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Resurrección
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 15:13

Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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X

Al regreso de Nejludov a la ciudad produjo en él una impresión nueva y extraña. Llegó de noche, a la luz de las farolas, y se dirigió inmediatamente a su apartamento. Un violento olor a naftalina llenaba las habitaciones. Agrafena Petrovna y Kornei estaban, los dos, cansados y de malhumor; incluso se habían querellado respecto a la colocación de todos aquellos efectos que parecían no tener otro destino que ser extendidos, aireados y vueltos a colocar.

El dormitorio de Nejludov no estaba todavía arreglado, y las maletas estorbaban el paso, de forma que la llegada de Nejludov dificultaba evidentemente todas aquellas faenas que, por una extraña rutina, ponían periódicamente patas arriba aquel apartamento. Y todo aquello, después de las miserias que había observado en casa de los campesinos, le pareció de una estupidez tal, de la que él en parte tenía la culpa, que decidió irse el mismo día siguiente a instalarse en el hotel; así Agrafena Petrovna podría dedicarse a aquellos arreglos como mejor le pareciera, hasta la llegada de la hermana de Nejludov, que adoptaría una resolución definitiva respecto a todo lo que se encontraba en la casa.

Al día siguiente salió temprano y eligió dos habitaciones en un hotel modesto y de una limpieza relativa, en las proximidades de la cárcel, y, después de haber dado orden de transportar allí los efectos preparados por él la víspera, se dirigió a casa del abogado.

Hacía frío: las tormentas y las lluvias habían cedido el puesto a las heladas ordinarias de principios de la primavera. Nejludov, vestido con un abrigo ligero, estaba transido por la frescura del tiempo y las mordeduras del viento, y apresuraba el paso para calentarse.

Por su memoria desfilaba lo que había visto en el pueblo: mujeres, niños, ancianos, miseria y cansancio, que le parecía haber visto por primera vez; volvía a ver sobre todo al desgraciado niño envejecido, sonriendo y entrelazando sus piernecitas sin pantorrillas, a involuntariamente comparaba aquella existencia del pueblo con la de la ciudad. Al pasar ante las tiendas de los carniceros, de las pescaderías, de los sastres, se sentía impresionado, como si los hubiese visto por primera vez, de aquel gran número de comerciantes limpios, gordos, de cara hinchada, a los cuales no se podía comparar ningún hombre del campo. Y, con toda seguridad, aquellos hombres estaban convencidos de que sus esfuerzos por engañar a clientes poco expertos en juzgar la calidad de la mercancía era una ocupación muy útil. E igualmente orondos le parecían los cocheros de los vehículos particulares, con sus enormes posaderas y sus botones a la espalda; los porteros de gorra galoneada, las camareras de blancos delantales y rizados cabellos, y, sobre todo, los cocheros de los vehículos de alquiler, afeitada la nuca, extendidos sobre los cojines de sus coches y mirando a los peatones con una mirada desdeñosa o cínica. Pero involuntariamente, Nejludov reconocía en ellos a todos aquellos mismos hombres de los pueblos, despojados de sus tierras y, por consecuencia, empujados hacia la ciudad. Entre ellos, algunos habían sabido adaptarse a las condiciones de la vida urbana y, convertidos en seres como sus amos, se enorgullecían de su éxito; otros, por el contrario, habían caído en una situación más miserable aún que la que tenían en el pueblo y hasta eran más dignos de compasión: así aquellos zapateros remendones que Nejludov veía trabajar ante las ventanas de un sótano; aquellas lavanderas delgadas, pálidas, desgreñadas, planchando la ropa blanca con sus desnudos y violáceos brazos ante ventanas abiertas por donde se exhalaba el vapor del agua jabonosa; así también dos pintores de brocha gorda en edificios existentes en la calle por la que pasaba Nejludov, descalzos y embadurnados de pintura de arriba abajo. Con las mangas subidas hasta los codos sobre brazos delgaduchos y de señaladas venas, llevaban una enorme cuba llena de cal y se injuriaban; en el rostro de ambos, el cansancio se mezclaba al malhumor. La misma expresión marcaba la faz polvorienta y negra de los carreteros erguidos sobre sus vehículos, los rostros de los hombres, de las mujeres, de los niños envueltos en harapos, que mendigaban en las esquinas, y rostros semejantes aparecían en las ventanas de las tabernas ante las cuales pasaba Nejludov. Alrededor de las mesas sucias, llenas de botellas y de servicios para el té, entre las cuales circulaban camareros vestidos de blanco, había sentados en grupo hombres que gritaban y cantaban, el rostro inundado de sudor y arreboladas las mejillas. Ante una ventana, Nejludov distinguió a uno que con las cejas levantadas y el labio caído miraba fijo al frente como tratando de acordarse de algo.

«Pero, ¿por qué han venido todos a amontonarse en la ciudad?», se preguntaba Nejludov al mismo tiempo que respiraba el polvo levantado por un viento fresco, lo que se mezclaba con el desagradable olor a aceite que se desprendía de una pintura reciente.

En una calle se cruzó con unos carreteros que transportaban un cargamento de hierro, bajo el peso del cual el suelo temblaba con un ruido ensordecedor de metal que resonó dolorosamente en su cabeza. Apretaba el paso para adelantarse a los carros, cuando, mezclado al estrépito de la chatarra, oyó de pronto pronunciar su nombre.

Se detuvo y divisó delante de él a un militar de cara reluciente, con puntiagudos bigotes, sentado en un coche de alquiler y haciéndole señas amistosas con la mano y sonriéndole, descubriendo unos dientes de extraordinaria blancura.

¡Nejludov! ¿Eres tú?

Éste experimentó una primera impresión de vivo placer.

¡Vaya, Schoenbok! exclamó con alegría.

Pero, inmediatamente después, comprendió que no había motivo para alegrarse.

Era aquel mismo Schoenbok que fue en otros tiempos a recogerlo a casa de sus tías. Hacía muchos años que Nejludov lo había perdido de vista; pero le habían dicho que Schoenbok había abandonado la Infantería por la Caballería y que, a despecho de sus deudas, y no se sabía cómo, continuaba viviendo al mismo tren que las gentes ricas. Su cara oronda y satisfecha confirmaba aquellos rumores.

¡Qué suerte haberte encontrado! Porque no hay nadie en la ciudad. ¡Vaya, vaya, has envejecido, hermanito! dijo, bajando del coche y distendiendo los hombros entumecidos. Te he reconocido solamente por tu manera de andar. Bueno, comeremos juntos, ¿no es así? ¿Dónde se puede comer bien en vuestra ciudad?

Verdaderamente, no sé si tendré tiempo respondió Nejludov, procurando poder despedirse de su camarada sin molestarlo. ¿Y qué haces tú por aquí? continuó.

¡Muchísimas ocupaciones, amigo mío! El asunto de mi tutela. Porque has de saber que soy tutor. Administro los bienes de Samanov. ¿Conoces a ese ricacho? Es un infeliz. ¡Y cincuenta mil deciatinas de tierra! añadió pavoneándose con orgullo como si hubiese sido él mismo quien hubiera adquirido todas aquellas deciatinas. Todo estaba en un desorden espantoso. Los campesinos detentaban toda la tierra y no pagaban nada: había más de ochenta mil rublos de atrasos. Pues bien, en un año he cambiado todo eso y he aumentado el rendimiento en un setenta por ciento. ¿Qué te parece? preguntó con orgullo.

Nejludov se acordó, en efecto, de haber oído hablar que este mismo Schoenbok, precisamente, por haberse comido toda su fortuna y estar acribillado de deudas, como consecuencia de una protección muy especial, había sido elegido tutor para administrar la fortuna de un viejo ricacho que ya había dilapidado una parte. Y, evidentemente, era de aquella tutela de lo que vivía.

«¿Cómo deshacerme de él sin ofenderlo?», pensaba Nejludov, mirando el rostro adiposo y abotargado, con soberbios bigotes relucientes de cosmético, de su camarada y escuchando su charla sobre los buenos restaurantes y su jactancia sobre la tutela.

Bueno, ¿dónde vamos a comer?

Es que no tengo ni un momento libre dijo Nejludov mirando su reloj.

Entonces, he aquí lo que haremos: esta tarde hay cameras. Tú vendrás, ¿no?

No, no iré.

¡Sí, hombre, ven! Ya no tengo caballos míos, pero están a mi disposición los de Grichin. ¿Te acuerdas de él? Tiene una cuadra soberbia. ¡Vamos, ven y cenaremos juntos!

Tampoco podré cenar respondió Nejludov con una sonrisa.

Pero, bueno, ¿qué te pasa? ¿Y adónde vas ahora? ¿Quieres que te lleve?

Voy a casa de un abogado que vive cerca de aquí.

¡Ah, sí, ahora te preocupas por las cárceles! Te has convertido en el encargado de negocios de los presos. Me han hablado de eso los Kortchaguin dijo Schoenbok riéndose. Ellos ya se han marchado. Bueno, ¿qué pasa? Háblame de eso.

Sí, sí, es verdad contestó Nejludov. Pero no puedo contártelo en la calle.

Desde luego, desde luego. Siempre has sido un original. Entonces, ¿vendrás a las carreras?

No; ni puedo, ni quiero. No me lo tomes a mal, te lo ruego.

¡Qué idea! ¿Hasta dónde has llegado? preguntó.

Y de pronto el rostro se le puso serio, su mirada se quedó fija y se levantaron sus cejas. Parecía querer evocar un recuerdo, y Nejludov observó en su rostro la misma expresión beatífica que había notado, a través de la ventana de la taberna, en el hombre de cejas levantadas y labios colgantes.

¡Qué frío!, ¿eh?

Sí, sí asintió Nejludov.

¿Llevas ya los paquetes? preguntó Schoenbok al cochero. Bueno, adiós. Me alegro mucho de haberte encontrado añadió apretando fuertemente la mano de Nejludov.

Luego saltó a su coche, agitó su ancha mano enguantada de blanco ante su reluciente rostro, y una sonrisa amistosa descubrió al mismo tiempo sus dientes, largos y demasiado blancos.

«¿Es que yo mismo he sido así? se preguntó Nejludov mientras continuaba su camino hacia la casa del abogado. Sí, aunque quizá no del todo. Pero, desde luego, así es como quería ser; y me había imaginado que mi vida entera transcurriría de esa forma.»

XI

Nejludov no tuvo que hacer antesala en casa del abogado, quien le habló primeramente del asunto de los Menchov. Después de haber examinado el sumario, quedó indignado por la iniquidad de la acusación.

Es una injusticia flagrante declaró. No existe duda alguna de que fue el propio tabernero quien prendió fuego a la granja con objeto de cobrar la prima del seguro. El hecho capital es que la culpabilidad de los Menchov no está probada en modo alguno. No existe ni una sola prueba contra ellos. La condena se deriva únicamente del exceso de celo del juez de instrucción y de la negligencia del fiscal interino. Pero, como el mal ya está hecho, será difícil conseguir algún cambio. De cualquier modo, si se consigue el que el asunto llegue, no ante la Audiencia Provincial, sino aquí, ante la Territorial, garantizo la absolución; y trabajaré sin honorarios. En cuanto al otro asunto, la petición de Fedosia Birokov al emperador, ya está redactada; y si va usted a Petersburgo, llévesela consigo y cuídese personalmente de recomendarla. De lo contrario, dirigirían aquí un mandamiento de encuesta de la que no saldría nada. Haga usted, pues, todo lo posible con personas influyentes en la comisión de indultos. Bueno, está ya todo, ¿no?

No. He aquí que me han vuelto a escribir...

Por lo que veo, se ha convertido usted en el torno por el que se deslizan todas las quejas de la cárcel dijo el abogado con una risotada. Pero hay demasiadas injusticias: nunca podría usted acabar con ellas.

Pero es que esto es verdaderamente monstruoso respondió Nejludov; y le hizo un resumes del asunto.

En un pueblo, un campesino se había puesto a leer el Evangelio y a comentárselo a sus amigos. Habiendo visto el clero en eso un delito, lo había denunciado: el juez de instrucción interrogó, el fiscal redactó un escrito de acusación y el tribunal dictó una sentencia, confirmada por la sala de apelación.

Y eso es lo que me parece espantoso, que sea posible una cosa así insistió Nejludov.

¿Y qué tiene eso de raro?

Pues todo. Comprendo el comportamiento del comisario rural, quien no hizo más que lo que le ordenaron. Pero el fiscal, que redactó la acusación, es sin embargo un hombre instruido...

Pues bien, ahí está el error. Uno se imagina gustosamente que el foro y la magistratura en general están compuestos por hombres nuevos y liberales. Sí, así era antiguamente; pero los tiempos han cambiado. Hoy día, quien dice magistrados, dice funcionarios preocupados únicamente del día veinte de cada mes, cuando reciben su sueldo, que ellos querrían ver aumentar sin cesar; a eso se limitan sus principios. Fuera de eso, acusarán, juzgarán y condenarán a quien usted quiera.

Pero, ¿es que existen leyes que dan derecho a deportar a un individuo porque haya leído el Evangelio a sus amigos?

No solamente a deportar, sino incluso a enviarlo a trabajos forzados si se demuestra que ha comentado el Evangelio en un sentido contrario a la regla y que por tanto contradice a la Iglesia. O lo que es lo mismo, ultraje público a la fe ortodoxa: destierro en virtud del artículo 196.

¿Es posible?

Es como le digo. No ceso de repetir a los magistrados continuó el abogado que no puedo verlos sin que mi corazón desborde de gratitud por el hecho de que si no estoy en la cárcel, ni usted, ni todo el mundo, no se lo debo más que a la bondad de ellos. Pues nada es más fácil que encontrar un artículo que permita deportarme a donde quieran.

Si todo depende del capricho de un fiscal o de otras personas, libres de seguir o no la ley, ¿para qué sirve la justicia?

El abogado estalló en una risa alegre.

¡Vaya unas preguntas que me hace usted! Eso, padrecito, es filosofía. Bien, si usted quiere, podremos también hablar de eso. Venga, pues, un sábado. Encontrará en nuestra casa hombres de letras, artistas. Podremos discutir a nuestras anchas sobre esas cuestiones generales dijo el abogado, recalcando con ironía las palabras «cuestiones generales». Usted conoce a mi mujer, ¿verdad? Venga, pues.

Sí, ya procuraré... respondió Nejludov, consciente de que mentía y de que trataría por el contrario de no acceder a la invitación del abogado y de evitar aquel ambiente de sabios, de hombres de letras y de artistas.

La risa con la que el abogado había respondido al comentario de Nejludov referente a la inutilidad del tribunal, puesto que los magistrados pueden a su capricho aplicar o no la ley, y el tono con que pronunció las palabras «filosofía» y «cuestiones generales» demostraban a Nejludov la divergencia de puntos de vista entre él y el abogado, como verosímilmente ocurriría también con los amigos del abogado; se daba cuenta igualmente de que por grande que fuera la distancia existente entre él y sus antiguos amigos, como Schoenbok, se sentía más alejado aún del abogado y de las gentes de su mundo.

XII

Era tarde ya; la cárcel estaba lejos y, para dirigirse allí, Nejludov hubo de tomar un coche de punto.

Al pasar por una calle, el cochero, de edad mediana, de rostro bondadoso a inteligente, se volvió hacia Nejludov señalándole una enorme casa en construcción.

¡Vaya edificio que están levantando ahí! dijo con un tono que parecía indicar su participación, en cierta medida, en aquella construcción, cosa de la que estaba orgulloso.

En verdad, la casa era inmensa y de un estilo extraordinario y complicado. Las largas vigas de pino de la armazón, mantenidas por anillos de hierro, rodeaban el edificio, separado de la calle por una valla de planchas. Sobre la armazón hormigueaban los obreros, todo blancos de cal; unos tallaban las piedras y otros las colocaban; otros aún subían pesadas cargas o bajaban barriles vacíos. Un hombre alto, elegantemente vestido, el arquitecto sin duda, señalaba algo al aparejador, quien lo escuchaba con deferencia. Delante de ellos entraban y salían, por la puerta cochera, carros cargados.

«¡Y decir que todos los que trabajan y los que los hacen trabajar están convencidos de que eso tiene que suceder así; que, en tanto que en sus casas, en el campo, sus mujeres, embarazadas, están abrumadas por un trabajo superior a sus fuerzas y que sus niños, a punto de morir de hambre, sonríen con aire envejecido, ellos tienen que construir este palacio inútil, estúpido, para algún hombre igualmente inútil y estúpido, para uno de esos que los arruinan y les roban!», pensaba Nejludov mirando la construcción.

¡Sí, una casa estúpida! dijo traduciendo en voz alta su pensamiento.

¿Cómo estúpida? exclamó el cochero con aire ofendido ; por el contrario, gracias a eso, los obreros tienen trabajo.

Pero también ese trabajo es inútil.

Es útil, puesto que se construye: eso da de comer a la gente.

Nejludov se calló. Además, era difícil hablar en medio del estrépito producido por las ruedas.

No lejos de la cárcel, el coche abandonó el pavimento para seguir por una calzada de tierra, de forma que era posible entenderse; y el cochero se volvió de nuevo hacia Nejludov.

¡Bien hay gente que deja el campo para venirse a la ciudad!

Y señaló a una cofradía de obreros aldeanos portadores de sierras y hachas, con sus pellizas de carnero y sus sacos a la espalda. Caminaban en dirección contraria a la del coche.

¿Es que son más numerosos que los años anteriores?

Hay tantos, que ya no encuentran dónde meterse. Los patronos juegan con los hombres como pedacitos de madera. Hay de sobra en todas partes.

¿Por qué eso?

Son demasiados. Ya no saben adónde ir.

¿Y qué importa que sean demasiados? ¿Por qué no se quedan en el pueblo?

En el pueblo no hay nada que hacer: no hay tierra.

Nejludov tuvo la misma sensación que se experimenta al darse un golpe en un miembro herido: se diría que uno se golpea expresamente siempre en ese sitio, y simplemente parece así porque los golpes allí son más sensibles.

«¿Es que en todas partes pasará igual?», pensaba. Interrogó al cochero sobre la cantidad de tierras que había en su pueblo, sobre la extensión de las que poseía él mismo y por qué se había venido a la ciudad.

Tenemos una deciatina de tierra por persona, barin. Poseemos para tres personas. Tengo en casa a mi padre y a mi hermano; otro hermano es soldado. Son ellos los que dirigen todo; por lo demás, no hay nada que dirigir. También mi hermano ha tenido ya el deseo de marcharse a Moscú.

Pero se puede tomar tierra en arriendo.

¿Dónde quiere usted arrendar nada? Los antiguos señores se han comido su fortuna, y son los comerciantes los que han acaparado toda la tierra. Ésos no dan nada en arriendo; trabajan ellos mismos. Entre nosotros, es un francés el que ha comprado la tierra al antiguo barin. Pues bien, tampoco él arrienda nada.

¿Qué francés?

– Dufar, el francés. Quizás usted haya oído hablar de él. Hace pelucas para los actores del gran teatro. Es un buen negocio, y ha ganado dinero. Ha comprado toda la propiedad de nuestra señorita y ahora nos tiene en sus manos. Nos lleva como quiere. Afortunadamente es un buen hombre. En cambio, su mujer, que es una rusa, es una perra de la que Dios nos libre. Roba a todo el mundo como un salteador... Pero ya está aquí la cárcel. ¿Dónde quiere usted bajar? ¿En la escalinata? Creo que no lo permiten.

XIII

Nejludov, con el corazón oprimido y preguntándose con espanto en qué estado de ánimo iba a encontrar a Maslova, seguía asustado por el misterio que adivinaba en ella y en aquel vínculo que unía a los hombres en la cárcel.

Llamó a la puerta principal y pidió al vigilante que vino a abrirle que lo dejara ver a Maslova. Después de haberse informado, el hombre le dijo que Maslova había sido trasladada al servicio de la enfermería.

Nejludov fue allí, pues. Un buen viejecillo, guardián de la enfermería, lo hizo entrar y, al enterarse de a quién iba a ver, lo dirigió hacia la sección de los niños.

Un joven médico, exhalando un fuerte olor a ácido fénico, vino por el corredor al encuentro de Nejludov y, con tono severo, le preguntó cuál era el objeto de la visita. Este joven médico se mostraba muy bien avenido con los presos, lo que acarreaba a cada instante discusiones poco agradables, bien con los funcionarios de la cárcel, bien con el médico jefe. Temiendo quizá que fueran a pedirle un favor irregular, o queriendo mostrar que no hacía excepciones con nadie, fingió mostrarse riguroso frente a Nejludov.

No hay mujeres aquí: es la sección de los niños declaró.

Sí, ya lo sé; pero se trata de una presa a la que han trasladado aquí, según me han dicho, como enfermera.

En efecto, tenemos dos; ¿qué desea usted de ellas?

Estoy en relaciones con una, la llamada Maslova dijo Nejludov, y quisiera verla. Me marcho a Petersburgo, donde voy a ocuparme en que revisen su sentencia. Y además, me alegraría entregarle esto: no es más que una fotografía añadió, sacando del bolsillo un sobre blanco.

Bueno, eso puede hacerse dijo el médico suavizándose.

Luego invitó a una vieja enfermera de delantal blanco a que hiciese venir a la presa Maslova.

¿Desea usted sentarse o pasar al recibidor?

Gracias respondió Nejludov.

Y, observando la benévola disposición del médico, le preguntó si estaba satisfecho del trabajo de Maslova.

Pues sí, no trabaja mal, teniendo en cuenta las condiciones en que se ha encontrado respondió el médico. Por lo demás, hela aquí.

En una de las puertas apareció la vieja enfermera, seguida por Maslova. Ésta llevaba un delantal blanco sobre su vestido de tela a rayas, y, a la cabeza, un pañuelo que ocultaba sus cabellos. Al ver a Nejludov, enrojeció, se detuvo vacilante, luego frunció las cejas y, con los ojos bajos, deslizándose con paso rápido por la alfombra del corredor, avanzó hacia él. Al principio no le tendió la mano; luego, habiéndose decidido a hacerlo, se ruborizó más aún.

Nejludov no había vuelto a verla desde el día en que ella se había excusado por haberse enfadado con él, y esperaba encontrarla en la misma actitud. Pero esta vez era completamente distinta, y sus rasgos expresaban algo nuevo; se mostraba reservada, tímida, como si creyese que Nejludov la miraba con hostilidad.

Él le repitió lo que le había dicho al médico: se marchaba a Petersburgo. Luego le entregó el sobre con la fotografía traída de Panovo.

He encontrado esto en Panovo: es una fotografía de otros tiempos. Tal vez la vea usted con agrado. Quédese con ella.

Ella levantó las negras cejas y fijó, bizqueando ligeramente, sus ojos en Nejludov, con aire sorprendido, como si se preguntase: «¿A qué viene esto?» Y sin decir palabra cogió el sobre y lo metió en el bolsillo delantero de su delantal.

Vi también en el pueblo a su tía continuó Nejludov.

¿La vio usted? dijo ella con indiferencia.

¿Y cómo se encuentra usted aquí?

Bien, no está mal.

¿No es demasiado penoso el trabajo?

No, no demasiado. Sólo que aún no estoy acostumbrada.

Me alegro mucho por usted: esto le conviene más que su vida en el otro sitio.

¡Oh, en el otro sitio! dijo ella con las mejillas repentinamente arreboladas.

Quiero decir allí en la cárcel se apresuró a explicar Nejludov.

¿Y en qué es mejor esto?

Supongo que aquí las gentes serán mejores. No son las mismas que en el otro lado.

Pero también allí hay buenas personas afirmó ella.

Me he ocupado del asunto de los Menchov; espero que los pondrán en libertad.

¡Dios lo quiera! Es tan buena esa viejecita dijo ella, repitiendo su opinión sobre la anciana presa, y sonrió ligeramente.

Cuando llegue a Petersburgo me ocuparé del asunto de usted; espero conseguir que anulen la sentencia.

La anulen o no, ahora poco me importa.

¿Por qué dice usted «ahora»?

¿Que por qué? respondió ella con una breve mirada interrogativa.

Ante aquellas palabras y aquellas miradas, Nejludov creyó comprender que ella quería estar segura de si él persistía en su proyecto o si había aceptado la negativa que ella le había opuesto.

No sé por qué le importa a usted eso poco, pero realmente, a mí me importa. Pase lo que pase, estaré siempre dispuesto a hacer lo que le dije declaró él con firmeza.

Ella levantó la cabeza; la mirada de sus negros ojos ligeramente bizcos se detuvo al mismo tiempo sobre él y al lado de él, y sus rasgos se iluminaron de alegría. Pero lo que ella decía era muy distinto de lo que decían sus ojos.

Es completamente inútil hablarme así murmuró ella.

Le hablo así para que lo sepa.

Todo está ya dicho; no hay más que hablar de eso dijo ella reprimiendo una sonrisa.

En aquel momento, un ruido, seguido de un grito de niño, se oyó en la sala de los enfermos.

Creo que me están llamando dijo Maslova, volviéndose, con la mirada inquieta.

Entonces, adiós.

Ella fingió no ver la mano tendida; luego, se apartó, y, procurando disimular su triunfo, se alejó con paso rápido.

«¿Qué le pasa, qué piensa, qué siente? ¿Es sólo una prueba que me está haciendo sufrir o es que realmente no puede perdonarme? ¿No puede o no quiere ella decirme lo que piensa, lo que siente? ¿Está mejor o peor dispuesta hacia mí?», se preguntaba Nejludov. Y no pudo responderse a estas preguntas. La única cosa que veía era que se operaba en ella un profundo cambio, gracias al cual no solamente él mismo se encontraba más cerca de ella, sino más cerca también de Aquel en nombre del cual ese cambio se realizaba. Y esta comunión lo llenaba de alegría, de energía y de enternecimiento.

Mientras tanto, Maslova, de regreso a la sala a la que estaba destinada y que contenía ocho camas de niño, se había puesto, por orden de la enfermera oficial, a hacer las camas. Pero al inclinarse demasiado adelante, con las sábanas en la mano, se resbaló y estuvo a punto de caer. Aquella pequeñez provocó la hilaridad de un muchachito convaleciente, sentado en una de las camas con el cuello vendado; y Maslova, en la imposibilidad de contenerse más, se sentó en la cama y estalló en una franca carcajada, tan contagiosa, que ganó a todos los demás niños. Lo que provocó en la enfermera un movimiento de malhumor.

¿Qué es eso de reírte así? dijo a Maslova. ¿Crees que sigues estando en el sitio donde estabas? ¡Ve a buscar la comida!

Maslova dejó de reír, recogió la vajilla y fue adonde la mandaban; pero habiendo cambiado una nueva mirada con el niño al que estaba prohibido reír a causa de su cuello vendado, se le hincharon los carrillos, conteniendo a duras penas una nueva carcajada.

En diversas ocasiones, encontrándose sola a lo largo de la jornada, sacó del sobre la fotografía traída por Nejludov para lanzarle una rápida ojeada. Pero solamente por la noche, sola en la habitación que compartía con otra presa enfermera, sacó la fotografía y la miró largo rato acariciando con los ojos los más íntimos detalles de las figuras, de los vestidos, de los peldaños de la escalinata, de los macizos que servían de fondo y sobre los cuales se destacaban el rostro de Nejludov, el suyo y los de las ancianas señoritas. Un encanto extraordinario se desprendía para ella de esta fotografía pasada y amarillenta; pero le agradaba sobre todo ver allí su propia imagen, joven, bonita, con los bucles de sus cabellos sureolándole la frente. Estaba engolfada en una contemplación tan profunda, que ni siquiera vio entrar en la habitación a su compañera.

¿Qué es? ¿Te ha dado él? le preguntó inclinada por encima de su hombro la alta muchacha bonachona que acababa de entrar. ¿Eres verdaderamente tú?

¿Y quién, si no? dijo Maslova con una sonrisa, mirando a su compañera.

¿Y éste es él? ¿Cuál de ellas es su madre?

Las dos eran tías suyas. Pero, ¿es verdad que no me habrías reconocido?

¡Nunca en la vida! Tu cara no es la misma en absoluto. Debe de hacer más de diez años de esto.

No son los años los que me han cambiado; ha sido la vida respondió Maslova; y su animación se apagó súbitamente.

Su rostro se puso triste, y una arruga se ahondó entre sus cejas.

¿Cómo? Me imagino que la vida «allí» sería fácil.

¡Sí, sí, fácil! respondió Maslova, cerrando los párpados y meneando la cabeza. Peor que trabajos forzados.

¿Y por qué eso?

Porque era así. Desde las ocho de la noche hasta las cuatro de la madrugada. Y eso todos los días.

¿Y por qué no lo dejaste?

Eso es lo que querría una, pero es imposible. Por lo demás, no hablemos de eso dijo Maslova.

Se puso en pie de un salto, tiró la fotografía en el cajón de la mesilla de noche y, esforzándose en reprimir lágrimas de rabia, huyó al pasillo, cerrando la puerta con violencia.

Al volver a ver aquella fotografía se imaginó ser tal como estaba allí representada: soñaba con toda la felicidad que había tenido, que entonces aún podía compartir con él. Pero las palabras de su compañera le recordaron lo que ella era hoy, lo que había sido «en aquel sitio», el horror que vagamente había intuido de aquella existencia, pero que no había querido confesarse.

Se acordó de las noches horribles; en particular de una noche de carnaval en que esperaba al estudiante que había prometido sacarla de aquel infierno. Se acordó de que, vestida con un traje de seda roja, muy escotado y manchado de salpicaduras de vino, una cinta roja en los despeinados cabellos, exhausta, debilitada, embriagada, después de haber despedido a las dos de la madrugada a los visitantes y antes de ponerse de nuevo a bailar, había ido a sentarse un momento al lado de la pianista, flaca y huesuda criatura cubierta de barrillos, y le había confesado lo muy penosa que le resultaba aquella existencia. La pianista declaró también estar cansada de la vida que llevaba y, habiéndose acercado Clara, las tres habían decidido renunciar a aquella existencia. Pensaban que aquella noche había acabado, y ya se separaban, cuando de nuevo se dejaron oír a la entrada voces de clientes achispados. El violinista había empezado un estribillo, y la pianista se había puesto a tabalear, a guisa de acompañamiento, los primeros compases de un aire ruso de los más alegres. Un hombrecillo ebrio, de frac y corbata blanca, hipando y apestando a vino, agarró a Maslova por la cintura; un hombre alto y barbudo, igualmente de frac (venían de un baile), apresó a Clara, y durante mucho tiempo estuvieron dando vueltas, cantando, gritando y bebiendo...

Así había pasado un año, luego dos, luego tres. ¡Cómo no cambiar de aspecto!

¡Y únicamente él era la causa de todo aquello! Sentía despertarse su odio contra Nejludov más intensamente que nunca. Habría querido poderlo insultar, abrumarlo de reproches. Se enfadaba consigo misma por haber dejado escapar aquel día una nueva ocasión de demostrarle que lo conocía bien, que no le permitiría abusar esta vez de su alma como había abusado de su cuerpo, ni servirle de pretexto para desplegar su generosidad.


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