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Resurrección
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Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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XXIV

Se confirmaron las previsiones de Peter Guerassimovitch.

Cuando los tres jueces volvieron de la sala de deliberaciones, el presidente sacó un papel y leyó:

«El 28 de abril de 188, por orden de Su Majestad Imperial, la sección criminal del tribunal del distrito de N..., en virtud de la decisión de los señores miembros del jurado, conforme al tercer párrafo del artículo 771, al tercer párrafo de los artículos 776 y 777 del código de procedimiento criminal, ha condenado al campesino Simón Kartinkin, de 33 años de edad, y a la mestchankaCatalina Maslova, de 27 años de edad, a la privación de todos sus derechos civiles e individuales y a trabajos forzados: Kartinkin, por un plazo de ocho años; Maslova, por un plazo de cuatro años, con, para los dos, las consecuencias del artículo 25 del código penal.

»A la mestchankaEufemia Botchkova, de 44 años de edad, a la privación de sus derechos individuales y del uso de sus bienes ya un encarcelamiento de tres años, con las consecuencias del artículo 48 del código penal.

»Ha condenado además a los tres detenidos, conjunta y solidariamente, a pagar todos los gastos del proceso, debiendo a cargo de la Hacienda dichos gastos en caso de insolvencia, la cual procederá a la venta de las piezas de convicción, a la restitución de la sortija ya la destrucción de los recipientes de cristal.

Kartinkin permanecía inmóvil, en la misma actitud militar, los brazos rígidos a lo largo del cuerpo y las mejillas en movimiento; Botchkova aparecía absolutamente tranquila; Maslova, al leerse la sentencia, enrojeció.

–¡No soy culpable! ¡No soy culpable! -exclamó, con una voz que resonó en toda la sala -.¡Es pecado! ¡No soy culpable! ¡Yo no quería eso; no lo pensaba! ¡Es verdad lo que digo!

Y, dejándose caer en el banquillo, estalló en violentos sollozos.

Cuando Kartinkin y Botchkova se levantaron para salir, ella se quedó sentada, sin dejar de sollozar; para obligarla a levantarse fue necesario que uno de los guardias le tirase de la manga del capote.

.«No, no se puede dejar que las cosas queden así», se dijo Nejludov, olvidando su mal pensamiento de hacía unos instantes. Y, sin reflexionar, se precipitó hacia el corredor para ver una vez más a Maslova.

Ante la puerta se apretujaba la muchedumbre animada de los jurados y de los abogados, dichosos por haber concluido; Nejludov tuvo que esperar algunos minutos antes de poder abandonar la sala. Cuando llegó al corredor, Maslova estaba ya lejos. Corrió hacia ella, sin preocuparse de la extrañeza que provocaba, y no se detuvo hasta haber llegado a su altura. Ya ella no lloraba, pero dejaba escapar grandes sollozos entrecortados, mientras se enjugaba con la punta de su pañolón el enrojecido rostro. Pasó ante él sin verlo, y él la dejó pasar para luego reemprender su carrera a través del corredor con objeto de buscar al presidente del tribunal. Cuando Nejludov lo alcanzó, el presidente estaba ya en el vestíbulo y dispuesto a marcharse. Acercándose a él, que en aquel momento se ponía un elegante abrigo claro y recibía de manos del portero su bastón con puño de plata, Nejludov le dijo:

–Señor presidente, ¿Podría hablarle un momento del asunto que se acaba de juzgar? Soy miembro del jurado.

–Pero, ¡cómo! ¿No es usted el príncipe Nejludov? Tengo mucho gusto en volverlo a ver -respondió el presidente, con un apretón de manos.

Se acordaba con placer del baile en que se habían conocido y donde él mismo había bailado con más encanto y viveza que los jóvenes.

–¿En qué puedo servirle?

–Nuestra respuesta referente a Maslova se basa en una equivocación. Inocente del envenenamiento, he aquí que se la condena a trabajos forzados -dijo Nejludov con aire sombrío.

–Pero el tribunal ha dictado su sentencia según las respuestas de ustedes -dijo el presidente, avanzando hacia la puerta -, aunque en modo alguno hayamos encontrado relación en esas respuestas con las preguntas.

El presidente se acordó entonces de que había tenido la intención de explicar a los jurados que la respuesta: «Sí, culpable, no haciendo constar la salvedad: «sin intención de matar afirmaba el asesinato con premeditación; pero que, con la prisa de acabar, no lo había dicho.

–Pero, ¿no se podría reparar este error?

–Siempre se encuentran motivos de casación. Hay que dirigirse a los abogados -dijo el presidente, ladeándose el sombrero sobre la oreja y acercándose a la puerta.

–¡Pero es espantoso!

–Mire usted, para Maslova no había más que dos soluciones posibles...

Habiéndose sacado las patillas sobre el borde del traje, agarró ligeramente a Nejludov para arrastrarlo hacia la salida, pues el presidente parecía sin duda deseoso de ser agradable al príncipe.

¿Sale usted también? -le dijo.

–Sí– respondió Nejludov, quien se puso con rapidez su abrigo y siguió al presidente.

Fuera brillaba un sol radiante, y las calles estaban llenas de ruido y de animación. A causa del estrépito que formaban sobre d pavimento las ruedas de los vehículos, el presidente tuvo que levantar la voz:

–Mire usted– dijo -, la situación era un poco rara. Para este asunto no había más que dos soluciones posibles. Maslova podía ser casi absuelta, es decir, condenada a algunos meses de cárcel, condena de la que se habría deducido su prisión preventiva; la pena que quedara sería insignificante. O bien había que condenarla a trabajos forzados. Nada de términos medios. Si ustedes hubiesen añadido las palabras: «pero sin intención de causar la muerte», habría sido absuelta.

–¡Es imperdonable en mí no haber pensado en eso! -dijo Nejludov.

–Pues bien, ahí está el quid de la cuestión -replicó el presidente, sonriendo y mirando su reloj. El último plazo de la cita fijada por Clara iba a expirar dentro de tres cuartos de hora -.Y ahora, si usted lo desea, diríjase a un abogado. No se trata más que de encontrar una motivo de casación: eso se encuentra siempre. Calle Dvorianskaia– dijo a un cochero -. Treinta copeques por la carrera; nunca doy más.

–¡Dígnese subir su excelencia!

–Mis mejores saludos -terminó el presidente, despidiéndose de Nejludov -.Y si puedo serle útil: casa Dvornikov, calle Dvorianskaia: ¡es fácil de retener!

Luego saludó a Nejludov con una última inclinación con descendiente de cabeza y se alejó.

XXV

Su conversación con el presidente y el contacto con el aire fresco del exterior habían calmado un poco a Nejludov. Atribuyó en gran parte a la fatiga la extraña emoción que acababa de experimentar y que habían exagerado las circunstancias anormales en que se encontraba desde por la mañana.

«Desde luego– pensó -, he aquí un encuentro asombroso y extraño. Mi deber es suavizar lo antes posible la suerte de esa infortunada. Por tanto, ahora mismo voy a enterarme de la dirección de Fanarin, o de Nikichin.»

Se trataba de dos abogados famosos cuyos nombres le acudieron a la memoria.

Deshizo el camino andado, volvió a entrar en el Palacio de Justicia, se quitó el abrigo y subió la escalera. En el primer corredor encontró a Fanarin y lo abordó diciéndole que tenía que hablar con él. El abogado, que lo conocía de vista y de nombre, se apresuró a dispensarle una buena acogida.

Estoy un poco cansado; pero si no es cosa de mucho tiempo, cuénteme su asunto. Pasemos por aquí.

Hizo pasar a Nejludov a una sala, sin duda el despacho de algún juez, donde se sentaron cerca de la mesa.

–Bueno, ¿de qué se trata?

Ante todo -dijo Nejludov -, debo rogarle que no diga a nadie la participación que tomo en el asunto del que quiero hablarle.

Naturalmente, ni que decir tiene. ¿Y bien...?

Soy jurado , y hoy hemos condenado a trabajos forzados a una mujer que no es culpable. Eso me atormenta.

A pesar suyo, enrojeció y se turbó. Fanarin lanzó sobre él una rápida mirada, bajó los ojos y escuchó.

–Dígame -instó.

–Hemos condenado a una inocente. Quisiera que se presentara recurso contra la sentencia, llevando el juicio a una jurisdicción superior.

–Al Senado– precisó el abogado.

Y he venido a pedirle a usted que se encargue de este asunto.

Nejludov tenía prisa sobre todo de zanjar un punto delicado, y añadió ruborizándose:

–Sus honorarios y todos los gastos, por considerables que sean, corren de mi cuenta.

–Sí, sí, no discutiremos sobre eso -replicó el abogado, sonriendo complacidamente al ver la inexperiencia de Nejludov -. Bueno, ¿en qué consiste ese asunto?

Nejludov sé lo resumió brevemente.

–Muy bien. Mañana mismo pediré los autos y los examinaré , y pasado mañana... No, más bien el jueves... El jueves, pues, si usted quiere venir a mi casa a eso de las seis de la tarde, le daré una respuesta. Estamos de acuerdo, ¿no es así? Tengo todavía varias cosas que hacer en el Palacio antes de volver a casa.

Nejludov se despidió de él y abandonó el Palacio de Justicia.

Aquella nueva conversación había aumentado su calma; se estimaba dichoso por haber emprendido ya algunas medidas en defensa de Maslova. Gozaba del hermoso tiempo y aspiraba deliciosamente los efluvio primaverales. Conductores de coches de punto parados delante de él le ofrecían sus servicios, pero él prefería caminar. Todo un enjambre de pensamientos y recuerdos relativos a Katucha y a su conducta para con ella ocupaban su mente , y se sintió lleno de tristeza. «N– se dijo-, ya pensaré en eso más tarde. Ahora tengo que distraerme de tantas impresiones penosas.»

Recordó la cena de los Kortchaguin y consultó su reloj. No era tan tarde que no pudiese llegar para cenar. Las campanas de un tranvía resonaron detrás de él; echó a correr, llegó al vehículo y subió. Descendió más lejos, en la plaza, escogió un coche bien enjaezado y, diez minutos después, se vio ante la escalinata de la gran casa de los Kortchaguin.

XXVI

Que su señoría se digne entrar; lo esperan arriba– dijo con una complaciente sonrisa el grueso portero de los Kortchaguin, avanzando hasta la escalinata al encuentro de Nejludov -. Están a la mesa y han dado orden de no recibir a nadie más que a usted.

Luego, el portero fue hacia la escalera y tiró del cordón de una campanilla.

–¿Hay gente? -preguntó Nejludov, quitándose el abrigo.

–Aparte la familia, están los señores Kolossov y Mijail Sergueievitch -respondió el portero.

En el rellano de la escalera apareció la elegante silueta de un lacayo con librea y con guantes blancos.

–Que su señoría se digne subir. Le ruegan que entre.

Nejludov subió la escalera, atravesó el grande y magnífico salón que le era tan conocido y penetró en el comedor. Toda la familia Kortchaguin estaba reunida alrededor de la mesa, con excepción de la princesa Sofía Vassilievna, la madre de Missy, que comía siempre en su habitación. La cabecera de la mesa estaba ocupada por el viejo Kortchaguin, quien tenía a su izquierda al médico de la casa ya su derecha a Iván Ivanovitch Kolossov, ex mariscal de la nobleza, actualmente miembro del consejo de administración de un banco y colega de opinión liberal de Kortchaguin. A la izquierda, miss Rader, institutriz de la hermanita de Missy; luego, esta hermana, de cuatro años de edad; a la derecha, frente a ella, Petia, el hermano de Missy, colegial de sexto año, que preparaba sus exámenes, prolongando así la estancia de toda la familia en la ciudad, y un estudiante, su repetidor. Más lejos, uno frente a otro, Catalina Alexeievna, madura señorita de cuarenta años, eslavófila, y Mijail Sergueievitch o Micha Teleguin, primo de Missy; finalmente, al otro extremo de la mesa, Missy, y cerca de ella un cubierto no utilizado.

–¡Ah, esto sí que es magnífico! ¡Dése prisa; no estamos más que en el pescado! -exclamó el viejo Kortchaguin, alzando los ojos sobre Nejludov y masticando con precaución con sus dientes postizos.

–¡Esteban! -gritó en seguida al majestuoso camarero principal, con la boca llena y señalando con los ojos el cubierto vacío.

Nejludov conocía al viejo Kortchaguin desde hacía mucho tiempo, y lo había visto muy a menudo a la mesa. Pero aquella noche quedó desagradablemente impresionado por su rostro sanguíneo y congestionado, por su boca sensual, por su grueso cuello, por el conjunto de su semblante, además de la manera como se metía un pico de la servilleta en el escote de su chaleco , y por toda aquella corpulencia de general obeso.

A pesar suyo, se acordó de haber oído hablar de la dureza de aquel hombre en los tiempos en que, siendo gobernador de provincia, había hecho fusilar y ahorcar a numerosos desgraciados, Dios sabe por qué, puesto que, rico y bien emparentado, no tenía motivo alguno para mostrar tanto celo.

–¡En seguida van a servir a su señoría! -dijo Esteban, sacando de un cajón del aparador un cucharón, mientras el elegante lacayo ponía en orden el cubierto colocado junto a Missy en el que la servilleta almidonada y artísticamente plegada dejaba ver en una de las esquinas un escudo de armas bordado.

Primeramente, Nejludov dio la vuelta alrededor de la mesa v estrechó las manos de los comensales. Todos, con excepción del viejo Kortchaguin y de las damas, se levantaron para tenderle la suya. Aquel paseo y aquellos apretones de mano, dados a gentes en su mayor parte desconocidas, le parecieron aquella noche particularmente ridículos y desagradables. Se excusó de su retraso e iba a sentarse en el sitio vacante entre Missy y Catalina Alexeievna, cuando el viejo Kortchaguin exigió que tomase al menos entremeses, si no un vasito de aguardiente. Le fue preciso, pues, acercarse a la mesita donde estaban la langosta, el caviar, el queso y los arenques. Creía no tener hambre; pero, habiendo probado el queso, se puso a devorar con avidez.

–Bueno, qué, ¿ha socavado usted los cimientos? -le preguntó Kolossov, empleando con ironía la expresión reciente de cierto periódico reaccionario que hacía campaña contra la institución del jurado -. Habrá usted absuelto a culpables y condenado a inocentes, ¿no es así? ¿Qué me dice?

–¡Socavado los cimientos! ¡Socavado los cimientos! -repitió el viejo príncipe con una risita. Su confianza en el ingenio y en la ciencia de su amigo, cuyas ideas compartía, no tenía límites.

A riesgo de parecer descortés, Nejludov no respondió a Kolossov. Se sentó ante su plato, se sirvió sopa y continuó comiendo con un apetito feroz.

–¡Déjenlo que se fortalezca!– dijo Missy, sonriendo y mostrando con el empleo de aquella frase la familiaridad de sus relaciones.

Kolossov, con un tono desenvuelto y en voz alta, siguió discutiendo el artículo del periódico reaccionario sobre la institución del jurado. Miguel Sergueievitch replicaba contraponiendo los errores groseros que se contenían en otro artículo reciente del mismo periódico.

Como siempre, Missy se mostraba totalmente distinguiday llevaba un atuendo de una elegancia discreta y sobria.

–Sin duda estará usted agotado de hambre y de cansancio, ¿no?– le dijo a Nejludov cuando éste hubo acabado su sopa.

–Pues no, no demasiado. ¿y usted? ¿Han ido ustedes a ver esos cuadros?

–No; nuestra visita se ha diferido para más adelante. Hemos ido a jugar al lawn-tennisen casa de los Salamatov. Y, mire usted, la verdad es que míster Crooks juega de una manera admirable.

Nejludov había venido a casa de los Kortchaguin para distraerse. El lujo y la riqueza de la casa, de acuerdo con sus gustos refinados, habían hecho siempre que le resultaran agradables esas visitas, así como la atmósfera de halago acariciante con que se le envolvía allí. Pero aquella noche, por una casualidad singular, todo lo encontraba desagradable: desde el portero, la ancha escalera, las flores, los lacayos y los adornos de la mesa, hasta Missy, a la que no tuvo más remedio que juzgar afectada y poco seductora. Le molestaba el tono de suficiencia y grosería de Kolossov, su liberalismo, y la silueta bovina y sensual del viejo Kortchaguin, y las citas francesas de la madura señorita eslavófila, y los rostros enfurruñados de la institutriz y del repetidor; y más aún aquella frase de tono familiar con que había hablado de él Missy.

Ésta seguía inspirándole dos sentimientos contrarios. Unas veces era perfecta, porque la veía a través de un velo o como al claro de luna, y le parecía fresca, bella, inteligente, natural; otras veces, como bajo los rayos deslumbrantes del sol, le era imposible no darse cuenta de sus imperfecciones , y aquel día él estaba en esta última disposición. Distinguía las arrugas de su frente, la señal de las tenacillas rizadoras en sus cabellos, y los huesos salientes de sus codos; le impresionaba sobre todo la anchura de las uñas de sus grandes dedos, que le recordaban los dedos macizos del padre de la joven.

–¡Qué juego tan aburrido ese lawn-tennis! -opinó Kolossov -. En nuestros tiempos, el juego de la pelota era mucho más divertido.

–Pues no -exclamó Missy -.No sabe usted lo que es. No hay nada más locamente fascinante.

Nejludov tuvo la impresión de que ella había dicho aquella palabra «locamente» con una afectación insoportable.

Se entabló una discusión. Intervinieron en ella Mijail Sergueievitch y Catalina Alexeievna. Únicamente la institutriz, el repetidor y los niños permanecieron mudos y aburridos.

–Vamos, siempre están disputando! -dijo con una risa exagerada el príncipe Kortchaguin, quitándose la servilleta de! escote del chaleco.

Cuando se levantaba, un lacayo se apresuró a retirarle la silla. Después de él, todo el mundo se levantó para dirigirse hacia una mesita donde había vasos de agua tibia perfumada. Los comensales se enjuagaron la boca y continuaron una conversación que no interesaba a nadie.

–¿No es verdad que no hay nada como el juego que revele tanto el carácter de la gente? -preguntó Missy a Nejludov, invitándolo así a corroborar su propia opinión.

Había visto en el rostro del príncipe una expresión concentrada y severa, que ya le había notado otras veces, y quería conocer la causa de la misma.

–A decir verdad, no sé nada de eso y nunca he pensado sobre esa cuestión– respondió Nejludov.

–¿Quiere usted que subamos a la habitación de mamá? -preguntó ella entonces.

–Sí, sí– respondió él, y encendió un cigarrillo. Pero el tono de su respuesta indicaba con bastante claridad que no tenía grandes deseos de hacer eso.

La joven se calló y le lanzó una mirada inquisitiva que lo puso de mal humor.

«Verdaderamente -se dijo-, parece que he venido aquí para propagar el aburrimiento.» Y, esforzándose en parecer amable, dijo que iría con gusto a presentar sus homenajes a la princesa, si es que ella quería recibirlo.

–Mamá estará encantada. Podrá usted fumar en su habitación como aquí. Iván Ivanovitch ya está allí sin duda.

Sofía Vassilievna, la señora de la casa, no se dejaba ver más que acostada. Desde hacía ya ocho años recibía a sus visitantes tendida en un canapé, envuelta en encajes y cintas, entre los terciopelos, los dorados, los marfiles, los bronces, las lacas y las flores. No veía, y lo repetía frecuentemente, más que a «sus amigos», es decir, a aquellos que a su juicio se destacaban sobre el común de los mortales. Nejludov era uno de ésos, porque pasaba por inteligente, porque su madre había hecho buenas migas con los Kortchaguin y porque la princesa deseaba que Missy se casara con él.

La habitación de Sofía Vassilievna estaba precedida de un salón grande y de otro pequeño. En el grande, Missy, que caminaba delante de Nejludov, se detuvo de pronto y se quedó mirándolo, agarrando nerviosamente el respaldo dorado de una silla baja.

Ella tenía el más vivo deseo de casarse; Nejludov era para ella un buen partido. Además, le agradaba y se había hecho a la idea, no de que ella le pertenecería, sino de que él sería de ella. Perseguía su objetivo con esa astucia inconsciente y tenaz que ponen en ello las neuróticas. Queriendo, pues, obligar a Nejludov a explicarse, le dijo a quemarropa:

–A usted le ha pasado algo; lo veo. Dígame qué es.

Él se acordó de su aventura en la Audiencia frunció las cejas y enrojeció.

–Sí -respondió, negándose a mentir -, me ha ocurrido algo extraño, inesperado y grave.

–¿Qué es? ¿No puede usted decírmelo?

–Por ahora, no. Permítame que no le diga nada. Me ha pasado una cosa sobre la cual es preciso que siga reflexionando– añadió, ruborizándose aún más.

–¿Y no me lo dirá usted?

Se le contrajo un músculo del rostro, y la joven soltó el respaldo de la silla.

–No, no puedo– replicó Nejludov, comprendiendo que, con aquella respuesta suya a la joven, se respondía a sí mismo y reconocía la gravedad de lo que le había pasado.

–Como usted quiera. Entonces, venga conmigo.

Sacudió la cabeza, como para alejar un pensamiento inoportuno, y reanudó más rápidamente su marcha.

Nejludov creyó notar que ella hacia un esfuerzo para reprimir las lágrimas. Le dio vergüenza y se reprochó la pena que le estaba causando; pero la menor debilidad lo habría perdido, o ligado para siempre, y, aquella noche sobre todo, eso era lo que más temía. Así, pues, silencioso, la acompañó hasta la habitación de la princesa.


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