Текст книги "Los hermanos Karamazov"
Автор книги: Федор Достоевский
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Классическая проза
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Aliocha pronunció estas últimas palabras —«y él lo aceptará»– con una especie de embriaguez. Lise batió palmas.
—¡Es verdad! ¡Lo he comprendido todo de golpe! ¿Cómo sabe usted esas cosas, Aliocha? Tan joven, y ya conoce el corazón humano. Nunca lo hubiera creído.
—Hay que convencerle de que está en un plano de igualdad con nosotros aunque acepte el dinero —dijo Aliocha, exaltado—. Y no sólo en un plano de igualdad, sino de superioridad.
—¡Un plano de superioridad! ¡Eso es encantador, Alexei Fiodorovitch! ¡Continúe, continúe!
—No, no me he expresado bien... Eso del plano... Pero no importa, pues...
—¡Claro que no importa! No importa lo más mínimo. Perdóneme, querido Aliocha. Hasta ahora no había sentido el menor respeto por usted. Mejor dicho, lo respetaba, pero no en un plano de igualdad. De ahora en adelante le respetaré, situándole en un plano de superioridad. ¡Ah, mi querido Aliocha! No se enfade si me hago la ingeniosa —exclamó con vehemencia—. Soy un poco burlona, pero usted... Oiga, Alexei Fiodorovitch, ¿no hay en nosotros cierto desdén hacia ese desgraciado? Estamos analizando su alma con cierta presunción, ¿no le parece?
—No, Lise, no hay ningún desdén —repuso Aliocha con tanta firmeza que parecía tener prevista esta pregunta—. Ya he pensado en ello cuando venía hacia aquí. ¿Cómo podemos desdeñarlo cuando somos como él? Pues nosotros no valemos más. Aunque fuéramos mejores, seríamos iguales si estuviéramos en su situación. Ignoro lo que usted creerá, Lise, pero yo juzgo que tengo un alma mezquina para muchas cosas. Su alma no es mezquina, sino delicada en extremo. No, Lise; mi staretsme dijo una vez: «Muchas veces hay que tratar a las personas como si fueran niños, y en ciertos casos como se trata a los enfermos.»
—Mi querido Alexei Fiodorovitch, ¿quiere usted que tratemos a las personas como se trata a los enfermos?
—Estoy dispuesto, Lise, pero no del todo. A veces peco de impaciente y no me detengo a observar bien las cosas. Usted no es así.
—Eso creo. Alexei Fiodorovitch, ¡qué feliz soy!
—¡Cuánto me complace oírselo decir, Lise!
—Alexei Fiodorovitch, es usted un hombre de una bondad extraordinaria, pero a veces parece un tanto pedante. Sin embargo, se ve que no lo es. Vaya sin hacer ruido a abrir la puerta y vea si mamá está escuchando —musitó rápidamente.
Aliocha hizo lo que Lise le pedía y dijo que nadie los escuchaba.
—Venga, Alexei Fiodorovitch —dijo Lise con un rubor que crecía por momentos—. Deme su mano. Así. Escuche, he de hacerle una importante confesión. Lo que le dije ayer en mi carta no fue una broma, lo dije en serio.
Se cubrió los ojos con una mano. Era evidente que la declaración le costaba un gran esfuerzo. De súbito se llevó la mano de Aliocha a los labios y estampó en ella tres fuertes besos.
—¡Magnífico, Lise! —exclamó Aliocha gozosamente—. Ya sabía yo que lo había dicho en serio.
—¡El muy presuntuoso!
Alejó de si la mano de Aliocha, aunque sin soltarla, enrojeció y tuvo una risita de felicidad.
—Le beso la mano y esto le parece magnífico.
Pero el reproche no era justo: Aliocha estaba también profundamente turbado.
—Yo quisiera serle siempre agradable, Lise —murmuró Alexei enrojeciendo—, pero no sé qué hacer para conseguirlo.
—Mi querido Aliocha, es usted un hombre frio y presuntuoso. ¡Habrase visto! Se ha dignado elegirme por esposa y está tan tranquilo. El hombre estaba seguro de que le había hablado en serio en mi carta. Eso es presunción.
—¿Habré hecho mal en sentirme seguro? —exclamó Aliocha riendo.
—No, todo lo contrario.
Lise le miró con ternura. Aliocha retenía la mano de ella en la suya. De pronto, Alexei se inclinó y la besó en la boca.
—¿Qué es eso? ¿Qué hace usted? —exclamó Lise.
Aliocha estaba visiblemente trastornado.
—Perdóneme... He hecho una tontería... Usted me ha acusado de ser frio, y por eso la he besado... He sido un estúpido.
Lise se echó a reír y se cubrió la cara con las manos.
—¡Lo que parece con ese hábito!
Pero de pronto se detuvo y se puso sería.
—No, Aliocha; dejemos los besos para más adelante. Ni usted ni yo sabemos todavía nada de estas cosas. Hay que esperar aún mucho tiempo. Ante todo, dígame por qué ha escogido por esposa a una muchacha ridícula y enferma como yo, siendo usted un hombre tan inteligente, de tanta penetración y tan aficionado a meditar. Aliocha, soy muy feliz, porque estoy indignada con usted.
—No, Lise; no se enoje conmigo. Pronto dejaré el monasterio. Y cuando vuelva al mundo, tendré que casarme. Lo haré, porque el staretsme lo ha ordenado. ¿A quién puedo encontrar que sea mejor que usted y que me acepte como usted me acepta? Ya he pensado en todo esto. Ante todo, usted me conoce desde la infancia. Además, usted tiene muchas cualidades que me faltan a mí. Usted es más alegre que yo, y sobre todo más ingenua, pues yo he penetrado ya en muchas cosas... ¡Ah, hay algo que no sabe, y es que soy un Karamazov! ¿Qué importa que usted se ría y se burle, aunque la víctima sea yo...? Usted se ríe como una niña ingenua, pero se atormenta pensando.
—¿Que yo me atormento? ¿Qué quiere usted decir?
—Sí, Lise; se atormenta. Usted me ha preguntado hace un momento si no es un acto de desdén hacia ese desgraciado analizar su alma a fondo, y ésta es una pregunta dolorosa... No sé explicar el motivo, pero los que se hacen esas preguntas son propicios al sufrimiento. Usted debe de pensar mucho en su sillón.
—Aliocha, deme la mano. ¿Por qué la ha retirado? —murmuró Lise con voz ahogada por la felicidad—. Oiga: ¿cómo se vestirá cuando deje el monasterio? No se ría. Tampoco quiero que se enfade. Esto es muy importante para mí.
—No he pensado en eso todavía. Pero me vestiré como usted prefiera.
—Me gustaría que llevara una chaqueta de terciopelo azul oscuro, un chaleco de piqué blanco y un sombrero de fieltro gris... Dígame: hace un rato, cuando le he dicho que no era verdad lo que le dije en mi carta de ayer, ¿ha creído usted que no le amaba?
—No, no lo he creído.
—Es usted insoportable, incorregible.
—Yo sabía que usted me amaba, pero he fingido creer lo contrario para complacerla.
—Eso es peor todavía... Peor y mejor... Aliocha, le adoro. Antes de que usted llegara, me he dicho: «Le pedirás la carta que le enviaste ayer, y si te la da, como es propio de él, esto te demostrará que no lo quiere, que es insensible, que es una criatura, un tonto, y entonces estarás perdida.» Pero usted se ha dejado la carta en su celda, y esto me ha animado. ¿No lo ha hecho porque esperaba que se la pidiese y quería tener un pretexto para no devolvérmela?
—Pues no, Lise, ya que llevo la carta encima y la llevaba cuando usted me la ha pedido. La llevo en este bolsillo. Mírela. Aliocha sacó la carta y se la mostró, riendo y manteniéndola fuera de su alcance.
—Pero no se la daré. Se tendrá que conformar con mirarla.
—¿De modo que ha mentido usted, un monje?
—Sí, he mentido, pero lo he hecho para no devolverle la carta.
Volvió a enrojecer y añadió con vehemencia:
—¡Y no se la entregaré a nadie!
Lise le miró embelesada.
—Aliocha —susurró—, vaya a ver si mamá nos está escuchando.
—Bien, Lise; lo veré. ¿Pero no sería preferible no hacerlo?
¿Cómo puede sospechar que su madre sea capaz de semejante bajeza?
—Yo no veo en ello ninguna bajeza. Mi madre tiene derecho a velar por su hija. Le aseguro, Alexei Fiodorovitch, que cuando yo sea madre y tenga una hija como yo, también la vigilaré.
—Pues eso no está bien.
—¿Pero qué mal puede haber en ello, Dios mío? Escuchar una conversación de otros sería una vileza, pero se trata de una hija que está hablando a solas con un joven... Sepa usted, Aliocha, que le vigilaré cuando nos casemos. Abriré todas las cartas para leerlas... Ya le he avisado.
—Si tanto le importa... Pero no estará bien.
—Aliocha, querido, no empecemos a discutir ya. Sin embargo, prefiero hablarle francamente. Sé que está mal escuchar detrás de las puertas; usted tiene razón y yo no la tengo; pero esto no me impedirá escuchar.
—Puede hacerlo, pero le aseguro que no me atrapará —dijo Aliocha riendo.
—Otra cosa: ¿me obedecerá usted en todo? Esto también hay que decidirlo por anticipado.
—Le obedeceré de buen grado, Lise, pero no en las cosas fundamentales. En este caso, aunque usted no esté de acuerdo conmigo, sólo me someteré a mi conciencia.
—Así debe ser. Sepa usted que yo estoy decidida a obedecerle, no sólo en los casos graves, sino en todo. Se lo juro: en todo y siempre —exclamó Lise apasionadamente—. Y lo haré con alegría. También le juro que no escucharé nunca detrás de las puertas ni leeré sus cartas, pues comprendo que time usted razón. Por mucha que sea mi curiosidad, me contendré, ya que a usted le parece una vileza. Desde ahora será usted mi providencia... Oiga, Alexei Fiodorovitch: ¿por qué está usted tan triste estos días? Yo sé que time usted ciertos pesares, pero, además, observo en usted una tristeza oculta.
—Sí, Lise: tengo una tristeza oculta. Ya veo que me ama: que lo haya adivinado es una buena prueba de ello.
—¿Y cuál es la causa de esa tristeza, si puede saberse? —preguntó tímidamente Lise.
Aliocha se turbó.
—Ya se la diré más adelante, Lise. Ahora no lo comprendería. Y yo no sabría explicarme.
—Sé también que sufre usted a causa de sus hermanos y de su padre.
—Sí, mis hermanos... —murmuró Aliocha, pensativo.
—A mí no me es simpático su hermano Iván.
Esta observación sorprendió a Aliocha, pero no lo manifestó.
—Mis hermanos se perderán —continuó—, y mi padre también. Y arrastrarán a otros tras ellos. Es la «fuerza de la tierra», algo característico de los Karamazov, según dice el padre Paisius; una fuerza violenta y bruta... Ni siquiera sé si el espíritu de Dios domina esa fuerza... Yo sólo sé que soy también un Karamazov... Soy un monje, un monje... Usted ha dicho hace un momento que soy un monje.
—Sí, lo he dicho.
—Pues bien, no sé si creo en Dios.
—¿Qué dice usted? ¿Cómo es posible? —murmuró Lise.
Aliocha no respondió. En sus inauditas palabras había un algo misterioso, demasiado subjetivo tal vez, que ni él mismo comprendía y que le atormentaba.
—Además —dijo al fin—, mi amigo se está muriendo. El más eminente de los hombres va a dejar este mundo. ¡Si supiera usted, Lise, los lazos que me unen a ese hombre! Voy a quedarme solo... Volveré a venir a verla, Lise... Desde ahora estaremos siempre juntos.
—Sí, juntos, juntos. Desde ahora y para toda la vida. Béseme, se lo permito.
Aliocha le dio un beso.
—Ahora váyase —dijo Lise—. ¡Que Dios no le abandone! —e hizo la señal de la cruz—. Vaya a ver a su amigo, ya que todavía hay tiempo. No he debido retenerle: he sido despiadada. Hoy rogaré por él y por usted. Aliocha, ¿verdad que seremos felices?
—Yo creo que sí, Lise.
Aliocha no tenía intención de ver a la señora de Khokhlakov al dejar a Lise, pero se encontró con ella en la escalera. Apenas empezó ésta a hablar, el joven comprendió que la dama le estaba esperando.
—Eso es horrible, Alexei Fiodorovitch: un infanticidio y una necedad. Confío en que usted no se hará ilusiones... ¡Tonterías y nada más que tonterías! —exclamó, irritada.
—Pero no se lo diga a ella. La trastornaría, le haría daño.
—Así habla un joven prudente y razonable. ¿Debo entender que usted le ha llevado la corriente sólo por compasión, porque está enferma, por no irritarla al contradecirla?
—Nada de eso: le he hablado sinceramente —repuso Aliocha con firmeza.
—¿Sinceramente? Pues será inútil. Primero le cerraré la puerta de mi casa; después me la llevaré lejos de aquí.
—¿Por qué? —exclamó Aliocha—. Piense que hay que esperar mucho tiempo, año y medio tal vez.
—Es verdad, Alexei Fiodorovitch. En año y medio pueden reñir ustedes mil veces. ¡Pero soy tan desgraciada! Esto son estupideces, de acuerdo; pero estoy consternada. Me siento como Famusov en la última escena de la comedia de Griboidov. Usted es Tchatski, y ella, Sofía. He venido aquí para encontrarme con usted. En la comedia también ocurre todo en la escalera. Lo he oído y no sé cómo he podido contenerme. Así se explican sus malas noches y las recientes crisis nerviosas. El amor por la hija, la muerte para la madre. Ahora otro punto importante. ¿Qué carta es esa que Lise le ha escrito? Enséñemela enseguida.
—No, ¿para qué? ¿Cómo está Catalina Ivanovna? Me interesa mucho saberlo.
—Sigue delirando y no ha recobrado el conocimiento. Sus tías han venido y no han cesado de lamentarse ni de hacer aspavientos. Herzenstube ha venido y se ha asustado tanto, que yo no sabía qué hacer. Incluso he pensado en enviar en busca de otro médico. Se la han llevado en mi coche. Y para colmo de desdichas, esa carta. Verdad es que en año y medio pueden ocurrir muchas cosas. Alexei Fiodorovitch, en nombre de lo más sagrado, en nombre de su staretsque se está muriendo, enséñeme la carta, a mí, que soy su madre. Téngala en sus manos si quiere. Yo la leeré sin tocarla.
—No, no se la puedo enseñar, Catalina Osipovna. Aunque ella me lo permitiese, no se la enseñaría. Volveré mañana, y entonces hablaremos si usted quiere. Ahora, adiós.
Y Aliocha se marchó precipitadamente.
CAPÍTULO II
Smerdiakov y su guitarra
No había tiempo que perder. Al despedirse de Lise, una idea había acudido a su imaginación. ¿Cómo componérselas para encontrar enseguida a su hermano Dmitri, que parecía huir de él? Eran ya las tres de la tarde. Aliocha estaba ansioso de regresar al monasterio para ver al ilustre moribundo, pero el deseo de ver a Dmitri fue más fuerte: el presentimiento de que iba a ocurrir muy pronto una catástrofe tomaba cuerpo en su alma. ¿Qué catástrofe era ésta y qué quería él decir a su hermano? No lo sabía exactamente. «Es lamentable que mi bienhechor muera sin que yo esté a su lado; pero, por lo menos, no tendré que estar reprochándome toda la vida no haber procurado salvar un alma cuando tenía la oportunidad de hacerlo, haber desperdiciado esta oportunidad, en mi prisa por regresar al monasterio. Por otra parte, obrando así cumplo su voluntad...»
Su plan era sorprender a Dmitri con su presencia. Escalaría la valla como el día anterior, entraría en el jardín y se instalaría en el pabellón. «Si él no está allí, permaneceré oculto, sin decir nada a Foma ni a las propietarias, hasta la noche. Si Dmitri está aún al acecho de la llegada de Gruchegnka, vendrá al pabellón...» Aliocha no se detuvo a estudiar detenidamente los detalles del plan, pero decidió ponerlo en ejecución aunque no pudiera regresar aquella tarde al monasterio.
Todo se desarrolló sin obstáculos. Aliocha franqueó la valla casi por el mismo sitio que el día anterior y se dirigió furtivamente al pabellón. No quería que le viesen. Tanto la propietaria como Foma podían estar de parte de su hermano y seguir sus instrucciones, en cuyo caso, o le expulsarían o advertirían de su presencia a Dmitri apenas le viesen llegar.
Se sentó en el mismo sitio que el día anterior y esperó. El día era igualmente hermoso, pero el pabellón le pareció más destartalado que la víspera. El vasito de coñac había dejado una señal redonda en la mesa verde. A su mente empezaron a acudir ideas extrañas, como ocurre siempre en el tedio de las esperas. ¿Por qué se había sentado en el mismo sitio que el día anterior y no en otro cualquiera? Se apoderó de él una vaga inquietud. Llevaba no más de un cuarto de hora, cuando, desde el matorral que había a unos veinte pasos del pabellón, llegaron a él los acordes de una guitarra. Aliocha se acordó de que el día anterior había visto cerca de la valla, a la izquierda, un banco rústico. De él salían los sonidos musicales. Acompañándose con los acordes de la guitarra, una voz de tenorino cantó con floreos de gañán:
—Una fuerza implacable
me ata a mi bienamada.
Señor, ten piedad
de ella y de mí,
de ella y de mí.
El cantante enmudeció. Otra voz, ésta de mujer, acariciadora y tímida, murmuró:
—¿Cómo es que le vemos tan poco, Pavel Fiodorovitch? Nos tiene usted olvidadas.
—Eso no —repuso la voz de hombre, firme pero cortésmente.
Se vela que era el hombre el que dominaba y que la mujer se sometía gustosa a este dominio.
«Debe de ser Smerdiakov —pensó Aliocha—. Por lo menos, ésa es su voz. La mujer es sin duda la hija de la propietaria, esa que ha vuelto de Moscú y va con vestido de cola a buscar sopa a casa de Marta Ignatievna.»
—Los versos me encantan cuando son armoniosos —prosiguió la voz de mujer—. Continúe.
La voz del tenor siguió cantando:
—La corona no me importa
si mi amiga se porta bien.
Señor, ten piedad
de ella y de mí,
de ella y de mí.
—Estaría mejor —opinó la mujer– decir, después de eso de la corona, «si mi amada se porta bien». Resultaría más tierno.
—Los versos son verdaderas simplezas —afirmó Smerdiakov.
—¡Oh, no! Yo adoro los versos.
—No hay nada más tonto. En seguida me dará la razón. ¿Acaso nosotros hablamos en rimas? Si las autoridades nos obligaran a hablar en verso, ¿duraría esto mucho? Los versos no son cosa sería, María Kondratievna.
—¡Qué inteligente es usted! ¿Dónde ha aprendido todo eso? —dijo la voz de mujer con acento cada vez más acariciador.
—Pues aún sabría mucho más si la suerte no me hubiera sido adversa. Y, en este caso, habría matado en duelo a todo el que me llamara desgraciado por no tener padre y haber nacido de una mujer hedionda. Esto me lo echaron en cara en Moscú, donde lo sabían por Grigori Vasilievitch. Grigori me reprocha que me rebele contra mi nacimiento. «Destrozaste las entrañas a tu madre.» Cierto, pero habría preferido morir en su vientre que venir al mundo. En el mercado se decía, como me ha contado su madre con su falta de delicadeza, que la mía era una tiñosa que apenas medía metro y medio de altura... Odio a Rusia, María Kondratievna.
—Si fuese usted húsar, no hablaría así, sino que desenvainaría su sable para defender a Rusia.
—No solamente no quiero ser húsar, María Kondratievna, sino que deseo la supresión de todo el ejército.
—Y si viene el enemigo, ¿quién nos defenderá?
—¿Para qué queremos que nos defiendan? En mil ochocientos doce, Rusia fue víctima de la gran invasión de Napoleón primero, el padre del actual. Fue una lástima que los franceses no nos conquistasen, que una nación inteligente no sojuzgara a un pueblo estúpido. Si nos hubiesen conquistado, ¡qué distinto habría sido todo!
—¿O sea que valen más que nosotros? Pues yo no cambiaría uno de nuestros buenos mozos por tres ingleses —dijo María Kondratievna con voz dulce y sin duda acompañando sus palabras de la mirada más lánguida.
—Eso va en gustos.
—Usted es como un extranjero entre nosotros, el más noble de los extranjeros: no me da vergüenza decírselo.
—Verdaderamente, en la maldad, la gente de allí y de aquí se parece. Todos son unos granujas, con la diferencia de que el bribón extranjero lleva botas lustradas y el bribón ruso vive sumergido en la miseria sin lamentarse. Convendría fustigar al pueblo ruso, como decía ayer Fiodor Pavlovitch, con sobrada razón, aunque esté tan loco como sus hijos.
—Sin embargo, a usted le infunde un gran respeto Iván Fiodorovitch: usted mismo me lo ha dicho.
—No obstante, me ha llamado ganapán maloliente. Me considera un revolucionario, pero está equivocado. Si yo tuviese dinero, haría tiempo que me habría marchado de Rusia. Dmitri Fiodorovitch se conduce peor que un lacayo, es un manirroto, un inútil. Sin embargo, todo el mundo se inclina ante él. Yo no soy más que un marmitón, desde luego, pero, con un poco de suerte, podría abrir un restaurante en Moscú, en la calle de San Pedro. Yo guiso platos a la carta, y en Moscú eso sólo lo saben hacer los extranjeros. Dmitri Fiodorovitch es un desharrapado, pero si desafía a un conde, éste acudirá al campo del honor. Pues bien, ¿qué tiene ese hombre que no tenga yo? El es mucho más ignorante. ¡Cuánto dinero ha despilfarrada!
—¡Un duelo! ¡Qué interesante! —observó María Kondratievna.
—¿Por qué?
—Es impresionante tanta bravura, sobre todo si se enfrentan dos oficiales jóvenes, pistola en mano, por una mujer hermosa. ¡Qué cuadro! Si se permitiera asistir a las mujeres, yo no faltaría.
—Para mirarlo no está mal, pero cuando el blanco es la cabeza de uno, el espectáculo carece de atractivo. Usted echaría a correr, María Kondratievna.
—¿Y usted? ¿Saldría corriendo?
Smerdiakov no se dignó contestar. Tras una pausa, se oyó un nuevo acorde y la voz de falsete entonó la última copla.
—Aunque me pese,
me voy a ir de aquí
para gozar de la vida.
Me estableceré en la capital
y no me lamentaré,
no, no me lamentaré.
En este momento se produjo un incidente. Aliocha estornudó. En el banco se hizo el silencio. Alexei se levantó y fue hacia la pareja. Entonces pudo ver que, en efecto, el cantante era Smerdiakov. Iba vestido de punta en blanco, con el pelo abrillantado, e incluso rizado, al parecer, y relucientes las botas. María Kondratievna, la hija de la propietaria, no era fea, pero tenía la cara redonda y sembrada de pecas. Llevaba un vestido azul claro con una cola que no se acababa nunca.
—¿Vendrá pronto mi hermano Dmitri? —preguntó Aliocha con toda la calma que pudo aparentar.
Smerdiakov se levantó lentamente. Su compañera hizo lo mismo.
—Yo no estoy enterado de las idas y venidas de Dmitri Fiodorovitch, porque no soy su guardián —repuso Smerdiakov con gran aplomo y cierto matiz de desdén.
—Lo he preguntado por si acaso usted lo sabía —dijo Aliocha.
—Ni sé dónde está ni quiero saberlo.
—Mi hermano me ha dicho que usted le informa de todo lo que sucede en la casa y que, además, le ha prometido avisarle si llega Agrafena Alejandrovna.
Smerdiakov, impasible, alzó la vista y la fijó en Aliocha.
—¿Cómo se las ha arreglado usted para entrar? Hace una hora que el cerrojo está echado.
—He saltado la valla. Perdóneme, María Kondratievna. Deseo ver a mi hermano cuanto antes.
—¿Habrá alguien capaz de quererle mal? —murmuró la joven, halagada—. Así suele introducirse Dmitri Fiodorovitch en el pabellón. Cuando uno lo ve, ya está instalado.
—Voy en su busca. Necesito verle. ¿No podrían decirme dónde está en este momento? Se trata de un asunto importante y que le interesa.
—Nunca nos dice adónde va —balbuceó María Kondratievna.
—Incluso aquí, en esta casa amiga, su hermano me acosa con sus preguntas sobre mi amo. Qué pasa en su casa, quién viene, quién sale, si hay alguna novedad... Dos veces me ha amenazado de muerte.
—¿Es posible? —exclamó Aliocha, atónito.
—Un hombre de su carácter no se detiene ante nada. ¡Si lo hubiese oído ayer! «Si Agafrena Alejandrovna logra burlarme y pasar la noche en casa con el viejo, no respondo de tu vida», me dijo. Me da tanto miedo su hermano, que si me atreviera lo denunciaría. Es capaz de todo.
—El otro día —añadió María Kondratievna– le dijo: «Te machacaré en un mortero.»
—Eso es hablar por hablar —respondió Aliocha—. Si pudiera verle, le diría algo sobre esto.
—Le voy a decir lo que sé —dijo Smerdiakov, después de reflexionar un momento—. Vengo aquí con frecuencia como vecino. No hay ningún mal en ello. Iván Fiodorbvitch me ha enviado hoy, a primera hora, a casa de Dmitri Fiodorovitch, calle del Lago, para decirle que acudiese sin falta a la taberna de la plaza, donde comerían juntos. He ido, pero ya no le he encontrado. Eran las ocho. Su patrón me ha dicho textualmente: «Ha venido y se ha marchado.» Cualquiera diría que están de acuerdo. En este momento tal vez esté en la taberna con Iván Fiodorovitch, que no ha venido a comer a casa. Fiodor Pavlovitch hace ya una hora que ha comido y ahora está durmiendo la siesta. Pero le ruego encarecidamente que no diga nada de esto. Es capaz de matarme por cualquier nimiedad.
—¿De modo —dijo Aliocha– que mi hermano Iván ha citado a Dmitri en la taberna?
—Sí.
—¿En esa taberna que hay en la plaza y que se llama «La Capital» ?
—Exactamente.
Aliocha daba muestras de gran agitación.
—Gracias, Smerdiakov. La noticia es importantísima. Voy ahora mismo a la taberna.
—No me descubra.
—Descuide. Me presentaré allí como por casualidad.
—¿Adónde va por ahí? —exclamó María Kondratievna—. Voy a abrirle la puerta.
—No, por aquí es más corto el camino. Saltaré la valla.
Impresionado por la noticia de la cita, Aliocha corrió a la taberna. No le parecía prudente entrar tal como iba vestido; preguntaría en la escalera por sus hermanos y los haría salir. Cuando se acercaba a la taberna, se abrió una ventana y desde ella le gritó Iván:
—¡Aliocha!, ¿puedes venir para estar conmigo un rato? Te lo agradeceré de veras.
—No sé si con este hábito...
—Estoy en un comedor particular. Entra en la escalera. Voy a tu encuentro.
Un momento después, Aliocha estaba sentado a la mesa en que Iván comía solo.
CAPITULO III
Los hermanos se conocen
El comedor particular consistía simplemente en que la mesa de Iván, próxima a la ventana, estaba protegida por un biombo de las miradas indiscretas. Se hallaba al lado del mostrador, en la primera sala, por la que circulaban los camareros continuamente. El único cliente era un viejo militar que tomaba el té en un rincón. De las otras salas llegaba el rumoreo propio de esta clase de establecimientos: llamadas, estampidos de botellas al descorcharse, el choque de las bolas en las mesas de billar. Se oía un organillo. Aliocha sabía que a su hermano no le gustaban estos locales, y no iba a ellos casi nunca. Por lo tanto, su presencia allí no tenía más explicación que la cita que había dado a Dmitri.
—Voy a decir que traigan una sopa de pescado a otra cosa. No vas a vivir de té solamente —dijo Iván, que parecía encantado de la presencia de Aliocha. Había terminado ya de comer y estaba tomando el té.
—De acuerdo. Y después de la sopa, té —dijo alegremente Aliocha—. Tengo apetito.
—Y cerezas en dulce, ¿no? ¿Te acuerdas de cómo te gustaban cuando eras niño y estabas en casa de Polienov?
—¿Conque te acuerdas? Sí, quiero cerezas: todavía me gustan.
Iván llamó al camarero y pidió una sopa de pescado, té y cerezas en dulce.
—Me acuerdo de todo, Aliocha. Entonces tú tenías once años y yo quince. A esta edad, y con cuatro años de diferencia, la camaradería entre los hermanos es imposible. Ni siquiera sé si te quería. Durante los primeros años de mi estancia en Moscú no pensaba en ti. Luego, cuando tú llegaste, creo que sólo nos vimos una vez. Y ahora, en los tres meses que llevo aquí, hemos hablado muy poco. Mañana me voy, y hace un momento estaba pensando cómo podría verte para decirte adiós. O sea que has llegado oportunamente.
—¿De veras deseabas verme?
—Lo anhelaba. Quiero que nos conozcamos mutuamente. Pronto nos separaremos. A mi juicio, conviene que tú me conozcas a mí y yo a ti antes de separarnos. Durante estos tres meses no has cesado de observarme. En tus ojos leía una fiscalización continua, y esto es lo que me mantenía a distancia. Al fin, comprendía que merecías mi estimación. He aquí un hombrecito de carácter firme, pensé. Te advierto que, aunque me ría, hablo muy seriamente. Me gustan los que demuestran poseer un carácter firme, sea como fuere, e incluso teniendo tu edad. Al fin, tu mirada escudriñadora dejó de contrariarme, e incluso me resultó agradable. Cualquiera diría que me tienes afecto, Aliocha. ¿Es así?
—Así es, Iván. Dmitri dice que eres una tumba; a mí me pareces un enigma. Incluso ahora me lo pareces. Sin embargo, esta mañana te he empezado a comprender.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Iván entre risas.
—¿No te enfadarás si te lo digo? —preguntó a su vez, y también riendo, Aliocha.
—Habla.
—Pues bien, he advertido que tú eres un joven semejante a todos los que andan por los veintitrés años, que son los que tú tienes; un muchacho rebosante de simpática ingenuidad. ¿De veras no te hieren mis palabras?
—Nada de eso —exclamó Iván con calor—. Por el contrario, veo en ello una sorprendente coincidencia. Desde nuestra entrevista de esta mañana, sólo pienso en la candidez de mis veintitrés años, y ahora esto es lo primero que me dices, como si hubieras adivinado mi pensamiento. ¿Sabes lo que me estaba diciendo hace un instante? Que si hubiera perdido la fe en la vida, si dudara de la mujer amada y del orden universal y estuviera convencido de que este mundo no es sino un caos infernal y maldito, por muy horrible que fuera mi desilusión, desearía seguir viviendo. Después de haber gustado el elixir de la vida, no dejaría la copa hasta haberla apurado. A los treinta años, es posible que me hubiera arrepentido, aunque no la hubiera apurado del todo, y entonces no sabría qué hacer. Pero estoy seguro de que hasta ese momento triunfaría de todos los obstáculos: desencanto, desamor a la vida y otros motivos de desaliento. Me he preguntado más de una vez si existe un sentimiento de desesperación lo bastante fuerte para vencer en mí este insaciable deseo de vivir, tal vez deleznable, y mi opinión es que no lo hay, ni lo habrá, por lo menos hasta que tenga treinta años. Ciertos moralistas desharrapados y tuberculosos, sobre todo los poetas, califican de vil esta sed de vida. Este afán de vivir a toda costa es un rasgo característico de los Karamazov, y tú también lo sientes; ¿pero por qué ha de ser vil? Todavía hay mucha fuerza centrípeta en el planeta, Aliocha. Uno quiere vivir y yo vivo incluso a despecho de la lógica. No creo en el orden universal, pero adoro los tiernos brotes primaverales y el cielo azul, y quiero a ciertas personas no sé por qué. Admiro el heroísmo; ya hace tiempo que no creo en él, pero te sigo admirando por costumbre... Mira, ya te traen la sopa de pescado. Buen provecho. Aquí la hacen muy bien... Oye, Aliocha: quiero viajar por Europa. Sé que sólo encontraré un cementerio, pero qué cementerio tan sugeridor. En él reposan ilustres muertos; cada una de sus losas nos habla de una vida llena de noble ardor, de una fe ciega en el propio ideal, de una lucha por la verdad y la ciencia. Caeré de rodillas ante esas piedras y las besaré llorando, íntimamente convencido de hallarme en un cementerio y nada más que en un cementerio. Mis lágrimas no serán de desesperación, sino de felicidad. Mi propia ternura me embriaga. Adoro los tiernos brotes primaverales y el cielo azul. La inteligencia y la lógica no desempeñan en esto ningún papel. Es el corazón el que ama..., es el vientre... Amamos las primeras fuerzas de nuestra juventud... ¿Entiendes algo de este galimatías, Aliocha? —terminó con una carcajada.