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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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Ya ve usted: le he escrito una carta de amor. ¿Qué he hecho, Dios mío? Aliocha, no me desprecie. Si he obrado mal y le causo algún trastorno, perdóneme. Ahora mi reputación, tal vez perdida, está en sus manos.

Seguro que hoy lloraré. Adiós, hasta nuestra terrible entrevista.

LISE.


P. D.: Aliocha, no deje de venir, no falte.


Aliocha leyó dos veces esta carta sin salir de su sorpresa. Se quedó pensativo. Al fin sonrió dulcemente. Se estremeció: esta sonrisa le pareció una falta. Pero un momento después apareció de nuevo en sus labios la sonrisa de felicidad. Guardó la carta en el sobre, hizo la señal de la cruz y se acostó. En su alma había renacido la calma.

«Señor, perdónalos a todos. Protege a esos desgraciados, a esos seres inquietos. Guíalos, mantenlos en el buen camino. Tú que eres el Amor, concédeles a todos la alegría.»

Y Aliocha se sumió en un sueño apacible.

SEGUNDA PARTE


.

LIBRO IV



ESCENAS


.


CAPITULO PRIMERO



El padre Theraponte



Aliocha se despertó antes del alba. El staretsya no dormía y se sentía muy débil. Sin embargo, quiso levantarse y sentarse en un sillón. Conservaba la lucidez. Su rostro, aunque consumido, reflejaba un gozo sereno; su mirada alegre, bondadosa, atraía.

—Tal vez no vea el final de hoy.

Quiso confesarse y comulgar enseguida. Su confesor habitual era el padre Paisius. Después le administraron la extremaunción. Acudieron los religiosos. La celda se fue llenando poco a poco. Había amanecido. Después del oficio, el staretsquiso despedirse de todos y a todos los abrazó. Como la celda era tan poco espaciosa, los que llegaban primero tenían que salir para que pudieran entrar los otros. El staretsvolvió a sentarse y Aliocha permaneció a su lado. Hablaba e instruía en la medida que le permitían sus fuerzas. Su voz, aunque débil, era todavía muy clara.

—Después de instruiros con mis palabras durante años, esto se ha convertido en mí en una costumbre tan inveterada, que, a pesar de lo débil que estoy, mis queridos padres, callar sería para mi más penoso que hablaros.

Así bromeaba el starets, mirando con ternura a los que se apiñaban en torno de él. Aliocha se acordó enseguida de algunas de sus palabras. Aunque la voz del padre Zósimo conservaba la claridad y cierta firmeza, su discurso resultó bastante deshilvanado. Habló mucho, como si en aquellos últimos momentos quisiera manifestar todo lo que no había podido decir durante su vida. Su propósito era no sólo instruir, sino compartir con todos su alegría y las delicias de su éxtasis, y expansionar por última vez su corazón.

—Amaos los unos a los otros, padres míos —decía (según los recuerdos de Aliocha)—. Amad al pueblo cristiano. Nosotros no somos más santos que los laicos por el mero hecho de haber venido a encerrarnos entre estos muros; al contrario, todos los que están aquí demuestran, por el mero hecho de su presencia, y así deben reconocerlo, que son peores que los demás hombres... Y cuanto más viva el religioso en su retiro, más claramente habrá de ver esta verdad. De otro modo, no valdría la pena que hubiera venido aquí. Cuando comprenda que no sólo es peor que todos los laicos, sino culpable de todo y hacia todos, culpable de todos los pecados colectivos e individuales, cuando esto suceda, y solamente cuando suceda, habremos conseguido la finalidad de nuestra unión. Pues han de saber, padres míos, que nosotros, seguramente, somos culpables aquí abajo de todo y hacia todos, no solamente a través de la falta colectiva de la humanidad, sino también de las faltas de cada hombre frente a todos sus semejantes. Este conocimiento de nuestra culpa es la coronación de la carrera religiosa, como es, por lo demás, la de todas las carreras humanas. Pues el religioso no es un ser aparte, sino la imagen de lo que deberían ser todos los hombres. Sólo cuando tengáis conciencia de ello, vuestro corazón se sentirá penetrado de un amor infinito, universal, insaciable. Entonces cada uno de vosotros será capaz de conquistar el mundo entero con su amor y de borrar los pecados con sus lágrimas. Que cada cual penetre en sí mismo y se confiese incansablemente. No temáis por vuestro pecado, por convencidos que estéis de él, con tal que os arrepintáis..., pero no pongáis condiciones a Dios. Os digo una vez más que no os enorgullezcáis ante los pequeños ni ante los grandes. No odiéis a los que os rechazan y os deshonran, os insultan y os calumnian. No odiéis a los ateos, a los maestros del mal, a los materialistas; no odiéis ni a los peores de ellos, pues muchos son buenos, sobre todo en vuestra época. Acordaos de ellos en vuestras oraciones: Decid: «Salva, Señor, a esos por los que nadie ruega; salva a esos que no quieren rogar por Tí.» Y añadid: «No te dirijo este ruego por orgullo, Señor, pues yo soy tan vil como todos ellos...» Amad al pueblo cristiano, no abandonéis vuestro rebaño a gentes extrañas, pues si os adormecéis en vuestros afanes, de todas partes vendrán a robar vuestro ganado. No os canséis de explicar al pueblo el Evangelio. No os entreguéis a la avaricia. No os dejéis seducir por el oro y la plata. Tened fe, mantened en alto y con mano firme vuestro estandarte...

El staretsno se expresó exactamente así, sino de un modo más confuso. La exposición anterior se basa en las notas que Aliocha tomó acto seguido. A veces, el padre Zósimo se detenía como para tomar fuerzas. Jadeaba y permanecía en una especie de éxtasis. Todos le escuchaban con afecto, aunque a algunos les sorprendieran sus palabras y les parecieran oscuras. Después, todos las recordaron.

Aliocha dejó la celda por un momento y quedó sorprendido ante la agitación general, ante la actitud de espera de toda la comunidad hacinada en la celda del staretsy en torno de ella. Esta espera era en algunos ansiosa y en otros grave y serena. Todos daban por seguro que se produciría algún prodigio inmediatamente después de la muerte del starets. Aunque esta creencia tenía un algo de frivolidad, incluso los monjes más severos participaban en ella. El semblante más grave era el del padre Paisius.

Aliocha había salido de la celda porque un monje le dijo de parte de Rakitine que éste le traía una carta de la señora de Khokhlakov. En ella la dama daba una noticia que llegaba con gran oportunidad. El día anterior, entre las mujeres del pueblo que habían acudido a rendir homenaje al staretsy recibir su bendición, figuraba una viejecita de la localidad, Prokhorovna, viuda de un suboficial, que había preguntado al staretssi se podía incluir en los rezos por los difuntos a su hijo Vasili, que se había trasladado a Siberia, a Irkutsk, por asuntos del servicio, y del que no tenía noticias desde hacía un año. El staretsse lo había prohibido severamente, diciéndole que semejante proceder sería poco menos que un acto de brujería. Pero, indulgente ante la ignorancia de la pobre vieja, había añadido unas palabras de consuelo «como si leyera en el libro del porvenir» —así se expresaba la señora de Khokhlakov—. El staretshabía dicho a la viejecita que su hijo vivía, que no tardaría en llegar o en escribirle, y que ella, por lo tanto, no tenía más que esperarle en su casa. «Y la profecía se ha cumplido al pie de la letra», añadía en su carta, entusiasmada, la señora de Khokhlakov. Apenas entró en su casa la buena mujer, se le entregó una carta que se había recibido de Siberia. Y en esta carta, escrita desde Iekaterinburg, Vasili decía que iba a regresar a Rusia en compañía de un funcionario, y que, transcurridas dos o tres semanas, podría abrazar a su madre.

La señora de Khokhlakov rogaba encarecidamente a Aliocha que comunicara «el nuevo milagro de la predicción» al padre abad y a toda la comunidad. «Deben saberlo todos», decía al final de la carta, escrita rápidamente y en la que la emoción se reflejaba en todas las líneas. Pero Aliocha no tuvo nada que comunicar a la comunidad, porque todos estaban ya al corriente de lo ocurrido. Rakitine, al enviar el recado a Aliocha, había dicho al mismo monje que se lo llevaba, que comunicara respetuosamente al reverendo padre Paisius que tenía que informarle sin pérdida de tiempo de un asunto importantísimo, y que le rogaba humildemente que perdonase su atrevimiento. Como el monje emisario había empezado por transmitir al padre Paisius la petición de Rakitine, Aliocha, una vez leída la carta, tuvo que limitarse a presentarla al padre como prueba documental. Este hombre rudo y desconfiado, al leer con las cejas fruncidas la noticia del «milagro», no pudo disimular su profunda emoción. Sus ojos brillaron y en sus labios apareció una sonrisa grave, penetrante.

—Y no será esto lo único que veremos —dijo sin poder contenerse.

—No, no será lo único —convinieron los monjes.

Entonces el padre Paisius frunció de nuevo las cejas y rogó a los religiosos que no hablaran del asunto a nadie hasta que obtuvieran la confirmación, pues las noticias del mundo pecaban siempre de ligereza, y el hecho podía haberse producido naturalmente. Así habló, como para descargar su conciencia, pero sin que él mismo creyese en su reserva, cosa que observaron sus oyentes.

Entre tanto, la noticia del «milagro» había corrido por todo el monasterio, e incluso llegó a oídos de algunos laicos que habían acudido a la misa. El más impresionado parecía aquel monje que había llegado el día anterior de San Silvestre, pequeño monasterio situado en el lejano norte, en las proximidades de Obdorsk; que había rendido homenaje al staretsal lado de la señora Khokhlakov, y que había preguntado al padre Zósimo mientras le dirigía una mirada penetrante y señalaba a la hija de la dama:

—¿Cómo puede usted hacer estas cosas?

No sabía qué creer, estaba perplejo. La tarde anterior había visitado al padre Theraponte en su celda privada, que se hallaba detrás del colmenar, y esta visita le había producido enorme impresión. El padre Theraponte era aquel viejo monje, silencioso y gran ayunador, que ya hemos citado como adversario del staretsZósimo y especialmente del staretismo, al que consideraba como una novedad nociva. Aunque no hablaba casi con nadie, era un adversario temible por la sincera simpatía que le testimoniaban casi todos los religiosos. También entre los laicos había muchos que le veneraban, viendo en él un hombre justo y un asceta, aunque lo tenían por loco. Y es que su locura cautivaba. El padre Theraponte no iba nunca a las habitaciones del staretsZósimo. Aunque habitaba en el recinto de la ermita, no se le imponían rigurosamente las reglas del monasterio, en atención a su simplicidad. Tenía setenta y cinco años, o tal vez más, y vivía a espaldas del colmenar, en un rincón que formaban los muros. Había allí un pabellón de madera que se caía de viejo. Se había construido hacía muchos años, en el siglo pasado, para otro gran ayunador y taciturno, el padre Jonás, que había vivido ciento cinco años y cuyas proezas se referían aún en el monasterio y sus alrededores. El padre Theraponte había conseguido que se le permitiera instalarse en esta casucha aislada, que parecía una capilla por la gran cantidad de imágenes que había en ella, acompañadas de lámparas que ardían continuamente. Estas imágenes eran donaciones recibidas por el monasterio, y el padre Theraponte estaba encargado de su vigilancia. Su único alimento eran dos libras de pan cada tres días, cantidad que nunca rebasaba. El pan se lo traía el guardián del colmenar, con quien casi nunca cruzaba una palabra. El padre abad le enviaba regularmente el alimento para toda la semana: cuatro libras de pan, más el pan bendito de los domingos. Todos los días se renovaba el agua de su cántaro. Asistía raras veces al oficio. Sus admiradores le habían visto en más de una ocasión pasar un día entero de rodillas, orando y sin mirar en torno de él. Si hablaba con ellos, se mostraba reticente, lacónico, extraño y muchas veces grosero. En algunos casos, muy poco frecuentes, se dignaba responder a sus visitantes, pero generalmente se limitaba a pronunciar una o dos palabras incomprensibles, que despertaban la curiosidad de sus interlocutores y que no explicaba nunca, por mucho que se le rogase. Jamás había sido ordenado sacerdote. Según un rumor extraño que circulaba, bien es verdad que entre las gentes más ignorantes, el padre Theraponte estaba en relación con los espíritus celestes y sólo con ellos hablaba, lo que explicaba su silencio ante los demás.

El monje de Obdorsk entró en el colmenar con el permiso del guardián, que también era un religioso lúgubre y taciturno, y se dirigió a la casucha del padre Theraponte.

El guardián le previno:

—Tal vez consigas que hable contigo, ya que eres forastero, pero también puede ser que no logres arrancarle una palabra.

El monje forastero se acercó, como confesó después, francamente atemorizado. Era ya tarde. El padre Theraponte estaba sentado en un banco que había a la puerta del pabellón. Un olmo viejo y enorme movía suavemente sus ramas sobre la cabeza del anciano. Se notaba el fresco del atardecer. El visitante se arrodilló ante su colega y le pidió su bendición.

—Levántate —dijo el padre Theraponte– si no quieres que me arrodille yo también ante ti.

El monje se levantó.

—Siéntate aquí, hermano que recibes y las bendiciones. ¿De dónde vienes?

Lo que más sorprendió al forastero fue que el padre Theraponte, pese a su avanzada edad y a sus prolongados ayunos, tenía el aspecto de un viejo vigoroso de aventajada estatura y de complexión atlética. Su rostro, aunque demacrado, se conservaba fresco; tenía la barba y el cabello frondosos y todavía negros en algunos puntos; sus ojos eran grandes, salientes, de un azul luminoso. Hablaba acentuando con fuerza la letra «o». Su indumentaria consistía en un blusón rojizo de burdo paño, semejante al de los presos, con un trozo de cuerda a guisa de cinturón. Llevaba el cuello y el escote desnudos. Bajo el blusón se veía una camisa gruesa, casi negra, que no se había quitado desde hacía meses. Se decía que llevaba sobre su cuerpo treinta libras de cadenas. Calzaba unos zapatos destrozados.

—Vengo de San Silvestre, el pequeño monasterio de Obdorsk —repuso humildemente el visitante observando al asceta con sus ojos vivos y llenos de curiosidad, aunque algo inquieto.

—Conozco tu monasterio; he vivido en él. ¿Cómo os van las cosas?

El visitante se turbó.

—Sois gente sobria —dijo el padre Theraponte—. ¿Qué ayuno observáis?

—Nuestra alimentación se ajusta a las antiguas costumbres ascéticas. Durante la cuaresma no tomamos ningún alimento los lunes, miércoles y viernes. Los martes y los jueves comemos pan blanco, una tisana con miel, moras silvestres, coles saladas y harina de avena. Los sábados, sopa de coles, fideos con guisantes y alforfón con aceite de cañamones. El domingo se añade a esto sopa de pescado seco y alforfón. Durante la Semana Santa, desde el lunes hasta el sábado, solamente pan, agua y una cantidad moderada de legumbres sin cocer. Entonces no comemos aún todos los días, sino que seguimos las normas de la primera semana. El Viernes Santo, ayuno completo; el sábado, ayuno hasta las tres, hora en que se puede comer un poco de pan y beber agua y un vasito de vino. El Jueves Santo tomamos alimentos cocidos sin manteca, bebemos vino y observamos la verofagia. El concilio de Laodicea nos dice respecto al Jueves Santo: «No conviene interrumpir el ayuno el jueves de la última semana, con lo que se deshonra toda la cuaresma.» Así nos alimentamos en nuestro monasterio.

Y el humilde monje, animándose, continuó:

—¿Pero qué es esto comparado con lo que usted hace, eminente padre? Usted en todo el año, incluso en las Pascuas, no se alimenta más que de agua y pan. El pan que nosotros consumimos en dos días, a usted le basta para toda una semana. Su abstinencia es verdaderamente maravillosa.

—¿Y los agáricos? —preguntó de pronto el padre Theraponte.

—¿Los agáricos? —dijo el visitante, estupefacto.

—Sí. Yo pasaría sin pan; no lo necesito para nada. Si fuese necesario, me retiraría a los bosques y me alimentaría de agáricos o de bayas. Pero ellos no pueden pasar sin pan: están aliados con el demonio. Hoy los incrédulos afirman que el ayuno riguroso no conduce a nada. Es un modo de razonar impío.

—Es verdad —suspiró el monje de Obdorsk.

—¿Has visto los diablos en ellos? —preguntó el padre Theraponte.

—¿En quién? —preguntó el forastero tímidamente.

—El año pasado, en Pentecostés, fui a las habitaciones del padre abad, y ya no he vuelto. Durante mi visita vi un diablo escondido en el pecho del monje, debajo del hábito: sólo le asomaban los cuernos. Otro monje llevaba uno en el bolsillo, desde donde acechaba con sus vivos ojos, porque yo le daba miedo. Otro religioso daba asilo en sus entrañas impuras a un tercer diablillo. Y; en fin, vi otro suspendido del cuello de un monje, que lo llevaba así sin advertirlo.

—¿De veras los vio usted? —preguntó el forastero.

—Sí, te lo aseguro: los vi con mis propios ojos. Al salir de las habitaciones del padre abad vi otro diablo que se ocultaba de mí detrás de la puerta. Era un mocetón de más de un metro, con un rabo grueso y leonado, cuya punta se había encajado en la rendija de la puerta. Yo cerré el batiente con fuerza y le pillé la punta de la cola. El diablo empezó a gemir y a debatirse. Yo le hice tres veces la señal de la cruz y él reventó como una araña aplastada por un pie. Debe de estar pudriéndose en un rincón; sin duda, apesta; pero ellos ni lo ven ni perciben el olor. Ya hace un año que no voy por allí. Sólo a ti, que eres forastero, te revelo estas cosas.

—Todo eso es horrible. Dígame, bienaventurado y eminente padre: se dice en tierras lejanas que usted está en relación permanente con el Santo Espíritu. ¿Es esto verdad?

—A veces desciende hasta mí.

—¿Bajo qué forma?

—Bajo la forma de un pájaro.

—¿De una paloma?

—No, el que se presenta así es el Espíritu Santo. Yo me refiero al Santo Espíritu, que es diferente. Éste puede descender a la tierra en forma de golondrina, de jilguero, de paro...

—¿Cómo puede usted reconocerlo?

—Lo reconozco cuando habla.

—¿Qué lenguaje emplea?

—El de los hombres.

—¿Y qué le dice?

—Hoy me ha anunciado la visita de un imbécil que me haría una sarta de preguntas tontas. Eres muy curioso, hermano.

—Sus palabras son inquietantes, bienaventurado y venerado padre.

El monje de Obdorsk asintió con un movimiento de cabeza, pero en sus ojos, llenos de temor, había aparecido la desconfianza.

—¿Ves ese árbol? —preguntó el padre Theraponte tras una pausa.

—Lo veo, bienaventurado padre.

—Para ti es un olmo, pero para mí es otra cosa.

—¿Qué es? —preguntó el monje con ansiedad.

—¿Ves esas dos ramas? Pues por la noche suelen convertirse en los brazos de Cristo que se tienden hacia mí y me buscan. Yo los veo claramente, y entonces empiezo a temblar. ¡Es algo espantoso!

—¿Espantoso Cristo?

—Una noche me apresará y se me llevará.

—¿Vivo?

—Tú no sabes nada de la gloria de Elías. Se apodera de uno y se lo lleva.

Después de esta conversación, el monje de Obdorsk volvió a la celda que se le había asignado. Estaba perplejo, pero su corazón se inclinaba más hacia el padre Theraponte que hacia el padre Zósimo. Estimaba el ayuno por encima de todo, y no le extrañaba que un ayunador tan extraordinario como el padre Theraponte viera maravillas. Sus palabras parecían absurdas —esto era evidente—, pero Dios sabía lo que significaban. A veces, los más inocentes, inspirados por su amor a Cristo, hablan y obran de un modo todavía más extraño. Le complacía creer sinceramente en el diablo y en su cola apresada, y no como algo alegórico, sino como en una forma material. Además, desde su llegada al monasterio tenía gran prevención contra el staretismo, por considerarlo, como tantos otros, como una innovación nociva. Durante el día que había pasado en el monasterio había escuchado las secretas murmuraciones de ciertos monjes de ideas ligeras que se oponían al staretismo. Además, era un carácter fisgón que sentía una ávida curiosidad por todo. La noticia del nuevo milagro del padre Zósimo le sumió en una profunda perplejidad. Más tarde, Aliocha recordó las continuas apariciones de este curioso huésped entre los religiosos que rodeaban al staretsy a su celda, de este monje que se introducía en todas partes, lo escuchaba todo e interrogaba a todo el mundo. Aliocha no le prestó demasiada atención en aquellos momentos, porque tenía otras cosas en qué pensar. El starets, que había tenido que acostarse de nuevo debido a su extrema debilidad, se acordó de pronto de Alexei y reclamó su presencia. Aliocha acudió a toda prisa. Alrededor del enfermo sólo estaban entonces el padre Paisius, el padre José y el novicio Porfirio. El viejo fijó en Aliocha sus fatigados ojos y le preguntó:

—¿Te esperan los tuyos, hijo mío?

Aliocha se turbó.

—¿No lo necesitan? ¿Has prometido a alguno de ellos ir a verlo hoy?

—He prometido ir a ver a mi padre, a mi hermano... y a otras personas.

—Pues vete, vete enseguida y no te preocupes por mí. No moriré sin haber pronunciado ante ti mis últimas palabras. Te las dirigiré a ti, hijo mío, porque sé que tú me quieres. Ve, ve a cumplir tu palabra.

Aliocha se dispuso a obedecer inmediatamente, aunque le dolía alejarse. La promesa de oír las últimas palabras de su maestro, de recibirlas como un legado, le enajenaba de alegría. Se dio prisa, a fin de poder regresar cuanto antes, una vez cumplidos sus compromisos. Cuando salió de la celda, el padre Paisius, que le acompañaba, le dirigió sin preámbulo alguno unas palabras que le impresionaron profundamente:

—Acuérdate siempre, muchacho, de que la ciencia del mundo, que se ha desarrollado extraordinariamente en este siglo, ha disecado nuestros libros santos y, tras un análisis implacable, no ha dejado en ellos nada en pie. Pero los sabios, enfrascados en la labor de disecar las partes, han perdido de vista el conjunto, con una ceguera realmente asombrosa. El conjunto se alza ante ellos tan inquebrantable como antes y el infierno no prevalecerá frente a él. El Evangelio cuenta con diecinueve siglos de existencia y vive tanto en las almas de los hombres como en los movimientos de las masas. Incluso subsiste, siempre inquebrantable, en las almas de los ateos destructores de todas las creencias. Pues esos que reniegan del cristianismo y se revuelven contra él permanecen, en el fondo, fieles a la imagen de Cristo, ya que ni su inteligencia ni su pasión han podido crear para el hombre una pauta superior a la trazada por Cristo. Toda tentativa en este sentido ha fracasado vergonzosamente. Acuérdate de esto, joven, ahora que tu staretste envía al mundo desde su lecho de muerte. Tal vez recordando este gran momento no olvides las palabras que te acabo de dirigir para bien tuyo, pues eres joven, y fuertes las tentaciones del mundo, tan fuertes que acaso tú no tengas la resistencia necesaria para hacerles frente. Y ahora márchate, pobre huérfano.

Dicho esto, el padre Paisius lo bendijo. Reflexionando sobre estos inesperados consejos, Aliocha comprendió que había hallado un nuevo amigo y un guía indulgente en aquel padre que hasta entonces le había tratado con rudo rigor. Sin duda, el starets, al sentirse a las puertas de la muerte, había encargado al padre Paisius el cuidado espiritual de su joven amigo. Aquella homilía atestiguaba el celo con que el religioso cumplía el encargo. El padre Paisius se había apresurado a armar al joven espíritu para la lucha contra las tentaciones, a preservar al alma joven que se le transmitía como un legado, levantando en torno de ella la muralla más sólida que le era posible construir.

CAPITULO II



Aliocha visita a su padre



Aliocha empezó por ir a casa de su padre. Por el camino recordó que Fiodor Pavlovitch le había recomendado el día anterior que procurase entrar sin que Iván le viera.

«¿Por qué? —se preguntó—. Aunque me quiera hacer alguna confidencia, esto no explica que yo haya de entrar furtivamente. Sin duda alguna quería decirme otra cosa, ¡pero estaba tan trastornado!...»

No obstante, se alegró cuando Marta Ignatievna, que le abrió la puerta del jardín (Grigori estaba enfermo, en cama), le dijo que Iván había salido hacía dos horas.

—¿Y mi padre?

—Se ha levantado y está tomando el café —repuso la vieja.

Aliocha entró en la casa. Su padre, sentado ante la mesa, en zapatillas y con una chaqueta vieja, examinaba sus cuentas para distraerse y sin poner en ello gran interés. Su atención estaba en otra parte. Lo habían dejado solo en la casa, pues tampoco estaba Smerdiakov: se había ido a comprar lo que necesitaba para la cocina. Aunque se había levantado temprano y se hacia el valiente, era indudable que se sentía débil y fatigado. Su frente, en la que habían aparecido varios morados, estaba ceñida por un pañuelo rojo. La gran hinchazón de la nariz daba a su rostro una expresión agria y perversa, y Fiodor Pavlovitch se daba cuenta de ello. Al notar la presencia de su hijo le dirigió una mirada nada amistosa.

—El café está frío —dijo secamente—; por eso no te ofrezco. Hoy, querido, sólo comeré una sopa de pescado, y no invito a nadie. ¿A qué has venido?

—Quería saber cómo estabas.

—Claro. Además, yo te rogué ayer que vinieras. Fue una tontería. Te has molestado en balde... Estaba seguro de que vendrías.

Sus palabras reflejaban los peores sentimientos. Se acercó al espejo y se miró la nariz, seguramente por cuadragésima vez desde que se había levantado. Luego se arregló con coquetería el pañuelo rojo que protegía su frente.

—El rojo me sienta mejor que el blanco —dijo con acento sentencioso—. El blanco es un color de hospital. Bueno, ¿qué hay de nuevo? ¿Cómo va tu starets?

—Está muy mal. Tal vez no pase de hoy —dijo Aliocha.

Pero su padre ya no le prestaba atención.

—Iván se ha marchado —dijo de pronto Fiodor Pavlovitch, y añadió agriamente, con los labios contraídos y mirando a Aliocha—: Quiere birlar la novia a Mitia. Por eso se ha instalado aquí.

—¿Te lo ha dicho él?

—Sí, hace ya tres semanas. Por lo tanto, no ha venido para asesinarme disimuladamente: busca otra cosa.

—¿Por qué me dices eso? —preguntó Aliocha, aterrado.

—No me pide dinero, verdad es. Por lo demás, aunque me lo pidiera, no se lo daría. Toma nota de esto, mi querido Alexei Fiodorovitch: tengo intención de vivir lo más largamente posible. Por lo tanto, necesito mi dinero. Y cuantos más años tenga, más lo necesitaré.

Fiodor Pavlovitch hablaba con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta amarilla, llena de manchas.

—A los cincuenta y cinco años —siguió diciendo—, conservo la virilidad y espero que esto dure veinte años más. Pero envejeceré, mi aspecto será cada vez más repelente, las mujeres no vendrán a mí de buen grado y habré de atraérmelas por medio del dinero. Por eso quiero reunir mucho dinero y para mí solo, mi querido hijo Alexei Fiodorovitch. Te lo digo claramente: quiero llevar una vida de libertinaje hasta el fin de mis días. No hay nada comparable a ese modo de vivir. Todo el mundo lo censura, pero todos lo adoptan, aunque a escondidas. Yo, en cambio, llevo esta vida a la vista de todos. Esta franqueza explica que todos los bribones hayan caído sobre mí. En cuanto a tu paraíso, Alexei Fiodorovitch, has de saber que no quiero nada de él. Aun admitiendo que exista, no conviene en modo alguno a un hombre de hábitos normales. Allí se duerme uno y ya no se despierta. Haz decir una misa por mí si quieres; si no, vete al diablo. Ésta es mi filosofía. Ayer Iván habló de esto, pero entonces estábamos borrachos. Es un charlatán sin erudición. No es muy instruido, ¿sabes? Aunque no lo dice, se ríe de vosotros: a esto se reduce su talento.

Aliocha escuchaba sin despegar los labios. Fiodor Pavlovitch continuó:

—¿Por qué no me habla sinceramente? Cuando me habla, se hace el malo. Tu Iván es un miserable. Si quisiera, se casaría con Gruchegnka enseguida. Pues, teniendo dinero, Alexei Fiodorovitch, tiene uno todo lo que quiere. Esto es lo que le da miedo a Iván. Me vigila y, para impedir que me case, incita a Mitia a que se me anticipe. Obra así para librarme de Gruchegnka, pues sabe que perdería su posible herencia si me casara. Por otra parte, si Mitia la hace su esposa, Iván podrá quedarse con su acaudalada prometida. Éstos son sus planes. Es un miserable tu Iván.

—Estás irritado —dijo Aliocha—. Son las consecuencias de lo ocurrido ayer. Debes acostarte.

—Tus palabras no me molestan —declaró el viejo—. En cambio, si vinieran de Iván, me habrían sacado de mis casillas. Sólo contigo tengo momentos buenos. Fuera de ellos, soy un hombre malo.

—No es que seas malo, es que tienes trastornado el espíritu —dijo Aliocha sonriendo.

—Pensaba hacer detener a ese bandido de Mitia, y ahora estoy indeciso. Sin duda, hoy se considera un prejuicio respetar a los padres. Sin embargo, la ley no autoriza a coger a un padre por los pelos y patearle la cara en su propia casa. Tampoco permite amenazarle ante testigos de volver para acabar con él. Si quisiera, podría hacer que lo detuviesen por la escena de ayer.

—Entonces, ¿no piensas denunciarlo?

—Iván me ha disuadido. A mí, Iván me tiene sin cuidado, pero me ha dicho algo interesante.

Se inclinó sobre Aliocha y continuó en tono confidencial:

—Si hago detener a ese granuja, ella se enterará y correrá hacia él. En cambio, cuando ella sepa que Dmitri me ha agredido, a mí, viejo y débil, y que ha estado a punto de matarme, tal vez lo abandone y venga a mí. Tal es su carácter; es un espíritu de contradicción. La conozco muy bien... ¿No quieres un poco de coñac? Entonces toma café frío. Le añadiré un chorrito de coñac, la cuarta parte de una copita, y verás qué bien sabe.

—No, gracias —dijo Aliocha—. Prefiero llevarme ese panecillo, si me lo permites. —Y mientras se guardaba el blando panecillo en el bolsillo de su hábito, añadió, mirando tímidamente a su padre—: No debes beber.

—Tienes razón. El coñac me irrita. Pero sólo un vasito.

Abrió el aparador, llenó el vasito, volvió a cerrar el mueble y se guardó la llave en el bolsillo.

—Con esto me basta. Por un vasito no voy a morirme.

—Te veo mejor.

—Aliocha, a ti te quiero incluso sin haber bebido coñac. En cambio, para los canallas soy un canalla. Iván no va a Tchermachnia. Se queda para espiarme. Quiere saber cuánto le doy a Gruchegnka si viene. Son todos unos miserables. Además, reniego de Iván: no lo comprendo. ¿De dónde ha salido? Su alma no es como la nuestra. Cuenta con mi herencia, pero te voy a decir una cosa: no dejaré testamento. A Mitia de buena gana le aplastaría como a un gusano. Todas las noches trituro algunos con mis zapatillas: a tu Mitia le pasará lo mismo. Digo «tu» Mitia porque sé que tú le quieres. Pero esto no me inquieta. Si le quisiera Iván, no estaría tranquilo. Pero Iván no quiere a nadie. No es de los nuestros. Los hombres como él, querido, no se parecen a nosotros: son como el polvo. Cuando el viento sopla, el polvo se dispersa... Ayer te dije que vinieras porque tuve una ocurrencia disparatada. Quería hacer una proposición a Mitia por mediación tuya. Mi deseo era saber si ese miserable, ese truhán, se avendría, a cambio de mil o dos mil rublos, a marcharse de aquí para cinco años, o, mejor aún, para treinta y cinco, y a renunciar a Gruchegnka...


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