Текст книги "Los hermanos Karamazov"
Автор книги: Федор Достоевский
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Классическая проза
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Ya he dicho al principio de mi relato que Grigori había tomado ojeriza a Adelaida Ivanovna, la primera mujer de Fiodor Pavlovitch y madre del primer hijo de éste, Dmitri, y que, en cambio, había defendido a la segunda esposa, la endemoniada, Sofía Ivanovna, incluso frente a su dueño, y desde luego frente a cualquiera que osara pronunciar contra ella una sola palabra desconsiderada o malévola. Su simpatía por esta infeliz había llegado a ser algo sagrado, tanto, que veinte años después no habría tolerado la menor alusión irónica a esta cuestión.
Grigori era un hombre grave, frío y poco hablador, que sólo pronunciaba las palabras precisas y no se apartaba jamás del tono austero. A primera vista, uno no podía ver si quería o no a su esposa, aunque lo cierto era que amaba sinceramente a aquella bondadosa criatura y que ella lo sabía muy bien.
Marta Ignatievna era tal vez más inteligente que su marido, por lo menos más juiciosa en las cuestiones de la vida. Sin embargo, se sometía a él ciegamente y lo respetaba sin reservas por su elevación moral. Hay que advertir que los esposos sólo cambiaban las palabras indispensables. El grave y majestuoso Grigori resolvía siempre solo sus asuntos y sus preocupaciones, y Marta Ignatievna había comprendido que sus consejos lo importunarían. Marta Ignatievna notaba que su marido le agradecía su silencio y que veía en él una prueba de agudeza.
Grigori no le había pegado a su esposa más que una vez y sin ninguna dureza. Durante el primer año de matrimonio de Adelaida Ivanovna y Fiodor Pavlovitch, cuando estaban en el campo, las muchachas y las mujeres del lugar, que entonces eran todavía siervas, se reunieron en el patio de la casa de sus dueños para bailar y cantar. Se entonó la canción «En esos prados, en esos bellos prados verdes...», y, de súbito, Marta Ignatievna, que entonces era joven, se colocó delante del coro y ejecutó la danza rusa; pero no como se bailaba allí, al estilo rústico, sino como la ejecutaba ella cuando servía en casa de los acaudalados Miusov, en el teatro de la finca, donde un maestro de baile procedente de Moscú enseñaba a los que tenían que aparecer en el escenario. Grigori lo había visto todo, y una hora después, de regreso en el pabellón, la sacudió un poco, cogiéndola por el pelo. A esto se redujo todo, y nunca más volvió a pegarle. Por su parte, Marta Ignatievna se prometió no volver a danzar en su vida.
Dios no les había dado hijos. Es decir, les dio uno que murió a edad temprana. Grigori adoraba a los niños y no se avergonzaba de demostrarlo. Cuando Adelaida Ivanovna huyó, Grigori recogió a Dmitri, que entonces tenía tres años, y durante un año lo cuidó como una madre, encargándose incluso de lavarlo y de peinarlo. Años después tomó a su cuidado a Iván y a Alexei, lo que le valió un bofetón, como he referido ya. Su propio hijo sólo le proporcionó la alegría de la espera durante el embarazo de Marta Ignatievna. Apenas vio al recién nacido, se sintió apenado y horrorizado, pues la criatura tenía seis dedos. Grigori guardó silencio hasta el día del bautizo. Para no decir nada, se fue al jardín, donde estuvo tres días cavando. Cuando llegó el momento del bautizo, algo había pasado por su imaginación. Entró en el pabellón donde se habían reunido el sacerdote, los invitados y Fiodor Pavlovitch, que era el padrino, y manifestó que en modo alguno debía bautizarse al niño. Lo dijo en voz baja, lentamente y mirando al sacerdote con expresión estúpida.
—¿Por qué? —preguntó el religioso, entre asombrado y divertido.
—Porque... es un dragón —balbuceó Grigori.
—¿Cómo un dragón?
Grigori estuvo unos momentos callado.
—La naturaleza ha sufrido una confusión —murmuró vagamente pero con acento firme, para demostrar que no quería extenderse en explicaciones.
Hubo risas y, naturalmente, el niño fue bautizado. Grigori oró con fervor junto a la pila bautismal, pero mantuvo su opinión acerca del recién nacido. Aunque no se opuso a nada, durante las dos semanas que vivió la enfermiza criatura, él apenas la miró: afectaba no verla y estaba siempre fuera de la casa. Pero cuando el niño murió a consecuencia de un afta, él mismo lo colocó en el ataúd y lo contempló con profunda angustia. Luego, cuando la fosa volvió a quedar llena de tierra, se arrodilló y se inclinó hasta el suelo. Jamás volvió a hablar del difunto, y Marta Ignatievna sólo lo nombraba cuando su marido estaba ausente.
La mujer observó que, tras la muerte del niño, Grigori se interesaba por las cosas divinas. Leía Las arguciascon frecuencia, solo y en silencio, después de ponerse sus grandes gafas de plata. Raras veces, en la Cuaresma a lo sumo, leía en voz alta. Tenía predilección por el libro de Job. Se procuró una recopilación de las homilías y los sermones del santo padre Isaac el Sirio y los leyó obstinadamente durante varios años. No logró comprenderlos, pero seguramente por esta razón los admiraba más. Últimamente prestó oído a la doctrina de los Kblysty y se informó a fondo sobre ella preguntando al vecindario. Le impresionó profundamente, pero no se decidió a adoptar la nueva fe. Como es natural, todas estas lecturas piadosas aumentaban la gravedad de su fisonomía.
Tal vez era un hombre inclinado al misticismo. Como hecho expresamente, la llegada al mundo y la muerte de su hijo de seis dedos coincidieron con otro hecho sobremanera insólito e inesperado que dejó en él «un recuerdo imborrable», según su propia expresión. La noche que siguió al entierro del niño, Marta Ignatievna se despertó y creyó oír el llanto de un recién nacido. Tuvo miedo y despertó a su marido. Grigori prestó atención y dijo que más bien parecían «gemidos de mujer». Se levantó y se vistió. Era una tibia noche de mayo. Salió al pórtico y advirtió que los gemidos llegaban del jardín. Pero por la noche el jardín estaba cerrado con llave por el lado del patio y sólo se podía entrar en él por allí, ya que estaba rodeado por una alta y sólida empalizada. Grigori volvió a la casa, encendió una linterna, cogió la llave y, sin hacer caso del terror histérico de su mujer, seguro de que su hijo le llamaba, pasó en silencio al jardín. Una vez allí se dio cuenta de que los lamentos partían del invernadero que había no lejos de la entrada. Abrió la puerta y quedó atónito ante el espectáculo que se ofrecía a su vista: una idiota del pueblo que vagaba por las calles y a la que todo el mundo conocía por el sobrenombre de Isabel Smerdiachtchaia acababa de dar a luz en el invernadero y se moría al lado de su hijo. La mujer no dijo nada, por la sencilla razón de que no sabía hablar... Pero todo esto requiere una explicación.
CAPÍTULO II
Isabel Smerdiachtchaia
Había en todo esto algo especial que impresionó profundamente a Grigori y acabó de confirmarle una sospecha repugnante que había concebido. Isabel era una muchacha bajita, de apenas un metro cuarenta de talla, como recordaban enternecidas, después de su muerte, las viejas de buen corazón de la localidad. Su rostro de veinte años, ancho, rojo y sano, tenía la expresión de la idiotez y una mirada fija y desagradable, aunque plácida. Tanto en verano como en invierno, iba siempre descalza y sólo llevaba sobre su cuerpo una camisa de cáñamo. Sus cabellos, extraordinariamente espesos y rizados como la lana de las ovejas, daban sobre su cabeza la impresión de un gorro. Generalmente estaban llenos de tierra y mezclados con hojas, ramitas y virutas, pues Isabel dormía siempre en el suelo, y a veces sobre el barro. Su padre, Ilia, hombre sin domicilio, viejo, pobre y dominado por la bebida, trabajaba como peón desde hacía mucho tiempo en la propiedad de unos burgueses de la población. Su madre había muerto hacía ya muchos años, Siempre enfermo y amargado, Ilia vapuleaba sin piedad a su hila cada vez que aparecía en la casa. Pero Isabel iba pocas veces, ya que en cualquier hogar de la población la socorrían al ver que era una enferma mental que no tenía más ayuda que la de Dios.
Los amos de Ilia y otras muchas personas caritativas, comerciantes especialmente, habían intentado repetidas veces vestir a Isabel con decencia. Un invierno, incluso le pusieron una pelliza y unas botas. Ella se dejaba vestir dócilmente, pero después, en cualquier parte, con preferencia en el porche de la iglesia, se quitaba lo que le habían regalado —fuera un chal, una falda, una pelliza, un par de botas—, lo dejaba allí mismo y se iba, descalza y sin más ropa que la camisa, como siempre había ido.
Un nuevo gobernador, al inspeccionar nuestra localidad, quedó desagradablemente impresionado al ver a Isabel y, aunque se dio cuenta de que era una criatura inocente —y además así se le dijo—, declaró que una joven que iba por la calle en camisa era un atentado contra la decencia y que había que poner fin a aquello. Pero el gobernador se fue e isabel siguió viviendo como vivía.
Murió su padre, y entonces, al quedar huérfana, todas las personas piadosas de la ciudad redoblaron sus atenciones hacia ella. Incluso los chiquillos, ralea sumamente agresiva en nuestro país, sobre todo si son escolares, no la zaherían ni maltrataban. Entraba en casas que no la conocían y nadie la echaba: por el contrario, todos la recibían amablemente y le daban medio copec. Ella se llevaba estas monedas y, sin pérdida de tiempo, las echaba en algún cepillo, en la iglesia o en la cárcel. Si le daban en el mercado un panecillo, lo regalaba al primer niño que vela o detenía a cualquier gran señora para ofrecérselo. Y la dama lo aceptaba con sincera alegría. No se alimentaba más que de pan y agua. Si entraba en una tienda importante donde había dinero y mercancías de valor, los dueños nunca desconfiaban de ella: sabían que no cogería un solo copec aunque tuviera miles de rublos al alcance de su mano.
Iba pocas veces a la iglesia. Dormía en los pórticos o en un huerto cualquiera, después de haber franqueado la valla, pues en nuestro país hay todavía muchas vallas que hacen las veces de muros. Una vez a la semana en verano, y todos los días en invierno iba a la casa de los amos de su difunto padre, pero sólo por la noche, que pasaba en el vestíbulo o en el establo. La gente s asombraba de que pudiera soportar semejante vida, pero se había acostumbrado. Pese a su escasa talla, poseía una constitución excepcionalmente robusta. Algunos decían que obraba así por orgullo, pero esta afirmación era insostenible. No sabía hablar; a lo sumo podía mover la lengua y emitir algún sonido. ¿Cómo podía tener orgullo una persona así?
Una noche de septiembre clara y cálida, en que la luna brillaba en el cielo, a una hora avanzada, un grupo de cinco o seis alegres trasnochadores embriagados regresaban del club a sus casas por el camino más corto. La callejuela que seguían estaba bordeada a ambos lados por una valla tras la cual se extendían las huertas de la: casas ribereñas. Desembocaba en un pontón tendido sobre una de esas balsas alargadas e infectas a las que en nuestro país se da el nombre de ríos. Allí durmiendo entre las ortigas, estaba Isabel Los trasnochadores la vieron, se detuvieron cerca de ella y empezaron a reír y bromear con el mayor cinismo. Un muchacho que figuraba en el grupo hizo esta singular pregunta:
—¿Se puede considerar como mujer a semejante monstruo?
Todos contestaron negativamente con un gesto de sincera aprensión. Pero Fiodor Pavlovitch, que formaba parte de la pandilla, manifestó que se podía ver en ella una mujer perfectamente, y que incluso tenía el excitante atractivo de la novedad y otras cosas parecidas. En aquella época, Fiodor Pavlovitch se complacía en desempeñar su papel de bufón y le gustaba divertir a los ricos como un verdadero payaso, aunque aparentemente era igual a ellos. Con un crespón en el sombrero, pues acababa de enterarse de la muerte de su primera esposa, llevaba una vida tan disipada, que incluso los libertinos más curtidos se sentían cohibidos ante él. La paradójica opinión de Fiodor Pavlovitch provocó la hilaridad del grupo. Uno de sus compañeros empezó a incitarle; otros mostraron una mayor aprensión todavía, aunque siempre con grandes risas. Al fin, todos siguieron su camino.
Más adelante, Fiodor Pavlovitch juró que se había marchado con los demás. Tal vez decía la verdad, pues nadie supo jamás quién estuvo allí. Cinco o seis meses después, el embarazo de Isabel provocó la indignación general y se buscó al que hubiera podido ultrajar a la pobre criatura. Pronto circularon rumores que acusaban a Fiodor Pavlovitch. ¿De dónde salió este rumor? Del alegre grupo sólo quedaba entonces en la ciudad un hombre de edad madura, respetable consejero de Estado, que tenía hijas mayores y que nunca habría contado nada aunque aquella noche hubiera ocurrido algo importante. Los demás se habían dispersado. Sin embargo, los rumores insistían en acusar a Fiodor Pavlovitch. Él no se mostró ofendido y no se dignó responder a los tenderos y a los burgueses. Entonces era un hombre orgulloso que sólo dirigía la palabra a los funcionarios y a los nobles que eran sus compañeros asiduos y a los que tanto divertía.
Grigori se puso de parte de su amo y procedió con toda energía: no sólo le defendió contra cualquier insinuación, sino que disputó acaloradamente y consiguió hacer cambiar de opinión a muchos.
—La falta ha sido de ella —decía—, y su seductor fue Karp.
Así se llamaba un delincuente peligrosísimo que se había fugado de la cárcel del distrito y que se había refugiado en nuestra ciudad.
La suposición pareció lógica a todos. Se recordaba que Karp había rondado por la población aquellas noches y desvalijado a tres personas.
Esta aventura y estos rumores, lejos de desviar de la pobre idiota las simpatías de la población, le atrajeron una más viva solicitud. Una tendera rica, la viuda de Kondratiev, decidió tenerla en su casa a fines de abril, para que diera a luz. La vigilaban estrechamente. A pesar de ello, una tarde, la del día del parto, Isabel se escapó de casa de su protectora y fue a parar al jardín de Fiodor Pavlovitch. ¿Cómo había podido, en el estado en que se hallaba, saltar la alta empalizada? Esto fue siempre un enigma. Unos aseguraban que alguien la había llevado allí; otros veían en ello la intervención de un poder sobrenatural.
Al parecer, esto ocurrió de un modo natural, aunque el ingenio ayudó a la infeliz. Isabel, acostumbrada a salvar los vallados para entrar en las huertas donde pasaba las noches, consiguió trepar a lo alto de la empalizada y desde allí saltar al jardín, aunque hiriéndose.
Al ver a Isabel en el invernadero, Grigori corrió en busca de su mujer para que le prestara los primeros cuidados, y después fue a llamar a una comadrona que vivía cerca. El niño se salvó, pero la madre murió al amanecer. Grigori cogió en brazos al recién nacido, lo llevó al pabellón y lo depositó en el regazo de su mujer.
—He aquí —le dijo– un hijo de Dios, un huérfano que nos tendrá a nosotros por padres. Es nuestro difunto hijo quien nos lo envía. Ha nacido de Satanás y de una mujer justa. Aliméntalo y no llores más.
Marta crió al niño. Fue bautizado con el nombre de Pavel, al que todo el mundo, empezando por sus padres adoptivos, añadió Fiodorovitch como patronímico. Fiodor Pavlovitch no puso obstáculos, e incluso le pareció agradable todo esto, aunque desmintió enérgicamente su paternidad. Se aprobó que hubiera acogido al huérfano, al cual dio más adelante, como nombre de familia, el de Smerdiakov, derivado del sobrenombre de su madre. Al principio de nuestro relato, Smerdiakov servía a Fiodor Pavlovitch como criado de segunda y habitaba en el pabellón, al lado del viejo Grigori y de la vieja Marta. Tenía el empleo de cocinero. Merecería que le dedicara un capítulo entero, pero no me atrevo a contener demasiado tiempo la atención del lector sobre los sirvientes y continúo mi narración, con la esperanza de que en el curso de ella el tema Smerdiakov vuelva a presentarse de un modo natural.
CAPITULO III
Confesión de un corazón ardiente. En verso
Al oír la orden que le había dado a gritos su padre desde la calesa en el momento de partir del monasterio, Aliocha estuvo unos instantes inmóvil y profundamente perplejo. Al fin, sobreponiéndose a su turbación, se dirigió a la cocina del padre abad para procurar enterarse de la conducta de Fiodor Pavlovitch. Después se puso en camino, con la esperanza de resolver durante el trayecto un problema que le atormentaba. Digámoslo enseguida: los gritos de su padre ordenándole que dejara el monasterio llevándose el colchón y las almohadas no le inspiraban inquietud alguna. Comprendía perfectamente que esta orden, proferida a gritos y haciendo grandes ademanes, era hija de un arrebato y que su padre se la había dado para la galería, por decirlo así. Era el mismo caso de uno de nuestros conciudadanos que, no hacía mucho, al celebrar su cumpleaños y excederse en la bebida, se enfureció porque no querían darle más vodka y, en presencia de sus invitados, empezó a destrozar la vajilla, a rasgar sus ropas y las de su mujer, a romper muebles y cristales. Obró para la galería, y al día siguiente, una vez curado de su embriaguez, se arrepintió amargamente a la vista de las tazas y los platos rotos. Aliocha estaba seguro de que su padre le dejaría regresar al monasterio tal vez aquel mismo día. Es más, tenía el convencimiento de que el buen hombre no le ofendería jamás; de que ni él ni nadie en el mundo no sólo no querrían ofenderle, sino que no podrían. Esto era para él un axioma definitivamente admitido y sobre el cual no cabía la menor duda.
Pero en aquellos momentos le mortificaba otro temor de un orden completamente distinto, un temor agravado por el hecho de que se sentía incapaz de definirlo: el temor a una mujer, a aquella Catalina Ivanovna, que en la carta que le había enviado aquella mañana por medio de la señora de Khokhlakov tanto insistía en que fuera a verla. Esta petición y la necesidad de acatarla le producían una impresión dolorosa, que se había intensificado sin cesar en las primeras horas de la tarde, a pesar de las escenas desarrolladas en el monasterio. Su temor no procedía de que ignoraba lo que aquella mujer quería de él. No era la mujer lo que temía en ella. Desde luego, conocía poco a las mujeres, pero había vivido entre ellas desde su más tierna infancia hasta su llegada al monasterio. Sin embargo, desde su primera entrevista había experimentado una especie de terror al encontrarse frente a aquella mujer. La había visto dos o tres veces a lo sumo y sólo había cambiado con ella unas cuantas palabras. La recordaba como una bella muchacha imperiosa y llena de orgullo. No era su belleza lo que le atormentaba, sino otra cosa que no podía definir, y esta impotencia para explicarse su terror lo acrecentaba. El fin que ella perseguía era sin duda de los más nobles: se proponía salvar a Dmitri, que había cometido una falta con ella, y procedía así por pura generosidad. Pero, a pesar de la admiración que despertaba en él esta nobleza de sentimientos, notaba como una corriente de hielo en la espalda mientras se iba acercando a casa de la joven.
Se dijo que no encontraría con ella a Iván, su íntimo amigo, entonces retenido por su padre. Tampoco Dmitri podía estar en casa de Catalina Ivanovna, por razones que presentía. Por lo tanto, conversarían a solas. Aliocha habría deseado ver antes a Dmitri, para cambiar con él algunas palabras sin mostrarle la carta. Pero Dmitri vivía lejos y, sin duda, no estaba en su casa en aquel momento. Tras unos instantes de reflexión y una señal de la cruz prematura, sonrió misteriosamente y se dirigió con resolución a casa de la temida joven.
Conocía esta casa. Pero, pasando por la Gran Vía para después atravesar la plaza, etcétera, habría tardado demasiado en llegar. Sin ser una gran población, nuestra ciudad estaba muy dispersa y las distancias eran considerables. Además, su padre se acordaría seguramente de la orden que le había dado y, si tardaba en aparecer, sería capaz de hacer de las suyas. Por lo tanto, había que apresurarse. En vista de ello, Aliocha decidió abreviar, yendo por atajos. Conocía perfectamente todos aquellos pasos. Atajar significaba pasar junto a cercados desiertos, franquear algunas vallas, atravesar patios donde se encontraría con conocidos que le saludarían. Así podría ahorrar la mitad del tiempo. Llegó un momento en que tuvo que pasar cerca de la casa paterna, junto al jardín contiguo al de su padre, jardín que pertenecía a una casita de cuatro ventanas, bastante deteriorada e inclinada hacia un lado. Esta casucha pertenecía a una vieja desvalida, que la habitaba con su hija. Hasta no hacía mucho, la joven había estado sirviendo como camarera en la capital, en casa de una encopetada familia. Había vuelto al hogar hacía un año, a causa de la enfermedad de su madre, luciendo elegantes vestidos. Estas dos mujeres habían quedado en la mayor miseria e iban diariamente, como vecinas, en busca de pan y sopa a la cocina de Fiodor Pavlovitch. Marta Ignatievna las recibía amablemente. Lo chocante era que la joven, a pesar de tener que ir a pedir un plato de sopa, no había vendido ninguno de sus vestidos. Uno de ellos, incluso tenía una larga cola. Aliocha estaba enterado de esto por su amigo Rakitine, al que no se le escapaba nada de lo que ocurría en nuestra pequeña ciudad. Pero Aliocha lo había olvidado enseguida. Ahora, al llegar ante aquel jardín, se acordó del vestido de cola y levantó al punto la cabeza, pues iba pensativo y con la vista en el suelo. Entonces vio lo que menos esperaba ver. Detrás de la valla, de pie sobre un montículo y mostrando su busto, estaba su hermano Dmitri, que trataba de atraer su atención con grandes ademanes. Dmitri procuraba no sólo no gritar, sino ni siquiera decir palabra, por temor de que le oyeran. Aliocha corrió hacia la valla.
—Por suerte, has levantado la cabeza. De lo contrario, me habría visto obligado a gritar —murmuró alegremente Dmitri—. Salta enseguida esta valla. ¡Qué oportuno llegas! Estaba pensando en ti.
Aliocha se alegró tanto como su hermano. Pero no sabía cómo franquear la valla. Dmitri le cogió por el codo con su atlética mano y le ayudó a saltar, cosa que Aliocha hizo recogiéndose el hábito y con la agilidad de un chiquillo.
—Ahora, vamos —murmuró Dmitri, alborozado.
—¿Adónde? —preguntó Aliocha mirando en todas direcciones y viendo que estaban en un jardín donde no había más personas que ellos.
El jardín no era muy espacioso, pero la casa estaba a unos cincuenta pasos. Aliocha hizo una nueva pregunta:
—¿Por qué hablas en voz baja si aquí no hay nadie?
—¡Que el diablo me lleve si lo sé! —exclamó Dmitri, hablando de pronto en voz alta—. ¡Qué cosas tan absurdas hacemos a veces! Estoy aquí para intentar desentrañar un secreto, del que ya te hablaré, y, bajo la influencia del misterio, he empezado a hablar misteriosamente, susurrando como un tonto, sin motivo alguno. Bueno, ven y calla. Pero antes quiero abrazarte.
»Gloria al Eterno sobre la tierra.
Gloria al Eterno en mí.
»He aquí lo que me repetía hace un momento, sentado en este sitio.
El jardín sólo tenía árboles en su contorno, bordeando la cerca. Se veían manzanos, arces, tilos y abedules, zarzales, groselleros y frambuesos. El centro formaba una especie de pequeño prado, donde se recolectaba heno en verano. La propietaria alquilaba este jardín por unos cuantos rublos a partir de la primavera. El huerto, cultivado desde hacía poco, estaba cerca de la casa. Dmitri condujo a su hermano al rincón más apartado del jardín. Allí, entre tilos que crecían muy cerca unos de otros, viejos macizos de groselleros, de sauces, de bolas de nieve y de lilas, había un ruinoso pabellón verde, de muros ennegrecidos y abombados, con tragaluces, y que conservaba el tejado, por lo que ofrecía un abrigo contra la lluvia. Se contaba que este pabellón había sido construido cincuenta años atrás por Alejandro Karlovitch von Schmidt, teniente coronel retirado y antiguo propietario de aquellas tierras. Todo se deshacía en polvo; el suelo estaba podrido y la madera olía a humedad. Había una mesa de madera pintada de verde y hundida en el suelo. Estaba rodeada de bancos que todavía podían utilizarse. Aliocha había observado el ardor con que su hermano hablaba. Al entrar en el pabellón vio sobre la mesa una botella de medio litro y un vaso pequeño.
—¡Es coñac! —exclamó Mitia echándose a reír—. Tú pensarás que sigo bebiendo, pero no te fíes de las apariencias.
»No creas a la muchedumbre vana y embustera, renuncia a tus sospechas...
»Yo no me emborracho, yo “paladeo”, como dice tu amigo, ese cerdo de Rakitine. Y todavía lo dirá cuando sea consejero de Estado. Siéntate, Aliocha. Quisiera estrecharte entre mis brazos, estrujarte, pues, créeme, te lo digo de veras, ¡de veras!, para mí, sólo hay una persona querida en el mundo, y esa persona eres tú.
Estas últimas palabras las pronunció con una especie de frenesí.
—También —continuó– estoy, por desgracia, enamoriscado de una bribona. Pero enamoriscarse no es amar. Uno puede enamoriscarse y odiar: acuérdate de esto. Hasta ahora he hablado alegremente. Siéntate a la mesa, cerca de mí, para que yo pueda verte. Tú me escucharás en silencio y yo te lo contaré todo, pues el momento de hablar ha llegado. Pero óyeme: he pensado que aquí hay que hablar en voz baja, porque tal vez anda cerca alguien con el oído aguzado. Lo sabrás todo: ya te lo he dicho. Oye, Aliocha, ¿por qué desde que me instalé aquí, hace cinco días, tenía tantas ganas de verte? Porque te necesito... Sólo a ti te lo contaré todo. Mañana terminará una vida para mí y empezará otra. ¿Has tenido alguna vez en sueños la impresión de que caías por un precipicio? Pues mira, yo he caído de veras... No te asustes... Yo no tengo miedo..., es decir, sí que tengo miedo, pero es un miedo dulce que tiene algo de embriaguez... Además, ¡a mí, qué! Carácter fuerte, carácter débil, carácter de mujer, ¿qué importa? Loemos a la naturaleza. Mira qué sol tan hermoso, qué cielo tan puro. Por todas partes frondas verdes. Todavía estamos en verano, no cabe duda. Son las cuatro de la tarde. Reina la calma. ¿Adónde ibas?
—A casa de nuestro padre. Y, de paso, quería ver a Catalina Ivanovna.
—¡A ver al viejo y a ver a Catalina Ivanovna! ¡Qué coincidencia! ¿Sabes para qué te he llamado? ¿Sabes por qué deseaba verte con toda la vehemencia de mi corazón y todas las fibras de mi ser? Precisamente para mandarte a casa del viejo y a casa de Catalina Ivanovna, a fin de terminar con uno y con otra. ¡Poder enviar a un ángel! Podría haber mandado a cualquiera, pero necesitaba un ángel. Y he aquí que tú ibas a ir por tu propia voluntad.
—¿De veras querías enviarme? —preguntó Aliocha con un gesto de dolor.
—Ya veo que lo sabías, que lo has comprendido todo. Pero calla: no me compadezcas, no llores.
Dmitri se levantó con semblante pensativo.
—Seguro que ella te ha llamado, que te ha escrito. De lo contrario, tú no habrías pensado en ir.
—Aquí tienes su carta —dijo Aliocha sacándola del bolsillo, y Dmitri la leyó rápidamente.
—Y tú has seguido el camino más corto. ¡Oh dioses! Gracias por haberlo dirigido hacia aquí, por habérmelo traído, como el pescadito de oro del cuento que va hacia el viejo pescador... Escucha, Aliocha; óyeme, hermano mío. He decidido decírtelo todo. Necesito desahogarme. Después de haberme confesado con un ángel del cielo, voy a confesarme con un ángel de la tierra. Pues tú eres un ángel. Tú me escucharás y me perdonarás. Necesito que me absuelva un ser más noble que yo. Escucha. Supongamos que dos hombres se liberan de la servidumbre terrestre y se elevan a regiones superiores, o, por lo menos, que se eleva uno de ellos. Supongamos que éste, antes de emprender el vuelo, de desaparecer, se acerca al otro y le dice: «Haz por mí esto o aquello...», cosas que no es corriente pedir, que sólo se piden en el lecho de muerte. Si el que se queda es un amigo o un hermano, ¿rechazará la petición?
—Haré lo que me pides, pero dime enseguida de qué se trata.
—En seguida, enseguida... No, Aliocha, no te apresures: apresurarse es atormentarse. En este caso, las prisas no sirven para nada. El mundo entra en una era nueva. Es lástima, Aliocha, que no te entusiasmes nunca. ¿Pero qué digo? Es a mí a quien le falta entusiasmo. Soy un tonto.
»Hombre, sé noble.
»¿De quién es ese verso?
Aliocha decidió esperar. Había comprendido que este asunto absorbería toda su creatividad. Dmitri permaneció un momento pensativo, acodado en la mesa y la frente en la mano. Los dos callaban.
—Aliocha, sólo tú puedes escucharme sin reírte. Quisiera empezar mi confesión con un himno a la vida, como el « An die Freude» de Schiller. Yo no sé alemán, pero sé cómo es la poesía « An die Freude»... No creas que estoy parloteando bajo los efectos de la embriaguez. Necesito beberme dos botellas de coñac para emborracharme
»...como el bermejo Sileno
sobre su asno vacilante,
»y yo no me he bebido sino un cuarto de botella. Además, no soy Sileno. No, no soy Sileno, sino Hércules, ya que he tomado una resolución heroica. Perdóname esta comparación de mal gusto. Hoy tendrás que perdonarme muchas cosas. No te inquietes, que no parloteo: hablo seriamente y voy al grano. No seré tacaño como un judío. ¿Pero cómo es la poesía? Espera.
Levantó la cabeza, reflexionó y empezó a declamar apasionadamente:
– Tímido, salvaje y desnudo se ocultaba
el troglodita en las cavernas;
el nómada erraba por los campos
y los devastaba;
el cazador temible, con su lanza y sus flechas,
recorría los bosques.
¡Desgraciado del náufrago arrojado por las olas
a aquellas inhóspitas riberas!
Desde las alturas del Olimpo
desciende una madre, Ceres, en busca
de Proserpina, a su amor arrebatada.
El mundo se le muestra con todo su horror.
Ningún asilo, ninguna ofrenda
se ofrecen a la deidad.
Aquí se ignora el culto a los dioses
y no hay ningún templo.
Los frutos de los campos, los dulces racimos,
no embellecen ningún festín;
los restos de las víctimas humean solos
en los altares ensangrentados.
Y por todas partes donde Ceres
pasea su desconsolada vista
sólo percibe
al hombre sumido en honda humillación.