Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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XII
Sí, desde luego era Katucha.
Y las relaciones entre Nejludov y ella habían sido las siguientes:
Él la había visto por primera vez cuando, en su tercer año de universidad se había instalado en casa de sus tías para preparar allí cómodamente su tesis sobre la propiedad de la tierra. Pasaba ordinariamente los veranos con su madre y su hermana, en la finca que la primera poseía en los alrededores de Moscú. Pero, habiéndose casado su hermana aquel año mismo, su madre había partido al extranjero. Nejludov, teniendo que escribir su tesis, se había decidido a pasar el verano en casa de sus tías. Sabía que en aquel retiro encontraría una calma propicia para su trabajo, sin que nada viniera a distraerlo. Las viejas señoritas querían mucho a su sobrino y heredero, y él también las quería y le gustaba la simplicidad de aquella vida a la antigua usanza.
Se encontraba entonces en aquella disposición de ánimo entusiasta propia del joven que por primera vez reconoce por sí mismo y no por indicación de los demás toda la belleza y todo el precio de la vida; que concibe la posibilidad de una perfección continua, tanto para él como para el mundo entero, y que se entrega a ella no solamente con la esperanza, sino con la completa certidumbre de alcanzar la perfección con que sueña. Aquel mismo año, en la universidad, había leído la Social staticsde Spencer, y la argumentación de éste sobre la propiedad rústica le había causado una impresión muy fuerte, sobre todo en su condición de hijo de una propietaria de grandes fincas. Su padre no había tenido fortuna; pero su madre había aportado como dote diez mil deciatinas de tierras, y por primera vez comprendía él la crueldad y la injusticia del régimen de la propiedad rústica privada. Siendo, por naturaleza, de esos que extraen del sacrificio, realizado en vista de una necesidad social, un alto gozo moral, había decidido inmediatamente renunciar por su parte al derecho de propiedad sobre su tierra y dar a los campesinos todo lo que le correspondía de su padre. Sobre ese tema estaba concebida su tesis.
En casa de sus tías, en el campo, llevaba una vida de las más regulares. Se levantaba muy temprano, a veces a las tres de la madrugada, y, antes de la salida del sol, a menudo incluso entre la neblina del alba, iba a bañarse al riachuelo que corría al pie de la colina; luego volvía a la vieja casona, a través de los prados húmedos todavía de rocío. Después de haber tomado café, trabajaba en compulsar documentos para sus tesis; pero con más frecuencia aún, en lugar de leer o de escribir, salía de nuevo y erraba a través de campos y bosques. Antes del almuerzo descabezaba un sueñecito en un rincón del jardín; durante la comida, divertía y encantaba a sus tías con su alegría comunicativa; seguidamente montaba a caballo o se paseaba en barca; por la noche se ponía a leer, o bien, en el salón, charlaba con las viejas señoritas y como frecuentemente, en las noches de luna sobre todo, no podía dormir, hasta tal punto la alegría de vivir tenía en vela a su juventud, bajaba al jardín y caminaba por él hasta el alba, dando rienda suelta a sus fantasías.
Así, apacible y gozosa, había sido su vida durante su primer mes de estancia en casa de sus tías; y durante ese mes, ni una sola vez había parado la atención en la muchacha, semipupila y semidoncella, en aquella viva y ligera Katucha de ojos negros que convivía con él.
Habiéndose criado bajo las alas de su madre, era todavía, a los diecinueve años, tan ingenuo como un niño. La mujer no evocaba en él otra idea que la del matrimonio; y todas las que, desde su punto de vista, no podían casarse con él, eran a sus ojos «gentes» y no mujeres.
Ahora bien, aquel mismo verano, el día de la Ascensión, las viejas señoritas recibieron la visita de una dama vecina, acompañada por sus hijos: dos muchachas y un colegial; además, un pintor joven, de origen campesino, que estaba en casa de ella. Después del té, la gente joven se divirtió persiguiéndose por un prado cuya hierba había sido segada recientemente y que se extendía delante de la casa. Habiendo rogado a Katucha que toma se parte en el juego, llegó un momento en que Nejludov tuvo que correr con ella. Le gustaba ver a Katucha, pero no se le ocurría que entre ella y él pudiera establecerse alguna relación particular.
–A esos dos -dijo el alegre pintor -será imposible alcanzarlos -.Y sin embargo él corría muy bien, con sus piernas de mujik, cortas y un poco zambas, pero poderosas -.A menos que no tropiecen.
–¡Y no nos alcanzaréis nunca!
–¡Uno, dos, tres!
Dieron la señal con palmadas. Katucha, reteniendo apenas su risa, cambió de sitio con Nejludov, le agarró la mano con su nerviosa manecita y se lanzó ligeramente hacia la izquierda, haciendo oír el frufrú de su falda almidonada.
También Nejludov corría bien. Pero como le interesaba no dejarse alcanzar por el pintor, se puso a correr con toda la velocidad que podía. Cuando se volvió, vio que el pintor perseguía a Katucha y que ésta, que corría rápidamente, con sus jóvenes y ágiles piernas, lo esquivaba y seguía alejándose ala izquierda. Había allí un bosquecillo de lilas tras el cual no se había aventurado nadie. Ahora bien, Katucha miró a Nejludov y le hizo una señal con la cabeza para que viniese detrás del macizo, adonde él la siguió en cuanto hubo comprendido. Pero detrás del bosquecillo de lilas se encontraba una zanja cubierta de ortigas y de cuya existencia él no tenía idea. Tropezó, se pinchó las manos, se mojó con el rocío que la proximidad de la noche había puesto ya en las hojas, y cayó en la zanja. Pero se levantó muy pronto, riéndose, y de un salto volvió a encontrarse en terreno llano.
Katucha, cuyos grandes ojos negros resplandecían como casis húmedos, se lanzó a su encuentro. Se abordaron y se tendieron la mano.
–¿Qué ha sido? ¿Se ha pinchado usted? -le preguntó ella, sonriendo y mirándole a los ojos mientras con una mano se arreglaba la trenza deshecha.
–No sabía que hubiera una zanja – respondió Nejludov, sonriendo igualmente y sin soltar la mano de Katucha.
Y como ella se le había acercado, él, sin saber cómo, acercó su rostro al de la muchacha. Ella no se apartó y él le estrechó más fuertemente la mano y la besó en la boca.
–¡Vaya una ocurrencia! -dijo ella, y con un rápido movimiento se soltó la mano y se alejó de Nejludov.
La muchacha cogió dos ramas de lilas, se golpeó con ellas las ardientes mejillas, lanzó hacia atrás una mirada a Nejludov y, balanceando vigorosamente el brazo, corrió a reunirse con los demás jugadores.
A partir de aquel momento, las relaciones entre Nejlúdov y Katucha se modificaron. En lo sucesivo, la situación de ambos pasó a ser la de un muchacho y una muchacha, los dos inocentes e ingenuos y que se sienten atraídos el uno hacia el otro.
Todo se llenaba de sol para Nejludov si Katucha penetraba en la habitación donde él se encontraba o si distinguía a lo lejos su delantal blanco; todo le parecía lleno de interés, gozoso, importante: la vida para él se transformaba en embriaguez. Por su parte, ella experimentaba una impresión semejante, y no solamente la presencia o el acercamiento de Katucha producían este efecto sobre Nejludov, sino que el solo pensamiento de que ella existía lo colmaba de felicidad; y también en ella, el pensamiento de que existía él, y si, por casualidad, recibía él de su madre una carta que lo entristecía; si estaba descontento de su trabajo o sentía uno de esos accesos de vaga tristeza frecuentes entre los jóvenes, Nejludov pensaba en Katucha, y su pena se desvanecía inmediatamente.
Katucha estaba muy ocupada en la casa, pero era diligente; le gustaba leer en sus momentos de ocio. Nejludov le prestó obras de Dostoievski y de Turgueniev que él mismo acababa de leer; el Remanso de paz, de Turgueniev, tuvo sobre todo la virtud de encantarla. Varias veces al día, cuando se encontraban en el corredor, en el balcón, en el patio, cambiaban algunas palabras; y a veces, Katucha, que vivía con la anciana Matrena Pavlovna, camarera de las dos señoritas, era acompañada por Nejludov a la habitación que ocupaban las dos sirvientas, y allí tomaban el té, y los dos extraían un encanto delicioso de esas conversaciones en presencia de Matrena Pavlovna. Pero cuando se encontraban solos, sus conversaciones languidecían: Sus ojos inmediatamente se ponían en desacuerdo con sus labios y mantenían un lenguaje más grave: entonces sus bocas se callaban; sentían que los invadía la desazón y se apartaban inmediatamente.
Todo el tiempo que Nejludov pasó en casa de sus tías se deslizaron así las nuevas relaciones entre los dos jóvenes. Pero las señoritas se dieron cuenta; se inquietaron por ello y creyeron que era su deber informar por carta a la princesa Elena Ivanovna, madre de Nejludov. La tía María Ivanovna temía una relación galante entre Dmitri y Katucha: ¡temor muy quimérico! Desde luego, Sin darse cuenta, Nejludov amaba a Katucha, pero como aman los inocentes; y su amor era la principal salvaguardia contra una caída de uno u otro. No sólo no tenía deseo de poseerla físicamente, sino que una especie de terror lo invadía ante el solo pensamiento de que eso fuera posible. La otra tía, Sofía Ivanovna, tenía un temor diferente. De espíritu más poético y conociendo el carácter entero y resuelto de su sobrino, tenía miedo de que se le ocurriese el pensamiento de casarse con la muchacha a pesar del origen y de la condición social de ésta, y este temor no dejaba de tener sus fundamentos.
Si Nejludov mismo hubiese tenido conciencia de su amor por Katucha y hubiesen tratado de persuadirlo de la imposibilidad en que se encontraba de unir su destino con el de la joven, seguramente, con su franqueza habitual, habría decidido que nada impediría su casamiento con cualquier muchacha que fuese, con tal que él la amase. Pero sus tías no le participaron sus temores, y se marchó sin darse cuenta de su amor por Katucha.
Estaba convencido de que el amor que sentía por ella era más que una manifestación de la alegría de vivir que llenaba todo su ser y que era compartida por aquella muchacha gozosa y encantadora. Pero cuando, el día de su partida la vio de pie en la escalinata, al lado de sus tías, cuando vio los grandes ojos negros llenos de lágrimas, clavados tiernamente en él, tuvo sin embargo la impresión de que aquel día abandonaba algo muy bello que no volvería a encontrar jamás, y una dolorosa tristeza lo invadió.
–¡Adiós, Katucha, y gracias por todo! -le murmuró tras el gorrito de Sofía Ivanovna, antes de subir en el coche que iba a llevárselo.
–¡Adiós, Dimitri Ivanovitch!– dijo ella con su voz acariciadora.
Luego, esforzándose en reprimir las lágrimas que empezaban a correrle de los ojos, huyó a la antecámara para llorar allí a sus anchas.
XIII
Tres años pasaron antes de que Nejludov volviese a ver a Katucha , y cuando volvió a verla, durante un alto que hizo en casa de sus tías, cuando iba a incorporarse a su regimiento, pues acababa de ser nombrado oficial, era ya un hombre muy diferente del que había pasado el verano, tres años antes, en casa de las ancianas señoritas.
En otros tiempos había sido un muchacho leal y desinteresado, siempre dispuesto a entregarse de todo corazón a lo que pensaba que era el bien; hoy no era más que un egoísta refinado, un libertino que no amaba más que su placer. En otros tiempos, el mundo divino se le aparecía como un enigma que él se esforzaba en descifrar con un gozoso entusiasmo; ahora, todo en esta vida era para él simple y claro, todo le parecía subordinado a las condiciones del medio ambiente. En otros tiempos consideraba importante y necesario la comunión con la naturaleza, con los hombres que habían vivido, pensado y sentido antes que él (filósofos y poetas); ahora consideraba necesarias e importantes las instituciones humanas y la compenetración con sus camaradas. En otros tiempos, la mujer era a sus ojos una criatura misteriosa y encantadora, que extraía su encanto de su misterio mismo; ahora, la mujer, cualquier mujer, exceptuando a sus parientes o a las mujeres de sus amigos, tenía según él un sentido muy definido: era únicamente el instrumento de un goce ya apreciado y que era el que más le agradaba. En otros tiempos no tenía necesidad alguna de dinero; apenas gastaba la tercera parte de la asignación que le entregaba su madre; podía renunciar a la herencia paterna y dársela a los campesinos; ahora hallaba insuficientes los mil quinientos rublos mensuales dados por su madre y ya había tenido con ella desagradables explicaciones sobre asuntos de dinero. En otros tiempos consideraba que su ser espiritual era su verdadero yo; ahora consideraba como su yosu ser bestial, sano y vigoroso.
Y la transformación tan profunda que se había operado en él provenía simplemente de que había abandonado su creencia en sí mismo en provecho de su creencia en los demás, y la causa de este cambio de creencia se fundaba en que vivir creyendo en sí mismo le parecía demasiado difícil, porque para vivir creyendo en sí mismo tenía que decidirse no en favor de su yoanimal, únicamente preocupado por el placer, sino casi siempre en contra de él; mientras que al vivir creyendo en los demás se ahorraba tener que decidir nada, pues todo se encontraba decidido de antemano contra su yomoral, en beneficio de su yoanimal. Más aún, su creencia en sí mismo lo exponía sin cesar a la desaprobación de los hombres; creyendo por el contrario en los demás, estaba seguro de merecer el elogio de quienes lo rodeaban.
Así, cuando los pensamientos, las aventuras o las palabras de Nejludov versaban sobre Dios, la verdad, la riqueza o la pobreza, todos los que él frecuentaba juzgaban sus preocupaciones irrazonables, a menudo ridículas; con una benévola ironía, su madre y sus tías lo llamaban «nuestro querido filósofo»; y cuando, por el contrario, leía novelas, contaba anécdotas escabrosas o citaba detalles sobre el vodevil representado en el Teatro Francés, todo el mundo lo aplaudía y lo encontraba encantador. Si, creyendo que era su deber limitar sus necesidades, llevaba un abrigo usado o se abstenía de beber vino, todo el mundo lo tachaba de originalidad que tenía por móvil la vanagloria y el deseo de singularizarse; pero, por el contrario, cuando el dinero gastado en sus placeres excedía de sus recursos, bien en las cacerías, bien en el lujo con que había adornado su despacho, todos alababan su buen gusto y le daban objetos de valor. Cuando era casto y experimentaba el deseo de seguir siéndolo hasta su casamiento, su familia entera temblaba por su salud; por el contrario lejos de entristecerse su madre casi se había alegrado al enterarse de que ya se había convertido en hombre y que acababa de quitarle a uno de sus camaradas una cierta dama francesa. En cuanto al episodio de lo que había podido pasar con Katucha y en las veleidades que había tenido Nejludov de casarse con ella, la princesa no podía pensar en eso sin terror.
Igualmente, cuando Nejludov había dado a los campesinos la pequeña finca que había heredado de su padre, porque la posesión de la tierra le parecía una injusticia, su decisión había dejado estupefactos a todos sus familiares y conocidos, que acudieron a hacerle reproches y a gastarle bromas sin cuento. Le habían repetido hasta la saciedad que, lejos de enriquecerlos, el regalo hecho por él a los campesinos los había empobrecido, que habían montado tres tabernas en su pueblo y habían dejado en absoluto de trabajar. Por el contrario, cuando su entrada en el regimiento de la Guardia le había abierto las puertas de la alta aristocracia y había empezado a gastar tanto dinero, que su madre había tenido que tomar un anticipo Sobre su capital, la princesa Elena Ivanovna apenas se había contristado, considerando que era natural e incluso conveniente para él vacunarse así contra la enfermedad de la locura de la juventud, y eso en buena compañía.
Al principio, Nejludov había presentado cierta resistencia a aquel nuevo género de vida; pero la lucha le resultaba muy difícil, porque todo lo que él tenía por bueno, cuando creía en sí mismo, era tenido por malo por los demás, en tanto que, a la inversa, lo que le parecía malo lo declaraba excelente la gente que lo rodeaba. Por eso acabó cediendo: había dejado de creer en sí mismo para empezar a creer en los demás. Muy al principio, esta capitulación ante sí mismo le había resultado desagradable; pero esta primera impresión fue pasajera; había comenzado a fumar y a beber vino, y como aquel sentimiento penoso había desaparecido por sí mismo, se sintió como aliviado de un peso.
Desde entonces, con su naturaleza apasionada, Nejludov se había entregado por entero a aquella vida nueva que era la de su medio ambiente y había ahogado por completo en él la voz que reclamaba otra cosa. Su llegada a Petersburgo marcó el principio de ese cambio que culminó al ser admitido en el regimiento de la Guardia.
En general, el servicio militar es disolvente, desde el momento en que pone a los hombres en condiciones de completa ociosidad. El honor especial del regimiento, del uniforme, de la bandera, al mismo tiempo que el poder discrecional de los jefes y la sumisión de los subordinados, ocupan el lugar del trabajo útil y de los deberes impuestos a todos los hombres.
Pero cuando, a este disolvente contenido en el servicio militar mismo, desde el punto de vista general, con su honor del regimiento, del uniforme y de la bandera y la autorización de la violencia y del asesinato, viene a añadirse el de la riqueza y el del contacto con la familia imperial (como sucede en los regimientos de la Guardia, donde sirven solamente los oficiales ricos y nobles), resulta de ello un estado de egoísmo insensato, y en este estado se encontraba Nejludov después que se había hecho oficial y que vivía como sus camaradas.
No había más que hacer sino ponerse un bonito uniforme bien confeccionado por otros; un casco y armas, igualmente hechos, limpiados y servidos por otros; caracolear sobre un soberbio caballo, nutrido y educado también por otros; galopar con sus camaradas, blandir el sable, disparar tiros y enseñar este oficio a otros hombres. Ésa era toda la tarea, y los colocados en más altos lugares: jóvenes y viejos, el zar, su camarilla, todos, no solamente aprobaban esta ocupación, sino que la alababan y se mostraban agradecidos por la misma. Se consideraba, además, bueno e importante gastar el dinero sin profundizar en sus orígenes, comer y sobre todo beber en los círculos de oficiales o en los establecimientos más caros; luego, los teatros, los bailes, las mujeres; de nuevo la galopada y el molinete del sable; y una vez más el dinero tirado a manos llenas, el vino, las cartas y las mujeres.
Un paisano que llevase una vida semejante no podría menos de sentir vergüenza en el fondo. Los militares, por el contrario, consideran esa vida como absolutamente indispensable y se glorían de ella, sobre todo durante la guerra, como le ocurría a Nejludov, que había entrado en el servicio después del comienzo de las hostilidades contra Turquía.
«¡Estamos dispuestos a sacrificar nuestra vida!, y, por consiguiente, esta vida despreocupada y alegre que llevamos es no solamente excusable, sino incluso indispensable para nosotros. Por eso es la que llevamos.»
Tal era el razonamiento inconsciente de Nejludov en este período de su vida; y gozaba viéndose liberado de todos los frenos morales a los que se había atenido en su juventud, con lo que no cesaba de dejar que se consumase en él un verdadero estado de locura egoísta.
Y en ese estado se hallaba cuando, después de tres años, volvió junto a sus tías.
XIV
Nejludov se había parado en casa de sus tías primeramente porque la finca de éstas se encontraba en la ruta que él tenía que seguir para incorporarse a su regimiento; después, porque las dos viejas señoritas se lo habían suplicado encarecidamente; pero a él mismo lo que le interesaba sobre todo era volver a ver a Katucha. Quizá llevaba de antemano, en el fondo de su alma, respecto a la muchacha, un mal designio dictado por el instinto animal predominante en él; en cualquier caso, no se lo confesaba, y lo único que se confesaba era su deseo de volver a encontrarse en los lugares testigos de la felicidad que había experimentado con ellas, y volverla a ver, y volver a ver a sus tías, personas un poco ridículas, pero amables y buenas y que siempre lo habían envuelto en ternura y admiración.
Llegó a finales de marzo, un Viernes Santo, en pleno deshielo, con una lluvia torrencial, tanto que al acercarse a la casa se sentía mojado y empapado, pero valiente y muy en forma, como lo estaba siempre en aquel período de su vida.
«Con tal que ella siga todavía aquí!», pensaba al penetrar en el patio, todo lleno de nieve fundida, y al distinguir la vieja morada y el muro de ladrillos que rodeaba el recinto y que él conocía tan bien. Se había forjado la esperanza de que, en cuanto ella oyese la campanilla, correría a recibirlo en la escalinata, pero en su lugar aparecieron dos mujeres, con los pies descalzos y las faldas arremangadas, que llevaban cubos y estaban ocupadas sin duda alguna en fregar el suelo. Ni el menor rastro de Katucha , y Nejludov vio solamente avanzar a su encuentro al viejo lacayo Tijon, él también con delantal, y que evidentemente acababa de suspender alguna operación de limpieza. En la antecámara fue recibido por Sofía Ivanovna, con vestido de seda y sombrero.
–¡Qué amable has sido viniendo! -exclamó Sofía Ivanovna besándolo -.Machegnka 5 5diminuto de María, N. del T.
[Закрыть]está un poco malucha; esta mañana se ha cansado en la iglesia. Nos hemos confesado.
–Tía Sonia 6 6diminuto de Sofía, N. del T.
[Закрыть], le deseo unas felices fiestas -dijo Nejludov, besándole la mano -.¡Perdóneme, la he mojado!
–¡Ve ahora mismo a cambiarte a tu habitación! Estás empapado. ¡Si ya tienes bigote...! ¡Katucha, pronto, Katucha, que le preparen café!
–¡Inmediatamente! -respondió, desde el corredor, una voz, tan agradablemente conocida por Nejludov , y el corazón de éste latió gozosamente. ¡Ella aún seguía allí!
Y era como si el sol se hubiese mostrado entre las nubes, Alegremente, Nejludov siguió a Tijon, quien lo condujo a la misma habitación donde se había alojado en otros tiempos.
Le habría gustado preguntar al sirviente cómo estaba Katucha, lo que hacía, si tenía novio. Pero Tijon se mostraba a la vez tan respetuoso y tan digno, insistía tanto para echar él mismo agua de la jarra sobre las manos de Nejludov, que éste no se atrevió a hacerle preguntas sobre la muchacha, y se limitó a interesarse por los nietecitos del criado, por el viejo caballo de su hermano, por el perro guardián Polkan. Todo el mundo estaba con vida y con buena salud, excepto Polkan, afectado por la rabia el año anterior.
Mientras Nejludov se cambiaba de traje, oyó unos pasos rápidos en el corredor y luego llamar a la puerta. Nejludov reconoció los pasos y la forma de llamar: sólo ella andaba y llamaba de esta forma.
Se echó a toda prisa sobre los hombros su abrigo completamente empapado; luego se acercó a la puerta y gritó:
–¡Entre!
Era ella, Katucha, siempre la misma, pero más encantadora que en otros tiempos. Como antes, sus negros ojos bizqueaban ligeramente, brillaban y reían; y, como antes, llevaba un delantal blanco de una limpieza incomparable. Venía a traerle, de parte de su tía, un jabón perfumado al que hacía un momento le habían desgarrado la envoltura; una toalla esponja y otra mayor, de tela, con bordados rusos , y el jabón, acabado de salir de su envoltura, con sus letras en relieve, y las toallas, y la misma Katucha, todo estaba igualmente limpio, fresco, intacto y delicioso. Los labios de la muchacha, rojos, fuertes, encantadores, se plegaban como antes, con una alegría desbordante, a la vista de Nejludov.
–¡Bienvenido, Dmitri Ivanovitch! -dijo ella con un ligero esfuerzo, y su rostro se ruborizó.
–¡Te saludo...! ¡La saludo...! -No sabía si debía hablarle de «tú» o de «usted», y también él sintió que se ruborizaba -.¿Cómo está usted?
–Bien, a Dios gracias. Su tía le manda su jabón preferido, el de rosa -dijo ella dejando el jabón en la mesa y colocando después las toallas sobre el respaldo de una silla.
–Ellos tienen los suyos 7 7Por deferencia, los sirvientes rusos hablan de sus amos en tercera persona y en plural
[Закрыть]-protestó solemnemente Tijon, señalando con el dedo un gran neceser con cerraduras de plata lleno de frascos, brochas, polvos, perfumes y de instrumentos de aseo.
–Déle las gracias a mi tía. ¡Y qué contento estoy de haber venido! -añadió Nejludov, sintiendo que en el fondo de su alma todo volvía a ser dulce y luminoso como en otros tiempos.
Katucha sonrió, y ésa fue su respuesta; luego abandonó la habitación.
La acogida que hicieron a Nejludov sus tías, quienes siempre lo habían adorado, fue esta vez más solícita aún que de costumbre. ¡Dmitri, que se iba a la guerra, podía resultar herido, muerto! Esto las emocionaba.
La primera intención de Nejludov había sido detenerse allí solamente un día; pero, al volver a ver a Katucha se decidió a quedarse junto a ella hasta el día de Pascua, y como había quedado citado con su camarada Schönbok en Odessa, le telegrafió que sería mejor que viniera a reunirse con él en casa de sus tías.
Desde el primer instante en que volvió a ver a la muchacha, Nejludov sintió renacer en él el sentimiento de antes. Como en otros tiempos, no podía impedir una sincera emoción cuando veía el delantal blanco de Katucha; ni oír sin placer su voz, su risa, el ruido de sus pasos; ni soportar con indiferencia, sobre todo cuando ella sonreía, la mirada de sus ojos negros como casis humedecidos; igualmente, y aún más que antaño, no podía, sin turbarse, verla ruborizarse en su presencia. Se sentía enamorado, pero no ya como en los tiempos en que su amor era para él un misterio, cuando no osaba confesárselo a sí mismo, cuando tenía la convicción de que no se podía amar más que una vez; ahora sabía que estaba enamorado y se alegraba de ello y, siempre tratando de no pensar en eso, sabía también en qué consistía este amor y sus resultados posibles.
Como en todos los seres humanos, en Nejludov había dos hombres: uno, el hombre moral que buscaba su bien en el bien de los demás; otro, el hombre animal, que busca tan sólo su bien personal a costa del de todos los demás , y en el período de locura egoísta provocado en él por la vida en Petersburgo y por la vida militar, el hombre animal había adquirido suficiente ventaja para ahogar las necesidades del alma. Sin embargo, cuando volvió a ver a Katucha y sus antiguos sentimientos respecto a ella se despertaron, el hombre moral alzó de nuevo la cabeza y reclamó sus derechos. Esto fue la causa de una lucha inconsciente, pero sin tregua, que se libró en él durante estas dos jornadas que precedieron a las Pascuas.
En lo íntimo de su alma, él sabía que su obligación era marcharse y que obraba mal al prolongar su estancia en casa de sus tías; sabía que nada bueno podría salir de ello; pero en vista del placer y la alegría experimentados, imponía silencio a su conciencia y permanecía allí.
El sábado por la tarde, víspera de Pascuas, el sacerdote, acompañado del diácono y del sacristán, vinieron para celebrar maitines; hablaron de todas las fatigas que habían tenido que soportar para franquear en trineo las charcas producidas por el deshielo durante el camino de tres verstas que separaba la iglesia de la casa de las ancianas señoritas.
Nejludov, con sus tías y todos los sirvientes, asistió a la ceremonia. Nodejó de examinar a Katucha, quien permanecía junto a la puerta, el incensario en la mano , y cuando, siguiendo la costumbre, hubo cambiado con el pope, y luego con sus tías, los tres besos, y cuando estaba a punto de regresar a su habitación, oyó en el corredor la voz de Matrena Pavlovna, la vieja camarera; y ésta decía que se preparaba a ir a la iglesia con Katucha para asistir a la bendición del pan pascual. «¡También yo iré!», se dijo Nejludov.
El camino estaba tan intransitable, que no se podía soñar siquiera en ir a la iglesia ni en coche ni en trineo. Por eso Nejludov hizo ensillar el viejo caballo, aquel al que llamaban «el potro del hermano», y, en lugar de irse a acostar, se puso su brillante uniforme, se colocó su capote de oficial y, sobre el viejo caballo demasiado nutrido, pesado, relinchando sin cesar en medio de la noche, a través de la nieve y del fango, se dirigió a la iglesia del pueblo.