —«El viejo ya lleva lo suyo. Por lo menos, que viva.»—, ni siquiera le pasó por la imaginación decirlo. El procurador concluyó que el acusado había bajado del muro, a pesar de su turbación, sólo para saber si el único testigo de su crimen vivía. Ello demostraba hasta dónde llegaban la energía, la resolución, la sangre fría dé aquel hombre, etcétera. El procurador estaba satisfecho. «He irritado a este joven nervioso con minucias, y ha dicho lo que quería callar.»

Mitia continuó penosamente. Esta vez fue Nicolás Parthenovitch quien lo interrumpió.

—¿Cómo se atrevió usted a ir a la casa de la sirvienta Fedosia Marcovna con las manos y la cara manchadas de sangre?

—Yo no sabía que las llevaba manchadas.

—Es muy posible —dijo el procurador, cambiando una mirada con Nicolás Parthenovitch—. Eso suele suceder.

—Estamos de acuerdo, procurador —aprobó Mitia.

Y pasó inmediatamente a hablar de su propósito de apartarse y «dejar el camino libre a los amantes».

Pero no se decidió, como poco antes, a exhibir sus sentimientos, a hablar de la reina de su corazón. Le repugnaba hacerlo ante aquellos hombres impasibles. A sus insistentes preguntas, respondió lacónicamente:

—Estaba resuelto a suicidarme. ¿Para qué vivir? El antigua amante de Gruchegnka, su seductor, había llegado, al cabo de cinco años, para reparar su falta casándose con ella. Entonces me dije que todo había terminado para mí... A mis espaldas quedaba la vergüenza y esa sangre, la sangre de Grigori. ¿Para qué vivir? Fui a recobrar mis pistolas, decidido a alojarme una bala en la cabeza al amanecer.

—Y esta noche, fiesta por todo lo alto.

—Exacto. ¡Bueno, señores; terminemos cuanto antes! Estaba resuelto a suicidarme en las afueras de la ciudad a las cinco de la mañana. Incluso tengo en mi bolsillo una nota escrita en casa de Perkhotine, después de cargar mi pistola. Aquí la tienen; léanla; convénzanse de que no miento.

Dicho esto con acento desdeñoso, arrojó el billete sobre la mesa. Los jueces lo leyeron con ávida curiosidad y, ¿cómo no?, lo unieron al expediente.

—¿Y no se le ocurrió lavarse las manos antes de ir a casa del señor Perkhotine? ¿No temía despertar sospechas?

—¿Sospechas? ¿Qué me importaban a mí las sospechas? Iba a suicidarme a las cinco de la mañana, antes de que se me pudiese detener. Si mi padre no hubiera sido asesinado, ustedes no habrían sabido nada y no estarían aquí. Todo ha sido obra del diablo. Él ha matado a mi padre; él les ha informado a ustedes tan pronto. ¿Cómo han podido llegar tan rápidamente? ¡Es increíble!

—El señor Perkhotine nos ha contado que usted ha entrado en su casa con una gran cantidad, un grueso fajo de billetes de cien rublos, en las manos..., en las manos manchadas de sangre. Su sirvienta también lo ha visto.

—Eso es cierto, señores: lo recuerdo perfectamente.

—Una pregunta —dijo con extrema amabilidad Nicolás Parthenovitch—. ¿Puede usted decirnos de dónde sacó ese dinero, siendo evidente que no tuvo usted tiempo de ir a su casa?

El procurador frunció las cejas ante esta pregunta hecha tan directamente, pero no interrumpió a Nicolás Parthenovitch.

—Desde luego, no fui a mi casa —dijo Mitia con toda calma, pero bajando los ojos.

—Siendo así, permítame repetir la pregunta —dijo el juez—. ¿De dónde sacó usted ese dinero en unos momentos en que, según sus propias palabras, había decidido que a las cinco de la mañana...?

—Necesitaba diez rublos y empeñé mis pistolas al señor Perkhotine. Después fui a casa de la señora de Khokhlakov para pedirle prestados tres mil rublos que ella no me quiso dar, etc., etc. Pues sí, caballeros; estaba sin recursos, y, de pronto, se vio en mis manos un grueso fajo de billetes de cien. Sé muy bien, señores, que están ustedes inquietos. Ustedes se preguntan: «¿Qué sucederá si no quiere explicarnos la procedencia del dinero?» Pues bien, no la explicaré. Esta vez han acertado ustedes: no lo sabrán.

Mitia dijo esto último recalcando las palabras. Nicolás Parthenovitch replicó, amable y sereno:

—Comprenda usted, señor Karamazov, que es importantísimo para nosotros conocer ese punto.

—Lo comprendo, pero no lo conocerán.

El procurador recordó al acusado que podía no responder a las preguntas que le hacían, si tal era su deseo; pero que debía tener en cuenta el perjuicio que se causaba a sí mismo con el silencio, especialmente cuando las preguntas que se le hacían eran tan importantes, que...

—¡Ya lo sé, señores, ya lo sé! ¡Estoy harto de esa cantinela! Comprendo la gravedad del asunto, comprendo que ése es el punto capital de la cuestión. Pero no hablaré.

—Eso no puede afectarnos a nosotros —dijo, nervioso, Nicolás Parthenovitch—. El mal se lo hace usted a sí mismo.

—¡Basta de palabras vanas, señores! Desde el principio he sospechado que chocaríamos al llegar a este punto. Pero cuando he empezado mi declaración, todo en mi cerebro era vago y brumoso, e incluso he caído en la candidez de proponerles una confianza mutua. Ahora veo que este intercambio de confianza es imposible, ya que teníamos que llegar a la maldita barrera en que estamos en este momento. Pero no les reprocho nada: comprendo que ustedes no pueden creerme simplemente bajo palabra.

Mitia se detuvo, cabizbajo.

—Aun sin renunciar a su resolución de guardar silencio sobre lo esencial, ¿querría usted explicarnos cuáles son los motivos, indudablemente muy poderosos, que le impulsan a encerrarse en el silencio en un momento tan crítico?

Mitia sonrió tristemente.

—Como soy mejor que ustedes, señores, les expondré estos motivos, aunque no lo merecen. Me callo por pudor. La respuesta a la pregunta sobre la procedencia del dinero implicaría para mí una vergüenza mayor que si hubiera asesinado a mi padre para robarle. Ya saben ustedes por qué me callo. ¿Qué, señores; quieren anotar esto?

—Sí, vamos a anotarlo —farfulló Nicolás Parthenovitch.

—No deben mencionar eso de la vergüenza. Si les he hablado de ello, pudiendo callarme, ha sido sólo por complacerlos... En fin, escriban ustedes lo que quieran —terminó Mitia, malhumorado—. Conservo mi orgullo ante ustedes.

—¿Quiere explicarnos de qué tipo es esa vergüenza? —preguntó tímidamente Nicolás Parthenovitch.

Una vez más, el procurador frunció el entrecejo.

N—i—ni—, c’est fini; no insistan. No vale la pena envilecerse. Ya me he envilecido por el contacto con ustedes. Ustedes no merecen que yo les hable sinceramente; ni ustedes ni nadie. Ya lo saben, señores: no diré nada más sobre este punto.

La respuesta era tan categórica, que Nicolás Parthenovitch no insistió. Pero el juez leyó en los ojos de Hipólito Kirillovitch que éste no había perdido las esperanzas.

—¿Puede usted decir al menos, el dinero que tenía cuando llegó a casa del señor Perkhotine?

—No, no puedo decirlo.

—Usted ha hablado al señor Perkhotine de tres mil rublos recibidos en préstamo de la señora de Kokhlakov.

—Es posible. No insistan, señores; no diré la cifra.

—Bien. ¿Podemos preguntarle cómo ha venido a Mokroie y qué ha hecho usted desde su llegada?

—Para saber eso les bastaría preguntar a las personas que hay aquí. Sin embargo, lo voy a explicar.

No reproduciremos su relato, rápido y seco. Pasó por alto la embriaguez de Gruchegnka y dijo que había renunciado a suicidarse, por «haber cambiado las circunstancias». Narraba sin exponer los motivos ni entrar en detalles. Los magistrados le hicieron pocas preguntas. El relato de Mitia tenía para ellos escaso interés.

—Volveremos a esta cuestión cuando depongan los testigos, por supuesto en presencia de usted —dijo Nicolás Parthenovitch, dando por terminado el interrogatorio—. Ahora, ¿quiere depositar en la mesa todo lo que lleva encima, y especialmente el dinero?

—¿El dinero? Por supuesto, señores. A sus órdenes. Comprendo que es necesario. Me sorprende que no hayan pensado antes en ello. Aquí lo tienen. Cuenten, cuenten... Me parece que ya está todo.

Vació sus bolsillos de billetes y monedas y, finalmente, sacó dos piezas de diez copecs que le quedaban en uno de los bolsillos del chaleco. Se contó el dinero. Había en total ochocientos treinta y seis rublos y cuarenta copecs.

—¿Ya está todo? —preguntó el juez.

—Todo.

—Según ha dicho usted, ha gastado trescientos rublos en «Plotnikov», y ha dado diez rublos a Perkhotine y veinte al cochero. Además, ha perdido doscientos jugando a las cartas.

Nicolás Parthenovitch hizo las cuentas con ayuda de Mitia. Se contó hasta el último copec.

—Si a lo gastado añadimos estos ochocientos, resultará que usted debía de tener unos mil quinientos rublos.

—Exacto.

—Sin embargo, todos dicen que tenía mucho más.

—Son dueños de pensar lo que quieran.

—Y usted también.

—Sí, yo también.

—Las declaraciones de los testigos nos servirán para comprobar todo esto. Esté usted tranquilo respecto a su dinero. Se depositará en sitio seguro y se le devolverá cuando todo haya terminado..., si se demuestra que usted tiene derecho a ello. Ahora...

Nicolás Parthenovitch se levantó y dijo a Mitia que estaba obligado a prestarse a una inspección completa de sus ropas y de todo él.

—Bien, señores. Me volveré los bolsillos del revés si ustedes quieren.

Y así lo hizo.

—Se ha de quitar la ropa.

—¿Desnudarme? ¿Para qué, demonio? ¿No pueden registrarme vestido?

—No, Dmitri Fiodorovitch. Es necesario que se quite usted la ropa.

—Como ustedes quieran —accedió Mitia, contrariado—. Pero no aquí, por favor: detrás de la cortina. ¿Quién me registrará?

—Desde luego, la inspección se llevará a cabo detrás de la cortina —aprobó Nicolás Parthenovitch, cuyo pequeño rostro tenía una expresión de profunda gravedad, acompañando sus palabras con un movimiento afirmativo de la cabeza.

CAPITULO VI



El procurador confunde a Mitia



Entonces se desarrolló una escena que Mitia no esperaba. Diez minutos antes, no habría sospechado ni remotamente que nadie osara tratarle a él, a Mitia Karamazov, de aquel modo. Se sintió humillado, expuesto a dejarse llevar de la arrogancia y el desdén. No le importó quitarse la levita, pero se le rogó que se desnudara por completo. Mejor dicho, se le ordenó. Mitia se dio perfecta cuenta de ello. Se sometió en silencio, con orgullo desdeñoso.

Al pasar al otro lado de la cortina, además de los jueces, le habían seguido varios patanes. «Sin duda, para prestar ayuda —pensó—. O tal vez para algo más.»

—¿He de quitarme también la camisa? —preguntó Mitia, de pronto.

Pero Nicolás Parthenovitch no le contestó. Tanto él como el procurador estaban enfrascados y vivamente interesados en el examen de la levita, de los pantalones, del chaleco y del gorro.

«¡Qué desfachatez! No observan ni siquiera la corrección reglamentaria.»

—Les vuelvo a preguntar si he de quitarme la camisa —dijo Mitia, irritado.

—No se inquiete por eso: ya le diremos si se la tiene que quitar —repuso Nicolás Parthenovitch en un tono que pareció autoritario a Dmitri.

El procurador y el juez hablaban a media voz. La levita presentaba, sobre todo el faldón izquierdo, grandes manchas de sangre coagulada, y lo mismo el pantalón. Además, Nicolás Parthenovitch examinó, en presencia de los testigos de la placa metálica, el cuello, las vueltas, las costuras, para cerciorarse de que no había en ellos dinero escondido. Esto hizo comprender a Mitia que se le consideraba capaz de todo. «Me tratan como a un ladrón, no como a un oficial», gruñó para sí.

Cambiaban impresiones en su presencia con toda franqueza. El escribano, que estaba también detrás de la corona, llamó la atención a Nicolás Parthenovitch sobre el gorro, que se examinó igualmente.

—Acuérdese del escribiente Gridenka. En el verano fue a recoger los sueldos de todos los empleados de la cancillería, y, al regresar, dijo que se había embriagado y había perdido el dinero. ¿Dónde se encontró? En el ribete del gorro. Allí cosió, después de enrollarlos, los billetes de cien rublos.

El juez y el procurador se acordaron perfectamente de este hecho y sometieron el gorro a un examen tan minucioso como el que habían realizado en otras prendas.

—Un momento —exclamó de pronto Nicolás Parthenovitch, al ver el puño de la manga derecha de la camisa de Mitia, vuelto hacia arriba y manchado de sangre—. ¿Es sangre esto?

—Sí.

—¿De quién? ¿Y por qué está vuelta su manga?

Mitia explicó que se la había manchado al atender a Grigori, y que se había vuelto la manga en casa de Perkhotine, para lavarse las manos.

—Tendrá que quitarse también la camisa. Puede ser una prueba importante.

Mitia enrojeció y gruñó:

—Entonces tendré que quedarme desnudo.

—No se preocupe por eso. Todo se arreglará. Tendrá que quitarse también los calcetines.

—¿Habla en serio? ¿Es indispensable?

—Hablo completamente en serio —replicó severamente Nicolás Parthenovitch.

—Bien, bien. Si es necesario... —murmuró Mitia.

Se sentó en la cama y empezó a quitarse los calcetines. Estaba confuso y —cosa extraña—, al permanecer desnudo, se sentía como culpable ante aquellos hombres vestidos. Incluso le parecía que tenían derecho a despreciarlo como a un ser inferior.

«La desnudez —pensó– no tiene nada de particular. La vergüenza nace del contraste. Esto parece un sueño; yo he tenido a veces, en sueños, sensaciones de esta índole.»

Se sonrojó al quitarse los calcetines, bastante sucios, como su ropa interior, cosa que todo el mundo estaba viendo. Nunca le habían gustado sus pies; siempre le habían parecido deformes sus pulgares, especialmente el derecho, aplanado y con la uña encorvada, y todo el mundo los estaba viendo. La vergüenza acrecentó su grosería. Se quitó la camisa con rabia.

—¿No quieren ustedes mirar en otra parte, si no les da vergüenza?

—No; por ahora no hace falta.

—Entonces, ¿he de estar así, desnudo?

—Sí; es necesario. Tenga la bondad de sentarse y esperar. Puede envolverse en la cubierta de la cama. Tengo que llevarme esta ropa.

Ya vistas las prendas de vestir y demás efectos por los testigos, y redactado el proceso verbal de su examen, el juez y el procurador salieron del dormitorio. Se llevaron las ropas y Mitia se quedó en compañía de varios campesinos que no apartaban de él los ojos. Tenía frío y se envolvió en la cubierta, que era demasiado corta para cubrirle los pies. Nicolás Parthenovitch tardó en volver.

«Me trata como a un pilluelo —dijo para sí Mitia, rechinando los dientes—. Ese zoquete de procurador se ha marchado porque le repugnaba verme desnudo.»

Mitia creía que le devolverían las ropas después de examinarlas, pero vio, en el colmo de la indignación, que, siguiendo a Nicolás Parthenovitch, aparecía un mendigo que llevaba en las manos prendas de vestir que no eran las suyas.

—Aquí tiene un traje y una camisa limpia —dijo el juez con desenvoltura y visiblemente satisfecho de su hallazgo—. Se los presta el señor Kalganov, que, por fortuna, tiene ropa de repuesto. Puede volver a ponerse los calcetines.

—No quiero ropas de los demás —exclamó Mitia, indignado—. ¡Devuélvame las mías!

—No puede ser.

—¡Deme mi ropa! ¡Al diablo Kalganov y su traje!


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