355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Leon Tolstoi » Resurrección » Текст книги (страница 16)
Resurrección
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 15:13

Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



сообщить о нарушении

Текущая страница: 16 (всего у книги 43 страниц)

XLVI

A la hora acostumbrada, los silbatos de los guardianes resonaron en los corredores de la prisión; se abrieron las puertas de hierro de las salas, se oyeron ruidos de pasos y, por los pasillos, se expandió la hediondez sofocante de los cubos que retiraban los presos. Los presos y las presas se lavaron, se vistieron, respondieron a la lista en el corredor y fueron a buscar agua hirviendo para su té.

Aquel día, en todas las salas, las conversaciones fueron especialmente animadas y giraron sobre el acontecimiento de la actualidad: la paliza que iban a dar a dos presos. Uno de ellos era un joven empleado inteligente e instruido, llamado Vassiliev, condenado por haber matado a su amante en un acceso de celos. Era muy querido por todos sus camaradas de sala por su buen humor, su liberalidad y la manera como sabía tenérselas tiesas ante la autoridad; conociendo a fondo el reglamento, no admitía que se lo transgrediese. Por eso la autoridad no podía sufrirlo.

Tres semanas antes, un preso, al pasar, había derramado sopa sobre el uniforme nuevo de un vigilante, y éste lo había maltratado. Vassiliev intervino, alegando que el reglamento prohibía golpear a los presos.

¿El reglamento? ¡Voy a enseñarte yo el reglamento! -había respondido el vigilante, injuriando, además, a Vassiliev.

A una réplica de este último en el mismo tono, el vigilante quiso golpearlo, pero Vassiliev lo agarró por las manos, lo sujetó y luego lo lanzó fuera de la sala. El vigilante había presentado queja, y el director condenó a Vassiliev al calabozo.

Los calabozos consistían en una fila de celdas tenebrosas, cerradas por fuera con cerrojo. En esas celdas negras y frías no había ni cama, ni mesa, ni silla. Forzoso era, por tanto, que el preso se sentara y se acostara sobre el repugnante suelo; y las ratas eran allí tan numerosas y tan audaces, que, no contentas con correr alrededor y por encima de él, acudían a quitarle el pan de entre la manos.

Vassiliev había declarado que, como no era culpable, no iría al calabozo, y lo arrastraron a viva fuerza. Cuando se debatía, dos de sus camaradas lo ayudaron a escaparse de las manos de los vigilantes, que habían pedido refuerzos, especialmente el de un cierto Petrov, de fuerza extraordinaria. Los tres rebeldes fueron reducidos y llevados al calabozo. Un informe al gobernador, exagerando el incidente, le había presentado como un comienzo de revuelta , y del palacio del gobernador llegó, como respuesta, la orden de infringir treinta azotes a los dos principales culpables: Vassiliev y un vagabundo llamado Nepomniastchy.

Los azotes se darían aquella misma mañana, en el locutorio de las mujeres.

Desde la víspera, habiéndose propalado la noticia por la cárcel, no se hablaba de otra cosa en todas las salas.

Korableva, la Hermosa, Fedosia y Maslova estaban sentadas y charlaban en su rincón favorito, arreboladas las cuatro y excitadas por el aguardiente que, gracias al dinero de Maslova, no faltaba para ellas. Bebían su té y hablaban de los azotes.

–¡Como si se hubiese sublevado! -decía Korableva mordisqueando un terrón de azúcar entre sus sólidos dientes -.No hizo más que acudir en defensa de su camarada. ¡Pues bien, no hay derecho a azotar por eso!

–Dicen que el muchacho es muy bueno -añadió Fedosia, sentada, con sus dos largas trenzas colgantes, sobre un taburete de madera frente al camastro en el cual estaba colocada la tetera.

–¡Si tú lehablases del pobre muchacho, Mijailovna! -dijo la guardabarrera a Maslova, haciendo alusión a Nejludov.

–Claro que le hablaré. Está dispuesto a hacer por mí cualquier cosa -respondió Maslova con una sonrisa de vanidad.

–Pero Dios sabe cuándo vendrá, y dicen que ya han ido a buscar a Vassiliev– replicó Fedosia -.¡Es espantoso! -añadió con un suspiro.

–Una vez vi azotar a un mujiken la prevención del pueblo. Mi suegro me había enviado a ver al starosta, y al llegar...

Y la guardabarrera empezó un relato interminable.

Pero su narración fue cortada bruscamente por ruidos de pasos y de voces en el corredor del piso de arriba.

–¡Ya los están arrastrando los demonios! -declaró la Hermosa-.Ahora van a matarlo. Sobre todo porque los vigilantes están furiosos contra él porque les impide que hagan lo que les da la gana.

Arriba no se oyó nada más. La guardabarrera reanudó su relato narrando cómo en presencia suya, bajo un cobertizo, habían azotado a muerte a un mujik; al ver aquello, las entrañas le habían saltado en el vientre. La Hermosacontó a su vez cómo habían azotado a Stcheglov sin arrancarle una queja. Luego Fedosia sirvió el té; Korableva y la guardabarrera se pusieron a coser, y Maslova se sentó en su cama, encogidas las piernas, con las rodillas entre las manos. Se disponía a descabezar un sueñecito cuando la vigilanta vino a decirle que fuera a la oficina, donde la requería un visitante.

–¡No dejes de hablarle de nosotros! -dijo la vieja Menchova a Maslov, en tanto que ésta se arreglaba el pañuelo ante un espejo medio empañado -.Dile que no fuimos nosotros quienes prendimos fuego, sino aquel bribón de tabernero en persona: un trabajador lo vio. Dile que mande llamar a Mitri. Mitri se lo explicará todo, claro como la luz del día. Que nos han metido en la cárcel, a nosotros que no hemos hecho nada cuando el bribón se pavonea en su taberna con la mujer de otro.

–Es algo que va contra la ley -confirmó Korableva. -Se lo diré, se lo diré sin falta -respondió Maslova – ¡Vamos! -añadió -, bebamos otro trago para darnos valor.

Korableva le sirvió media taza de aguardiente que ella bebió de un golpe. Luego se enjugó la boca y, con una alegre sonrisa, repitiendo: «Para darnos valor», se unió a la vigilanta, quien la aguardaba en el corredor.

XLVII

Nejludov hacía ya mucho tiempo que estaba en el vestíbulo de la cárcel.

Al llegar había enseñado al vigilante de semana la autorización del fiscal.

–¿A quién quiere usted ver?

–A la presa Maslova.

–Imposible en este momento -declaró el vigilante -, el director está ocupado.

–¿En la oficina? -preguntó Nejludov.

–No, aquí, en el locutorio -respondió el vigilante con visible embarazo.

–¿Es que es día de visita?

–No, es un asunto especial.

–¿Y cómo haré para ver al director?

–Espérelo aquí. Cuando pase, dentro de un rato, lo verá usted.

En el mismo momento apareció por una puerta lateral un joven sargento primero de galones resplandecientes de rostro sonrosado y de bigotes manchados de humo de tabaco, quien, al ver a Nejludov, se volvió severamente hacia el vigilante.

–¿Por qué lo ha hecho usted entrar aquí y no en la oficina?

–Me han dicho que el director iba a pasar por aquí dijo Nejludov, sorprendido de la actitud embarazada del suboficial, que ya había notado en el vigilante.

La puerta por la que había entrado el sargento primero se abrió de nuevo para dejar paso a Petrov, todo acalorado, la cara sudorosa.

–¡Se acordará de esto! -dijo, dirigiéndose al suboficial.

Pero este último señaló con los ojos a Nejludov; Petrov se calló, frunció las cejas y salió por otra puerta.

«¿Quién se acordará? ¿Por qué tienen un aire tan embarazado? ¿Y por qué el sargento primero le ha hecho una señal?», se preguntaba Nejludov.

–No se espera aquí. Haga usted el favor de dirigirse a la oficina -le dijo el suboficial.

Nejludov se disponía a salir cuando el director de la cárcel entró por la misma puerta que los demás. Parecía más embarazado aún que sus subordinados y no dejaba de suspirar. Al distinguir a Nejludov, dijo al vigilante:

–Fedotov, es por Maslova, de la quinta sala... ¡A la oficina! -y dirigiéndose a Nejludov, dijo -: Haga usted el favor de pasar.

Subieron por una empinada escalera a una habitacioncita alumbrada por una sola ventana y amueblada con una mesa y algunas sillas.

El director se sentó.

–¡Qué profesión tan dura! ¡Qué profesión tan dura!-dijo, suspirando y sacando de su estuche un gran puro.

–Parece usted fatigado, ¿no? —preguntó Nejludov.

–Estoy cansado de todo mi servicio. Verdaderamente, las obligaciones son demasiado duras. Uno querría aliviar la suerte de estos desgraciados, y todo lo que se hace por ellos desemboca en algo peor. Si, por lo menos, encontrase un medio de irme de aquí. ¡Duro, duro oficio!

Nejludov ignoraba el porqué de la penosa tarea del director; sin embargo, aunque no lo conociera, creyó percibir en él aquel día un sufrimiento excepcional, un ánimo particularmente triste y desalentado que lo movía a compasión.

–Sí, creo desde luego que su profesión es dura -le dijo -. Pero, ¿por qué no renuncia usted a este puesto?

–La falta de medios, la familia...

–Pero, puesto que esto le resulta penoso...

–Sin embargo, puedo decirle que, en la medida de mis fuerzas, hago todo lo que está en mi mano para suavizar la suerte de los presos; otro cualquiera, en mi lugar, los trataría de un modo muy distinto. ¿Cree usted que sea una insignificancia gobernar a cerca de dos mil individuos de esta especie? Hay que saberlos llevar. Son seres humanos; es imposible no tenerles lastima. Pero si se les mima, todo está perdido.

Luego se puso a contar una aventura reciente: una riña entre dos presos, seguida por la muerte de uno de ellos.

La entrada de Maslova, precedida de un vigilante interrumpió el relato.

Nejludov la vio desde el umbral, incluso antes de que ella se hubiese dado cuenta de la presencia del director. Traía el rostro rojo e inflamado. Caminaba con paso suelto detrás del vigilante, sonriendo y sacudiendo la cabeza. Al ver al director se detuvo un instante ante él, con aire asustado; pero en seguida se volvió alegremente hacia Nejludov:

–¡Buenos días! -le dijo toda risueña, estrechándole con fuerza la mano que simplemente había rozado la otra vez.

Le he traído su instancia de casación, para que la firme -le dijo Nejludov, sorprendido al verla tan exuberante -.La ha redactado el abogado; no tiene usted más que firmarla y la enviaremos a Petersburgo.

–Muy bien, la firmaré. Es fácil– dijo ella sonriendo y guiñando un ojo.

Nejludov sacó el papel de un bolsillo y se acercó a la mesa.

–.¿Puede firmarse esto aquí? -preguntó al director.

–¡Vamos, siéntate allí! -dijo éste a Maslova-. Toma una pluma. ¿Sabes escribir?

–En tiempos sabía– respondió ella con una sonrisa.

Luego, después de haberse recogido la falda y arrezagado una manga de su camisola, se sentó ante la mesa, empuñó torpemente la pluma con su enérgica manecita y miró a Nejludov con una sonrisa interrogativa.

Él le indicó dónde debía poner la firma.

Cuidadosamente, ella mojó y sacudió la pluma y escribió su nombre.

¿Es esto todo? -le preguntó, cuando hubo acabado, mirando alternativamente a Nejludov y al director y poniendo la pluma ora sobre el tintero, ora sobre los papeles.

–Tengo todavía algo que decirle -le respondió él, quitándole la pluma de la mano.

–Pues bien, dígalo.

Al mismo tiempo el rostro volvió a ponérsele serio, como si le hubiese pasado un pensamiento por el espíritu o la hubiese invadido una somnolencia.

El director se levantó y salió , y Nejludov se quedó a solas con Maslova.

XLVIII

El vigilante que había conducido a Maslova se sentó algo apartado junto al alféizar de la ventana.

Por fin llegó el minuto decisivo para Nejludov. No había dejado de reprocharse el hecho de no haberse atrevido, en su primera entrevista con Maslova, a decirle lo principal: su intención de casarse con ella. Esta vez se lo diría todo, pasase lo que pasase.

Ella se había sentado a un lado de la mesa; Nejludov se sentó al otro lado, frente a ella. La habitación donde se encontraban era clara, y Nejludov pudo, de cerca y por primera vez, examinar a Maslova: vio las arrugas alrededor de los ojos y de la boca y la hinchazón de los párpados. Y su lástima por ella aumentó aún más.

Colocándose delante de la mesa de manera que no pudiera oírlo el vigilante, un hombre de tipo judío y de patillas grises, Nejludov se inclinó hacia Maslova y le dijo:

–Si la solicitud de casación no es admitida, dirigiremos un recurso de gracia al emperador. Haremos todo lo que sea posible.

–¡Si hubiese usted podido hacer todo esto antes! Me habría buscado un buen abogado. Mi defensor era un completo imbécil y no se ocupaba más que en hacerme cumplidos– añadió ella, echándose a reír -.¡Ah, si hubiese sabido que usted me conocía, la cosa habría ido de otra manera! Pero sin eso... Pues bien, se han dicho ellos, no es más que una ladrona.

«¡Qué rara está hoy!», pensó Nejludov. Iba, sin embargo, a abordar la gran cuestión cuando ella tomó de nuevo la palabra.

–Por mi parte, tengo algo que decirle. Hay en nuestra cárcel una viejecita que deja maravillado a todo el mundo. Una viejecita tan buena, que no encontraría usted a nadie igual , y he aquí que, Dios sabe por qué, la han condenado con su hijo; y todo el mundo sabe que son inocentes, aunque los hayan acusado de haber prendido fuego. Entonces -continuó Maslova remilgadamente -, al enterarse de que yo lo conocía a usted, ella me dijo: «Dile que haga venir a mi hijo y que él se lo explicará todo.» El apellido es Menchov. Lo hará usted, ¿verdad? ¡Si usted supiese, una viejecita tan excelente...! En seguida se comprende que no es culpable. ¿No es verdad, mi buen amigo, que se ocupará usted de eso? -dijo ella, ora mirándolo, ora bajando los ojos con una sonrisa familiar.

–Naturalmente, me cuidaré de eso, me informaré– replicó Nejludov, a quien aquella expansión asombraba cada vez más -.Pero de lo que quiero hablarle es de un asunto personal. ¿Se acuerda usted de lo que le dije el otro día?

–¡Me dijo usted tantas cosas el otro día! ¿Qué me dijo? -preguntó ella, sin dejar de sonreírle y de volver la cabeza a uno y otro lado.

–Le dije que había venido a rogarle que me perdonase.

–¿Cómo, perdonar? ¡Siempre perdonar! Es inútil... Haría usted mejor...

–Tengo que decirle además -prosiguió Nejludov -que quiero reparar mi falta, no con palabras, sino con actos... ¡Estoy resuelto a casarme con usted.

A estas palabras, de pronto, el rostro de Maslova expresó espanto. Sus ojos dejaron de bizquear para clavarse con severidad sobre los de Nejludov.

–¿Y para qué hacerlo? -replicó ella con tono maligno.

–Ante Dios, tengo el sentimiento de que debo hacerlo así.

–¿Qué Dios se ha sacado usted de la manga? ¿Dios? ¿Qué Dios? Habría hecho mejor pensando en Dios antes, el día en que...

Se detuvo, con la boca abierta.

Por primera vez, Nejludov olió entonces el fuerte olor de aguardiente que exhalaba su aliento y comprendió la causa de su excitación.

–Cálmese usted– dijo.

–¡No tengo necesidad de calmarme! ¿Crees que estoy borracha? ¡Pues sí, estoy borracha, pero sé lo que me digo! -replicó ella de un tirón, y la sangre le subió al rostro -. ¡Soy una presa, una cualquiera, y tú eres un señor, un príncipe! ¡No tienes que liarte conmigo! ¡Ve a reunirte con tus princesas! ¡Por lo que a mí se refiere, mi precio es un billete rojo!

–Por crueles que sean tus palabras -murmuró Nejludov con un temblor -, no son nada en comparación con lo que yo mismo siento. ¡No puedes figurarte hasta qué punto tengo conciencia de mi falta para contigo!

–¡Conciencia de tu falta! -replicó ella con una risa malvada -.¡Nada de conciencia tenías cuando me pusiste en la mano los cien rublos! ¡Eso era lo que yo valía para ti!

–Lo sé, lo sé; pero, ¿qué hacer ahora? Me he hecho el juramento de no abandonarte. Lo he dicho y lo haré.

–¡Y yo te digo por mi parte que no lo harás! -exclamó ella con una grosera risotada.

–¡Katucha! -dijo Nejludov, tratando de agarrarle una mano.

–¡No me toques! ¡Yo soy una presa; tú, un príncipe! ¡No tienes nada que hacer aquí! -gritó, loca de cólera, retirando la mano-. ¡Vete de aquí! -continuó ella, oprimida con todo lo que volvía a subirle al corazón -.¡Te detesto! ¡Para ti he sido un objeto de placer y ahora quieres, gracias a mí, ganar tu salvación en el otro mundo! ¡De ti me repugna todo, lo mismo tu monóculo que toda tu sucia cara grasienta! ¡Vete de aquí!

Y con un movimiento enérgico, se puso en pie.

El vigilante se acercó a ella.

–¿Qué es eso de armar escándalo? ¡No puede permitirse...!

–Déjela, se lo ruego– dijo Nejludov.

–No debe comportarse de esta forma– respondió el vigilante.

–Se lo ruego, espere todavía unos minutos.

El guardián se alejó y volvió a colocarse junto a la ventana. Maslova se sentó de nuevo, bajó los ojos y se puso a jugar febrilmente con los entrecruzados dedos de sus menudas manos.

Cerca de ella, en pie, se mantenía Nejludov, quien no sabía qué hacer.

–¿No me crees? -preguntó.

–¿Que usted quiere casarse conmigo? ¡Eso no será nunca! ¡Antes preferiría ahorcarme! ¡Sépalo de una vez!

–No importa, no por eso dejaré de seguirte sirviendo.

–Eso es cuenta suya. Pero no tengo necesidad alguna de usted. Se lo digo como lo pienso. ¿Por qué no me quedé muerta en aquel tiempo? -añadió.

Y estalló en lastimeros sollozos.

Nejludov quiso hablarle, pero no pudo: también a él lo vencieron las lágrimas.

Un instante después, ella alzó los ojos, dirigió hacia él como una mirada de asombro y se puso a secarse con su pañuelo las lágrimas que le corrían por las mejillas.

El vigilante se acercó de nuevo y recordó que había llegado el momento de volver a conducirla.

Maslova se puso en pie.

–Hoy está usted muy agitada. Mañana volveré, si es posible. Y mientras tanto, le ruego que reflexione -dijo Nejludov.

Ella no respondió una sola palabra y, sin mirarlo, salió con el vigilante

–¡Bueno, hermosa mía -dijo Korableva a Maslova cuando ésta volvió a entrar en la sala -, ahora te van a sacar de apuros! Por lo visto está loco por ti. No pierdas el tiempo durante sus visitas. Él sabrá hacerte salir de aquí. La gente rica lo consigue todo.

–¡Qué verdad es ésa! -dijo la guardabarrera con su voz cantarina -. El pobre ni siquiera encuentra una noche para casarse. Todo ocurre como lo desea el hombre rico. Había uno entre nosotros, querida mía...

–¿Le has hablado de mi asunto? -preguntó la viejecilla. Pero, sin responder a nadie, Maslova se tendió en su cama y, con los ojos clavados en el vacío, permaneció acostada hasta el anochecer. Una dolorosa reacción se operaba en ella. Las palabras de Nejludov la transportaron de nuevo a ese mundo donde había sufrido, del que se había escapado y que empezó a odiar sin darse cuenta. Ahora, este olvido en el que vivió se había disipado; pero, a su vez, el claro recuerdo del pasado le resultaba penoso. A la caída de la noche, compró de nuevo aguardiente y lo bebió con sus compañeras.

XLIX

Así estamos!», pensaba Nejludov al salir de la cárcel. Solamente ahora, y por primera vez, comprendía la extensión de su falta. Si no hubiese intentado redimirla, repararla, jamás se habría dado cuenta de toda la profundidad de la misma. Y jamás Katucha tampoco habría sentido la inmensidad del mal que él le había causado. Y desde aquellos tiempos, solamente ahora salía a la luz del día todo aquello, en todo su horror. Y solamente ahora se daba cuenta del enorme daño causado por él en el alma de aquella mujer, cuando ella misma vio y comprendió lo que él había hecho de ella.

Hasta entonces él se había complacido en enternecerse de sí mismo, y su expiación le había parecido un juego; pero ahora experimentaba un verdadero espanto. En lo sucesivo le era ya imposible abandonar a aquella mujer e igualmente imposible imaginarse lo que podría resultar de sus relaciones con ella.

Ante la puerta de la cárcel vio que se le acercaba un vigilante todo cubierto de cruces y de medallas, un hombre de cara astuta y desagradable, que le deslizó con misterio un papel en la mano.

–Esto, para vuecencia -murmuró -.Es una carta de cierta persona...

–¿Qué persona?

–Tómese usted la molestia de leerla; ya lo verá. Una presa política. Yo soy guardián de esa sección. Pues bien, ella me suplicó... está prohibido, pero por humanidad... -añadió el vigilante con tono hipócrita.

Un poco sorprendido al ver a uno de los guardianes de los presos políticos encargarse de semejante recado, en la cárcel misma, casi a la vista de todos (él no sabía entonces que ese vigilante era al mismo tiempo un espía), Nejludov cogió el papel y lo leyó una vez que estuvo fuera. A lápiz, a toda prisa, habían escrito allí las líneas siguientes:

«Habiéndome enterado de que viene usted a la cárcel y que se interesa por una detenida de la sección criminal, desearía vivamente hablar con usted. Solicite la autorización para verme: se la concederán. Le diré muchas cosas importantes, tanto para su protegida como para nuestro grupo. Su agradecida, Vera Bogodujovskaia.».

Vera Bogodujovskaia era maestra en un pueblo de la provincia de Novgorod en una época en que Nejludov fue allí con unos amigos para una cacería de osos. Ella le había pedido al príncipe que le diese dinero para poder abandonar la escuela e ir a estudiar a la universidad. Nejludov le dio la suma que ella deseaba, y, después, la olvidó totalmente. He aquí que ahora ella se le reaparecía en forma de una detenida política que, en la cárcel, habiéndose sin duda enterado de su historia, le proponía sus servicios.

¡Cuán fácil y simple era, pues, todo! ¡Y cómo, ahora, todo resultaba penoso y complicado! Nejludov tuvo un verdadero alivio al recordar el día en que había conocido a Vera Bogodujovskaia.

Era la víspera del carnaval, en un pueblo perdido a sesenta verstas del ferrocarril. La cacería había sido muy afortunada. Habían matado dos osos, cenado copiosamente y, en el momento de marcharse, el posadero había entrado a decir que la hija del diácono quería ver al príncipe Nejludov.

–¿Es bonita? -preguntó uno de los cazadores. -¡Vamos, dejaos de bromas! -respondió Nejludov. Luego se levantó de la mesa, se enjuagó la boca y salió, no imaginando qué podría querer de él una hija de diácono.

En la habitación contigua, vestida con una ligera pelliza y tocada con un gorro de fieltro, había una muchacha musculosa, de rostro delgado y feo en el que únicamente los ojos tenían alguna belleza.

–Aquí está el príncipe, Vera Efremovna. Háblele usted; yo les dejo -dijo el posadero.

–¿En qué puedo servirla? -preguntó Nejludov.

–Yo.. , yo... Mire, usted es rico, usted tira su dinero a tontas y a locas, cazando. Lo sé -contestó la muchacha con mucho embarazo -.y yo, por mi parte, no deseo más que una cosa: hacerme útil a los demás. Y no puedo nada porque no sé nada.

Sus ojos eran buenos y francos; su rostro expresaba a la vez tanta resolución y timidez, que Nejludov, como le ocurría con frecuencia, se hizo cargo inmediatamente del asunto, la comprendió y sintió lástima de ella.

–Bueno, ¿qué puedo hacer por usted?

–Soy maestra; quisiera ir a la universidad, y no me dejan ir. Bueno, no es que no me dejen, es que me hacen falta medios. Déme un poco de dinero. Se lo devolveré cuando haya acabado mis estudios. Yo me digo: «Las gentes ricas matan osos, emborrachan a los mujiks, y todo eso está mal; ¿por qué no harían también un poco de bien?» No necesito más que ochenta rublos. Y si usted no quiere, peor para mí -concluyó ella con buen humor.

– Todo lo contrario; le agradezco la ocasión que me ofrece. Voy a traérselos en seguida.

Nejludov volvió a entrar en el vestíbulo y divisó a uno de sus amigos que escuchaba la conversación. Sin responder a las bromas de sus camaradas, fue a sacar el dinero de su cartera y se lo llevó a la maestra.

–Se lo ruego, no me dé las gracias; soy yo quien tengo que dárselas.

Ahora, Nejludov experimentaba un gran placer recordando todo aquello; y también cómo había estado a punto de querellarse con uno de sus amigos que quiso convertir el incidente en una broma de mal gusto; cómo otro de sus camaradas lo había aprobado y cómo, habiendo terminado la cacería de manera feliz y alegre y sintiéndose él mismo contento, habla disfrutado durante la noche en el trayecto del pueblo a la estación de ferrocarril. Por parejas, los trineos se deslizaban silenciosamente a lo largo de! camino del bosque, bordeado de pinos bajos o alargados cargados de nieve. En la oscuridad, cuando uno de los cazadores encendía un perfumado cigarrillo, estallaba un resplandor rojo. El batidor Ossa corría de un trineo a otro y se hundía en la nieve hasta las rodillas; hablaba a los cazadores de los alces que, en aquella época, erraban por el bosque y se alimentaban con la corteza de los álamos; les hablaba también de los osos que a esa hora descansaban bien calentitos en el hueco de sus cubiles. Nejludov se acordaba de todo eso, pero mucho más aún de la impresión deliciosa que extraía entonces de la conciencia de su salud, de su fuerza y de su despreocupación.

«Una ligera pelliza, un aire frío y seco, la nieve que cae de las ramas sacudidas por el atalaje en forma de arco de las varas del trineo. El cuerpo caliente, la cara fresca, el alma libre de cuidados, de remordimientos y de temores y de deseos. ¡Qué bueno era todo! ¿Y ahora? ¡Dios mío! ¡Cómo ahora todo es doloroso y triste!»

Sin duda alguna, Vera Efremovna se había convertido en una revolucionaria y la habían metido en la cárcel por su actividad subversiva. Era preciso ir a verla, sobre todo porque había prometido decir cómo se podría suavizar la situación de Maslova.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю