Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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XLII
Antes de bajar del vagón, Nejludov había visto, en el patio de la estación, varios coches de lujo tirados por tres o cuatro caballos bien nutridos que hacían tintinear sus cascabeles; y cuando puso los pies en el andén vio un grupo ante un vagón de primera clase. En el centro del grupo descollaba una dama alta y corpulenta vestida elegantemente y con un sombrero adornado de costosas plumas; estaba acompañada por un joven larguirucho de delgadas piernas, en traje de ciclista, y de un perro alto y gordo que tenía un magnífico collar. Lacayos, con impermeables y paraguas, y cocheros se apretaban en torno de ellos. Todo aquel grupo, desde la dama alta hasta el cochero, que se levantaba los faldones de su largo caftán, expresaba la tranquila satisfacción y la abundancia. Alrededor no había tardado en congregarse un círculo de curiosos, servilmente atraídos por el espectáculo de la riqueza. Estaba allí el jefe de estación, con gorra roja, un guardia, una muchacha delgada, con vestido de campesina, que, en verano, asistía a la llegada de todos los trenes, un telegrafista y viajeros de uno y otro sexo.
En el joven con traje de ciclista, Nejludov reconoció al estudiante Kortchaguin. La dama alta era la hermana de la princesa, en cuya casa los Kortchaguin iban a pasar el verano. El revisor jefe del tren, todo galoneado y con botas relucientes, abrió la portezuela del vagón y, con mil muestras de deferencia, la tuvo abierta hasta que el lacayo Felipe y un mozo de la estación, con delantal blanco, hicieron descender con precaución a la princesa de largo rostro en su silla plegable. Las dos hermanas se besaron y cambiaron en francés varias frases referentes a si la princesa prefería montar en la calesa o en el cupé. Y las dos damas se pusieron en marcha, seguidas por la doncella rizada, cargada de sombrillas, de chales y de sombrereras.
Queriendo evitar encontrarse de nuevo con los Kortchaguin, Nejludov se detuvo a cierta distancia de la salida de la estación, aguardando a que el cortejo hubiera pasado. La princesa, su hijo, Missy, el médico y la doncella tomaron la delantera, mientras el príncipe se detenía con su cuñada. Nejludov, aun permaneciendo apartado, pudo oírles cambiar algunos fragmentos de frases francesas. Una de ellas, pronunciada por el príncipe, se fijó, como pasa a veces no se sabe por qué, en el recuerdo de Nejludov, conservando incluso la entonación y el timbre mismo de la voz que la había emitido: « Oh! il est du vrai grand monde, du vrai grand monde!», decía el príncipe con su voz sonora y llena de suficiencia, en el momento en que franqueaba con su cuñada la puerta de salida, saludada por una doble fila de revisores y factores.
En el mismo instante apareció, por la esquina del edificio de la estación, un grupo de obreros con alpargatas y botas de fieltro, con sacos a la espalda. Con paso resuelto y silencioso, avanzaron hacia el primer vagón que encontraron ante ellos, disponiéndose a penetrar en él; pero inmediatamente fueron expulsados por un revisor. Continuaron su apresurada marcha, pisándose los talones para acercarse al vagón siguiente. Ya comenzaban a subir, tropezando sus sacos contra la jamba de la portezuela, cuando, desde el umbral de la estación, otro revisor les dio la orden de bajar. Con un mismo paso silencioso, fueron a un tercer vagón, aquel donde se encontraba Nejludov. De nuevo el revisor los detuvo, y de nuevo se disponían a marcharse cuando Nejludov les dijo que había sitio y que podían subir. Subieron, pues, y Nejludov entró en pos de ellos.
Iban a tomar asiento en el vagón cuando el señor de la escarapela y las dos damas, considerando sin duda su intrusión como una afrenta personal, se opusieron enérgicamente a su admisión y les dieron la orden de marcharse cuanto antes. Inmediatamente, los obreros (eran una veintena: viejos, jovencitos, de rostros fatigados, curtidos, resecos), dando tropezones a cada paso con sus sacos, iban a dirigirse al vagón siguiente como si se sintieran cogidos en falta y estuvieran dispuestos a ir así hasta el fin del mundo y a sentarse donde les ordenaran, aunque fuese sobre clavos.
¿Adónde corréis, demonios? ¡Colocaos aquí! les gritó el revisor, avanzando hacia ellos.
Voilà encore des nouvelles! dijo en francés la señora joven, muy convencida de que ese francés elegante atraería sobre ella la atención de Nejludov. En cuanto a la dama de los brazaletes, se limitaba a oler un frasco de sales, a fruncir las cejas y a hacer ver el desagrado que experimentaba viajando con mujiksque olían mal.
Sin embargo, con el alivio y la alegría de hombres que acaban de escapar sanos y salvos de un peligro terrible, los obreros se habían detenido y empezaban a distribuirse, soltando con un movimiento de hombros sus pesados sacos, que colocaban luego bajo los bancos.
El jardinero, que había ido allí para hablar con Tarass, volvió a ocupar su sitio, de forma que en el compartimiento, tanto al lado como enfrente de Tarass, había tres sitios libres. Así, tres de los obreros los ocuparon; pero cuando Nejludov se acercó a ellos, la vista de su traje de barinlos turbó tanto, que instintivamente los tres se levantaron para buscar sitio en otra parte. Nejludov les rogó que se quedasen; por su parte, se apoyó en el brazo de la banqueta.
Uno de los tres obreros, de unos cincuenta años de edad, cambió con un camarada más joven una mirada de sorpresa e incluso de temor. En realidad, en lugar de lanzarles invectivas y expulsarlos, como convenía a un barin, Nejludov, al cederles su propio asiento, los asombraba y los turbaba. Hasta tenían miedo de que fuese a resultar de eso algo malo para ellos.
Pero cuando se dieron cuenta de que no había allí ninguna astucia ni ningún peligro, y que Nejludov hablaba familiarmente con Tarass, se tranquilizaron. Dijeron al muchachillo más joven que se sentase en el saco, cerca de la ventana, y rogaron a Nejludov que volviese a ocupar su asiento. Al principio, el viejo obrero sentado frente a él pareció estar muy turbado y recogió todo lo que pudo los pies bajo la banqueta para no rozar al barin; pero pronto fue cobrando ánimos y se puso a hablarles a Nejludov y a Tarass con tanta familiaridad, que, para recalcar el alcance de sus palabras, más de una vez dio con la mano en la rodilla de Nejludov.
Le contó a éste todo lo que hacía: sus trabajos en las turberas, de donde volvía con sus compañeros después de diez semanas de laboreo. Cada uno traía una suma de diez rublos, porque una parte de su ganancia se la habían anticipado al entrar.
El trabajo del que hablaba se efectuaba con agua hasta las rodillas y duraba desde el alba hasta la noche, con un descanso de dos horas para la comida del mediodía.
Para los que no están acostumbrados, es duro hacerse a eso decía, pero, una vez acostumbrados, la cosa se soporta. Únicamente, si la comida fuera buena... En los primeros tiempos, no había modo de tragar nada. Pero un día los obreros se plantaron y la comida se ha hecho mejor, y el trabajo resulta más fácil.
Contó también que trabajaba así, día tras día, desde hacía más de veintiocho años y que siempre había entregado en su casa el dinero que ganaba: primero a su padre y luego a su hermano mayor; ahora se lo daba a un sobrino que dirigía los trabajos de la casa. En cuanto a él, de los cincuenta o sesenta rublos que ganaba por año, se reservaba dos o tres para sus placeres menudos: comprar tabaco y cerillas.
Y después, a veces uno peca: hay ocasiones, cuando sobra un poco de dinero, en que se bebe un vasito de aguardiente añadió con una sonrisa contrita.
Dijo también que las mujeres de los obreros se ocupan, en lugar de ellos, con los trabajos del campo; y cómo, aquel día, antes de despedirlos, el patrón les había pagado para todos ellos medio cubo de aguardiente; dijo también que uno de sus compañeros había muerto y que llevaban otro muy enfermo.
Este último estaba sentado en un rincón del mismo vagón. Era un muchacho muy joven, flaco y pálido, con labios azulados. Seguramente había contraído el paludismo trabajando en el agua.
Nejludov se acercó a él, pero fue acogido por una mirada a la vez tan severa y tan llena de sufrimiento, que no tuvo valor para fatigarlo con sus preguntas; recomendó simplemente al viejo que le comprara un poco de quinina, cuyo nombre le escribió en un papel, ofreciendo igualmente dinero, pero el viejo obrero rehusó, diciendo que él mismo pagaría.
Bueno, yo he viajado mucho. No he visto nunca a un señor como éste. No sólo no trata de echar a uno, sino que incluso le cede su sitio. Y es que hay señores de todas clases dijo, dirigiéndose a Tarass.
«¡Sí, un nuevo mundo, completamente nuevo, completamente distinto!», pensó Nejludov observando los miembros musculosos y secos de los obreros, sus rostros curtidos, afables y fatigados; sus groseros trajes confeccionados por sus mujeres. Y se sentía rodeado de hombres nuevos que tenían respetables inquietudes, que tenían las alegrías y los sufrimientos de una vida humana verdadera y laboriosa.
«¡Helo aquí, le vrai grand monde!», se dijo Nejludov, recordando la frase del príncipe Kortchaguin. Y volvió a ver aquel mundo ocioso y opulento de los Kortchaguin, con sus intereses bajos y mezquinos. Y experimentó la alegría de un viajero que descubre una tierra nueva, un mundo desconocido y magnífico.
TERCERA PARTE
I
El convoy de forzados del que formaba parte Maslova había recorrido ya cerca de cinco mil verstas. Hasta Perm, Maslova viajó, tanto en ferrocarril como en barco, con los condenados de derecho común; solamente a su llegada a esta ciudad Nejludov consiguió que la incorporaran al grupo de los condenados políticos, siguiendo el consejo de Bogodujovskaia, quien se encontraba entre estos últimos.
Hasta Perm, el trayecto fue muy penoso para Maslova, tanto moral como físicamente. Físicamente: la suciedad y los repugnantes insectos, que no le dejaban ningún respiro; moralmente: hombres no menos repugnantes que los insectos, y aunque diferentes después de cada etapa, todos lo mismo de desvergonzados, todos tan pegajosos y sin concederle un momento de tranquilidad. La costumbre del desenfreno más cínico se había hecho tan general entre las presas, los presos, los carceleros y los soldados de la escolta, que toda mujer joven debía constantemente mantenerse en guardia si le repugnaba aprovecharse de su cualidad de mujer. Y este estado constante de temor y de lucha pesaba en Maslova, sobre todo en razón del atractivo que ejercía su encanto exterior y su pasado conocido por todos. La oposición firme y resuelta que los hombres encontraban en ella les parecía como una ofensa personal y los tornaba más hostiles aún. Sus miserias estaban sin embargo aliviadas un poco gracias a la amistad de Fedosia y de Tarass; este último, al enterarse de las molestias a que estaba sometida igualmente su mujer, había pedido acompañarla en calidad de preso, a fin de poder protegerla, y, desde Nijni Novgorod, viajaba con los condenados.
El traslado de Maslova a la sección política había mejorado su situación en todos los aspectos. Además de que los «políticos» estaban mejor alojados, mejor nutridos y sufrían un trato menos rudo, la situación de Maslova se había hecho mejor también en el sentido de que se encontraba al abrigo de los atrevimientos de los hombres y evitaba así verse obligada a cada instante a sufrir el recuerdo de un pasado que tanto deseaba olvidar. Pero la principal ventaja de este traslado consistía para ella en el hecho de haber entablado conocimiento con algunas personas llamadas a ejercer en su ánimo una feliz y decisiva influencia.
Autorizada a alojarse, durante los altos, con los condenados políticos, debía sin embargo, en su calidad de mujer en buen estado de salud, seguir a los condenados criminales; había caminado así desde Tomsk, en compañía de dos condenados políticos: María Pavlovna Stchetinina, la hermosa joven de ojos de oveja, y un cierto Simonson, deportado de Yakuskt, aquel mismo hombre moreno, de abundantes cabellos y ojos hundidos, cuyo aspecto ya había impresionado a Nejludov en ocasión de su entrevista con Bogodujovskaia.
María Pavlovna iba a pie porque había cedido su puesto, en la carreta de los políticos, a una condenada criminal encinta. Simonson, por su parte, porque consideraba injusto gozar de un privilegio de casta. Estos tres condenados se ponían en marcha por la mañana, temprano, con los criminales, mientras los políticos partían más tarde, en los coches.
Las cosas habían transcurrido así hasta la última etapa, ante la gran ciudad, donde un nuevo jefe de escolta debía tomar el mando del convoy.
Era por la mañana temprano, en el mes de septiembre; la nieve alternaba con la lluvia y las borrascas de viento helado. Todos los condenados del convoy, cuatrocientos hombres y cerca de cincuenta mujeres, se encontraban en el patio de la cárcel de tránsito; un cierto número rodeaba al suboficial de la escolta que distribuía a los presos, delegados por sus camaradas, el dinero destinado a la compra de provisiones, para cuarenta y ocho horas, a las vendedoras autorizadas a penetrar en el patio de la cárcel. Se oían las voces de los que contaban el dinero y regateaban en las compras, y los gritos de las vendedoras.
Katucha y María Pavlovna, las dos con botas y con pellizas de piel de carnero, envuelta la cabeza en sendos pañuelos, salieron igualmente al patio y se dirigieron hacia las vendedoras, que se abrigaban contra el viento a lo largo de la pared y procuraban atraer a los clientes; vendían pastas, pescado, sopa, hígado, carne, huevos, leche; una ofrecía incluso lechón asado.
Simonson, con chaquetilla y polainas de caucho, estas últimas atadas con cuerdas sobre medias de lana (era vegetariano y no empleaba pieles de animales), aguardaba igualmente en el patio la puesta en marcha del convoy. En pie cerca de la escalinata, anotaba en su carnet un pensamiento que acababa de germinar en su espíritu:
«Si una bacteria escribía pudiera observar y examinar la uña del hombre, llegaría a la conclusión de que el objeto estudiado pertenece al mundo inorgánico. Lo mismo nosotros hemos llegado a esta conclusión, a propósito de nuestro planeta, examinando su corteza. ¡Es falso!»
En el momento en que Maslova, quien había comprado huevos, una ristra de rosquillas, pescado y pan fresco, colocaba sus provisiones en un saco mientras María Pavlovna pagaba a las vendedoras, se produjo un movimiento entre los presos. Todos se callaron y se alinearon. El jefe del convoy salió y dio las últimas instrucciones.
Todo transcurría como de ordinario: pasaban lista, se comprobaba la solidez de las cadenas y se emparejaba a los que debían caminar con esposas. Pero de pronto se elevaron la voz autoritaria y gruñona del oficial y el ruido producido por golpes sobre un cuerpo humano y llantos infantiles. Y después de un instante de completo silencio, un murmullo indignado que recorrió toda la muchedumbre.
II
María Pavlovna y Katucha se acercaron al sitio de donde procedía el ruido; vieron al oficial, un hombre fornido, de grandes bigotes rubios, que fruncía las cejas y frotaba la palma de la mano izquierda contra la mano derecha, que le escocía a causa de la violencia de la bofetada que acababa de propinar a un preso, y no dejaba de proferir juramentos groseros y obscenos. Delante de él, enjugándose con una mano el rostro ensangrentado, mientras sostenía con la otra a una niñita envuelta en un chal, y que lanzaba gritos agudos, se erguía, vestido con un corto capote carcelario y unos pantalones más mezquinos aún, un preso larguirucho y flaco con la cabeza semirrapada.
¡Yo te enseñaré... (una palabrota obscena), yo te enseñaré a hacer comentarios...! (otra palabrota). ¡Dásela a las mujeres! gritaba el oficial. ¡Vamos, ponédselas en seguida!
El oficial exigía que se pusiera las esposas a aquel condenado a la deportación por el consejo rural. Desde la muerte de su mujer, en Tomsk, era él quien, durante todo el trayecto, había llevado a su hijita. La razón que había invocado de no poder hacerlo con las esposas puestas había irritado al oficial, de mal humor en aquel momento, y éste había golpeado hasta hacerle sangre al preso que no había obedecido inmediatamente 25 25Este hecho lo cita Linev en su libro: Por etapas. N. del A.
[Закрыть].
Frente al preso golpeado se mantenía un soldado de la escolta; otro condenado, de gran barba negra, metida una mano en las esposas, lanzaba de soslayo miradas hacia su camarada, el padre de la niñita. Habiendo repetido el oficial la orden de llevarse a la niña, murmullos más violentos se elevaron entre la multitud de presos que asistían a aquella escena.
Desde Tomsk venía andando sin esposas dijo una voz ronca en una de las últimas filas de la columna.
Es una criatura lo que lleva, no es un perro. ¿Dónde va a poner a la niña?
¡Es contra el reglamento! protestó otro.
¿Quién ha dicho eso? gritó el oficial, como si le hubieran dado un mordisco, lanzándose sobre la multitud. ¡Ya te enseñaré yo el reglamento! ¿Quién ha hablado? ¿Tú? ¿Tú?
Todo el mundo lo dice, porque... dijo un preso fornido, de anchos hombros.
No pudo acabar; con los dos puños, el oficial se puso a golpearlo en la cara.
¿Una revuelta entonces? ¡Yo os enseñaré lo que es una revuelta! ¡Os haré fusilar como a perros! ¡Y las autoridades me lo agradecerán! ¡Llévate la niña!
Un silencio planeó sobre la multitud. La niña, que lloraba desesperadamente, fue arrancada por un soldado de los brazos de su padre, mientras otro ponía las esposas al preso, quien tendía ahora sus brazos con sumisión.
¡Llévasela a las mujeres! vociferó el oficial al soldado, volviéndose a colocar bien su tahalí.
La niña, sujetas las manos en su chal, procuraba sacarlas y, con el rostro congestionado, no dejaba de lanzar gritos desgarradores.
María Pavlovna se apartó de la multitud y se acercó al soldado que sujetaba a la niña.
Señor oficial, permítame que la recoja yo.
El soldado se detuvo.
¿Quién eres tú? preguntó el oficial.
Una condenada política.
El bonito rostro de María Pavlovna, con sus bellos ojos redondos (él ya se había fijado en ella en el momento de hacerse cargo de la dirección del convoy), impresionó visiblemente al oficial. Examinó en silencio a la joven, como si estuviera pesando el pro y el contra.
A mí me da igual. Recójala si quiere dijo por fin. A ustedes les es muy fácil tenerles lástima; pero, ¿quién sería el responsable si se escaparan?
¿Cómo iba a poder escaparse con su hija? preguntó María Pavlovna.
¡No tengo tiempo de discutir con usted! ¡Llévesela, si se empeña!
¿Ordena usted que se la dé? preguntó el soldado.
¡Dásela!
¡Ven conmigo! dijo María Pavlovna con voz acariciadora.
Pero, en brazos del soldado, la niña seguía gritando, se inclinaba hacia su padre y se negaba a ir hacia la joven.
Espere un momento, María Pavlovna; quizá se venga conmigo dijo Maslova, sacando una rosquilla de su saco.
En efecto, el rostro ya conocido de Maslova y el señuelo de la rosquilla decidieron a la niña.
Todos se habían callado. Se abrió la puerta cochera; el convoy salió a la calle y se alineó; los soldados de la escolta contaron de nuevo a los presos, ataron los sacos y los colocaron en las carretas; luego hicieron sentarse allí a los débiles. Maslova, con la niña en brazos, fue a colocarse entre las mujeres, al lado de Fedosia. Con paso firme y resuelto, Simonson, que había asistido a toda la escena, se acercó al oficial; éste había dado todas sus órdenes y subía ya a su tarentass.
Ha obrado usted mal, señor oficial le dijo Simonson.
¡Vuelva a su sitio! ¡Esto no es de su incumbencia!
Es de mi incumbencia decirle, y se lo digo, que ha obrado usted mal insistió Simonson, mirando fijamente al oficial con sus ojos sombreados de espesas cejas.
¿Está todo listo? ¡En marcha el convoy! gritó el oficial sin prestar ya atención a Simonson. Y, apoyándose en el hombro del soldado cochero, subió al tarentass.
El convoy se puso en movimiento, desenrollándose en larga columna sobre la fangosa carretera, bordeada a ambos lados por estrechas zanjas y abierta en pleno bosque.
III
Después de la existencia lujosa, confortable y fácil de aquellos seis últimos años, y los dos meses pasados en la cárcel con las presas comunes, su vida actual con los «políticos», aunque en condiciones penosas, le parecía a Katucha muy superior. Las etapas de veinte a treinta verstas, a pie, con un descanso durante el día, después de dos jornadas de marcha y una alimentación substanciosa, la fortificaban físicamente; por otra parte, el trato con nuevos camaradas le abría sobre la vida horizontes insospechados. No sólo ella no conocía, sino que ni siquiera había podido imaginar que pudiesen existir personas tan excelentes, siguiendo su propia expresión, como aquellas con las que caminaba.
«Lloraba por haber sido condenada se decía, pero toda mi vida tendré que darle gracias a Dios por haberme permitido conocer lo que siempre habría ignorado.»
Sin esfuerzo había comprendido los motivos que impulsaban a aquellos hombres, y, como mujer del pueblo, simpatizaba completamente con ellos. Había comprendido que ellos estaban a favor del pueblo contra los dirigentes; que ellos mismos eran privilegiados, y no por eso dejaban de sacrificar a favor de sus ideas, sus privilegios, su libertad, incluso su vida: eso la maravillaba y la entusiasmaba.
Estaba encantada con sus nuevos compañeros, pero por encima de todos admiraba a María Pavlovna y la quería con un afecto particular, a la vez respetuoso y apasionado. La impresionaba el hecho de que aquella hermosa muchacha, muy instruida, que hablaba tres lenguas, de una familia rica y de alta situación, conservase la sencillez de modales de una obrera, diese a los demás todo lo que enviaba su acaudalado hermano, llevase vestidos no solamente simples, sino pobres, y no se preocupase en absoluto de su aspecto. Esta ausencia completa de coquetería femenina asombraba y, en consecuencia, seducía más que nada a Maslova. Y se daba cuenta muy bien de que María Pavlovna sabía, a incluso le resultaba agradable saber, que era bella, y sin embargo, lejos de alegrarla la impresión que causaba en los hombres, la temía, experimentaba incluso repulsión y miedo de provocar declaraciones amorosas. Sus compañeros, conociendo sus sentimientos, aunque atraídos hacia ella, no se permitían mostrárselos y la trataban en plan de camarada; por el contrario, los demás hombres la molestaban con frecuencia; pero, como ella misma decía, se desembarazaba de ellos gracias a su fuerza física, de la que se ufanaba muy orgullosa.
Un día contaba riendo a Katucha, un hombre me molestaba en la calle y no se decidía a dejarme en paz; lo zarandeé entonces con tanta fuerza, que me cogió miedo y huyó.
Se había hecho revolucionaria porque, desde la infancia, había experimentado una repulsión instintiva hacia la vida mundana. Siempre había querido a la gente del pueblo, y muchas veces la habían reñido por sus asiduidades en la repostería, en la cocina y en las cuadras.
Sin embargo, con las cocineras y los cocheros era con quienes me sentía a mis anchas, en tanto que me aburría horriblemente con los señores y las señoras contaba ella. Y posteriormente, cuando empecé a comprender, me di cuenta de que nuestra vida era, en efecto, muy mala. Ya no tenía madre, a mi padre no lo quería, y a los diecinueve años abandoné la casa con una amiga y me empleé como obrera de fábrica.
Después de haber abandonado la fábrica vivió entre los mujiks, luego volvió a la ciudad y fue detenida en su alojamiento, donde se encontraba una imprenta clandestina, y la condenaron a trabajos forzados.
María Pavlovna nunca hablaba ella misma de su pasado; pero Katucha se había enterado por los demás de que la habían condenado por haberse declarado culpable de un disparo hecho en la oscuridad, durante un registro, por uno de los revolucionarios.
Katucha la conoció luego más ampliamente: en cualquier circunstancia, en cualquier situación que se encontrase, no pensaba nunca en ella misma y no tenía otro cuidado que el de acudir en ayuda de alguien y servir al prójimo. Uno de sus compañeros actuales, Novodvorov, decía bromeando «que ella se dedicaba al deporte de la abnegación». Y era verdad. Todo el interés de su vida era estar al acecho, como un cazador tras la pieza, de una ocasión de hacerse útil a los demás. Así, ese «deporte» se había convertido en un hábito y era su razón de vivir. Se entregaba a eso tan naturalmente, que los que la conocían no apreciaban ya sus servicios, sino que se los exigían.
Cuando Maslova fue trasladada a la sección de los «políticos», María Pavlovna sintió primero repulsión hacia ella. Katucha se dio cuenta; pero también vio el esfuerzo hecho por la joven para tratarla con una benevolencia y una bondad particulares. La expresión de estos últimos sentimientos, en un ser tan extraordinario, conmovió tan vivamente a Katucha, que se había entregado a ella de todo corazón, asimilando inconscientemente sus ideas a imitándola en todo.
Esta devoción de Katucha conmovió igualmente a María Pavlovna, quien le había tomado cariño a su vez. Por otra parte, la repugnancia que sentían las dos mujeres hacia el amor carnal influía también mucho en su amistad. Una odiaba aquel amor porque había experimentado todo el horror del mismo; la otra, sin haberlo conocido, lo miraba como algo incomprensible y, al mismo tiempo, repulsivo, degradante para la humanidad.