Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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XXVI
Sí, para la gente joven, este encarcelamiento en celda es una cosa horrible, dijo la tía, meneando la cabeza y encendiendo a su vez un cigarrillo.
Creo que para todo el mundo replicó Nejludov.
No, para todo el mundo no. Para los verdaderos revolucionarios, y me lo ha dicho más de uno, la cárcel representa por el contrario un reposo y una seguridad. Los sospechosos viven en una perpetua angustia, en la privación, en el temor por ellos, por los demás y por la causa común. Y he aquí que un buen día los detienen y se ha acabado todo: nada de responsabilidad; no tienen más que acostarse y descansar. Conozco a algunos a los que su encarcelamiento ha proporcionado una alegría auténtica. Pero con los jóvenes, con los inocentes (y son siempre inocentes como Lidia a los que empiezan a detener), la cosa es distinta: el primer choque es terrible. No a causa de la privación de libertad, de los malos tratos, de la falta de ventilación y de alimento; todo eso no sería nada. Incluso si las privaciones fueran tres veces mayores, se las soportaría bastante bien sin ese choque moral que se experimenta con ocasión de un primer encarcelamiento.
¿Lo ha experimentado usted?
A mí me han cogido dos veces dijo la tía con una sonrisa dulce y triste. La primera vez fue sin motivo alguno. Tenía veintidós años, era madre de un niño y además estaba encinta. Por penosas que fuesen entonces para mí la privación de libertad, la separación de mi hijo y de mi marido, todo aquello no era nada comparado con el sentimiento que yo experimentaba al dejar de ser una criatura humana para convertirme en una cosa: quise decir adiós a mi tita y me ordenaron que subiese al coche; pregunté adónde me conducían y me respondieron que cuando hubiese llegado lo sabría; pregunté de qué me acusaban y no me respondieron. Cuando, después del interrogatorio, me desnudaron para ponerme el uniforme carcelario con un número, cuando me hicieron pasar bajo bóvedas, abrieron una puerta, me empujaron adentro, hicieron funcionar la cerradura y se alejaron, no dejando más que a un centinela, fusil al hombro, quien se paseaba silenciosamente y miraba de vez en cuando por la mirilla de mi puerta, un peso me cayó en el corazón. Me acuerdo de haberme sentido especialmente impresionada por el hecho de que el oficial de policía que me había interrogado me hubiese propuesto fumar. Él sabía, pues, que la gente tiene necesidad de fumar; sabía también que los hombres aman la libertad y la luz; sabía que las madres aman a sus hijos, y los hijos a sus madres. ¿Cómo han podido entonces arrancarme implacablemente de todo lo que me es querido y encerrarme como a una bestia feroz? Es imposible pasar semejante sacudida sin que queden de ella huellas muy profundas. El que creía en Dios y en los hombres y en el amor de los hombres entre sí, no cree ya después de eso. Luego, dejé de creer en los hombres y les guardé rencor concluyó. Y se puso a sonreír.
En la puerta por donde había salido Lidia reapareció su madre, quien anunció que la muchacha estaba demasiado nerviosa y no podría volver.
Sin motivo alguno, han echado a perder esta vida joven dijo la tía. Y sufro más aún al pensar que he sido la causa involuntaria de eso.
No será nada. El aire del campo la restablecerá. La enviaremos con su padre.
Desde luego, sin usted, seguramente habría perecido dijo la tía. Le estoy muy agradecida por eso. En cuanto a la razón por la que deseaba verlo era para rogarle que entregase esta carta a Vera Efremovna dijo, sacando un sobre de un bolsillo. No está cerrada: puede usted leerla y romperla si sus opiniones le impiden aprobar su contenido, pero no he escrito en ella nada que pueda ser comprometedor.
Nejludov cogió la carta y, después de haber prometido que la entregaría, se levantó, se despidió y salió. En la calle cerró el sobre sin leer la carta y decidió entregársela a su destinataria.
XXVII
El último asunto que retenía a Nejludov en San Petersburgo era el de los miembros de la secta religiosa, a favor de los cuales tenía la intención de hacer llegar una instancia al zar, por conducto de su antiguo camarada de regimiento el ayudante de campo Bogatyrev.
Fue, pues, a verlo y lo encontró almorzando, dispuesto ya a salir.
Bogatyrev era un hombre bajito y vigoroso, de una fuerza física poco común (era capaz de doblar una herradura), bueno, leal, franco, liberal incluso. A pesar de estas cualidades, era un íntimo de la corte; amaba al zar y a su familia y llegaba, no se sabe cómo, a vivir en aquellas altas esferas no viendo en las mismas más que el lado bueno y sin participar en nada malo ni sucio. No condenaba nunca a los hombres ni los actos; pero, o bien se callaba, o bien hablaba valerosamente, muy alto, casi gritaba lo que quería decir, acompañando a menudo sus palabras con una risa igualmente ruidosa. No lo hacía por táctica, sino porque ése era su temperamento.
Has hecho muy bien en venir. ¿Quieres almorzar? Vamos, siéntate. El bistec es suculento. Yo siempre empiezo y termino por lo substancial. Bueno, por lo menos toma un vaso de vino exclamaba señalando el jarro de vino tinto. Y he pensado en tu asunto. Entregaré la instancia yo mismo, en propias manos; es más seguro. Sin embargo, me he preguntado si no te convendría más ir a ver a Toporov.
Al escuchar aquel nombre, Nejludov frunció las cejas. Su amigo continuó:
Todo depende de él; de un modo a otro, el asunto tiene que pasar siempre por sus manos y tal vez él mismo pueda complacerte.
Puesto que me lo aconsejas, iré.
Perfectamente. Bueno, ¿qué efecto te produce Petersburgo? tronó Bogatyrev.
Me siento hipnotizado.
¡Hipnotizado! repitió Bogatyrev, riéndose a carcajadas. Bueno, ¿de verdad que no quieres tomar nada? Lo que quieras. Se secó el bigote con la servilleta. Entonces irás, ¿eh? Si él no hace nada, me vuelves a traer la instancia y mañana mismo la entregaré clamó. Y, levantándose de la mesa, hizo una amplia señal de la cruz, con el mismo gesto inconsciente con que se había secado la boca; luego se ciñó el sable. Y ahora, adiós, tengo que irme.
Te acompaño dijo Nejludov, estrechando con agrado la mano ancha y fuerte de Bogatyrev; y, como le pasaba cada vez que lo veía, se separó de él en la escalinata de la casa bajo la impresión agradable de algo sano, inconsciente y fresco.
Aunque no esperase nada bueno de su visita a Toporov, Nejludov, siguiendo los consejos de Bogatyrev, se dirigió sin embargo a casa del personaje de quien dependía el asunto de los miembros de la secta.
El puesto que ocupaba Toporov presentaba, por su carácter, una contradicción de la que únicamente no podía darse cuenta un hombre limitado y carente de sentido moral. Toporov poseía estas dos cualidades negativas. Esta contradicción inherente a su cargo era la de sostener y defender, con diversos medios y formas, entre los cuales no se excluía la violencia, a la Iglesia instituida, según la definición de la misma, por el mismo Dios, y que no puede ser derribada ni por las embestidas del infierno ni por ningún esfuerzo humano. Y esta indestructible institución divina era a la que debía sostener y defender la institución humana a la cabeza de la cual se encontraban Toporov y sus funcionarios. Toporov no veía o no quería ver esta contradicción y, además, tenía el grave cuidado de impedir que un cura o un sectario destruyesen esa Iglesia a la cual no podían tambalear todas las embestidas del infierno. Como todos los hombres desprovistos de verdaderos sentimientos religiosos, basados sobre la conciencia de la igualdad y de la fraternidad, estaba convencido de que el pueblo se componía de seres absolutamente distintos de él, a los cuales les hace falta aquello de lo que él mismo podía perfectamente prescindir. En el fondo, era un incrédulo, y encontraba ese estado de ánimo muy cómodo y agradable; pero temía que la gente llegase a ese mismo estado, y, según su expresión, consideraba un deber sagrado impedirlo.
Lo mismo que en un libro de cocina se dice que a las gambas les gusta que las cuezan vivas, estaba perfectamente convencido, y eso no en el sentido figurado del libro culinario, sino al pie de la letra, de que a la gente le gusta ser supersticiosa.
Trataba la religión, cuya defensa tenía encomendada, como el granjero trata la carroña con la que alimenta a sus gallinas: la carroña es muy desagradable, pero a las gallinas les gusta y la comen. Por tanto hay que proporcionársela.
Desde luego, el culto rendido a todos esos iconos de Ileria, de Kazán, Smolensko, es una idolatría de las más groseras, pero a la gente le gusta eso, cree en ellos, y por eso es preciso alimentar esas supersticiones.
Así pensaba Toporov, sin caer en la cuenta de que la gente ama las supersticiones precisamente porque siempre hubo y hay aún hombres crueles como él, Toporov, que, instruidos, emplean sus luces no para ayudar al pueblo a salir de las tinieblas de la ignorancia, sino, al contrario, para hundirlo mejor en ellas.
En el momento en que Nejludov entró en la sala de espera de Toporov, éste hablaba en su despacho con la superiora de un convento, una aristócrata alerta que propagaba y sostenía la ortodoxia en Polonia entre los Uniates 20 20Cismáticos de la Iglesia ortodoxa, que reconocen la supremacía del papa aunque conservando el culto exterior del rito griego. N. del T.
[Закрыть]llevados a viva fuerza a la Iglesia griega.
Un subordinado de Toporov, que se encontraba en la sala de espera, preguntó a Nejludov para qué había venido, y al enterarse de que éste tenía la intención de enviar al soberano una instancia en favor de los sectarios, le preguntó si no podía enseñársela. Nejludov se la tendió, y el empleado entró en el despacho de su jefe. La monja, de alta cofia, con un largo velo y una cola negra no menos larga, juntando sobre el pecho sus blancas manos de uñas bien cuidadas y entre las cuales sujetaba un rosario de topacios, abandonó el despacho y se dirigió hacia la salida. Nejludov seguía aguardando a que lo hicieran pasar.
Toporov leía la súplica y meneaba la cabeza. Se sentía agradablemente sorprendido al observar la redacción clara y firme.
«Si cayese en manos del emperador, podría provocar preguntas desagradables y equívocos», pensó después de haber acabado su lectura; y, depositando el papel en la mesa, tocó el timbre y dijo que hicieran pasar a Nejludov.
Se acordaba del asunto de aquellos sectarios que ya le habían dirigido una petición. He aquí de qué se trataba. Unos cristianos que se habían separado de la ortodoxia habían sido primeramente reprendidos y juzgados luego; pero el tribunal los había absuelto. El arzobispo y el gobernador habían decidido entonces aprovechar el hecho de que el casamiento celebrado conforme a sus ritos era ilegal para deportar a maridos, esposas a hijos, separando a unos de otros. Y eran estos padres, estos hijos, maridos y esposas los que solicitaban estar juntos.
Toporov se acordaba de que al enterarse por primera vez de este asunto había vacilado sobre la solución que convendría darle. Finalmente había pensado que ningún daño había en confirmar la orden de diseminar por diversos lugares a los miembros de una misma familia de estos campesinos. Por otra parte, la estancia de aquéllos en el país natal habría podido tener consecuencias molestas, al arrastrar igualmente al cisma al resto de la población; y, además, este asunto ponía en evidencia el celo del arzobispo. Por eso lo había dejado seguir su curso.
Ahora, con un defensor como Nejludov, que tenía poderosas relaciones en Petersburgo, el asunto podía ser presentado al soberano con una luz particular, que haría resaltar la crueldad de la medida; o bien la prensa extranjera podría apoderarse del escándalo. Por eso su resolución fue rápida.
¡Buenos días! dijo con aire de hombre muy ocupado, recibiendo a Nejludov de pie y abordando inmediatamente la cuestión. Conozco este desgraciado asunto. Apenas he leído los nombres, me he acordado de todos los detalles, dijo, tomando la solicitud y mostrándosela a Nejludov. Le agradezco mucho que me lo haya recordado. Estas autoridades provinciales han cometido un exceso de celo.
Nejludov guardaba silencio. Con un sentimiento de hostilidad, miraba la máscara impasible de aquel rostro descolorido.
Y daré orden de que se deje en suspenso la medida para que esas personas puedan volver a sus casas.
¿Es inútil entonces enviar esta súplica?
En absoluto. ¡Yo se lo prometo! dijo, recalcando la palabra «yo», convencido de que su lealtad y su palabra eran los fiadores más seguros. Por lo demás, voy a escribirlo inmediatamente. Haga el favor de sentarse.
Se puso a la mesa y empezó a escribir. Nejludov, quien se había quedado en pie, dominaba con su mirada el cráneo estrecho y calvo de Toporov, su gran mano venosa que guiaba rápidamente la pluma, y se preguntaba por qué este hombre indiferente a todo y a todos hacía lo que estaba haciendo. ¿Por qué?
¡Bueno, ya está! dijo Toporov, cerrando el sobre. Anuncie esto a sus clientes añadió, plegando sus labios en una sonrisa forzada.
¿Por qué se ha hecho entonces sufrir a esta pobre gente?, preguntó Nejludov, recogiendo el sobre.
Toporov levantó la cabeza y sonrió como si la pregunta de Nejludov le causara agrado.
Eso no puedo decírselo. Lo único que puedo responderle es que los intereses del pueblo, confiados a nuestra custodia, son tan importantes, que un celo exagerado en las cuestiones de fe es menos peligroso y menos perjudicial que una indiferencia exagerada respecto a estas mismas cuestiones que se propagan en los últimos tiempos.
Pero, entonces, ¿cómo se puede, en nombre de la religión, olvidar los principios fundamentales del bien? ¿Cómo se puede separar a los miembros de una misma familia?
Toporov continuaba sonriendo con condescendencia, como si encontrara encantador lo que le decía Nejludov. Dijera éste lo que dijese, él, desde lo alto de la posición social donde creía dominar, lo habría encontrado siempre encantador, pero obtuso.
Desde el punto de vista de la humanidad particular, eso puede en efecto parecer así; pero desde el punto de vista de los intereses del Estado, la cuestión se presenta muy distinta. Por lo demás, tengo mucho gusto en saludarle dijo Toporov inclinando la cabeza y tendiendo la mano.
Nejludov la estrechó y salió sin decir nada, muy poco satisfecho por haber tenido que estrechar aquella mano.
«¡Los intereses del pueblo! se decía, repitiendo las palabras de Toporov. ¡Tus intereses, los tuyos solamente!» Y volviendo a ver en su espíritu aquella cantidad de gentes sometidas a la acción de las instituciones que administran la justicia, sostienen la fe y educan al pueblo, desde la tabernera castigada por haber vendido aguardiente sin licencia, y el niño por su robo, y el vagabundo por su vagabundeo, y el incendiario por haber prendido fuego, y el banquero por dilapidación, hasta esa desgraciada Lidia encarcelada simplemente porque se le pedían sacar informes útiles, hasta los sectarios, por su oposición a la ortodoxia, y a Gurkevitch por su deseo de una constitución, Nejludov comprendió con una claridad perfecta que todos aquellos hombres habían sido cogidos, encarcelados y deportados no porque quebrantaban la justicia o violaban la ley, sino simplemente porque impedían a los funcionarios y a los ricos poseer la fortuna extraída en perjuicio del pueblo.
Y esto se lo impedían tanto la tabernera que traficaba sin licencia como el ladrón que erraba por la ciudad, y Lidia con sus proclamas, los sectarios que destruían las supersticiones, y Gurkevitch con sus sueños de parlamentarismo. Así Nejludov veía muy claramente que todos aquellos funcionarios, desde el marido de su tía, los senadores y los Toporov, hasta los pequeños señores limpios, correctos, sentados ante sus mesas en los ministerios, no se turbaban en absoluto por el hecho de que, en aquel orden de cosas, tuviesen que sufrir inocentes, sino que se preocupaban sólo de la manera de hacer desaparecer a los adversaros.
Lo mismo que, para extirpar una parte gangrenada, los cirujanos se ven obligados a cortar en la carne fresca, así, lejos de observar el principio de absolución de diez culpables para evitar condenar a un inocente 21 21Precepto de la emperatriz Catalina II.
[Закрыть], se ponía fuera de la ley a diez personas inofensivas para llegar a castigar a un solo individuo verdaderamente peligroso.
Esta explicación de todo lo que ocurría en torno de él le parecía a Nejludov muy simple y muy clara; pero precisamente esta simplicidad y esta claridad lo llevaban a dudar de su exactitud. Era imposible que un fenómeno tan complicado pudiese tener una explicación a la vez tan simple y tan espantosa; era imposible que todas aquellas palabras sobre la justicia, el bien, la ley, la fe, Dios, etcétera, no fuesen más que palabras que ocultaban una venalidad y una crueldad flagrantes.
XXVIII
Nejludov se habría ido de Petersburgo muy gustosamente aquella misma tarde, pero le había prometido a Mariette ir a verla al teatro. Y aunque pensaba que no debía hacerlo, se mentía a sí mismo, con el pretexto de que estaba comprometido por la palabra dada. «¿Puedo resistir sus encantos? Voy a probarlo por última vez», se decía con poca sinceridad.
Después de ponerse el frac, llegó al teatro cuando empezaba el segundo acto de la eterna Dama de las camelias, donde la actriz de turno acababa de mostrar la nueva manera como deben morir las mujeres tuberculosas.
El teatro estaba abarrotado, pero en seguida le indicaron a Nejludov el palco de Mariette, con un respeto particular hacia quien lo había preguntado. En el pasillo había un lacayo con librea que saludó a Nejludov con aire de conocimiento y le abrió la puerta del palco.
Todos los palcos estaban ocupados, con los espectadores sentados o de pie, y, sobre la barandilla, espaldas de mujeres; en el patio de butacas, cabezas blancas, grises, calvas, rizadas, llenas de pomada. Las miradas de toda aquella concurrencia convergían en una contemplación unánime hacia una actriz delgada y huesuda, vestida de seda y de encajes, quien, con contorsiones amaneradas y una voz afectada, declamaba un monólogo. Se dejó oír un «chist» cuando Nejludov entró y las dos corrientes de aire, una caliente y otra fría, le golpearon en el rostro. En el palco de Mariette se encontraban una dama con mantilla roja y enorme rodete, y dos hombres: el general, esposo de Mariette, un hombre apuesto, vigoroso, de rostro impenetrable y severo, de nariz ganchuda y de pecho bombeado, relleno de algodón, a lo militar; el otro, rubio, de cabellos ralos, con un mentón hendido, afeitado, entre dos solemnes patillas. Mariette, graciosa, fina, elegante, escotada, dejando ver sus firmes y musculosos hombros, con un lunar apuntándole a la base del cuello, se volvió inmediatamente hacia Nejludov y, señalándole con el abanico una silla vacía detrás de ella, tuvo para él una sonrisa acogedora, agradecida y significativa. Su marido, tranquilo como siempre, miró a Nejludov a inclinó la cabeza. En la mirada que cambió con su mujer se reconocía claramente que él era el dueño, el propietario de una mujer bonita.
Acabado el monólogo, el teatro retumbó con los aplausos.
Mariette se levantó y, sujetando con una mano su falda de seda, pasó al fondo del palco para presentar a Nejludov a su marido.
Sin dejar de sonreír con los ojos, el general respondió que estaba encantado, luego guardó silencio y volvió a mostrarse tranquilo a impenetrable.
Habría debido marcharme esta tarde, pero, como le había prometido a usted... dijo Nejludov, dirigiéndose a Mariette.
Sí no quiere usted verme, verá por lo menos a una artista maravillosa dijo Mariette, respondiéndole en el sentido que ella atribuía a sus palabras. ¿Verdad que ha estado admirable en esta última escena? preguntó a su marido, quien aprobó con la cabeza.
A mí eso no me impresiona mucho dijo Nejludov. He visto hoy tanta miseria, que...
¿De verdad? Siéntese y cuente.
El marido prestaba oídos a la conversación con una sonrisa en los ojos cada vez más irónica.
He ido a ver a esa desgraciada que por fin ha recobrado la libertad, después de haber estado tanto tiempo en la cárcel. Una criatura absolutamente destrozada.
Es la mujer de que te hablé dijo Mariette a su marido.
¡Ah, sí, me he sentido muy dichoso al poder conseguir que la pusieran en libertad! respondió con calma; y bajo su bigote se esbozó una sonrisa que a Nejludov le pareció bastante irónica. Voy a fumar añadió.
Nejludov permaneció sentado, a la espera de aquel algo que Mariette tenía que decirle. Pero ella no le decía nada, no trataba siquiera de decirle lo más mínimo; bromeaba y no hablaba más que de la obra, creyendo que a Nejludov le parecía muy interesante.
Éste se dio cuenta muy pronto de que ella nunca había tenido nada que decirle, sino que simplemente había querido que él la viera esplendorosa con su traje de noche, con los hombros desnudos adornados por un lunar. Y sintió a la vez placer y aversión. No solamente el velo de encanto que antaño recubría todo aquello fue levantado por Nejludov, sino que vio todo lo que ocultaba. Le agradaba ver a Mariette, pero sabía que era una mentirosa que vivía con un marido que subía en el escalafón a costa de las lágrimas y de la vida de millares de hombres; y que aquello importaba poco a la joven; y que todo lo que ella le había dicho la víspera era falso, pero que quería (él ignoraba con cuáles fines, y sin duda ella misma lo ignoraba también) obligarlo a amarla, lo que a él le resultaba a la vez seductor a intolerable. En varias ocasiones tuvo deseos de marcharse, a incluso llegó a tomar su sombrero, pero luego se quedaba.
Mas al fin, cuando el marido entró en el palco, impregnados sus espesos bigotes de un fuerte olor a tabaco, y dejó caer sobre Nejludov una mirada aburrida y protectora, éste no pudo resistir más y, viendo la puerta abierta, salió al pasillo, donde recogió su abrigo, y abandonó el teatro.
Al pasar por la avenida Nevsky para volver a su casa distinguió delante de él, tranquila y caminando sobre el asfalto de la ancha acera, a una mujer alta, muy bien formada, de una elegancia provocativa. En su rostro, como en todo el conjunto de su persona, se leía el convencimiento que ella tenía de su poder de seducción. Todos los viandantes se volvían hacia ella y la miraban. Nejludov, cuyo paso era más rápido, la alcanzó e, involuntariamente, la miró a su vez. Aunque maquillada, su cara era bonita. Sonrió a Nejludov y sus ojos se encendieron. Cosa extraña, Nejludov se acordó inmediatamente de Mariette, porque acababa de experimentar un sentimiento de seducción y de aversión idéntico al que había experimentado en el teatro.
Después de haber rebasado rápidamente a la joven, Nejludov se dirigió hacia el Morskaia y avanzó hasta el muelle, donde se puso a caminar de arriba abajo para gran asombro del agente de policía.
«Me ha sonreído como la otra me sonrió en el teatro cuando entré se decía, y las dos sonrisas tienen un significado análogo. La única diferencia es que ésta habla francamente y sin rodeos: "¿Me necesitas? ¡Tómame! ¿No? ¡Continúa tu camino! " En tanto que la otra finge tener otros pensamientos, experimentar sentimientos elevados y refinados. Es lo mismo en el fondo, pero ésta es franca y la otra miente. Más aún, a ésta es la necesidad la que la ha conducido a su situación; la otra se deleita y se divierte con esta pasión que es bella, repugnante y terrible. Esta mujer de la calle es semejante al agua sucia y pútrida que se ofrece a aquellos cuya sed es más fuerte que la repugnancia; la otra, en su palco, es el veneno que emponzoña imperceptiblemente todo lo que penetra.»
Nejludov se acordó entonces de sus relaciones con la mujer del mariscal de la nobleza, y aquellos vergonzosos recuerdos se presentaron en oleada: «¡Es repugnante esta bestialidad del hombre! Pero, cuando se manifiesta francamente, desde la elevación de tu vida moral puedes verla y despreciarla. Que sucumbas o no, sigues siendo lo que has sido. Pero cuando esta bestialidad se esconde bajo apariencias mal llamadas poéticas y estéticas y fuerza tu admiración, te hundes entonces completamente y, divinizando lo animalesco, no sabes ya distinguir el bien del mal. Y entonces es cuando la cosa se hace terrible.»
En aquel momento, Nejludov veía tan claramente todo aquello como veía ante él los palacios, la fortaleza, los centinelas, la Bolsa, el río y los bancos. Y lo mismo que no había aquella noche, una noche blanca, tinieblas apaciguadoras que otorgan el reposo, sino una luz vaga, triste, ficticia, fuera de su origen, el Sol, así en el alma de Nejludov no existían ya las tinieblas tranquilizadoras de la ignorancia, de la falta de conocimiento.
Todo estaba claro. Estaba claro que todo lo que sé considera como importante y bueno es vil a insignificante, y que todo aquel brillo, todo aquel lujo, recubren vicios antiguos y habituales que, lejos de ser expulsados, triunfan y resplandecen con todos los encantos que pueden inventar los hombres.
Nejludov habría querido olvidar, no ver; pero ya no le era posible no ver. Aunque no viese la fuente de la luz que le revelaba su saber, como no veía la fuente de la luz esparcida sobre Petersburgo, y aunque esta claridad le pareciese vaga, triste, ficticia, sin embargo le era imposible no darse cuenta de lo que le revelaba aquella luz, y sentía al mismo tiempo inquietud y gozo.