Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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IX
Después de su alocución, el presidente se volvió hacia los acusados:
–Simón Kartinkin, levántese usted – dijo.
–Simón se levantó bruscamente; sus músculos faciales se movieron aún más aprisa.
–¿Su nombre?
–Simón Petrov Kartinkin – respondió de una sola tirada, con una voz seca, el acusado, que de antemano habla preparado sus respuestas.
–Profesión?
–Nos somos campesino.
–¿Qué gobierno? ¿Qué distrito?
–Gobierno de Tula, distrito de Kaprivino, comuna de Kupianskkkoie, pueblo de Borki.
–¿Qué edad tiene usted?
–Año trigésimo cuarto, nacido en mil ochocientos...
–¿Qué religión?
–Nos somos de la religión rusa, ortodoxa.
–¿Casado?
–De ninguna manera.
–¿En qué trabajaba usted?
–Nos trabajábamos en los corredores del Hotel de Mauritania.
–¿Ha comparecido ya alguna vez ante la justicia?
–Nos no hemos comparecido nunca ante la justicia, porque como nos vivíamos antes...
–¿Nunca ha comparecido usted ante la justicia?
–¡Dios me libre! ¡Nunca!
–¿Ha recibido usted una copia del acta de acusación?
–Nos la hemos recibido.
–Siéntese usted... Eufemia Ivanovna Botchkova– prosiguió el presidente dirigiéndose a una de las mujeres.
Pero Simón seguía estando en pie y tapaba a Botchkova.
–¡Kartinkin, siéntese usted!
Kartinkin persistía en quedarse de pie.
–¡Kartinkin, siéntese usted!
El portero de estrados, adelantando la cabeza y poniendo ojos feroces, lo intimó, con voz severa, a que se sentase. Solo entonces se sentó; pero puso en ello la misma brusquedad que había puesto en levantarse y, envolviéndose en su capote, continuó moviendo las mejillas.
–¿Cómo se llama usted?
El presidente se dirigía así a una de las acusadas, sin ni siquiera mirarla, sin dejar de consultar un papel que tenía en la mano. Acostumbrado a este procedimiento, y para ir más aprisa, le era fácil hacer dos cosas a la vez.
Botchkova tenía cuarenta y tres años. Estado social: aldeana de Koloma. Profesión: sirvienta en el mismo Hotel de Mauritania. Nunca había comparecido ante la justicia. Había recibido copia del acta de acusación. Pero había una especie de provocación atrevida en sus respuestas, como si hubiese querido decir: «Sí, es muy cierto que soy Eufemia Botchkova, y he recibido la copia, y me enorgullezco de ello, y no concedo a nadie el derecho a reírse de eso.» No hubo que decirle que se sentara: lo hizo en cuanto su interrogatorio acabó.
–¿Cómo se llama usted? -dijo el galante presidente con una dulzura muy particular a la otra acusada. Y añadió de una manera afable, viendo que Maslova se quedaba sentada -: Tiene usted que levantarse.
Maslova se puso en pie con aire sumiso; la cabeza derecha, el pecho adelantado, sin responder, clavando en el presidente sus ojos negros y risueños que bizqueaban ligeramente.
–¿Cómo la llaman a usted? -¡Lubov! —respondió ella vivamente.
Mientras tanto, a cada interrogatorio de los detenidos, Nejludov, provisto de sus impertinentes, examinaba al interrogado, y fijos los ojos en el rostro de esta acusada, pensaba: «Es imposible. ¿Cómo Lubov?», se decía al oír la respuesta.
El presidente quería hacer otra pregunta. Pero el juez de gafas le había dicho humorísticamente algunas palabras que lo detuvieron. Asintió con una inclinación de cabeza y se volvió hacia la detenida:
–¿Cómo Lubov? -preguntó-. Está usted inscrita con nombre.
La acusada guardaba silencio.
–Le pregunto cuál es su verdadero nombre.
–Su nombre de pila -intervino el juez escrupuloso. -En otros tiempos me llamaban Catalina.
Y Nejludov seguía diciéndose: «¡Es imposible!» Sin embargo, ya no dudaba: era desde luego la ahijada-doncella por la que había tenido un acceso de pasión, a la que había seducido, en un momento de locura, y abandonado luego. Desde entonces, es verdad, había evitado traer a la memoria aquel recuerdo desagradable, humillante para él, porque él, tan orgulloso de su lealtad, tenía conciencia de haberse conducido cobardemente con aquella mujer.
Y era ella, en verdad. Él reconocía en sus rasgos ese no sé qué de misterioso que caracteriza cada rostro, lo singulariza entre todos y lo hace único, sin sosias... A pesar de la palidez enfermiza y del abotagamiento, volvía a encontrar aquella singularidad en todo el conjunto del rostro, desde la boca, los ojos que bizqueaban un poco, el timbre de la voz, sobre todo la mirada sumisa y tentadora, en fin, en la persona toda.
–Debería usted haber respondido todo eso inmediatamente -dijo el presidente, siempre con el mismo tono benévolo-. ¿Y el nombre de su padre?
–Soy hija natural– respondió Maslova.
–Eso es indiferente; ¿cómo la han llamado, por el nombre de su padrino?
–Mijailovna.
«Pero, ¿qué crimen ha podido cometer?», se preguntaba Nejludov, todo anhelante.
–¿Su nombre de familia, su apellido? -siguió preguntando el presidente.
–Por el nombre de mi madre se me llamó Maslova.
–¿Clase social?
-Mestchanka 3 3Clase intermedia entre campesinos y burgueses, con residencia en una ciudad
[Закрыть].
–¿De religión ortodoxa?
–Ortodoxa.
–¿Qué profesión tenía usted? ¿Qué oficio? Maslova se quedó callada. El presidente insistió:
–¿Qué oficio?
–Yo estaba en una casa -dijo ella.
¿En qué casa? -preguntó severamente el juez de gafas.
–Ustedes lo saben muy bien -replicó Maslova con una sonrisa, y después de haber lanzado rápidamente una mirada hacia la sala, volvió a clavar los ojos en el presidente.
En la expresión de sus rasgos había algo tan extraño como la había de tan trágico y lastimero en sus palabras, y también en la mirada rápida que había paseado por la concurrencia, que el presidente bajó la cabeza, al mismo tiempo que se hacía un gran silencio en la sala. Pero, desde el sitio donde estaba el público se alzó una risa. Alguien dijo «chist» para imponer silencio. El presidente levantó la cabeza y continuó su interrogatorio.
–¿Ha sido procesada alguna vez?
Maslova lanzó un suspiro y respondió en voz muy baja:
–Nunca.
–¿Ha recibido copia del acta de acusación?
–La he recibido -respondió ella.
–Siéntese usted.
La acusada levantó los bajos de su saya con la gracia que ponen las damas de gran atuendo en levantar la cola de su vestido, y se sentó. Luego, escondió las manos en las mangas de su capote y continuó mirando al presidente.
Se llamó seguidamente a los testigos, a los que se hizo salir luego. A continuación se invitó al médico perito a venir a la sala de audiencias. Finalmente, el escribano se levantó y leyó el acta de acusación con voz fuerte y clara. Pero como pronunciaba mal las eles y las erres y además leía rápidamente, el sonsonete continuo de su voz daba ganas de dormir.
Los jueces se apoyaban ora sobre un brazo, ora sobre el otro de su sillón, sobre la mesa, sobre sus papeles; cerraban y abrían alternativamente los ojos y hablaban en voz baja. Un guardia ahogó un bostezo nervioso.
En el banco de los detenidos, Kartinkin no dejaba de mover sus maxilares; Botchkova, sentada, no perdía nada de su calma y de vez en cuando se rascaba con un dedo los cabellos bajo el pañolón, Maslova, ora permanecía inmóvil, los ojos clavados en el lector, ora se agitaba, como si hubiese querido protestar; enrojecía, luego suspiraba penosamente, cambiaba la posición de sus brazos, lanzaba una mirada hacia el fondo de la sala y la volvía luego hacia el escribano.
Nejludov, sentado en la segunda silla de la primera fila de los jurados, sin abandonar sus impertinentes, continuaba examinando a Maslova: un trabajo profundo y doloroso se llevaba a cabo en su alma.
X
El acta de acusación estaba formulada así:
«El 17 de enero de 188..., la policía fue informada por el gerente del Hotel de Mauritania, sito en esta ciudad, de la muerte repentina, en su establecimiento, de un comerciante de paso del segundo gremio, procedente de Siberia: Feraponte Smielkov. Según la declaración del médico del cuarto distrito, la muerte de Smielkov fue causada por una congestión cardíaca provocada por el uso excesivo de licores; y el cuerpo de Smielkov fue enterrado al tercer día después de su muerte. Pero al cuarto día que siguió al fallecimiento, al volver de Petersburgo uno de sus camaradas, comerciante de Siberia, Timojin, habiéndose enterado de la muerte de su compañero Smielkov y de las circunstancias en que se había producido, la declaró sospechosa y poco natural. Estaba convencido de que Smielkov había sido envenenado por criminales que le habían robado su dinero y un anillo de brillantes que no se había encontrado en el inventario de su equipaje.
»En consecuencia, se ordenó un atestado que reveló lo que sigue:
»Primero. -Que tanto el gerente del Hotel de Maurztaniacomo el empleado del comerciante Starikov, con quien Smielkov tenía negocios en la ciudad, sabían que Smielkov debía poseer 3.800 rublos, que había retirado del banco, siendo así que en la maleta y en la cartera de Smielkov, selladas inmediatamente después de su muerte, no se encontraron más que 312 rublos y 16 copeques.
»Segundo. -Que la víspera de su muerte, Smielkov pasó todo el día y toda la noche en compañía de la prostituta Lubka, que había ido en dos ocasiones a su habitación del hotel.
»Tercero. -Que esta prostituta vendió a su patrona el anillo de brillantes que había pertenecido a Smielkov.
»Cuarto. -Que la sirvienta del hotel, Eufemia Botchkova, al día siguiente de la muerte del comerciante Smielkov, puso en su cuenta corriente en el Banco del Comercio 1.800 rublos.
»Quinto. -Que según declaración de la prostituta Lubka, el sirviente de corredor Simón Kartinkin le entregó un paquete de polvos, incitándola a verter este polvo en vino ya darlo al comerciante Smielkov, lo que la prostituta Lubka reconoció por su parte haber hecho.
»En su interrogatorio, la prostituta Lubka declaró que durante la visita del comerciante Smielkov a la casa de tolerancia donde ella “trabajaba”, como ella dice, fue en efecto enviada por él a la habitación que él ocupaba en el Hotel de Mauritania, para coger dinero y llevárselo al comerciante, y que habiendo abierto la maleta con la llave que él le entregó, ella cogió cuarenta rublos, según la orden que le habían dado, pero que no cogió más, de lo que pueden testimoniar Simón Kartinkin y Eufemia Botchkova, en presencia de los cuales había abierto y vuelto a cerrar la maleta tras recoger el dinero.
»En lo que concierne al envenenamiento de Smielkov, la prostituta Lubka ha declarado que durante su tercera visita a la habitación de Smielkov, impulsada por Simón Kartinkin, efectivamente dio a beber al comerciante, diluidos en aguardiente, ciertos polvos que ella creía simplemente que eran un soporífero, a fin de que se durmiese y ella pudiera quedar libre más pronto; pero que no cogió ningún dinero y que la sortija se la dio el mismo Smielkov, porque le había pegado y ella había querido irse.
»Interrogados por el juez de instrucción, en concepto de acusados, Eufemia Botchkova y Simón Kartinkin, han declarado lo que sigue:
»Eufemia Botchkova ha declarado que no sabe nada sobre el dinero robado, que ella no entró en la habitación del comerciante y que Lubka hacía allí lo que quería, y que si le han robado algo al comerciante, no podía haberlo hecho más que Lubka cuando vino a buscar dinero con la llave dada por Smielkov.»
Al llegar a este pasaje del acta de acusación, Maslova se estremeció y, boquiabierta, se quedó mirando a Botchkova.
»Cuando se le mostró a Eufemia Botchkova su recibo de! banco de 1.800 rublos -continuó leyendo el escribano– y se le preguntó de dónde había sacado tanto dinero, declaró que lo había ganado, durante dieciocho años de servicio, en común con Simón, con quien tenía el propósito de casarse.
»Interrogado en concepto de acusado, Simón Kartinkin confesó, en un primer interrogatorio, que él y Botchkova fueron incitados por Maslova, venida de la casa de tolerancia con la llave, que él robó el dinero y lo repartió con Maslova y Botchkova; igualmente confesó haber dado a Maslova los polvos para dormir al comerciante. Pero, en su segundo interrogatorio, negó su participación en el robo y el hecho de haber entregado los polvos a Maslova, echando la culpa de todo sobre esta última. En cuanto al dinero depositado en el banco por Botchkova declaró como ella que lo habían ganado juntos, durante sus servicios de dieciocho años en el hotel, gracias a las propinas dadas por los clientes.
»Al fin de dilucidar las circunstancias de! asunto, se juzgó necesario hacer la autopsia de! cadáver de Smielkov y examinar tanto el contenido de sus vísceras como las modificaciones sobrevenidas en el organismo. El examen de las vísceras ha demostrado, en efecto, que la muerte de! comerciante Smielkov fue causada por envenenamiento.»
Seguía el enunciado de los careos e interrogatorios de testigos, y el acta de acusación concluía así:
«El comerciante de segundo gremio Smielkov, dado a la embriaguez y al desenfreno, había entrado en relaciones con la prostituta llamada Lubka, en la casa de tolerancia de Kitaieva. Encontrándose en la dicha casa de tolerancia el día 17 de enero de 188..., envió a la mencionada prostituta Lubka, provista de la llave de su maleta, a la habitación que él ocupaba en el hotel, para que ella retirase de esa maleta una suma de cuarenta rublos de la que tenía necesidad para sus liberalidades. Habiendo llegado a la habitación de! hotel y habiendo retirado el dinero, Maslova se puso en connivencia con Botchkova y Kartinkin, a fin de robar todo el dinero y los objetos preciosos del comerciante Smielkov y repartírselos entre ellos. Y eso es lo que ocurrió (en este punto, de nuevo Maslova se estremeció tuvo un sobresalto y se puso toda roja): Maslova recibió una sortija de brillantes y probablemente una pequeña suma de dinero que, o bien la ha escondido, o bien la ha perdido, ya que aquella misma noche se hallaba en estado de embriaguez. A fin de disimular los rastros del robo, los cómplices resolvieron atraer de nuevo al comerciante Smielkov a su habitación y envenenarlo con arsénico que se encontraba en poder de Kartinkin. Con este objeto, Maslova regresó a la casa de tolerancia y persuadió al comerciante Smielkov para que volviese con ella al Hotel de Mauritania. En cuanto éste regresó, Maslova, quien había recibido los polvos de manos de Kartinkin, los vertió en el aguardiente que dio a beber a Smielkov, y de ello resultó la muerte de este último.
»Por lo expuesto en estos resultandos, el campesino del pueblo de Borki, Simón Kartinkin, de treinta y tres años; la mestchankaEufemia Ivanovna Botchkova, de cuarenta y tres años, y la mestchankaCatalina Mijailovna Maslova, de veintisiete años, son acusados de haber, el 17 de enero de 188..., siendo cómplices, robado al comerciante Smielkov su dinero, que se elevaba a la suma de 2.500 rublos, y, con el fin de ocultar las huellas de su crimen, de haber hecho beber veneno al comerciante Smielkov y de haber así ocasionado su muerte.
»Este crimen está previsto en el artículo 1.455 del código penal.»
En virtud de tales y cuales artículos de la jurisdicción penal, Simón Kartinkin, Eufemia Botchkova y Catalina Maslova comparecen ante el tribunal de la Audiencia que se reúne con participación de los jurados.
Habiendo terminado así la larga lectura de! acta de acusación, el escribano alineó las hojas delante de él, se sentó y se alisó con las dos manos sus largos cabellos negros. Toda la concurrencia lanzó un suspiro de alivio, cada cual teniendo la agradable convicción de que el debate estaba ya abierto y que todo iba a esclarecerse para satisfacción de la justicia. Nejludov fue el único que no experimentó aquel sentimiento: continuaba pensando con angustia en el crimen que había podido cometer aquella Maslova, a quien, diez años antes, él había conocido jovencita, inocente y graciosa.
XI
Terminada la lectura del acta de acusación, el presidente, después de haber recogido el parecer de sus asesores, se volvió hacia Kartinkin con un aire que quería decir: «Ahora, de un modo cierto, vamos a enterarnos de todo en sus menores detalles.»
–¡El campesino Simón Kartinkin! -dijo, inclinándose hacia su izquierda.
Simón Kartinkin se levantó, alargados los brazos sobre la costura de su capote, en una actitud militar, e inclinó todo el cuerpo hacia delante, sin cesar de agitar sus maxilares.
–Se le acusa a usted de haber robado el 17 de enero de 188..., con complicidad de Eufemia Botchkova y Catalina Maslova, de la maleta del comerciante Smielkov, una suma de dinero que era propiedad de éste; luego, de haberse procurado arsénico y de haber aconsejado a Catalina Maslova que lo vertiera en el aguardiente del comerciante Smielkov, cosa que ella hizo y que ocasionó la muerte del mencionado Smielkov. ¿Se reconoce usted culpable? -concluyó el presidente inclinándose hacia la derecha.
–Es absolutamente imposible, porque nuestro oficio es servir a los clientes.
–Ya dirá usted eso más tarde. ¿Se reconoce usted culpable?
–De ninguna manera... Yo solamente...
–¡Ya nos dirá usted eso más tarde! ¿Se reconoce usted culpable? -reiteró el presidente con voz tranquila pero firme.
–No puedo hacerlo, porque...
–Bruscamente, el portero de estrados se volvió de nuevo hacia Simón Kartinkin y lo hizo callar con un «¡chist!» enérgico.
Con un aire que quería decir que esta parte del asunto estaba liquidada, el presidente, sujetando un papel en una mano alzada en alto, cambió el codo de sitio y se dirigió a Eufemia Botchkova:
–Eufemia Botchkova, se la acusa de que el 17 de enero de 188..., en complicidad con Simón Kartinkin y Catalina Maslova, robó una suma de dinero y una sortija de la maleta del comerciante Smielkov; luego, habiéndose repartido ustedes el producto del robo, de haber hecho tragar al comerciante Smielkov, para que no descubriera el latrocinio, veneno, a resultas del cual murió. ¿Se reconoce usted culpable?
–¡No soy culpable de nada! -respondió la acusada con voz firme y atrevida -.Ni siquiera entré en la habitación, y, puesto que entró esta basura, ella es la que hizo todo.
Ya nos dirá usted eso más tarde —dijo de nuevo el presidente con su voz tranquila y firme -.Entonces, ¿no se reconoce usted culpable?
–No cogí dinero ninguno, no di nada a beber, ni siquiera entré en la habitación. Si hubiese entrado, la habría echado a ella afuera.
–¿No se reconoce usted culpable? —
¡Jamás!
–Está bien.
–Catalina Maslova -dijo en seguida el presidente, dirigiéndose a la otra detenida-, se la acusa a usted de haber ido desde la casa pública a una habitación del Hotel de Mauritania, con la llave de la maleta del comerciante Smielkov de haber robado de esta maleta dinero y una sortija...
Decía esto como si recitase una lección aprendida, inclinando al mismo tiempo el oído hacia el asesor de la izquierda, quien le hacía notar que, en la enumeración de las piezas de convicción, faltaba un bote.
Robó usted de la maleta el dinero y la sortija– repitió el presidente-, y, después de haber repartido los objetos robados, después de haber vuelto con el comerciante Smielkov al Hotel de Mauritania, dio usted a beber a Smielkov veneno en su aguardiente, causándole así la muerte. ¿Se reconoce usted culpable?
–¡No soy culpable de nada! -respondió vivamente la acusada Como lo dije desde el principio, lo sigo diciendo: «No cogí nada, nada, nada, y fue él quien me dio el anillo.»
–¿No se reconoce usted culpable de haber cogido los dos mil seiscientos rublos de plata? -preguntó el presidente.
–No cogí nada, nada más que los cuarenta rublos.
–¿Y de haber vertido los polvos en el vaso del comerciante Smielkov, se reconoce usted culpable?
–Eso, lo confieso. Pero me habían dicho, y yo lo creía, que esos polvos eran para dormir y que no producirían ningún mal. No pensé en eso ni lo quise. ¡Juro ante Dios que no lo quise! -dijo ella
–Así, pues, no se reconoce usted culpable de haber robado el dinero y la sortija del comerciante Smielkov– dijo el presidente -; pero, por el contrario, confiesa usted que echó los polvos, ¿no es así?
–Eso, lo confieso; pero yo creía que eran unos polvos para dormir. Se los di solamente para que se durmiese. Yo no quería que pasase aquello, y no lo pensé.
–Muy bien -dijo el presidente, visiblemente satisfecho por los resultados obtenidos -.Cuéntenos usted ahora cómo ocurrió la cosa -prosiguió adosándose a su sillón y poniendo las manos sobre la mesa -Diga todo lo que sabe. Puede usted aliviar su situación mediante una confesión sincera.
Maslova continuaba mirando con fijeza al presidente, pero guardaba silencio.
–Vamos, díganos cómo ocurrieron las cosas.
–¿Qué cómo ocurrieron?– dijo bruscamente Maslova-. Yo había llegado al hotel. Me condujeron a la habitación donde élse encontraba, ya muy cargado de bebida. —Pronunció la palabra élcon los grandes ojos abiertos de par en par y una expresión significativa de terror -.Yo quería irme, y él se opuso...
Se calló de nuevo, como si hubiese perdido el hilo de su relato, o bien como si otro recuerdo le hubiese atravesado la memoria.
–¿y después?
–¿Después? Pues me quedé y luego me marché.
En aquel momento, el fiscal interino se levantó a medias, apoyándose con afectación sobre los codos.
–¿Desea usted hacer una pregunta? -preguntó el presidente.
Y, a la respuesta afirmativa del fiscal, el presidente le hizo comprender con un ademán que podía hablar.
–He aquí la pregunta que querría hacer: ¿conocía con anterioridad la detenida a Simón Kartinkin? -preguntó el fiscal con énfasis y sin mirar a Maslova.
Y, hecha la pregunta, contrajo los labios y frunció las cejas. Habiendo repetido la pregunta el presidente, Maslova lanzó sobre el fiscal miradas de espanto.
–¿A Simón? -dijo ella -.Sí, lo conocía.
–Me haría falta saber además cuáles eran las relaciones de la acusada y de Kartinkin. ¿Se veían a menudo?
–¿Que cuáles eran nuestras relaciones? Él me recomendaba a los viajeros del hotel, pero eso no eran relaciones -respondió Maslova, pasando alternativamente sus miradas del presidente al fiscal.
–Quisiera saber por qué Kartinkin recomendaba solamente a Maslova a los viajeros, excluyendo a otras muchachas -dijo el fiscal, con los ojos semicerrados y una ligera sonrisa mefistofélica.
–No lo sé. ¿Cómo podría saberlo? -respondió Maslova, quien detuvo un instante su mirada sobre Nejludov -Él recomendaba a las que quería.
«¿Me habrá reconocido?», pensaba Nejludov, sintiendo que toda la sangre le subía al rostro. Pero Maslova no lo había distinguido en el grupo de los jurados, y en seguida volvió a clavar en el fiscal sus miradas despavoridas.
–Así, pues, la detenida niega haber tenido relaciones íntimas con Kartinkin. Está bien. No tengo más que preguntar.
Y el fiscal, retirando prestamente su codo del pupitre, se puso a escribir. En realidad, no escribía nada y se limitaba a pasar su pluma sobre las letras de sus notas; pero había visto que después de haber hecho una pregunta, los fiscales y los abogados anotaban para sus discursos puntos de referencia destinados seguidamente a aplastar al respectivo adversario.
El presidente no se dirigió a continuación a la detenida, porque en aquel momento le pedía al juez de gafas su aprobación sobre el orden de las preguntas preparadas y anotadas con anticipación:
Y prosiguiendo su interrogatorio, preguntó:
–¿Qué pasó después?
–Volví a casa– continuó Maslova, ya con un poco más de valor y mirando sólo al presidente -; di el dinero a la patrona y me acosté. Apenas me había quedado dormida, la muchacha Berta me despertó diciéndome: «¡Baja, tu comerciante ha vuelto!» Yo no quería bajar, pero mi patrona me dio la orden de que lo hiciera, y élestaba allí, en el salón, ofreciendo bebidas a todas las señoritas; y luego quiso pedir más vino, pero ya no tenía dinero. (La palabra élla había pronunciado con un terror evidente.) La «señora» no quiso fiarle. Entonces él me envió a su habitación del hotel, habiéndome dicho dónde tenía el dinero y la cantidad que debía coger, y me marché.
El presidente proseguía en voz baja su conversación con el de la izquierda y no había oído nada de lo que había dicho Maslova; mas, para hacer creer que lo había escuchado todo, creyó que era su deber repetir las últimas palabras:
–Usted se marchó. ¿Y qué pasó después?
–Llegué al hotel e hice exactamente lo que el comerciante me había ordenado– dijo Maslova -. Entré en la habitación, pero no entré sola; llamé a Simón Mijailovitch ya ésa también– añadió señalando a Botchkova.
–¡Mentira! ¡Lo que se dice entrar, no entré...! -empezó a decir Botchkova; pero le cortaron la palabra.
En presencia de ellos cogí los cuatro billetes rojos 4 4los billetes rojos eran los de diez rublos– N. del T.
[Закрыть]-continuó Maslova con aire sombrío y sin mirar a Botchkova.
–Al coger esos cuarenta rublos– intervino de nuevo el fiscal-, ¿no vio la acusada cuánto dinero había en la maleta?
A esta pregunta del fiscal, Maslova se estremeció de nuevo. No sabía cómo ni por qué, pero sentía que aquel hombre quería hacerle daño.
–No conté– dijo Maslova -; vi que no había más que billetes de cien rublos.
–Por tanto, la acusada vio billetes de cien rublos. No tengo más que preguntar.
–Y luego -continuó el presidente, consultando su reloj-, llevó usted el dinero, ¿no?
–Lo llevé.
–¿Y después?
–Después, el comerciante me hizo ir de nuevo a su habitación– dijo Maslova.
–Y bien, ¿cómo le hizo usted tomar los polvos? -preguntó el presidente.
–Los eché en el aguardiente y se lo di.
–¿Y por qué se los dio usted?
Ella no respondió en seguida y dejó escapar un profundo suspiro.
–Él no me dejaba nunca. En fin, yo estaba cansada. Entonces salí al corredor y le dije a Simón Mijailovitch: «¡Si quisiese dejarme marchar! ¡Estoy tan cansada!» y Simón Mijailovitch me dijo: «También a nosotros nos fastidia. Démosle unos polvos para hacerlo dormir y podrás irte.» Yo dije: «Bien», y pensé que eran unos polvos que no causaban daño. Me dio un papel, volví a entrar en la habitación, y él, que estaba acostado detrás del biombo, me mandó que le diese aguardiente. Entonces cogí la botella que estaba sobre la mesa; llené dos vasos, uno para él y otro para mí, eché los polvos en su vaso y se lo di. ¿Cómo iba a dárselos si hubiese sabido lo que era?
–Bueno, ¿y cómo entró usted en posesión del anillo? -preguntó el presidente.
Él mismo me lo dio.
–¿Cuándo se lo dio?
–En cuanto llegué a su habitación, quise irme; entonces me dio un golpe en la cabeza y me rompió el peine. Me enfadé y quería marcharme; para que no me fuese se quitó la sortija del dedo y me la dio.
En aquel momento, el fiscal interino se levantó de nuevo y, con el mismo aire de falsa bonachonería, pidió autorización para hacer unas nuevas preguntas. Habiendo recibido el permiso, inclinó la cabeza sobre el cuello bordado de oro de su uniforme y preguntó:
–Quisiera saber cuánto tiempo permaneció la acusada en la habitación del comerciante Smielkov.
Un espanto súbito se apoderó de nuevo de Maslova. Paseó del fiscal al presidente una mirada inquieta y respondió muy aprisa:
–No me acuerdo cuánto tiempo.
–Está bien. Pero, ¿no ha olvidado igualmente la acusada si, a su salida de la habitación del comerciante Smielkov entró en algún otro sitio del hotel?
Maslova reflexionó un momento:
–Entré en la habitación contigua, que estaba vacía —respondió.
–¿Y para qué entró usted allí? -preguntó el fiscal, que se olvidó de dirigirse a ella indirectamente.
–Para arreglarme un poco mientras esperaba un coche.
–¿Kartinkin entró no entro en esa habitación con la acusada?
–Entró también.
–¿Y para qué entró?
–Todavía quedaba en la botella aguardiente, que bebimos juntos.
–¡Ah! Bebieron ustedes juntos. Muy bien. ¿Y la detenida habló de algo con Simón?
Maslova, de súbito, se ensombreció, se puso púrpura y respondió vivamente:
–No hablé de nada. Todo lo que hubo, lo he dicho; y no sé nada más. ¡Hagan de mí lo que quieran: no soy mentirosa, eso es todo!
–No tengo nada más que preguntar– dijo el fiscal al presidente, con un encogimiento de hombros, y se apresuró a anotar en el boceto de su discurso que la detenida misma confesaba haber entrado con Simón en una habitación vacía.
Hubo un silencio.
–¿No tiene usted nada que añadir?
–Lo he dicho todo -repitió Maslova. Luego lanzó un suspiro y se sentó.
El presidente anotó entonces algo en sus papeles. Escuchó una comunicación que le fue hecha al oído por el juez de la izquierda y declaró suspendida la vista durante veinte minutos; luego se levantó a toda prisa y abandonó la sala.
El asesor que le había hablado era el juez de luenga barba y grandes ojos bondadosos; ese juez se sentía el estómago un poco revuelto y había expresado el deseo de darse un masaje y tomar alguna medicina. Es lo que había dicho al presidente y por lo que éste había suspendido la vista.
Después de los jueces, se levantaron igualmente los juraos, los abogados y los procuradores, con la conciencia de haber cumplido ya en gran parte una obra importante, y se dispersaron por todos lados.
En cuanto entró en la sala del jurado, Nejludov se sentó ante la ventana y se puso a pensar.