Текст книги "Los hermanos Karamazov"
Автор книги: Федор Достоевский
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Классическая проза
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Iván se detuvo. Se había ido exaltando en el curso de su narración. Cuando hubo terminado, en sus labios apareció una sonrisa.
Aliocha había escuchado en silencio, con viva emoción. Varias veces había estado a punto de interrumpir a su hermano.
—¡Todo eso es absurdo! —exclamó enrojeciendo—. Tu poema es un elogio de Jesús y no una censura como tú pretendes. ¿Quién creerá lo que dices de la libertad? ¿Es así como hay que considerarla? ¿Es ése el concepto que tiene de ella la Iglesia ortodoxa? No, lo tiene Roma, y no toda ella, sino los peores elementos del catolicismo, los inquisidores, los jesuitas... No hay personaje más fantástico que tu inquisidor. ¿Qué significa eso de cargar con los pecados de los otros? ¿Dónde están esos detentores del misterio que se atraen la maldición del cielo por el bien de la Humanidad? ¿Cuándo se ha visto todo eso? Conocemos a los jesuitas, se habla muy mal de ellos, pero no se parecen en nada a los tuyos. Tú te has imaginado un ejército romano como instrumento de futura dominación universal, un ejército dirigido por un emperador: el Sumo Pontífice. Éste, y sólo éste, es el ideal que tú imaginas. No hay en él ningún misterio, ninguna tristeza sublime, sino la sed de reinar, la vulgar codicia de los bienes terrenales; en suma, una especie de servidumbre futura en la que ellos serán los terratenientes. Quizás esos hombres no crean en Dios. Tu inquisidor es un personaje ficticio.
—¡Cálmate, cálmate! —exclamó Iván, echándose a reír—. ¡Cómo te acaloras! ¿Has dicho un personaje ficticio? De acuerdo. Sin embargo, ¿de veras crees que todo el movimiento católico de los últimos siglos no se ha inspirado exclusivamente en la sed de poder, sin perseguir otro objetivo que los bienes terrenales? Esto es lo que te enseña el padre Paisius, ¿no?
—No, no; al contrario. El padre Paisius dijo una vez algo semejante, pero no exactamente lo mismo.
—¡Bravo! He aquí una revelación interesante a pesar de ese «no exactamente lo mismo». ¿Pero por qué los jesuitas y los inquisidores se han de aliar únicamente con vistas a la felicidad terrena? ¿Acaso no es posible encontrar entre ellos un mártir dominado por un noble sentimiento y que ame la humanidad? Supón que entre esos seres sedientos de bienes materiales hay solamente uno semejante a mi viejo inquisidor, que se ha alimentado sólo de raíces en el desierto, para ahogar el impulso de sus sentidos y alcanzar la libertad y, con ella, la perfección. Sin embargo, ese hombre ama a la humanidad. De pronto, ve las cosas claramente y se da cuenta de que conseguir una libertad perfecta representa una pobre felicidad cuando millones de criaturas siguen siendo desgraciadas al ser demasiado débiles para aprovecharse de su libertad, que estos pobres rebeldes no podrán acabar nunca su torre y que el gran idealista no ha concebido su armonía para semejantes estúpidos. Después de haber comprendido esto, mi inquisidor se vuelve atrás y se reúne con las personas de carácter. ¿Acaso es esto imposible?
—¿Qué personas con carácter son ésas? —exclamó Aliocha con cierto enojo—. Las personas a que tú te refieres no tienen carácter, no constituyen ningún misterio, no poseen ningún secreto... El ateísmo: ése es su secreto. Tu inquisidor no cree en Dios.
—Perfectamente. Es eso, no hay más secreto que ése; ¿pero no significa esto un tormento, cuando menos para un hombre como él, que ha sacrificado su vida a su ideal en el desierto y no ha cesado de amar a la humanidad? Al final de su vida ve claramente que sólo los consejos del terrible y poderoso Espíritu pueden hacer soportable la existencia de los rebeldes impotentes, de «esos seres abortados y creados para irrisión de sus semejantes». Mi inquisidor comprende que hay que escuchar al Espíritu de las profundidades, a ese espíritu que lleva consigo la muerte y la ruina, y para ello admitir la mentira y el fraude y llevar a los hombres deliberadamente a la ruina y a la muerte, engañándolos por el camino para que no se enteren de adónde los lleva, para que esos pobres ciegos tengan la ilusión de que van hacia la felicidad. Observa este detalle: el fraude se realiza en nombre de quien el viejo ha creído fervorosamente durante toda su vida. ¿No es esto una desgracia? Si se encuentra un hombre así, uno solo, al frente de ese ejército «ávido de poder y que sólo persigue los bienes terrenales», ¿no es esto suficiente para provocar una tragedia? Es más, basta un jefe así para encarnar la verdadera idea directriz del catolicismo romano, con sus ejércitos y sus jesuitas. Francamente, Aliocha, estoy convencido de que ese tipo único no ha faltado jamás entre los que encabezaban el movimiento de que estamos hablando. Y a lo mejor, algunos de esos hombres figuran en la lista de los Romanos Pontífices. Tal vez existan todavía varios ejemplares de ese maldito viejo que ama tan profundamente, aunque a su modo, a la humanidad, y no por azar, sino bajo la forma de un convenio, de una liga secreta organizada hace mucho tiempo y cuyo objetivo es mantener el misterio, a fin de que no conozcan la verdad los desgraciados y los débiles, y así sean felices. Así tiene que ser; esto es fatal. Incluso me imagino que los francmasones tienen un misterio análogo en la base de su doctrina, y que por eso los católicos odian a los francmasones: ven en ellos a los competidores de su idea de que debe haber un solo rebaño bajo un solo pastor... Pero dejemos eso. Defendiendo mis ideas, adopto la actitud del autor que no soporta la crítica.
—Tal vez tú mismo eres un francmasón —dijo Aliocha—. Tú no crees en Dios —añadió con profunda tristeza.
Además, le parecía que su hermano le miraba con expresión burlona.
—¿Cómo termina tu poema? —preguntó con la cabeza baja—. ¿O acaso ya no ocurre nada más?
—Sí que ocurre. He aquí el final que me proponía darle. El inquisidor se calla y espera un instante la respuesta del Preso. Éste guarda silencio, un silencio que pesa en el inquisidor. El Cautivo le ha escuchado con el evidente propósito de no responderle, sin apartar de él sus ojos penetrantes y tranquilos. El viejo habría preferido que Él dijera algo, aunque sólo fueran algunas palabras amargas y terribles. De pronto, el Preso se acerca en silencio al nonagenario y le da un beso en los labios exangües. Ésta es su respuesta. El viejo se estremece, mueve los labios sin pronunciar palabra. Luego se dirige a la puerta, la abre y dice: «¡Vete y no vuelvas nunca, nunca!» Y lo deja salir a la ciudad en tinieblas. El Preso se marcha.
—¿Y qué hace el viejo?
—El beso le abrasa el corazón, pero persiste en su idea.
—¡Y tú estás con él! —exclamó amargamente Aliocha.
—¡Qué absurdo, Aliocha! Esto no es más que un poema sin sentido, la obra de un estudiante ingenuo que no ha escrito versos jamás. ¿Crees que pretendo unirme a los jesuitas, a los que han corregido su obra? Nada de eso me importa. Ya te lo he dicho: espero cumplir los treinta años; entonces haré trizas mi copa.
—¿Y los tiernos brotes, las tumbas queridas, el cielo azul, la mujer amada? ¿Cómo vivirás sin tu amor por ellos? —exclamó Aliocha con profundo pesar—. ¿Se puede vivir con un infierno en el corazón y en la mente? Volverás a ellos o te suicidarás, ya en el límite de tus fuerzas.
—Hay en mí una fuerza que hace frente a todo —dijo Iván con una fría sonrisa.
—¿Qué fuerza?
—La de los Karamazov, la fuerza que nuestra familia extrae de su bajeza.
—Y que consiste en hundirse en la corrupción, en pervertir el alma propia, ¿no es así?
—Tal vez me libre de todo eso hasta los treinta años, y después...
—¿Cómo puedes librarte? Con tus ideas, no podrás.
—Podré obrando como un Karamazov.
—O sea, que «todo está permitido». ¿No es eso?
Iván frunció las cejas y en su rostro apareció una palidez extraña.
—Ya veo que ayer cogiste al vuelo esta expresión que tan profundamente hirió a Miusov y que Dmitri repitió tan ingenuamente. Bien; ya que lo he dicho, no me retracto: «todo está permitido». Además, Mitia ha dejado esto bien sentado.
Aliocha le miró en silencio.
—En vísperas de mi marcha, hermano —continuó Iván—, creía que no tenía en el mundo a nadie más que a ti; pero ahora veo, mi querido hermano, que ni siquiera en tu corazón hay un hueco para mí. Como no reniegue del concepto «todo está permitido», tú renegarás de mí, ¿no es así?
Aliocha fue hacia él y le besó en los labios.
—¡Eso es un plagio! —exclamó Iván—. Ese gesto lo has tomado de mi poema. Sin embargo, te lo agradezco. Ha llegado el momento de marcharnos, Aliocha.
Salieron y se detuvieron en la escalinata.
—Oye, Aliocha —dijo Iván firmemente—, si sigo amando los brotes primaverales, lo deberé a tu recuerdo. Me bastará saber que tú estás aquí, en cualquier parte, para sentir nuevamente la alegría de vivir. ¿Estás contento? Puedes considerar esto, si quieres, como una declaración de amor fraternal. Ahora vamos cada cual por nuestro lado. Y basta ya de este asunto, ¿me entiendes? Quiero decir que si yo no me fuera mañana, cosa que es muy probable, y nos encontráramos de nuevo, ni una palabra sobre esta cuestión. Te lo pido en serio. Y te ruego que no vuelvas a hablarme nunca de Dmitri. El tema está agotado, ¿no? En compensación, te prometo que cuando tenga treinta años y sienta el deseo de arrojar mi copa, vendré a hablar contigo, estés donde estés y aunque yo resida en América. Entonces me interesará mucho saber lo que ha sido de ti. Te hago esta promesa solemne: nos decimos adiós tal vez por diez años. Ve a reunirte con tu seráfico padre; se está muriendo, y si se muriera no estando tú a su lado, me acusarías de haberte retenido. Adiós. Dame otro beso. Ahora, vete.
Iván se marchó sin volverse. Así se había marchado también Dmitri el día anterior, bien es verdad que en condiciones distintas. Esta singular observación atravesó como una flecha el contristado espíritu de Aliocha. El novicio permaneció unos instantes siguiendo con la vista la figura de su hermano que se alejaba. De súbito, observó por primera vez que Iván avanzaba contoneándose y que, visto de espaldas, tenía el hombro derecho más bajo que el izquierdo.
Aliocha dio media vuelta y se dirigió al monasterio. Caía la noche. Le asaltó un presentimiento indefinible. Como el día anterior, se levantó el viento y los pinos centenarios empezaron a zumbar lúgubremente cuando Aliocha entró en el bosque de la ermita.
«Mi seráfico padre... ¿De dónde habrá sacado este nombre?... Iván, mi pobre Iván, ¿cuándo te volveré a ver?... He aquí la ermita... Sí, mi seráfico padre me salvará de él para siempre...»
Más adelante se asombró muchas veces de haberse olvidado por completo de su hermano mayor tras la marcha de Iván, de Dmitri, a quien aquella misma mañana se había prometido buscar y encontrar aunque tuviese que pasar la noche fuera del monasterio.
CAPITULO VI
Todavía reina la oscuridad
Después de haber dejado a Aliocha, Iván Fiodorovitch se dirigió a casa de su padre. De pronto —cosa extraña—, empezó a sentir una viva inquietud que iba en aumento a medida que se acercaba a la casa. Esta sensación le llenaba de estupor, pero no por sí misma, sino por la imposibilidad de definirla. Conocía la ansiedad por experiencia y no le sorprendía sentirla en aquellos momentos en que había roto con todo lo que le ligaba a aquella ciudad e iba a emprender un camino nuevo y desconocido, solo como siempre, lleno de una esperanza indeterminada, de una excesiva confianza en la vida, pero incapaz de precisar lo que de la vida esperaba. Sin embargo, no era la sensación de hallarse frente a lo desconocido lo que le atormentaba... «¿No será el disgusto que me inspira la casa de mi padre?», se dijo. Y añadió: «Es verdad, bien podría ser, hasta tal extremo me repugna, aunque hoy vaya a entrar en ella por última vez... Pero no, no es esto. La causa es los adioses de Aliocha después de nuestra conversación. ¡He estado tanto tiempo callado, sin dignarme hablar, y total para acumular una serie de absurdos...!» En verdad, todo podía deberse al despecho propio de su inexperiencia y de su vanidad juveniles, despecho de no haber revelado su pensamiento ante un ser como Aliocha, del que él, en su fuero interno, esperaba mucho. Sin duda, este despecho existía, tenía que existir, pero había también otra cosa. «Siento una ansiedad que llega a producirme náuseas y no puedo precisar lo que quiero. Tal vez lo mejor es no pensar...»
Iván Fiodorovitch intentó no pensar, pero no consiguió nada. Lo que le irritaba sobre todo era que su ansiedad tenía una causa fortuita, exterior: lo sentía. Algún ser o algún objeto le obsesionaban vagamente, del mismo modo que a veces tenemos ante nuestros ojos, durante un trabajo o una conversación animada, algo que nos está mortificando profundamente hasta que se nos ocurre apartar de nuestra mente el objeto enojoso y que no es sino una bagatela: un pañuelo caído en el suelo, un libro que no está bien colocado, etcétera, etcétera.
Iván llegó a la casa paterna de pésimo humor. Cuando estaba a unos quince pasos de la puerta, levantó la vista y comprendió inmediatamente el motivo de su turbación.
Smerdiakov, el sirviente, tomaba el fresco cerca del portal, sentado en un banco. Iván se dio cuenta en el acto de que aquel hombre le desagradaba hasta el punto de no poder soportarlo. Esto fue para él como un rayo de luz. Hacia un momento, cuando Aliocha le explicó su encuentro con Smerdiakov, había experimentado una sombría repulsión no exenta de animosidad. Después, mientras seguía conversando con su hermano, no volvió a pensar en él, pero cuando quedó solo, la sensación olvidada surgió de su inconsciente.
«¿Es posible que ese miserable me inquiete hasta tal punto?», se dijo, desesperado.
Desde hacía poco, especialmente desde hacía unos días, Iván Fiodorovitch sentía una profunda aversión hacia aquel hombre. Él mismo había terminado por advertir esta antipatía creciente, tal vez agravada por el hecho de que al principio Iván Fiodorovitch sentía por Smerdiakov una especie de simpatía. Éste había empezado por parecerle original y había conversado con frecuencia con él, a pesar de considerarlo como un ser un poco limitado, además de inquieto, y sin comprender lo que podía atormentar continuamente a aquel «contemplador». Hablaban a veces de cuestiones filosóficas, preguntándose incluso cómo era posible que hubiera luz el primer día, cuando el sol, la luna y las estrellas no se crearon hasta el cuarto, y tratando de hallar la solución de este problema. Pero pronto se convenció Iván Fiodorovitch de que Smerdiakov sentía un interés muy limitado por los astros y que tenía otras preocupaciones. Adolecía de un exagerado amor propio de hombre ofendido. Esto desagradó profundamente a Iván y engendró su aversión. Después sobrevinieron incidentes enojosos: la aparición de Gruchegnka, las querellas de Dmitri con su padre, verdaderos escándalos. Aunque Smerdiakov hablaba siempre de ello con agitación, no era posible deducir lo que deseaba para él mismo. Algunos de sus deseos, cuando los exponía involuntariamente, sorprendían por su incoherencia. Consistían siempre en preguntas, en simples alusiones que no explicaba nunca: se callaba o empezaba a hablar de otra cosa en el momento de mayor animación. Pero lo que más molestaba a Iván y había acabado por hacerle ver en Smerdiakov un ser antipático, era la chocante familiaridad con que el sirviente le trataba y que iba en continuo aumento. No era descortés, sino todo lo contrario; pero Smerdiakov había llegado, Dios sabía por qué, a creer que existía cierta solidaridad entre él a Iván Fiodorovitch: se expresaba como si hubiese entre ellos una inteligencia conocida e incomprensible para los que les rodeaban. Iván Fiodorovitch tardó mucho tiempo en comprender la causa de su creciente repulsión: hasta últimamente no la había comprendido.
Ahora, su propósito era pasar por el lado de Smerdiakov con gesto huraño y desdeñoso, sin decirle nada; pero Smerdiakov se puso en pie de un modo que hizo comprender a Iván Fiodorovitch que el criado deseaba hablarle confidencialmente. Iván le miró y se detuvo. Y el hecho de proceder así en vez de pasar de largo como era su propósito le produjo gran turbación. Dirigió una mirada llena de repulsión y cólera a aquella figura de eunuco, con el cabello recogido sobre las sienes y un enhiesto mechón central. Guiñaba el ojo izquierdo como diciendo:
«No pasarás. Sabes muy bien que nosotros, personas inteligentes, tenemos que hablar.»
Iván Fiodorovitch se estremeció.
«¡Atrás, miserable! ¿Qué hay de común entre tú y yo, imbécil?», quiso decirle. Pero en vez de esto, y para asombro suyo, dijo otra cosa completamente distinta.
—¿Está durmiendo mi padre todavía? —preguntó en un tono resignado, y, sin darse apenas cuenta, se sentó en el banco. Hubo un momento en que casi sintió miedo: se acordó de ello más tarde. Smerdiakov, con las manos en la espalda, le miraba con un gesto de seguridad en sí mismo, casi severamente.
—Sí, todavía está durmiendo —repuso con parsimonia, mientras pensaba: «Ha sido él el primero en hablar»—. Me asombra usted —añadió tras una pausa, bajando la vista con un gesto de afectación, avanzando el pie derecho y jugueteando con la punta de su lustrado borceguí.
—¿Qué es lo que te asombra? —preguntó secamente Iván Fiodorovitch, esforzándose por contenerse e indignado contra sí mismo al notar que sentía una viva curiosidad y la quería satisfacer a toda costa.
—¿Por qué no va usted a Tchermachnia? —preguntó Smerdiakov con una sonrisa llena de familiaridad. Y su ojo izquierdo parecía decir: «Si eres un hombre inteligente, comprenderás esta sonrisa.»
—¿A santo de qué tengo que ir a Tchermachnia? —preguntó asombrado Iván Fiodorovitch.
Hubo un silencio.
—Fiodor Pavlovitch se lo ha rogado encarecidamente —dijo Smerdiakov al fin, sin apresurarse, como si no diese ninguna importancia a su respuesta, algo así como si dijese: «Te indico un motivo de tercer orden, solamente por decir algo.»
—¡Habla con claridad, demonio! ¿Qué es lo que quieres? —exclamó Iván Fiodorovitch, que cuando se irritaba era grosero.
Smerdiakov volvió a poner el pie derecho al lado del izquierdo y levantó la cabeza, conservando su flemática sonrisa.
—No tiene importancia: he hablado por hablar.
Nuevo silencio. Iván Fiodorovitch comprendía que debía levantarse, enfadarse. Smerdiakov permanecía ante él en actitud de espera. «Bueno, ¿te vas a enfadar o no?», parecía decir. Por lo menos, esta impresión le producía a Iván. Éste se dispuso al fin a levantarse. Smerdiakov aprovechó la situación para decir:
—¡Horrible situación la mía! No sé cómo salir del apuro.
Dijo esto resueltamente. Luego suspiró. Iván no terminó de levantarse.
—Los dos parecen haber perdido la cabeza —añadió Smerdiakov—. Parecen niños. Me refiero a su padre y a su hermano Dmitri Fiodorovitch. Fiodor Pavlovitch se levantará dentro de un momento y empezará a preguntarme: «¿Por qué no ha venido?» Y no parará de hacerme esta pregunta hasta medianoche e incluso hasta más tarde. Si Agrafena Alejandrovna no viene (y yo creo que no tiene el propósito de venir), mañana por la mañana volverá a atosigarme. «¿Por qué no ha venido? ¿Cuándo vendrá?» ¡Cómo si yo tuviera la culpa! Por el otro lado, la misma historia. Al caer la noche, a veces antes, se presenta su hermano, siempre armado. «¡Mucho ojo, granuja, marmitón: si la dejas pasar sin advertirme, te mataré!» Y por la mañana sigue martirizándome, de tal modo, que se diría que, como Fiodor Pavlovitch, me considera culpable de que su dama no haya venido. Su cólera aumenta de día en día, y esto me tiene tan atemorizado, que a veces pienso incluso en quitarme la vida. No espero nada bueno.
—¿Por qué te has mezclado en esto? ¿Por qué espías a Dmitri?
—No he tenido más remedio. Yo no me mezclé en nada por mi gusto, sépalo. Al principio callaba: no me atrevía ni siquiera a responder. Dmitri Fiodorovitch me ha convertido en un criado suyo. Además, no ha cesado de amenazarme. «¡Te mataré, bribón, si la dejas pasar!» Estoy seguro de que mañana me dará un largo ataque.
—¿Un ataque?
—Sí, un largo ataque. Me durará varias horas, tal vez un día o dos. Uno me duró tres días, y los tres estuve sin conocimiento. Caí de lo alto del granero. Fiodor Pavlovitch envió a buscar a Herzenstube, que me prescribió hielo en la cabeza y otra cosa. Estuve a dos dedos de la muerte.
—Dicen que es imposible prever los ataques de epilepsia. ¿Cómo puedes saber que tendrás uno mañana? —preguntó Iván Fiodorovitch con una curiosidad en la que había algo de cólera.
—Tiene usted razón.
—Además, aquella vez caíste desde el granero.
—También puedo caer mañana, pues subo a él todos los días. Y si no es en el granero, puede ser en el sótano, pues también bajo al sótano todos los días.
Iván lo observó largamente.
—Tú estás tramando algo que no acabo de comprender —dijo en voz baja y en tono amenazador—. ¿Te propones acaso simular un ataque de tres días?
—Si lo hiciera..., esto es un juego de niños cuando uno tiene experiencia..., si lo hiciera, tendría perfecto derecho a recurrir a este medio de salvar la vida. Hallándome en ese estado, su hermano no me pediría cuentas en el caso de que Agrafena Alejandrovna viniese, pues no se pueden pedir cuentas a un enfermo. Se avergonzaría de hacer una cosa así.
Iván Fiodorovitch exclamó, con las facciones contraídas por la cólera:
—¿Por qué demonio has de estar temiendo siempre por tu vida? Las amenazas de Dmitri son las de un hombre enfurecido y nada más. Es posible que mate a alguien, pero no a ti.
—Me matará a mí antes que a nadie, como se mata a una mosca... Pero aún me gustaría menos que me creyeran su cómplice si atacara como un loco a su padre.
—¿Por qué te han de acusar de complicidad?
—Porque yo le he revelado en secreto las contraseñas.
—¿Qué contraseñas? ¿Quieres hablar claro, demonio?
—Sepa usted —silabeó Smerdiakov con acento doctoral– que Fiodor Pavlovitch y yo tenemos un secreto. Usted sabe sin duda que, desde hace unos días, se encierra apenas llega la noche. Usted acostumbra regresar pronto y sube enseguida a su habitación. Ayer ni siquiera salió. Así, usted tal vez ignore el cuidado con que se atrinchera. Si viniera Grigori Vasilievitch, él no le abriría hasta que reconociera su voz. Pero Grigori Vasilievitch no viene ya, porque ahora estoy yo solo a su servicio en su departamento. Así lo ha decidido desde que tiene ese enredo con Agrafena Alejandrovna. Cumpliendo sus instrucciones, paso la noche en el pabellón. Hasta medianoche he de estar de guardia, vigilando el patio, por si ella viene. Después de varios días de espera, esta inquietud lo tiene loco. He aquí cómo razona: «Dicen que ella le tiene miedo (a Dmitri Fiodorovitch, se entiende); por lo tanto, vendrá de noche y entrará en el patio. Acecha hasta pasada medianoche. Apenas la veas, corre a golpear la puerta o la ventana que da al jardín, dos veces despacito, así, y después tres veces más deprisa: pam, pam, pam. Entonces yo comprenderé que es ella y te abriré la puerta sin ruido.» Me ha dado otra contraseña para los casos extraordinarios: primero dos golpes rápidos, pam, pam; después, tras una pausa, un golpe fuerte. Así comprenderá que hay novedades y me abrirá. Y yo le explicaré lo que haya. Esta llamada la reservamos para el caso de que venga alguien de parte de Agrafena Alejandrovna o de que se acerque Dmitri Fiodorovitch. Fiodor Pavlovitch tiene mucho miedo a su hermano, y me ha ordenado que le informe de su proximidad aun en el caso de que esté encerrado con Agrafena Alejandrovna. Cuando esto ocurra habré de dar tres golpes. O sea que la primera contraseña, consistente en cinco golpes, quiere decir: «Ha llegado Agrafena Alejandrovna.» La segunda, tres golpes: «Noticia urgente.» Me ha hecho la demostración varias veces. Y como nadie en el mundo, excepto él y yo, conoce estas contraseñas, cuando las oiga abrirá sin vacilar ni preguntar: sin preguntar, porque no quiere hacer el menor ruido... Pues bien, Dmitri Fiodorovitch está al corriente de estas señales convenidas.
—¿Cómo? ¿Es que tú se las has dicho? ¿Cómo te has atrevido?
—Tengo miedo. No he podido guardar el secreto. Dmitri Fiodorovitch me decía todos los días: «Me engañas, me ocultas algo. Te voy a partir la cabeza.» Yo he procurado convencerlo de mi lealtad, de que no lo engaño, sino todo lo contrario...
—Bien; si tú crees que quiere entrar utilizando la contraseña, impídeselo.
—¿Cómo se lo podré impedir si me da el ataque? Eso suponiendo que me atreva. ¡Es tan violento!
—¡Vete al diablo! ¿Cómo puedes saber con tanta seguridad que mañana te va a dar un ataque? Te estás burlando de mí.
—Nunca me atrevería. Además, el momento no se presta a las burlas. Presiento que sufriré un ataque y que el miedo lo provocará.
—Si tú estás en cama, se encargará de vigilar Grigori. Ponle al corriente de todo y él le impedirá entrar.
—Sin el permiso de mi señor, no me atrevo a revelarle las contraseñas a Grigori Vasilievitch. Además, Grigori Vasilievitch está enfermo desde ayer y Marta Ignatievna se dispone a cuidarlo. Es algo curioso. Esa mujer tiene el secreto, y lo guarda, de una infusión muy fuerte que hace con cierta hierba. Tres veces al año administra este remedio a Grigori Vasilievitch cuando sufre sus ataques de lumbago y queda casi paralizado. Empapa un trapo en esta infusión y está frotándole la espalda durante media hora, hasta que la piel se enrojece e incluso se hincha. Lo que sobra se lo hace beber mientras murmura una plegaria. Marta Ignatievna bebe también un poco, y como ninguno de los dos está acostumbrado a beber, caen inmediatamente en un profundo y largo sueño. Cuando se despiertan, Grigori Vasilievitch suele estar curado. En cambio, su esposa tiene jaqueca. De modo que si mañana Marta Ignatievna hace use del remedio y llega Dmitri Fiodorovitch, no lo oirán, porque estarán dormidos, y lo dejarán entrar.
Iván Fiodorovitch frunció las cejas.
—Comprendo tus intenciones —exclamó—. Todo se arreglará a medida de tus deseos: tú habrás sufrido un ataque y ellos estarán dormidos. Todo eso es un plan que te has forjado.
—¿Cómo podría combinar todas esas cosas? Además, ¿con qué objeto, siendo así que todo depende exclusivamente de Dmitri Fiodorovitch...? Si él quiere hacer algo, lo hará. Si no quiere, seré yo el que vaya a buscarlo para que venga a casa de su padre.
—¿Pero por qué ha de venir, y además a escondidas, si, como tú mismo dices, Agrafena Alejandrovna no viene? —prosiguió Iván Fiodorovitch pálido de cólera—. Yo siempre he creído que esto era una fantasía del viejo, que esa joven no vendría nunca aquí. ¿Por qué, pues, ha de venir Dmitri a forzar la puerta? Habla; quiero conocer tu pensamiento.
—Usted sabe perfectamente por qué vendrá. ¿Qué le importa lo que yo piense? Vendrá por animosidad o por desconfianza. Vendría, sin duda, si yo estuviera enfermo. Dejándose llevar de sus Judas, querrá explorar las habitaciones de Fiodor Pavlovitch como hizo ayer, para ver si ella ha entrado sin que él lo haya advertido. Dmitri Fiodorovitch sabe también que su padre ha puesto tres mil rublos en un gran sobre que ha sellado con tres sellos y atado con una cinta. Y en el sobre ha escrito de su puño y letra: «Para Gruchegnka, mi ángel, si viene.» Tres días después añadió: «Para mi paloma.»
—¡Qué absurdo! —exclamó Iván Fiodorovitch fuera de sí—. Dmitri no vendrá a matar a su padre para robarle. Ayer lo pudo matar, porque estaba loco a causa de Gruchegnka, pero no lo hará para robarle.
—Está muy necesitado de dinero, Iván Fiodorovitch —dijo Smerdiakov con perfecta calma y gran claridad—. Usted no sabe hasta qué punto lo necesita. Además, considera que esos tres mil rublos le pertenecen. «Mi padre me debe exactamente tres mil rublos», me ha dicho. Además, Iván Fiodorovitch, piense en esto: su hermano está casi seguro de que Agrafena Alejandrovna, si así lo desea, obligará a su padre a casarse con ella. Por eso yo creo que no vendrá, pero que es muy posible que quiera convertirse en una dama. Sé que su amante, el especulador Sarnsonov, le ha dicho francamente que este matrimonio no sería un mal negocio. Gruchegnka no es tonta y no puede ver ninguna razón para casarse con un hombre arruinado como Dmitri Fiodorovitch. Si Agrafena Alejandrovna se casa con su padre, Iván Fiodorovitch, lo hará para ponerlo todo a su nombre, y en este caso, ni usted ni sus hermanos heredarán un solo rublo. En cambio, si su padre muriese ahora, recibirían ustedes cuarenta mil rublos cada uno, sin excluir a Dmitri Fiodorovitch, a quien él tanto detesta, pues todavía no ha hecho testamento... Dmitri Fiodorovitch está al corriente de todo esto.
Las facciones de Iván se crisparon; su rostro enrojeció.
—¿Por qué —preguntó agriamente– me has aconsejado que me fuera a Tchermachnia? ¿En qué estabas pensando? Después de mi marcha, podría suceder algo aquí...
Se detuvo jadeante.
—Precisamente por eso —dijo pausadamente Smerdiakov, sin apartar la vista de Iván Fiodorovitch.
—¿Cómo precisamente por eso? —exclamó Iván Fiodorovitch, tratando de contenerse y con una expresión amenazadora en la mirada.
—He dicho eso porque deseo su bien —repuso Smerdiakov con desenfado—. Si yo estuviera en su lugar, procuraría apartarme de este mal asunto.
Los dos guardaron silencio.
—Tienes el aspecto de un perfecto imbécil y de un granuja.
Iván Fiodorovitch se levantó de un salto y se dirigió a la puerta, pero se detuvo y volvió hacia Smerdiakov. Entonces ocurrió algo extraño: Iván Fiodorovitch se mordió los labios, apretó los puños y faltó muy poco para que se arrojara sobre Smerdiakov. Éste se dio cuenta a tiempo, se estremeció y se echó atrás. Pero no ocurrió nada desagradable. Iván Fiodorovitch, silencioso y perplejo, se dirigió de nuevo a la puerta.
—Mañana salgo para Moscú, ¿oyes?; mañana por la mañana —gruñó, y se sorprendió en el acto de haber dicho esto a Smerdiakov.
—Bien pensado —respondió el sirviente como si esperase esta declaración—. No obstante, estando usted en Moscú, se le podría llamar por telégrafo si ocurriese algo.
Iván Fiodorovitch dio de nuevo media vuelta. En Smerdiakov se había operado un cambio súbito. Su negligente familiaridad había desaparecido. Su semblante expresaba una profunda atención y una ávida espera, aunque conservaba una timidez servil. En su mirada fija en Iván se leía esta pregunta: «Bueno, ¿no tienes nada más que decir?»