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Resurrección
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Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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III

En el mismo momento en que Maslova, fatigada por una larga marcha, se acercaba con sus guardas a los edificios del tribunal, el sobrino de sus antiguas amas, el príncipe Dmitri Ivanovitch Nejludov, su seductor de antaño, estaba aún acostado sobre el blando colchón de plumas, en su gran cama de muelles. Vestido con un camisón de dormir de tela de Holanda, con una pechera finamente plisada, fumaba un cigarrillo y, con los ojos en el vacío, reflexionaba sobre lo que había hecho la víspera y sobre lo que tendría que hacer aquel día.

Recordó que la víspera había pasado la velada en casa de los Kortchaguin. Eran gentes muy ricas, muy honorables y, según opinión general, él debía casarse con su hija. Al recordar esto, suspiró; luego tiró su cigarrillo y alargó el brazo para coger otro de una pitillera de plata. Pero bruscamente cambió de idea y se decidió a incorporar su pesado cuerpo para echar fuera de la cama sus blancos y lisos pies y calzarlos con pantuflas. Recubrió seguidamente sus anchos hombros con un peinador de seda y, con paso pesado pero vivo, abandonó su alcoba para pasar al lado, a un gabinete de tocador impregnado de olor a elixires, agua de Colonia y perfumes. En varios sitios, sus dientes estaban rellenos o sujetos con plomo: empezó por cepillárselos con cuidado, con un polvo especial, y en seguida se los enjuagó con un agua perfumada; luego, con un jabón oloroso, se lavó las manos en un lavabo de mármol y puso gran cuidado en limpiar y pulir sus uñas, que conservaba muy largas. Terminado esto, abrió del todo el grifo del lavabo y se lavó la cara, las orejas y el cuello. En una tercera pieza, adonde pasó seguidamente, había instalado un aparato de duchas, cuyo surtidor de agua fría accionó a fin de refrescarse su musculoso y blanco cuerpo, ya pesado por la grasa. Se secó con un trapo-esponja, se puso ropa blanca bien planchada, se calzó sus botines brillantes como espejos, se sentó delante de la luna del tocador y, sirviéndose de un doble juego de cepillos, se peinó primero los bucles de su corta barba negra, y luego los cabellos, que ya le clareaban en la coronilla.

Para su vestimenta no empleaba nunca nada -ropa blanca, trajes, calzados, corbatas, alfileres, pasadores– que no fuese a la vez de primera calidad, simple y poco llamativo, pero sólido y caro.

Habiendo cogido, entre una docena de corbatas y otros tantos alfileres, los que le vinieron más a mano (en otros tiempos le habría divertido elegir, pero ya hoy esto no le decía nada), Nejludov se puso el traje que encontró cepillado y preparado sobre una silla y, aunque incompletamente refrescado, pero limpio y perfumado, entró en el largo comedor cuyo entarimado había sido encerado la víspera por tres mujiks. Este comedor estaba amueblado con un enorme aparador de roble y una mesa extensible, igualmente de roble, con las patas esculpidas en forma de garras de león y ampliamente separadas, lo que daba a aquel mueble un aspecto imponente. La mesa estaba recubierta por un mantel fino, y sobre ella había una cafetera de plata llena de oloroso café, un azucarero también de plata, una ponchera llena de nata, y panecillos frescos, así como bizcochos, en una cestilla. El correo de la mañana había sido colocado cerca de! cubierto: cartas, periódicos y un ejemplar de la Revue Jes Deux Mondes. Cuando Nejludov iba a abrir las cartas, la puerta que daba acceso al corredor se abrió para dar paso a una mujer alta, ya de edad, vestida de negro y tocada con una pañoleta de encajes. Era Agrafena Petrovna, doncella de la difunta princesa, la madre de Nejludov, ésta muerta recientemente en la misma casa. La doncella de la madre ejercía ahora con el hijo las funciones de ama de llaves.

Durante un período de diez años, Agrafena Petrovna había hecho, con la madre de Nejludov, estancias prolongadas en el extranjero, y esto le había dado el porte y los modales de una dama. Estaba desde su infancia en la casa de los Nejludov, y así había conocido a Dmitri Ivanovitch cuando éste era solamente «Mitegnka».

–Buenos días, Dmitri Ivanovitch -dijo ella.

–Buenos días, Agrafena Petrovna. ¿Qué hay de nuevo? —preguntó Nejludov.

–Es una carta de la princesa -respondió ella -.No sé si es de la señora o de la señorita. La doncella de los Kortchaguin la ha traído hace ya bastante tiempo y espera en mi habitación.

Y tendiendo la misiva, Agrafena Petrovna sonrió significativa.

Nejludov cogió la carta y respondió: -Está bien; que espere un momento.

Pero al mismo tiempo había visto la sonrisa de Agrafena Petrovna y se había ensombrecido, a causa del significado de aquella sonrisa: evidentemente, Agrafena Petrovna no ignoraba que la carta procedía de la joven princesa Kortchaguin, con quien, probablemente, iba a casarse su amo , y esta suposición le resultaba desagradable a Nejludov.

–Entonces -dijo Agrafena Petrovna -, voy a avisar a la doncella que siga esperando.

Previamente volvió a colocar en el sitio que le estaba asignado un cepillo de mesa que alguien había movido y abandonó la estancia.

Nejludov abrió el sobre perfumado entregado por Agrafena Petrovna; la carta que abrió estaba escrita sobre un papel gris y grueso, con una letra suelta de rasgos puntiagudos. Y leyó:

«Habiéndome encargado voluntariamente de recordarle las cosas, le traigo a la memoria que hoy, 28 de abril, debe usted formar parte de! jurado en el tribunal de la Audiencia y que por consiguiente no le será posible en absoluto acompañarnos, con Kolossov, a visitar la galería de cuadros, según la promesa hecha por usted ayer con su habitual falta de reflexión; à moins que vous ne soyez disposé à payer a la cour d'assises les 300 roubles d'amende que vous vous refusez pour votre cheval. Pensé en esto ayer, inmediatamente después que se marchó. ¡Piense usted ahora por su parte!

»Princesa M. Kortchaguin.»

La otra página llevaba escrito:

« Maman vous fait dire que votre couvert vous attendra jusqu'à la nuit. Venez absolument à quelle heure que ce soit.

»M.K.»

Nejludov, fruncidas las cejas, vio en este billete una nueva tentativa de la campaña iniciada hacía justamente dos meses por la princesa, con la intención de encerrarlo en lazos cada vez menos fáciles de romper. Por diversas razones, independientes de ese estado de espíritu que hace vacilar, en el umbral del casamiento, a los hombres de edad madura acostumbrados al celibato, y, por otra parte, medianamente enamorado, no pensa.ba apenas en declararse en aquellos momentos, aunque estuviera decidido a casarse. El motivo que se lo impedía no tenía nada que ver en absoluto con la seducción y el abandono, sobrevenidos diez años antes, de Katucha por Nejludov; esto él lo había olvidado totalmente y no tenía por qué encontrar en ello un obstáculo para su casamiento. El motivo era, pues, completamente distinto y consistía en relaciones mantenidas con una mujer casada y que ésta no quería en modo alguno romper, aunque él se hubiese decidido recientemente a hacerlo.

Nejludov era muy tímido con las mujeres, y esta misma timidez había incitado precisamente a la dama en cuestión a plegarlo bajo su yugo. Estaba casada con un mariscal de la nobleza del distrito en el que Nejludov participara en las elecciones. Nejludov se había sentido arrastrado poco a poco aun amorío, que por días resultaba más envolvente y, al mismo tiempo, más penoso. Al principio no había podido resistir a la seducción; pero luego se reconocía culpable para con su amante, Sin por eso resolverse a romper contra la voluntad de ella los vínculos existentes. He ahí por qué Nejludov creía no poder declararse a la señorita Kortchaguin, ni siquiera aunque él lo hubiese querido.

Justamente en el correo del príncipe había una carta del marido de su amante. Al reconocer la letra y el sello, enrojeció y se sintió fustigado por una oleada de energía, como ocurre a la aproximación de un peligro. Pero, una vez que hubo abierto la carta, recuperó su calma. El mariscal de la nobleza del distrito donde se encontraban las principales propiedades de Nejludov escribía al príncipe para informarlo de que a finales de mayo se iba a inaugurar una sesión extraordinaria del Consejo general, y le rogaba que acudiese sin falta a fin de «echarle una mano»; se debía, en efecto, deliberar allí sobre dos cuestiones de gran importancia: la de las escuelas y la de los caminos vecinales, destinadas las dos a levantar, por parte de los reaccionarios, una violenta oposición.

Este mariscal de la nobleza, liberal él mismo, luchaba, con el apoyo de algunos otros liberales del mismo matiz, contra la reacción que se había producido bajo Alejandro III; dedicado enteramente a esa tarea, no encontraba ya tiempo para darse cuenta de que lo engañaba su mujer

A propósito de esto, Nejludov repasó en su memoria las angustias que ya lo habían asaltado varias veces, como por ejemplo aquel día en que había creído que todo estaba descubierto, y el duelo que juzgaba inevitable con aquel marido, aunque él se proponía tirar al aire; luego, una escena terrible con su amante: ésta, en un acceso de desesperación, corriendo para ahogarse en el estanque del parque, y cómo él la buscó.

Y pensó: «No puedo ir allí en estos momentos ni puedo hacer nada mientras no haya recibido su respuesta.» En efecto, ocho días antes había escrito a la dama una carta categórica en la que reconocía su falta y se declaraba dispuesto a todo para redimirla, pero insistía al final en la necesidad, por interés de ella misma, de romper para siempre sus relaciones. Y la respuesta a aquella carta no llegaba, lo que, sin embargo, era para él un buen augurio. Porque si, en efecto, ella estuviese resuelta a no romper, habría respondido hace ya tiempo, mejor aún, habría acudido ella misma, como ya lo había hecho otras veces. Nejludov se había enterado de que cierto oficial le hacía la corte y, aunque experimentaba un sufrimiento causado por los celos, se alegraba por la esperanza de haberse liberado de una mentira que le pesaba.

En su correo, Nejludov encontró una segunda carta que le llegaba del intendente principal de sus bienes. Éste insistía en que el príncipe se dirigiese a su finca, a fin de ver confirmar allí los derechos sucesorios que tenía de su madre y para decidir al mismo tiempo el tipo de gerencia que quería aplicar en lo sucesivo a sus bienes. La cuestión se planteaba de dos modos: ¿se debía continuar administrando aquellos bienes como se había en vida de la princesa difunta? O bien, siguiendo los consejos dados antaño por el intendente a la princesa y renovados al joven príncipe, ¿no convendría más aumentar el inventario y cultivar directamente las tierras que se habían arrendado a los campesinos? En este último caso, el rendimiento de la explotación sería superior. El intendente se excusaba además, del ligero retraso sufrido en el envío al príncipe de una suma de tres mil rublos de renta la cual le sería expedida por el próximo correo. La, culpa era de los colonos, tan poco escrupulosos en la ejecución de sus pagos, que el intendente había tenido que pasar lo suyo para conseguir recaudar aquel dinero, y con algunos incluso había tenido que recurrir a la fuerza. Esta misiva le resultó a Nejludov a la vez agradable y desagradable. Le complacía verse a la cabeza de una fortuna mas considerable que en el pasado; pero se acordaba, por otra parte, de que en los tiempos de su primera juventud, partidano entusiasta de las teorías sociologistas de Spencer, y siendo él mismo gran terrateniente, había quedado impresionado tras la lectura de Social statics, por su situación y por el hecho de que la equidad no admite la propiedad rústica individual. Con la franqueza y la decisión de la juventud, no solamente había dicho entonces que la tierra no puede ser objeto de una propiedad privada; no solo había escrito a la universidad un estudio sobre este tema, sino que además había distribuido realmente entre los mujiksla parcela de terreno que su padre le había dejado, no queriendo poseer esa tierra en contra de sus convicciones. Ahora que había heredado de su madre grandes propiedades, debía: o bien renunciar a su tierra, como lo había hecho diez años antes respecto a las doscientas deciatinas 1  1una deciatina vale aproximadamente una hectárea —N. del T.


[Закрыть]
de la tierra de su padre, o bien considerar como erróneas sus antiguas teorías sobre esta cuestión.

El primero de estos dos partidos era de hecho inaceptable, ya que las rentas de sus propiedades constituían sus únicos medios de vida. No se sentía con valor para volver a entrar en el ejército; y la costumbre de una vida de ocio y de lujo no era cosa que le pudiera hacer pensar en renunciar: sacrificio que sin duda por otra parte sería inútil, ya que Nejludov no se sentía ni con la fuerte convicción ni con el amor propio y el deseo de asombrar que había tenido en su juventud. En cuanto al segundo partido, consistente en olvidar la argumentación clara y bien trabada que prueba la ilegitimidad de la posesión individual de la tierra, argumentación que había extraído del Social staticsde Spencer y cuya brillante confirmación había encontrado posteriormente en las obras de Henry George, no podía ya adoptarlo.

Por eso la carta de su intendente le resultaba desagradable.

IV

Habiendo acabado de tomar su café, Nejludov pasó a su despacho para asegurarse, por la citación oficial, de la hora en que debía presentarse en el Palacio de Justicia y para responder a la princesa. Para dirigirse a ese gabinete atravesó su estudio, donde, sobre un caballete, se alzaba un cuadro empezado, en tanto que diversos bosquejos colgaban de las paredes. Desde hacía dos años trabajaba en aquel cuadro sin conseguir acabarlo nunca; viéndolo, así como todos aquellos bosquejos y el estudio entero, experimentó más fuertemente que nunca la sensación de su incapacidad para progresar en la pintura y se convenció de que carecía de talento. En verdad, esta sensación podía provenir de una delicadeza exagerada de su gusto artístico; con todo, la comprobación le resultó desagradable.

Siete años antes había abandonado el ejército porque se había descubierto talento de pintor, y desde lo alto de su carrera artística había considerado con desdén todas las demás ocupaciones. Ahora se daba cuenta de que ya no tenía derecho para proceder así. Incluso el solo recuerdo de sus tentativas de artista le resultaba desagradable. Estaba, pues, en un estado de espíritu más bien melancólico cuando penetró en su inmenso despacho, tan adornado y cómodo como era posible.

Se acercó a una enorme mesa de escritorio provista de cajones etiquetados y abrió el que llevaba la indicación Urgente, donde encontró en seguida la citación que buscaba. Se le informaba en ella que debería encontrarse a las once en el Palacio de Justicia. Nejludov se sentó y empezó su carta dando las gracias a la princesa por su invitación y diciéndole que trataría de llegar para la cena. Pero rompió el billete que acababa de escribir, encontrándolo demasiado íntimo. Escribió otro; lo halló demasiado frío, casi descortés, y lo rompió igualmente. Llamó, y un lacayo, hombre de edad, de aspecto grave, mentón rasurado y patillas, con un delantal de indiana gris, se presentó en la habitación.

–Haga venir un coche, por favor.

–A sus órdenes.

–y diga a la enviada de los Kortchaguin que está bien, que doy las gracias y que haré todo lo posible por ir.

–A sus órdenes.

Nejludov pensó: «No es lo más educado, pero no puedo decidirme a escribir. Por lo demás, hoy la veré.»

Seguidamente se vistió y salió a la escalinata. En la calle lo esperaba ya un elegante coche, el que utilizaba de costumbre, con ruedas de caucho.

–Anoche -le dijo el cochero, volviendo a medias su moreno y poderoso cuello, embutido en el blanco cuello de su camisa -llegué a casa del príncipe Kortchaguin cuando usted acababa de salir. El portero me dijo: «Se acaba de marchar.»

Nejludov pensó: «¡Hasta los cocheros están enterados de mis relaciones con los Kortchaguin!» y de nuevo afrontó la cuestión de casarse o no con la joven princesa. Y, como en la mayoría de las cuestiones que se le planteaban en aquellos momentos, seguía sin conseguir resolver ésta en un sentido o en otro.

El casamiento, desde un punto de vista general, se presentaba con dos bazas favorables. Primeramente, además de la calma del hogar doméstico, había la posibilidad de una vida honesta que suprimiría los inconvenientes de una vida sexual irregular; por otra parte, y éste era un punto importante, Nejludov tenía la esperanza de dar, con una familia e hijos, un sentido a su vida, ahora sin objeto. Por el contrario, reacio al matrimonio en general, había en él ese tipo de temor profesado por los solteros de una cierta edad, relativo a la pérdida de su libertad, y también el miedo irrazonable que inspira siempre el misterio de la naturaleza femenina.

Favorable en el caso particular del casamiento con Missy (como ocurre en todas las familias de la alta sociedad, Missy era el sobrenombre usado en la intimidad por la joven princesa Kortchaguin: su verdadero nombre de pila era María), el argumento perentorio se basaba en la excelente familia a la que pertenecía la muchacha y también en que, en todas partes, en sus vestidos su manera de hablar, de caminar, de reír, se diferenciaba del común de las mujeres, no por una virtud particular, sino por su «distinción». Él tenía esta cualidad en alta estima y no encontraba otra palabra para definirla. Segundo argumento: la joven princesa lo apreciaba más que nadie y, consiguientemente, según él, ella lo comprendía mejor; ahora bien, por el hecho de que ella lo comprendiera y por tanto reconociese sus brillantes cualidades, Nejludov sacaba la conclusión de que ella era inteligente y de juicio acertado. Pero esto no impedía que hubiese, contra d casamiento con Missy en particular, argumentos igualmente sólidos: primero, no era imposible que Nejludov conociese a una muchacha que tuviese más cualidades aún que Missy y que, por tanto, fuera más digna de él; en segundo lugar, puesto que ella tenía veintisiete años, sin duda había querido a otros hombres, y Nejludov encontraba en este pensamiento motivo para atormentarse. Que en el pasado ella hubiese querido a alguien que no fuera él, era una cosa inadmisible para su vanidad. En buena lógica, ¿cómo habría podido exigir de ella el presentimiento de que un día lo encontraría en la vida? y sin embargo, consideraba como una ofensa que ella hubiese podido amar a otro hombre antes que a él.

Así los argumentos adversos eran de fuerza igual; y Nejludov, riéndose de sí mismo, se comparaba sin molestia con el asno de Buridán. Pero le era preciso resignarse a hacer como el asno, puesto que no sabía hacia cuál de los dos haces de heno dirigirse.

«Por lo demás -pensó-, antes de poder comprometerme, me haría falta haber recibido la respuesta de la mujer del mariscal de la nobleza y que no se interpusiese ya este asunto.

Así, le resultó agradable verse obligado a retrasar su decisión.

Y mientras su coche corría silenciosamente sobre el asfalto, en el patio del Palacio de Justicia se dijo aún: «Pensaré en todo eso más tarde. Lo que me importa ahora es cumplir un deber social, poniendo en eso el mismo cuidado que en todo lo que hago. Estas sesiones, a la larga, son frecuentemente muy interesantes.»

Y, pasando ante el portero, entró en el vestíbulo del tribunal.

V

Cuando Nejludov entro en el Palacio de Justicia, los corredores ofrecían ya una gran animación.

Corrían guardias, portadores de papelotes; los ujieres, los abogados y los procuradores se paseaban de arriba abajo; los demandantes y los procesados en libertad se pegaban humildemente a las paredes o aguardaban sentados en los bancos.

–¿El tribunal? -preguntó Nejludov a un guardián. -¿Qué tribunal? ¿Es la sala de lo civil o la sala de lo criminal?

–Soy jurado.

–Entonces, es la sala de lo criminal. Es lo primero que tenía que haber dicho. Vaya a la derecha y luego a la izquierda, segunda puerta.

Nejludov siguió las indicaciones.

Ante la puerta designada había dos hombres en pie, conversando. Uno de ellos, un grueso comerciante, se había preparado sin duda para su tarea bebiendo y comiendo copiosamente, porque parecía estar en una disposición de ánimo de lo más gozoso; el segundo era un dependiente de origen judío.

Los dos estaban hablando de la cotización de las lanas; Nejludov se acercó y les preguntó si era efectivamente allí el lugar de reunión de los jurados.

–Aquí, caballero, aquí, desde luego. ¿Un jurado también, sin duda, uno de nuestros colegas? -añadió el buen comerciante con una sonrisa y un regocijado guiño de los ojos -. Pues bien, vamos a trabajar juntos -continuó en cuanto Nejludov hubo respondido de manera afirmativa, y añadió Baklachov, del segundo gremio tendiendo su ancha mano al príncipe

–.¿Y a quién tengo el gusto de hablar?

Nejludov dijo su nombre y pasó a la sala del jurado. En aquella salita se habían reunido unos diez hombres de todas las condiciones. Acababan de llegar, y unos estaban sentados en tanto que los otros paseaban de arriba abajo. Se examinaban mutuamente y entablaban conocimiento. Se veía allí a un coronel retirado, vestido con su uniforme; otros miembros del jurado iban con redingote o chaqueta; sólo uno tenía una blusa de mujik. Algunos de ellos habían tenido que abandonar sus asuntos para cumplir con su deber de jurados y se quejaban de ello en voz alta, lo que, por otra parte, no impedía leer en sus rostros una satisfacción mezclada de orgullo y la conciencia que tenían de cumplir un gran deber social.

Después de examinarse previamente, los jurados habían formado grupos, sin ligazón más completa. Se hablaba del tiempo, de la primavera precoz, de los asuntos escritos en el registro de los pleitos. Muchos de entre ellos mostraban un gran interés en entablar conocimiento con el príncipe Nejludov, cuya presencia en medio de aquella asamblea constituía evidentemente, a los ojos de aquéllos, un honor excepcional, y Nejludov, como le pasaba siempre en circunstancias parecidas, encontraba eso natural y legítimo. Si le hubiesen preguntado qué razón podría invocar que justificase su superioridad sobre el común de los hombres, se habría visto muy apurado para responder: su vida, durante estos últimos tiempos sobre todo, no había tenido nada de muy meritorio. A decir verdad, sabía hablar fluidamente el inglés, el francés y el alemán; su ropa blanca, sus trajes, sus corbatas y sus pasadores procedían siempre de los primeros proveedores; pero, incluso a sus propios ojos, eso no podía constituir la prueba evidente de una superioridad manifiesta. Y sin embargo, tenía el convencimiento profundo de esta superioridad; consideraba todos los homenajes recibidos como cosa que se le debía, y habría tenido como afrenta no recibirlos. Justamente una afrenta de este tipo le aguardaba en la sala de los jurados. Entre éstos se encontraba un tal Peter Guerassimovitch (Nejludov nunca había sabido su nombre de familia y poco le importaba), al que conocía porque aquel hombre había sido en otros tiempos preceptor de los hijos de su hermana. Después, había terminado sus estudios y actualmente era profesor en el liceo. Nejludov lo había encontrado siempre insoportable, a causa de su familiaridad, de su risa llena de suficiencia y sobre todo de su «vulgaridad», según la palabra empleada por la hermana de Nejludov.

–¡Ah, también la suerte lo ha designado a usted! -dijo el otro, avanzando hacia él con una risa espesa

–¿Y no se ha hecho usted dispensar?

–Nunca he pensado en obtener una dispensa -replicó secamente Nejludov.

–¡Ah...! Es verdaderamente un hermoso rasgo de valor cívico. Pero ya verá usted el hambre que va a pasar sin tener tampoco la posibilidad de dormir -replicó el profesor acentuando su risa.

«He aquí– pensó Nejludov -un hijo de pope que pronto me va a tutear.» y le dio a su rostro una expresión tan sombría como si acabara de enterarse de la muerte de todos sus parientes; tras lo cual volvió la espalda a Peter Guerassimovitch y se dirigió hacia un grupo formado alrededor de un personaje de alta estatura, rasurado, de lo más representativo, y que peroraba con animación. Este personaje refería un proceso que se juzgaba actualmente en la sala de lo civil, y hablaba de él como si conociese todos los entresijos del asunto, designando por sus nombres de pila a jueces y abogados. Se empeñaba particularmente en demostrar la dirección maravillosa dada a los debates por un abogado famoso, tanto que la parte contraria, una anciana señora, perdería su causa con toda seguridad, aun teniendo cien veces razón.

–¡Un abogado de genio! -exclamó.

Se le escuchaba con respeto, y algunos jurados que trataban de decir algo se veían interrumpidos en seguida, ya que sólo él tenía la pretensión de saber con certeza lo que se ventilaba.

Aunque había llegado con retraso al Palacio de Justicia, Nejludov tuvo que resignarse a una espera prolongada en la sala del jurado. Se aguardaba, para abrir la vista, la llegada de uno de los miembros del tribunal que faltaba.


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