Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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XLIII
Pronto por una puerta lateral, entró Maslova. Acercándose suavemente a Nejludov, se detuvo y lo miró de arriba abajo. Como la antevíspera, sus negros cabellos se escapaban en bucles del pañolón. Su rostro enfermizo, abotagado, exangüe, sin embargo siempre agradable de ver, respiraba calma; sólo los negros ojos bajo los párpados hinchados resplandecían con un brillo particular.
–Pueden ustedes hablar aquí -dijo el subdirector, alejándose.
Nejludov estaba sentado en un banco pegado al muro. Maslova miró primeramente al subdirector con aire interrogativo. Cuando éste se hubo apartado, ella tuvo un encogimiento de hombros que denotaba su sorpresa y, decidiéndose a acercarse a Nejludov, se levantó la falda y se sentó junto a él sobre el banco.
–Le será a usted difícil perdonarme, lo sé– empezó a decir Nejludov. Se detuvo, sintiendo que de nuevo las lágrimas le subían a los ojos; luego continuó -: Pero si no está en mis manos reparar el pasado, a lo menos estoy resuelto a hacer todo lo que pueda. Dígame usted...
–¿Cómo se las ha arreglado usted para encontrarme? -preguntó ella eludiendo su pregunta , y ora su mirada se clavaba en él, ora la apartaba hacia el suelo.
«¡Dios mío, ayúdame! ¡Enséñame lo que debo hacer!», se decía a sí mismo Nejludov, consternado por el cambio sobrevenido en el rostro ahora tan enfermizo de la joven.
Fue anteayer– dijo él-; yo era jurado cuando la juzgaron en la Audiencia... ¿No me reconoció usted?
No, en absoluto. No era momento de reconocer a nadie.
–Así, pues, ¿hubo un niño? -preguntó Nejludov, sintiéndose enrojecer.
Murió inmediatamente, a Dios gracias -respondió Maslova con voz seca y maligna, apartando los ojos.
–¿Y de qué? ¿y cómo?
–Yo misma me encontraba enferma y estuve a punto de morir -prosiguió ella sin levantar los ojos.
–¿Cómo fue que mis tías la despidieron?
–¿Es que se conserva a una criada con un niño? En cuanto me vieron encinta, me despidieron... Pero, ¿de qué sirve hablar de todo eso? Ya no me acuerdo de nada, lo he olvidado todo. Está bien acabado.
–¡No, no está acabado! ¡No sabría resolverme a eso! ¡Quiero al menos redimir mi falta!
–No hay nada que redimir: lo que se hizo, hecho está, y todo eso pasó -insistió ella.
Y, con gran sorpresa por parte de él, Katucha lo miró de pronto con una sonrisa seductora y lastimosa.
Maslova no había soñado nunca con volver a ver a Nejludov, sobre todo en aquellos momentos y en aquel sitio. Su vista, pues, la había sorprendido al principio; luego la había hecho acordarse de cosas resueltamente enterradas en el fondo de ella misma. En los primeros momentos, al volver a ver a Nejludov, había recordado el mundo espléndido de sentimientos y de sueños suscitado en otros tiempos por el encantador adolescente que la había amado y al que ella había amado a su vez. Después recordó la crueldad de su incomprensible abandono y la larga serie de humillaciones y de sufrimientos que siguió a tales instantes de felicidad. Pero, sin fuerzas para ahondar en aquello, había recurrido al medio de rechazar los recuerdos dolorosos y ahogarlos en las brumas de su vida de disipación. Una vez más, acababa de hacer lo mismo. Al volver a ver a Nejludov, lo había identificado al principio con el adolescente amado en otros tiempos; pero resultándole aquello penoso, había renunciado a los pocos instantes. Y, desde entonces, aquel señor vestido con elegancia, con su barba perfumada, no era para ella más que uno de esos «clientes» acostumbrados, cuando tenían necesidad, a servirse de criaturas como ella y de los que criaturas como ella tenían el deber de servirse mientras podían hacerlo. De ahí su sonrisa acariciadora.
Muda, reflexionaba, pues, sobre la manera como mejor podría servirse de él.
–Sí -insistió ella -, todo eso acabó. ¡Y ahora resulta que me condenan a trabajos forzados!
Estas terribles palabras llevaron un estremecimiento a sus labios.
–Yo sabía que usted no era culpable, estaba seguro -dijo Nejludov.
–Desde luego que no era culpable. ¿Es que soy quizás una ladrona? Aquí dicen que todo es culpa del abogado -continuó -; y que habría que firmar una instancia. Pero aseguran que eso cuesta muy caro..
–Sí, sin -duda -dijo Nejludov -.yo ya me he puesto de acuerdo con un abogado.
–Pero hay que coger uno bueno... uno caro..
–Haré todo lo que sea posible.
Nuevo silencio.
Una breve y seductora sonrisa floreció otra vez en los labios de Maslova.
Quisiera pedirle a usted... un poco de dinero. No mucho... diez rublos. Con eso me bastará.
–¡Desde luego, no faltaba más! -respondió Nejludov todo confuso, sacando su cartera.
Maslova lanzó una mirada rápida hacia el subdirector, que se paseaba por la sala.
–Démelo sin que él lo vea; de lo contrario, me lo quitarán.
Nejludov sacó de la cartera un billete de diez rublos; pero, en el momento en que iba a dárselo, el subdirector se volvió. Escondió el billete en la palma de la mano.
«¡Pero ésta es una criatura muerta!», pensaba Nejludov examinando aquel rostro tan encantador en otros tiempos, ahora degradado y abotagado, y el brillo maligno de los ojos negros que bizqueaban espiando alternativamente los movimientos de! subdirector y los de la mano que tenía el billete de diez rublos. Y Nejludov tuvo un momento de vacilación.
El tentador, cuya voz había oído la pasada noche, habló de nuevo en él, para desviarlo de pensar en lo que debía hacer y para que pensase más bien en las consecuencias de lo que quería hacer.
«Nunca -decía el tentador -harás nada de esta mujer. No conseguirás más que colgarte una piedra al cuello para ahogarte y dejar así de ser útil a los demás. Está bien darle dinero: todo el que lleves en la cartera , y luego decirle adiós y terminar con ella para siempre.»
Pero Nejludov comprendió que en aquellos momentos se desarrollaba en él la crisis decisiva; que su alma se hallaba como colocada en una balanza oscilante y que el menor peso, el menor esfuerzo la harían inclinarse a un lado o a otro. Hizo ese esfuerzo, después de haber llamado en su ayuda a aquel Dios cuya presencia había sentido la víspera en su corazón , y Dios se manifestó en él.
Resolvió decir todo inmediatamente a Maslova. -¡Katucha! ¡He venido a ti para implorar tu perdón! Y tú no me has respondido; no me has dicho si me perdonabas, si me perdonarás alguna vez– dijo, pasando al tuteo.
Pero Maslova no lo escuchaba y continuaba acechando alternativamente los diez rublos y al subdirector. En el momento en que éste se volvía de espalda, ella tendió la mano con un ademán rápido, agarró el billete y se lo guardó en el cinturón.
–Es muy extraño lo que usted me dice -replicó ella con una sonrisa que a Nejludov le pareció un poco despreciativa.
Tuvo la impresión de que esa sonrisa ocultaba una especie de odio hacia él y que nunca él llegaría a penetrar a fondo en aquella alma. Pero, cosa extraña, no sólo esa impresión no lo apartaba ya de Maslova, sino que, por el contrario, lo atraía más fuertemente hacia ella. Se sentía obligado, costase lo que costase, a despertar a aquella alma y, cuanto más difícil se le presentaba la tarea, tanto más lo atraía. Nunca, respecto a persona alguna, había experimentado un sentimiento como el que experimentaba hacia Maslova; no deseaba de ella nada para él mismo, sino únicamente que dejase de ser tal como la veía para volverse a convertir en la que él había visto en otros tiempos.
–Katucha, ¿por qué me hablas así? Tú sabes, sin embargo, que te conozco, que me acuerdo de lo que eras en otros tiempos en Panovo...
–¡Lo que es viejo, se borra!– respondió ella secamente. -¡Me acuerdo de todo eso, Katucha, para reparar, para redimir mi falta! -insistió Nejludov.
E iba a decirle que estaba dispuesto a casarse con ella; pero encontró su mirada y leyó en la misma algo tan vil y repulsivo, que no encontró fuerzas para acabar su confesión....
En aquel instante, las personas que habían venido a visitar a los presos empezaron a salir. El subdirector, acercándose a Nejludov, le comunicó que había llegado el momento de poner fin a la entrevista. Maslova se levantó, esperando con resignación el momento de marcharse.
–Hasta la vista; todavía tengo muchas cosas que decirle -dijo Nejludov tendiéndole la mano -.Vendré a verla de nuevo -añadió.
–Pero me parece que ya ha dicho usted todo lo que tenía que decir.
Ella le tocó la mano, pero no se la estrechó.
–No, no he dicho todo. Trataré de conseguir la autorización necesaria para poder verla con más libertad, y entonces le diré la cosa importante que tengo que decirle.
–Pues bien, venga usted– respondió ella, encontrando de nuevo para él la sonrisa que concedía a los hombres cuando quería agradarles.
–Está usted más cerca de mí que una hermana -añadió aún Nejludov.
–¡Qué cosa tan rara! -dijo ella, meneando la cabeza , y desapareció detrás del enrejado.
XLIV
Nejludov se había figurado que al volverlo a ver, al comprobar su arrepentimiento y su intención de acudir en su ayuda, Katucha se alegraría, se enternecería y volvería a ser inmediatamente la Katucha de otros tiempos. Comprendió que Katucha no existía ya y que, en lo sucesivo, existía sólo Maslova. Y eso lo sorprendió y lo consternó.
Lo que lo asombraba sobre todo no era solamente que Katucha no se avergonzara de su estado (de su estado de prostituta, porque sí tenía bastante vergüenza de su estado de presa), sino que incluso pareciera satisfecha y casi orgullosa de ser una prostituta.
A decir verdad, aquello no tenía nada de sorprendente. Para poder obrar, todos tenemos necesidad de considerar como importante y buena nuestra ocupación. Resulta de ello, cualquiera que sea la condición de un ser humano, que él se hace naturalmente de la vida una concepción que hace resaltar, como importante y buena, su propia actividad.
Gustosamente, uno se persuade de que el ladrón, el espía, el asesino, la prostituta, se avergüenzan de su oficio o, al menos, lo consideran detestable. Eso es un error. Los hombres colocados por su destino y sus faltas en una situación determinada, por inmoral que sea ésta, se las componen siempre para que su concepción general de la vida haga resaltar, como buena y honorable, su situación particular , y para confirmar en ellos esta concepción, se apoyan instintivamente en otros hombres que se encuentran en una situación idéntica, que tienen un concepto semejante de la vida y del lugar que ellos ocupan en la vida.
Uno se asombra al ver cómo los ladrones se enorgullecen de su destreza; las prostitutas, de su corrupción; los asesinos, de su crueldad. Pero uno se asombra solamente porque, siendo limitada la especie de aquéllos, el círculo y la atmósfera de los mismos se encuentran fuera de los nuestros. Y a nosotros no nos asombra, por ejemplo, ver a ricos enorgullecerse de su riqueza, es decir, de su robo y de sus defraudaciones; a los jefes del Ejército, enorgullecerse de su victoria, es decir, del asesinato; a los soberanos, enorgullecerse de su poder, es decir, de su violencia. No notamos en estos hombres su equivocada concepción de la vida, del bien y del mal, concepto que deforman con vistas solamente a justificar su situación. No lo notamos porque el círculo de estos hombres es grande y nosotros formamos parte de él.
Maslova se había forjado una concepción de este tipo de la vida en general y de su propio papel en particular. Prostituta, condenada a trabajos forzados, no por eso dejaba de hacerse una concepción de la vida propia para justificar su conducta e incluso para enorgullecerse ante los demás de su condición.
Esta concepción reposaba sobre la idea de que la mayor felicidad de los hombres (todos sin excepción, viejos y jóvenes, colegiales y generales, sabios y analfabetos) consiste en la posesión carnal de la mujer. Maslova se creía segura de que, a despecho de todos los demás pensamientos que decían tener en la cabeza, todos los hombres no tenían otro pensamiento que aquél.
Y sabiéndose una mujer agradable, apta para satisfacer o no, a voluntad, este deseo de los hombres, se estimaba en consecuencia infinitamente importante y necesaria. Toda su vida pasada, como su vida actual, no hacían más que confirmar la justeza de esta concepción.
En todas partes, desde hacía diez años (empezando por Nejludov, pasando por el viejo comisario de policía rural, para terminar en los guardianes de la cárcel), había visto a todos los hombres penetrados del deseo de poseerla. Quizás hubo en su camino algunos que no tuvieron aquel deseo, pero a ésos nunca se había parado a mirarlos. Así, pues, el mundo entero se le aparecía como una reunión de hombres llenos de lujuria, infatigables en desearla y que se esforzaban en poseerla por todos los medios posibles: seducción, violencia, astucia o dinero.
Así era como Maslova comprendía la vida, lo que le permitía creer en la importancia de su posición. Se había adherido tanto más a aquella concepción cuanto que al perderla habría perdido al mismo tiempo la importancia que ella se atribuía , y para no perderla se aferraba instintivamente al círculo de personas que comprendían la vida de la misma manera. Presintiendo que Nejludov quería atraerla a otro ambiente, ella se resistía, previendo que allí perdería aquella posición en la vida que le daba la seguridad y la estima de sí misma. De ahí provenía también el cuidado con que procuraba ahogar en su corazón los recuerdos de su primera juventud, ya que aquellos recuerdos de sus primeras relaciones con Nejludov no concordaban con su concepción presente de la vida; sin duda, no había conseguido apagarlos por completo, pero los había relegado a lo más profundo de su corazón; los había borrado emparedados, como las abejas taponan la entrada de los nidos de ciertos gusanos que podrían, ellas lo saben, destruir sus colmenas , y por eso, al volver a ver a Nejludov, se había negado a considerar en él al adolescente al que amó en otros tiempos con un amor cándido y casto, y no había querido ver en él más que a un señor rico, con el que tenía el derecho y el deber de aprovecharse, manteniendo con él relaciones del mismo género que con los demás hombres de su «clientela».
«No, hoy no he podido decirle lo principal– pensaba Nejludov, abandonando el locutorio con la muchedumbre de los visitantes-.No le he dicho que me casaré con ella. Pero la próxima vez se lo diré..»
En la sala grande, los guardianes contaban de nuevo a los que pasaban, para que no saliese ningún preso y para que ningún visitante se quedase en la cárcel , y de nuevo Nejludov fue zarandeado y tocado en el hombro: no pensó en ofenderse por ello, ni siquiera en darse por enterado.
XLV
La resolución de Nejludov era cambiar su forma material de vivir, alquilar su apartamento, despedir a su servidumbre e irse a vivir al hotel.
Pero Agrafena Petrovna le demostró que no había para él ninguna razón plausible de cambiar su vida antes del invierno, porque en verano nadie querría alquilar el apartamento y, hasta entonces, hacía falta vivir y depositar los muebles en alguna parte. Así, todos los esfuerzos de Nejludov por modificar su vida exterior {habría querido vivir como simple estudiante} no desembocaban en nada. Y no solamente en su casa continuó todo como en el pasado, sino que se pusieron a descolgar, a inventariar, quitar el polvo de la ropa de lana y de las pieles, trabajo al que se dedicaron el portero y su ayudante, la cocinera y Kornei, el criado. Nejludov vio retirar de los guardarropas y colgar de cuerdas una gran cantidad de trajes, de uniformes, de viejas pieles de las que en lo sucesivo nadie podría hacer uso; vio descolgar tapices y transportar muebles de una habitación a otra; asistió a una multitud de limpiezas y tuvo que soportar el olor a naftalina esparcido por todas las habitaciones. Al pasar por el patio y mirar por las ventanas se asombró al descubrir la enorme cantidad de cosas inútiles que había guardado en su apartamento. «Su única razón de ser y su destino -pensaba él– no pueden ser otros, sin duda, que permitir a Agrafena Petrovna, a Kornei, al portero y a su ayudante, y a la cocinera, matar el tiempo. En realidad– seguía diciéndose a sí mismo -, no puedo cambiar mi tren de vida mientras no se decida la suerte de Maslova. Todo depende de lo que hagan con ella: devolverle la libertad o enviarla a Siberia. En este último caso, iré con ella.»
El día convenido, Nejludov fue a casa del abogado Fanarin. Éste vivía en una casa grande y suntuosa, adornada con plantas raras, con espléndidas cortinas en las ventanas y un mobiliario impresionante, demostrando así el dinero ganado sin molestia y locamente disipado, como se ve en los advenedizos que se enriquecen demasiado rápidamente. En la sala de espera, Nejludov encontró, como en casa de un médico, a clientes que aguardaban su turno y que, melancólicamente sentados alrededor de las mesas, buscaban algún consuelo en la lectura: de revistas. Pero el pasante del abogado, instalado al fondo del salón delante de un majestuoso pupitre, reconoció inmediatamente a Nejludov, avanzó hacia él y le dijo que iba a advertir al «patrón» que había llegado.
En el mismo instante se abrió la puerta del despacho de Fanarin y se vio salir de él al propio abogado, hablando con mucha animación con un hombre joven, rechoncho, de rostro rubicundo y grandes bigotes, vestido con un traje completamente nuevo. Por la expresión particular de las caras de los dos se adivinaba que acababan de concertar un espléndido negocio, no muy limpio, pero totalmente provechoso.
–¡Es culpa suya, padrecito! -decía sonriendo Fanarin. -Yo bien quisiera ir al paraíso, pero mis pecados me lo impiden.
–¡Está bien, está bien! ¡Ya sabemos lo que pasa!
Y los dos se echaron a reír con afectación.
–¡Ah, príncipe, tómese la molestia de entrar! -dijo Fanarin al distinguir a Nejludov; y, después de un rápido y último saludo al comerciante que se retiraba, introdujo a Nejludov en su despacho, severamente amueblado.
–Se lo ruego, fume a su gusto -continuó, sentándose frente a Nejludov y disimulando la alegría que seguía sintiendo por su excelente negocio.
–Gracias -respondió Nejludov -. He venido por ese asunto de Maslova...
–Sí, sí, perfectamente. ¡Qué canallas estos grandes burgueses! ¿Ha visto usted el que salía de aquí? ¡Figúrese que tiene doce millones de capital! ¡Y, si puede birlarle a uno un billete de veinticinco rublos, lo arrancará si es preciso con los dientes!
Nejludov sintió una involuntaria repulsión hacia aquel hombre que, con sus modales caballerescos, parecía querer recordarle que él era de la misma formación que el príncipe y que no tenía nada de común con su anterior visitante.
–Excúseme usted, pero ese canalla me ataca los nervios. Tenía necesidad de desahogarme un poco -continuó, como para excusar su digresión-.Y ahora, veamos nuestro asunto. He estudiado cuidadosamente los autos y «no he aprobado su contenido», como dice un personaje de Turgueniev. Ese maldito abogaducho se ha comportado horrendamente. Ha dejado escapar todos los motivos de casación.
–En ese caso, ¿qué dice usted?
–Espere un momento. Dígale -declaró a su pasante, que acababa de entrar -, dígale que tendrá que ser como yo he dicho. Si tiene los medios, de acuerdo. Si no, todo es inútil.
–Pero es que él insiste en que no puede aceptar.
–Entonces, todo es inútil– repitió Fanarin; y de alegre y amable que era, su rostro se puso, de pronto, taciturno y malévolo.
–Se dice que los abogados ganan dinero sin hacer nada -continuó, volviéndose para sonreír diligentemente a Nejludov-. Figúrese usted que he sacado de un proceso casi perdido de antemano a un deudor de mala fe, y he aquí que ahora todos sus compañeros vienen a acosarme. ¡Y si supiera usted el trabajo que me da eso! Pero nosotros también, como dice un escritor, «nosotros dejamos trozos de nuestra carne en el tintero». Volviendo a su asunto de usted, o mejor dicho, al asunto que le interesa, le decía, pues, que ella ha sido condenada a despecho del sentido común. Apenas he encontrado motivos serios para el recurso; pero en fin, siempre se puede intentar. Vea usted aquí un proyecto de instancia que he preparado.
Cogió un papel de su mesa y empezó a leerlo en voz alta, pasando rápidamente por encima las fórmulas de procedimiento para recalcar, por el contrario, ciertos pasajes:
–«Instancia de fulano de tal, etcétera... ante el departamento criminal de casación en el Senado, etcétera, etcétera... contra el veredicto de la Audiencia, etcétera, etcétera, que reconoció a la mujer Maslova culpable de asesinato por envenenamiento en la persona del comerciante Smielkov y, en virtud del artículo 1.454 del código penal, la condenó, etcétera, etcétera, a trabajos forzados, etcétera, etcétera..
Al llegar aquí, el abogado se detuvo. Evidentemente, a pesar de su larga costumbre, se complacía en la lectura de su obra.
–«Este veredicto -prosiguió -, nos parece viciado de ilegalidades de procedimiento y de errores graves que exigen que sea modificado. En primer lugar, el presidente interrumpió antes del fin la lectura del proceso verbal de autopsia del comerciante Smielkov.» Ya va una.
–Pero ¿no accedió a eso el fiscal? -dijo Nejludov con sorpresa.
–Eso no significa nada. También la defensa podía apoyarse en ese documento.
–Pero dicho documento no tenía utilidad para nadie.
–Eso no importa; siempre es un motivo de casación. Continuemos: «En segundo lugar, el presidente interrumpió al defensor de Maslova en el momento de su defensa en que juzgaba conveniente caracterizar la personalidad de la acusada y exponía los motivos secretos de su hundimiento, lo que el presidente declaró ajeno al asunto; ahora bien, como el Senado ha dicho en diversas ocasiones, la definición psicológica del carácter es de importancia capital en la valoración de la criminalidad.» Ya tenemos dos -dijo el abogado, alzando los ojos hacia Nejludov.
–Aquel abogado hablaba muy mal y de manera ininteligible -comentó Nejludov.
–Ese pequeñajo es completamente tonto– respondió Fanarin, riendo -; no podía decir más que estupideces. Pero de cualquier forma, es un motivo. Y después: «En tercer lugar, el presidente, contrariamente al enunciado categórico del primer párrafo del artículo 801 del código de enjuiciamiento criminal, no explicó a los jurados, en su resumen, de qué elementos jurídicos se compone el principio de culpabilidad; no les dijo que podían declarar que Maslova, al verter el veneno al comerciante Smielkov, no había tenido intención de causarle la muerte. Si hubiesen sido advertidos por el presidente de la posibilidad de semejante restricción, el acto de Maslova dejaba de ser considerado asesinato y se convertía en un homicidio por imprudencia.» Es el principal motivo.
–Pero nos tocaba a nosotros comprender, y el error está de nuestra parte.
–«Por último, en cuarto lugar, hay contradicción en las respuestas de los jurados. Maslova estaba acusada de envenenamiento premeditado en la persona del comerciante Smielkov, con un fin de lucro que aparecía como el único móvil del crimen. Ahora bien, los jurados han desechado el fin de robo y la participación de Maslova en ese robo. Se sigue de aquí que tenían la intención de rechazar igualmente todo propósito de asesinato por parte de la acusada; solamente por una equivocación, nacida de la laguna contenida en el resumen del presidente, la respuesta ha motivado una interpretación inexacta. Por eso se pudo aplicar a esta respuesta del jurado los artículos 808 y 816 del código de enjuiciamiento criminal; el deber del presidente era señalarles el error y enviarlos de nuevo a su sala de deliberaciones a fin de que diesen una nueva respuesta.
–Pero, ¿por qué no lo hizo?
–¡Ah, eso también a mí me gustaría saberlo! -exclamó alegremente Fanarin.
–Entonces, ¿reparará el error el Senado?
–Eso dependerá de los senadores que se encarguen de la instancia. Y escribimos más adelante: «Una situación tal no daba derecho al tribunal a aplicar a Maslova una pena criminal; y la aplicación a la acusada del tercer párrafo del artículo 771 del código de enjuiciamiento criminal es una violación flagrante de los principios fundamentales de nuestro derecho penal. Por lo expuesto, tengo el honor de solicitar, etcétera, la casación de la sentencia, en virtud de los artículos 909 y 910, del segundo párrafo del artículo 912 y del artículo 928 del código de enjuiciamiento criminal, etcétera, etcétera, y que el proceso sea llevado, a fin de un nuevo examen, a otra cámara de jurisdicción competente.. Esto es lo que hay -concluyó el abogado -. Todo lo que se podía hacer, lo he hecho. Pero, francamente, he aquí lo que pienso: apenas tenemos esperanzas de triunfar. Por lo demás, todo dependerá de la composición del departamento del Senado. Si dispone usted de algunas influencias, hágalas entrar en juego.
–Sí, tengo algunas.
–Entonces, dése prisa, porque esos venerables magistrados pronto van a ir a cuidar sus hemorroides y serían tres meses perdidos. En fin, en caso de no tener éxito, nos quedará el recurso de gracia. Ahí es donde todo dependerá de un trabajo entre bastidores. No tengo necesidad de decirle que, también entonces, estoy dispuesto a servirle, no para maniobrar entre bastidores, sino para redactar la solicitud.
–Se lo agradezco. Y en cuanto a los honorarios...
–Cuando le entregue la copia de la instancia, mi pasante se lo indicará.
–Quería pedirle otra cosa aún. El fiscal me entregó un permiso escrito para ver a la condenada en su prisión; pero en la cárcel me han dicho que para las entrevistas fuera de los días reglamentarios hacía falta otra autorización del gobernador. ¿Es eso verdad?
–Creo que sí. De momento, el gobernador está ausente y es el «vice» quien lo reemplaza. Pero es un cretino tan grande, que le será a usted difícil obtener de él lo que quiera que sea.
–¿No es Maslennikov?
–Sí.
–Lo conozco– dijo Nejludov, levantándose para despedirse.
Durante su conversación con el abogado, una mujercita espantosamente fea, toda amarilla y huesuda, con la nariz chata, había entrado con paso rápido en el salón de espera. Era la mujer del abogado. A pesar de su fealdad, se había vestido con un lujo inaudito, cubierta de seda y de terciopelo de vivos matices: amarillo y verde; el peinado de sus cabellos, que ya clareaban, era complicadísimo. Irrumpió triunfalmente en el salón de espera, acompañada por un largo señor de rostro terroso iluminado por una pálida sonrisa, con un redingote de forro de seda y una corbata blanca. Era un escritor, y Nejludov lo conocía de vista.
–¡Anatolio! -dijo la dama a su marido, entreabriendo la puerta del despacho -.¡Ven! He aquí a Semen Ivanovitch que quiere leernos una de sus poesías; y, por tu parte, nos leerás tu ensayo sobre Garchin.
Nejludov quiso retirarse; pero, después de haber cambiado algunas palabras en voz baja con su marido, la señora se volvió hacia él:
–¡Se lo ruego, príncipe! Lo conozco y creo que es inútil toda presentación. ¡Dénos la alegría de asistir a nuestra velada matinal literaria! Será muy interesante. Anatolio lee a la perfección.
¡Ya ve usted cuán variadas son mis ocupaciones! -dijo Anatolio, sonriendo; y con un gesto señalando a su mujer mostró que no se podía negar nada a una persona tan seductora.
Muy cortésmente, pero con mucha frialdad, Nejludov dio las gracias a la señora Fanarin por el gran honor y dijo que, sintiéndolo mucho, no podía aceptar. Luego salió.
–¡Qué antipático! -dijo de él la mujer del abogado en cuanto Nejludov se alejó.
En el salón, una copia de la instancia fue entregada por el pasante a Nejludov. A su pregunta respecto a los honorarios, el otro lo informó de que Anatolio Petrovitch los había fijado en mil rublos, y eso únicamente por serle agradable, ya que nunca se ocupaba de asuntos de esa índole.
–¿Y quién deberá firmar este papel? -preguntó Nejludov. -La condenada misma, si sabe hacerlo; de lo contrario, Anatolio Petrovitch firmaría en nombre de ella
–No, voy a llevársela a la condenada para que la firme -dijo Nejludov, muy contento de que se le presentara aquella ocasión de verla antes del día convenido.