355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Федор Достоевский » Los hermanos Karamazov » Текст книги (страница 28)
Los hermanos Karamazov
  • Текст добавлен: 10 октября 2016, 05:12

Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



сообщить о нарушении

Текущая страница: 28 (всего у книги 57 страниц)

Desde su encuentro con Aliocha, sus ideas se embrollaban, como si en su cerebro se hubiera desencadenado una tormenta. Se comprende que empezara por la tentativa más extraña, pues suele ocurrir que en tales casos y a tales hombres parecen realizables las empresas más insólitas. Decidió ir a visitar a Samsonov, el protector de Gruchegnka, para proponerle un plan del que formaba parte el préstamo de la suma deseada. Estaba seguro de su proyecto desde el punto de vista comercial; su única duda era cómo acogería Samsonov el paso que iba a dar. Mitia sólo conocía de vista al comerciante; jamás había hablado con él. Pero tenía la convicción, desde hacía mucho tiempo, de que aquel viejo libertino, cuya vida se estaba acabando, no se opondría a que Gruchegnka rehiciera la suya casándose con un hombre enérgico, y que incluso desearía que esto sucediera. Es más, confiaba en que facilitaría las cosas si se presentaba la oportunidad de hacerlo. Ciertos rumores llegados a sus oídos y que coincidían con algunas insinuaciones de Gruchegnka le permitían deducir que Samsonov le prefería a Fiodor Pavlovitch para marido de Gruchegnka.

La mayoría de nuestros lectores considerarán un acto de cinismo que Dmitri Fiodorovitch esperase semejante ayuda y se aviniera a recibir una esposa de manos de su amante. Respecto a este punto, sólo diré que el pasado de Gruchegnka era para Mitia algo olvidado. Pensaba en él con un sentimiento de piedad, y, en el ardor de su pasión, juzgaba que tan pronto como Gruchegnka le dijese que lo amaba y que iba a casarse con él, los dos quedarían regenerados. Entonces se perdonarían mutuamente sus faltas y empezarían una nueva existencia. En cuanto a Samsonov, Mitia veía en él un ser fatídico en la vida de Gruchegnka, a la que jamás había amado; un ser que ya había pasado y al que no se debía tener en cuenta para nada. Aquel viejo débil, cuyas relaciones con Gruchegnka eran puramente paternales, por decirlo así, desde hacía ya casi un año, no podía hacer la menor sombra a Mitia. Fuera como fuese, Dmitri demostraba una gran ingenuidad, pues, a pesar de sus muchos vicios, era un hombre ingenuo. Llevado de esta candidez, creía que Samsonov, al ver que su fin estaba próximo, experimentaba un sincero arrepentimiento por su conducta con Gruchegnka, que no tenía en el mundo amigo ni protector más devoto que él, hombre decrépito e inofensivo.

Al día siguiente de su conversación con Aliocha, Mitia, que apenas había dormido, se presentó a las diez de la mañana en casa de Samsonov y se hizo anunciar. La casa era vieja, hostil, espaciosa. Tenía varias dependencias y un pabellón. En la planta baja habitaban los dos hijos casados de Samsonov, su hija y su hermana, mujer de avanzada edad. En el pabellón vivían dos empleados de escritorio, uno de ellos con una familia numerosa. Toda esta gente estaba falta de espacio; en cambio, el viejo vivía solo en el primer piso. No quería que habitara en él ni siquiera su hija, a pesar de que le cuidaba y tenía que subir la escalera, luchando con su incurable asma, cada vez que él la necesitaba.

El primer piso se componía de grandes y ostentosas habitaciones, amuebladas según la vieja usanza de los comerciantes, con interminables hileras de pesados sillones y sillas de caoba a lo largo de los muros, lámparas de cristal enfundadas y grandes espejos. Estas habitaciones estaban desocupadas, pues el viejo se pasaba el día en su reducido dormitorio, que estaba a un extremo del piso. Allí le servían una vieja doméstica, siempre cubierta con una cofia, y un muchacho que utilizaba como banco un arcón que había en el vestíbulo.

Como sus hinchadas piernas casi no le permitían andar, el viejo se levantaba muy pocas veces de su sillón para dar una vuelta por el cuarto, sostenido por la vieja sirvienta. Incluso con ella se mostraba Samsonov severo y poco comunicativo.

Cuando le anunciaron al «capitán», Samsonov se negó a recibirlo. Mitia insistió, y entonces el viejo preguntó qué aspecto tenía el visitante, si había bebido y si era uno de esos tipos alborotadores.

—No, señor —repuso el muchacho—. Es sólo que no quiere marcharse.

Tras una nueva negativa, Mitia, que lo tenía todo previsto, escribió con lápiz en un papel: «Para un asunto urgente relacionado con Agrafena Alejandrovna.» Y envió la nota al viejo.

Éste, después de reflexionar un momento, ordenó que hicieran pasar al visitante al salón y que dijeran a su hijo menor que subiera inmediatamente. En seguida llegó este joven alto y hercúleo, vestido y rasurado a la europea (el viejo Samsonov era hombre de caftán y barba). Como sus hermanos, temblaba al verse en presencia de su padre. Éste lo había llamado no porque temiera al capitán, pues no conocía el miedo, sino para que la conversación tuviera un testigo, por lo que pudiera ocurrir.

Acompañado de su hijo, que le rodeaba los hombros con un brazo, y del joven sirviente, Samsonov llegó al salón poco menos que a rastras. Es de suponer que sentía gran curiosidad.

La pieza donde esperaba Mitia era inmensa y lúgubre. Había en ella una galería, sus paredes eran de mármol de imitación y tenía tres enormes espejos enfundados.

Mitia, sentado cerca de la puerta principal, esperaba con impaciencia, preguntándose cuál sería su suerte. Cuando el viejo apareció por el extremo opuesto del salón, a unos veinte metros de distancia, Dmitri se levantó inmediatamente y fue a su encuentro, a largos pasos marciales. Mitia iba correctamente vestido. Llevaba abrochada la levita, el sombrero en la mano, las manos enfundadas por unos guantes negros, como dos días atrás, cuando se presentó en el monasterio para entrevistarse con su padre y sus hermanos en presencia del starets.

El viejo le esperaba de pie, con un gesto lleno de gravedad, y Mitia notó que lo observaba atentamente. Su rostro hinchado —esta hinchazón había aumentado últimamente– y su labio inferior colgante impresionaron a Dmitri. Saludó en silencio y gravemente al visitante, le indicó una silla y, apoyado en el brazo de su hijo, fue a sentarse, entre gemidos, en un sofá, exactamente frente a Mitia. Éste, al advertir sus dolorosos esfuerzos, sintió remordimiento, y también cierta turbación, en su insignificancia frente al importante personaje cuya tranquilidad había turbado.

Una vez se hubo sentado, el viejo preguntó con acento frío pero cortés:

—¿Qué desea?

Mitia se estremeció, se levantó y volvió a sentarse enseguida. Empezó a hablar en voz muy alta, con vivos ademanes, palabra rápida y tono exaltado. Se vela que estaba desesperado y buscaba una salida, y también que deseaba terminar cuanto antes si fracasaba. Samsonov debió de advertir todo esto inmediatamente, aunque su semblante impasible no lo dejó entrever.

—Usted, respetable señor, ha oído hablar más de una vez de mis querellas con mi padre, Fiodor Pavlovitch Karamazov, relacionadas con la herencia de mi madre. Esto justifica todas las habladurías. A la gente le gusta intervenir en los asuntos que no le incumben... También es posible que le haya informado a usted Gruchegnka..., ¡oh, perdone!..., Agrafena Alejandrovna, la honorable y respetable Agrafena Alejandrovna...

Así empezó Mitia, que se embrolló desde sus primeras palabras. Pero no repetiremos exactamente lo que dijo: nos limitaremos a resumirlo. El caso es que, tres meses atrás, Mitia había conferenciado en la capital del distrito con un abogado..., «un abogado famoso, Pavel Pavlovitch Korneplodov, del que usted debe de haber oído hablar... Frente despejada, talento comparable al de un hombre de Estado... Le conoce a usted..., tuvo para usted grandes alabanzas...». Otra vez se desvió del tema principal, pero no se detuvo por tan poca cosa, sino que siguió con ardor por el nuevo camino. Después de oír las explicaciones de Dmitri y de examinar los documentos (Mitia volvió, sin advertirlo, al tema que había dejado), el abogado opinó que se podía entablar un proceso acerca de la aldea de Tchermachnia, heredada por Dmitri de su madre, con objeto de bajar los humos al viejo energúmeno, ya que «no todos los caminos están cerrados y la justicia siempre encuentra alguna salida». En resumen, que se podía sacar a Fiodor Pavlovitch un suplemento de seis mil a siete mil rublos, «pues Tchermachnia vale lo menos veinticinco mil..., ¿qué digo veinticinco mil?..., veintiocho o treinta mil, señor Samsonov, y ese verdugo me ha dado menos de diecisiete mil. Dejé este asunto, por parecerme demasiado complicado, y, al llegar aquí, vi que se me había dirigido una reconvención —al llegar a este punto, Mitia volvió a armarse un lío y pasó a otra cosa—. En fin, respetable señor Samsonov, que estoy dispuesto a cederle todos mis derechos sobre ese monstruo sólo por tres mil rublos. ¿Acepta? Piense que no arriesga usted nada, nada absolutamente: se lo juro por mi honor. Usted percibirá seis mil o siete mil rublos por los tres mil desembolsados... Lo que más me interesa es terminar este asunto hoy mismo. Iremos a la notaría, o... En fin estoy dispuesto a todo. Le puedo entregar cuantos documentos desee, firmaré todo lo que usted quiera. Esta misma mañana formalizamos el convenio y usted me entrega los tres mil rublos. Bien puede hacerlo, ya que es uno de los hombres más acaudalados de la localidad. Así me salvará y, a la vez, me permitirá realizar un acto sublime..., pues abrigo los más nobles sentimientos acerca de una persona que usted conoce perfectamente y a la que usted rodea de una solicitud paternal. De lo contrario, no habría venido. Podemos decir que se han encontrado tres frentes, pues el destino es algo terrible, señor Samsonov. Pero como usted está fuera de combate desde hace tiempo, quedamos sólo dos frentes. Acaso no me expreso bien, pero tenga en cuenta que no soy literato. Los dos frentes son el mío y el de ese monstruo. Por lo tanto, escoja usted: el monstruo o yo. Todo está ahora en sus manos: tres destinos, dos frentes... Perdóneme: me he armado un lío. Pero usted me entiende..., leo en sus ojos que me ha comprendido... De lo contrario, ahora mismo me marcharía. Esto es todo».

Con estas palabras, Mitia cortó en seco su extravagante discurso. Se levantó y esperó una respuesta a su absurda proposición. Al pronunciar su última frase tuvo la sensación de que había fracasado y, sobre todo, de que su exposición había sido un verdadero galimatías. «Es extraño: vine aquí completamente seguro de mí mismo, y no he dado pie con bola.» Mientras él hablaba, el viejo había permanecido impasible, observándole con gesto glacial. Transcurrido un minuto, Samsonov dijo con una firmeza descorazonadora:

—Perdone. Los negocios de ese género no nos interesan.

Mitia sintió como si las piernas se le escaparan de debajo del cuerpo.

—¿Qué será de mí, señor Samsonov? —murmuró con una amarga sonrisa—. Estoy perdido.

—Perdone, pero...

Mitia, que permanecía de pie e inmóvil, observó un cambio en el rostro del viejo y se estremeció.

—Verá usted, señor —dijo el anciano—, esos negocios son peligrosos. Veo un proceso, abogado, el diablo y su corte. Pero hay una persona a la que se puede dirigir.

—¡Dios mío! —balbuceó Mitia—. ¿Quién es esa persona? Me devuelve usted la vida.

—Esa persona no está aquí en este momento. Es un campesino, un traficante de madera llamado Liagavi. Lleva ya un año tratando de llegar a un acuerdo con Fiodor Pavlovitch para la compra del bosque de Tchermachnia. No se han entendido. Seguramente habrá oído usted hablar de esos tratos. Precisamente ahora está Liagavi allí. Se hospeda en casa del padre Ilinski, en la aldea de este nombre, a doce verstas de la estación de Volovia. Me ha escrito hablándome de este asunto y pidiéndome consejo. Fiodor Pavlovitch quiere ir a verlo. Si usted va antes y hace a Liagavi la proposición que me ha hecho a mí, tal vez...

—¡Una idea genial! —exclamó Mitia, entusiasmado—. Es precisamente lo que necesita ese hombre. Quiere comprar, considera que el precio es excesivo, y con el documento que yo firme puede considerarse propietario del bosque. ¡Esto es magnífico!

Y Mitia lanzó una carcajada seca, inesperada, que sorprendió a Samsonov.

—¡No sé cómo agradecérselo, Kuzma Kuzmitch!

—No tiene usted que agradecerme nada —repuso Samsonov con una inclinación de cabeza.

—¡Pero si me ha salvado usted! La Providencia me ha traído aquí... Iré a visitar a ese pope.

—Le repito que no tiene usted por qué darme las gracias.

—Iré a ver a Liagavi sin pérdida de tiempo... No quiero molestarle más... Nunca olvidaré el servicio que me ha hecho. Palabra de ruso que no lo olvidaré.

Intentó apoderarse de la mano del viejo para estrecharla, pero Samsonov le miró de tal modo, que Mitia retiró la mano, aunque enseguida se reprochó a sí mismo su desconfianza, diciéndose: «Debe de estar fatigado.»

—Lo hago por ella, señor Samsonov, sólo por ella —dijo con énfasis.

Luego se inclinó, dio media vuelta y se dirigió a la puerta a grandes zancadas. Temblaba de entusiasmo. Pensaba: «Todo parecía perdido, pero mi ángel guardián me ha salvado. Cuando un hombre de negocios como Samsonov (¡qué noble es!, ¡qué empaque tiene!) me ha indicado este camino, no cabe duda de que tengo el éxito asegurado. Hay que obrar con rapidez. Volveré esta misma noche con la partida ganada... ¿Se habrá burlado de mí ese viejo?»

Así monologaba Mitia al volver a su casa. No veía más que estas dos posibilidades: o había recibido un buen consejo de un hombre experimentado que conocía a Liagavi (¡qué nombre tan chusco!), o el anciano se había burlado de él. Por desgracia, la última hipótesis era la verdadera. Mucho tiempo después de haberse producido el drama, Samsonov confesó entre risas que se había mofado del «capitán». Era un hombre burlón y de malos instintos, propenso a las aversiones morbosas. No sé lo que le indujo a obrar así, si el hecho de que Mitia hubiera creído, como se deducía de su entusiasmo, que él había tomado en serio un plan tan absurdo, o los celos que sintió al pedirle aquel loco tres mil rublos para llevarse a Gruchegnka. Pero lo cierto es que cuando Mitia permanecía ante él con las piernas temblorosas y diciendo estúpidamente que estaba perdido, él lo miró con un gesto de maldad y decidió hacerle una mala jugada.

Cuando Mitia se hubo marchado, Samsonov, pálido de cólera, se encaró con su hijo y le ordenó que tomase las medidas necesarias para que aquel bribón no volviera a poner los pies en la casa. De lo contario...

No terminó la amenaza, pero su hijo le había visto enojado muchas veces y tembló de miedo. Una hora después, el anciano estaba todavía dominado por la cólera. Al atardecer se sintió indispuesto y mandó llamar al curandero.

CAPÍTULO II



Liagavi



Pero había que «galopar», y Mitia no tenía dinero para el viaje: todo lo que le quedaba de su época de prosperidad eran veinte copecs. Tenía un viejo reloj de plata que no funcionaba desde hacía mucho tiempo. Un relojero judío que tenía una tienda en el mercado le dio siete rublos. «¡No lo esperaba!», exclamó Mitia, encantado (continuaba su euforia). Se fue enseguida a su casa, y allí completó la suma pidiendo prestados tres rublos a sus patrones, que se los dieron de buen grado aunque se quedaron sin nada, tan sincero era el afecto que sentían por su huésped. En su exaltación, Mitia les dijo que su suerte iba a decidirse y les explicó —en cuatro palabras, claro es– casi todo el plan que acababa de exponer a Samsonov, el consejo que éste le había dado, sus futuras esperanzas, etcétera. Sus patrones ya habían recibido de él muchas confidencias; le consideraban como de la familia y como un noble nada orgulloso. Mitia envió por caballos de posta para trasladarse a la estación de Volovia. De este modo se pudo comprobar, y se recordó más tarde, que veinticuatro horas antes de que se produjera cierto acontecimiento, Mitia no tenía dinero y que, para procurárselo, había tenido que vender su reloj y pedir prestados tres rublos a sus patrones, todo ello ante testigos.

Pronto se comprenderá por qué anoto estos hechos.

Mientras el coche le conducía a Volovia, Mitia se sentía feliz ante la idea de que al fin iba a resolver sus embrollados asuntos, pero también temblaba de inquietud, preguntándose qué haría Gruchegnka durante su ausencia. ¿Decidiría ir a reunirse con Fiodor Pavlovitch? Por eso se había puesto en camino sin avisarla y, además, había recomendado a sus patrones que no dijeran nada del viaje si alguien iba a preguntar por él.

«Es necesario que regrese esta misma noche —se repetía entre los vaivenes del carricoche– y que me traiga a Liagavi para que quede firmada el acta.» Pero sus deseos, ¡ay!, no se cumplirían.

En primer lugar, empleó más tiempo que el previsto en el camino vecinal de Volovia, pues el recorrido no era de doce verstas, sino de dieciocho. Luego no encontró en su casa al padre Ilinski: se había marchado a la aldea vecina. Ya casi de noche y con los caballos agotados, Mitia partió en busca del pope.

El sacerdote, hombrecillo tímido y endeble, le explicó que Liagavi, al que, en efecto, había tenido hospedado en su casa, estaba entonces en Sukhoi Posielok y pasaría la noche en la isba del guardabosques, pues también traficaba en aquel lugar. Mitia le rogó insistentemente que lo condujera al lado del traficante sin pérdida de tiempo, añadiendo que de ello dependía su salvación, y el pope, tras vacilar un momento (y sintiendo cierta curiosidad), decidió acompañarlo a Sukhoi Posielok. Para desgracia suya, le aconsejó que fueran a pie, ya que no había sino poco más de una versta de camino. Mitia aceptó en el acto y, como era costumbre en él, echó a andar a largos pasos, lo que obligó al pobre padre Ilinski a hacer grandes esfuerzos para seguirlo.

El sacerdote era joven todavía y muy reservado. Mitia empezó inmediatamente a hablar de sus planes, y su boca no se cerró en todo el camino. No cesó de pedir consejos acerca de Liagavi, farfullando nerviosamente, pero el pope se limitaba a escucharle con atención, sin darle los consejos que Dmitri deseaba. Sus respuestas eran elusivas: «De eso no sé nada... ¿Cómo puedo saberlo?...» Cuando Mitia le habló de sus disputas con su padre acerca de la herencia, el sacerdote no pudo ocultar su inquietud, pues dependía en cierto modo de Fiodor Pavlovitch. Le sorprendió que Mitia llamara Liagavi al campesino Gorstkine, y le explicó que, aunque su nombre era efectivamente Liagavi, le hería profundamente que le llamaran así. «Habrá de llamarle Gorstkine si quiere que le escuche y desea obtener algo de él.»

Esto causó cierta sorpresa a Mitia, el cual explicó que Samsonov le había llamado Liagavi. Al saber esto, el pope cambió de conversación, no queriendo participar sus sospechas a Dmitri, sospechas consistentes en que el detalle de que Samsonov hubiera enviado a Mitia a ver al mujik, llamando a éste Liagavi, indicaba alguna mala intención oculta. Sin embargo, Mitia no tenía tiempo para detenerse en semejantes bagatelas. Seguía su camino, y hasta que llegó a Sukhoi Posielok no se dio cuenta de que había recorrido tres verstas en vez de poco más de una. No manifestó su contrariedad. Entraron en la isba. El guardabosques conocía al padre Ilinski. Ocupaba la mitad de la casa; en la otra mitad, separada de la primera por el vestíbulo, vivía el forastero. Se dirigieron a la habitación de éste alumbrándose con una bujía. La isba estaba excesivamente caldeada por la calefacción. En una mesa de pino había un samovar apagado, una bandeja con varias tazas, una botella de ron vacía, una garrafita de aguardiente en la que quedaba muy poco líquido y un pan blanco. El forastero descansaba en un banco, con una prenda de vestir enrollada debajo de la cabeza a modo de almohada. Roncaba; su sueño era pesado. Mitia se quedó perplejo mirándole.

—Tendré que despertarlo —murmuró, inquieto—. Es un asunto importante el que me ha traído aquí, y he venido a toda prisa porque quiero regresar hoy mismo.

Se acercó a Liagavi y lo zarandeó, pero sin conseguir despertarlo.

—Está ebrio —dijo Mitia—. ¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer?

Impaciente, empezó a tirarle de las manos, de los pies, a incorporarlo, a sentarlo en el banco; pero tras estas tentativas sólo consiguió oír sordos gruñidos y enérgicas aunque confusas invectivas.

—Lo mejor que puede usted hacer —dijo el sacerdote– es esperar. Ahora no logrará que le atienda.

—Se ha pasado el día bebiendo —dijo el guardabosques.

—¡Si supieran ustedes la situación en que estoy y la necesidad que tengo de hablar con él! —exclamó Mitia.

—Le aconsejo que espere a mañana para hablarle —insistió el pope.

—¿Hasta mañana? ¡Imposible!

Desazonado, se dispuso a seguir sacudiendo al traficante, pero no llegó a hacerlo, al comprender que sería inútil. El sacerdote permanecía mudo; el guardabosques se caía de sueño y su semblante era sombrío.

—¡Qué tragedias nos reserva la vida! —exclamó Mitia, desesperado.

El sudor corría por su rostro. El sacerdote aprovechó un momento en que le vio calmado para hacerle comprender que, aunque consiguiera despertar al traficante, éste, debido a su embriaguez, no estaría en condiciones de hacer ningún trato.

—Ya que el asunto que le ha traído aquí es tan importante, mejor será que lo deje tranquilo hasta mañana.

Mitia aceptó la sugerencia.

—Me quedaré aquí, padre; esperaré hasta mañana. Apenas se despierte hablaré con él...

Dirigiéndose al guardabosques, añadió:

—Ya te pagaré la bujía y mi estancia de una noche en tu casa. No olvidarás a Dmitri Karamazov... ¿Pero usted dónde se acostará, padre?

—No se preocupe por mí. Regresaré a mi casa en el asno de este amigo —y señalaba al guardabosques—. O sea que adiós y mucha suerte.

El sacerdote hizo lo que había dicho. Montó en el asno y se puso en camino, feliz de haberse librado de Mitia, pero vagamente inquieto, preguntándose si no debería informar al día siguiente a Fiodor Pavlovitch del singular asunto.

«Si no le digo nada, se enojará cuando se entere y me retirará su protección.»

El guardabosques, después de haberse rascado la cabeza, dio media vuelta y, sin decir palabra, se retiró a su dormitorio.

Mitia se sentó en el banco «para esperar la ocasión», según se dijo en su fuero interno. Una profunda angustia, semejante a una densa niebla, lo envolvía. Reflexionaba, pero no conseguía enlazar sus ideas. El cirio ardía, un grillo cantaba, el exceso de calefacción hacia la atmósfera irrespirable. De pronto vio con la imaginación el jardín y la puerta de la casa de su padre. La puerta se abría misteriosamente y Gruchegnka entraba corriendo.

Mitia se levantó de un salto.

—¡Maldita sea...! —murmuró rechinando los dientes.

Luego se acercó maquinalmente al hombre dormido y lo examinó. Era un mujikesquelético, todavía joven, de cabello rizado y perilla roja. Llevaba una blusa de indiana y un chaleco negro, cruzado por la cadena de plata de un reloj oculto en uno de sus bolsillos. Mitia observó aquella cara con verdadero odio. Lo que más le exasperaba era los rizos, sabe Dios por qué. Le humillaba permanecer ante aquel hombre, con su negocio urgente, al que todo lo había sacrificado, mientras él, aquel holgazán, del que dependía su suerte, roncaba como si nada sucediera, como si acabara de llegar de otro mundo.

Mitia perdió la cabeza y se arrojó de nuevo sobre el borracho para intentar sacarlo de su sopor. Lo zarandeó con frenesí e incluso llegó a golpearlo, pero al cabo de unos minutos, viendo que todo era inútil, volvió a sentarse con una amarga sensación de impotencia.

—¡Qué calamidad! ¡Qué desagradable es todo esto!

Empezaba a dolerle la cabeza.

—¿Debo renunciar a todo y volver a la ciudad...? No, permaneceré aquí hasta mañana por la mañana... ¿Por qué habré venido? No sé cómo me las arreglaré para regresar... ¡Qué absurdo es todo esto...!

Su dolor de cabeza aumentaba. Mitia permanecía inmóvil. El sueño se iba apoderando de él insensiblemente. Al fin se durmió sentado. Dos horas después le despertó un dolor de cabeza intolerable. Las sienes le latían con violencia.

Tardó mucho en volver a la realidad y darse cuenta de lo que ocurría. Al fin comprendió que su mal consistía en un principio de asfixia debido a las emanaciones de la estufa y que había estado a punto de morir. El mujikseguía roncando. Del cirio quedaba ya muy poco. Mitia profirió un grito y, tambaleándose, corrió hacia el dormitorio del guardabosques. Éste se despertó enseguida y, al enterarse de lo sucedido, se dispuso a cumplir con su deber, pero con una calma que sorprendió y molestó a Mitia.

—¡Está muerto! —exclamó—. ¡Está muerto! ¡Qué complicación!

Abrieron las ventanas y desembozaron el tubo de la estufa. Mitia fue por un cubo de agua y se remojó la cabeza. Seguidamente empapó un trapo y lo aplicó a la frente de Liagavi. El guardabosques seguía mostrando una indiferencia desdeñosa. Después de abrir la ventana, dijo con acento huraño: «Todo arreglado.» Y volvió a su dormitorio, dejando a Mitia una linterna encendida. Durante media hora, Dmitri estuvo al cuidado del alcohólico. Le renovaba las compresas y estaba dispuesto a velarlo durante toda la noche. Al fin, agotadas sus fuerzas, hubo de sentarse a descansar. Los ojos se le cerraron. Inconscientemente, se echó en el banco y enseguida se sumergió en un profundo sueño.

Se despertó muy tarde, alrededor de las nueve. El sol entraba por las dos ventanas de la isba. El mujikde cabello rizado estaba sentado ante un samovar hirviente y ante otra garrafita de cuyo contenido ya había consumido más de la mitad. Mitia se levantó de un salto y advirtió que el traficante se había vuelto a embriagar. Estuvo un instante mirándolo con los ojos muy abiertos. El bebedor le miraba a su vez, con expresión astuta, flemática e incluso —así se lo pareció a Mitia– arrogante. Dmitri se arrojó sobre él.

—¡Perdone!... ¡Escuche!... Ya le habrá dicho el guardabosques que soy el teniente Dmitri Karamazov, hijo del viejo con el que está usted en tratos para talar un bosque.

—Todo eso... es mentira... —repuso inmediatamente el borracho.

—¿Mentira? Usted conoce a Fiodor Pavlovitch, ¿no?

—Yo no conozco a ningún Fiodor Pavlovitch —balbuceó Liangavi.

—Usted quiere comprarle la tala de un bosque. Acuérdese, vuelva en sí. Me ha traído aquí el padre Pavel Ilinski. Usted ha escrito a Samsonov y él me ha aconsejado que viniera a verle.

Mitia jadeaba.

—Todo eso... es mentira... —repitió Liangavi tartamudeando.

Mitia sintió que perdía las fuerzas.

—Oiga, hablo en serio. Usted está bebido, pero puede hablar, razonar... Si no lo hace, seré yo el que acabará por no comprender nada.

—Tú eres... tintorero.

—No, no. Yo soy Karamazov, Dmitri Karamazov... Quiero hacerle una proposición, una proposición ventajosísima sobre la tala del bosque.

El beodo se mesaba la barba con un gesto de hombre importante.

—Tú eres un bribón... Quieres... engañarme.

—¡Está usted equivocado! —gritó Mitia retorciéndose las manos.

El campesino seguía acariciándose la barba. De pronto hizo un guiño y dijo con sorna:

—Cítame una ley que... permita cometer villanías... Eres un bribón..., un redomado granuja.

Mitia retrocedió con la tristeza reflejada en el rostro. Tuvo la sensación de que había recibido un golpe en la frente, como él mismo dijo más tarde.

De súbito, todo lo vio con claridad. Inmóvil, aturdido, se preguntó cómo un hombre sensato como él había podido creer tantas sinrazones, lanzarse a una aventura tan disparatada, cuidar con tanto afán a Liangavi, ponerle compresas en la frente...

«Este patán está borracho y así estará toda la semana. ¿Para qué he de quedarme esperando? ¿Se habrá burlado de mí Samsonov? Y, a lo mejor, ella... Dios mío, ¿qué he hecho?»

El palurdo le miraba riéndose interiormente. En otras circunstancias, Mitia, incapaz de contener su furor, habría vapuleado a aquel imbécil; pero en aquellos momentos se sentía débil como un niño. Sin pronunciar palabra, cogió su abrigo del banco, se lo puso y pasó a la habitación inmediata. En ella no había nadie. Dmitri dejó sobre la mesa cincuenta copecs por la noche de hospedaje, la bujía y las molestias que había causado. Salió de la isba y se encontró enseguida en pleno bosque. Echó a andar a la ventura, pues ni siquiera se acordaba de si había llegado por el lado derecho o por el izquierdo: estaba tan preocupado, que no había reparado en este detalle.

No sentía ningún deseo de venganza, ni siquiera hacia Samsonov. Avanzaba por el estrecho sendero, trastornada la mente y sin prestar atención al camino que seguía. Un niño lo habría podido derribar, tal era su extenuación. Sin embargo, logró salir del bosque. Los campos segados, desnudos, se extendían hasta perderse de vista.

«Por todas partes la desesperación, la muerte», se dijo y se repitió mientras caminaba.

La suerte quiso que se encontrara en la carretera con un viejo mercader que se dirigía en coche a la estación de Volovia. Le pidió que lo llevara, y el comerciante accedió. En Volovia contrató los caballos que necesitaba para trasladarse a la ciudad. Advirtió que estaba hambriento. Mientras enganchaban los caballos le hicieron una tortilla, que devoró, además de una salchicha y un gran trozo de pan. Después se bebió tres vasitos de aguardiente.

Una vez repuesto, recobró las energías y la lucidez. Los caballos galopaban. Mitia no cesaba de apremiar al cochero mientras imaginaba un nuevo plan «infalible» para procurarse aquel mismo día «el maldito dinero».

—¡A quien se diga que el destino de un hombre puede depender de tres mil miserables rublos...! —exclamó desdeñosamente—. ¡Todo quedará resuelto hoy!

Si el recuerdo continuo e inquietante de Gruchegnka no se hubiera adueñado de él, incluso se habría sentido feliz. Pero ese recuerdo lo apuñalaba a cada instante.

Al fin llegó a la ciudad y corrió a casa de Gruchegnka.

CAPITULO III



Las minas de oro



Ésta era la visita de que Gruchegnka había hablado a Rakitine con tanto temor. La joven esperaba un mensaje y se alegraba de que Mitia estuviese ausente, confiando en que éste no regresaría antes de que ella hubiera partido. Y he aquí que de pronto apareció. Ya sabemos todo lo demás. A fin de desorientarlo había ido a casa de Samsonov acompañada por él, con el pretexto de que tenía que hacer unas cuentas al viejo. Y, al despedirse de Mitia, le había hecho prometer que volvería por ella a medianoche. Esto tranquilizó a Dmitri, que se dijo: «Si está en casa de Samsonov, no irá a reunirse con Fiodor Pavlovitch.» Pero añadió enseguida: «A menos que me haya mentido.»


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю