Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
сообщить о нарушении
Текущая страница: 43 (всего у книги 43 страниц)
XXVII
En una de las celdas de deportados, Nejludov, con gran asombro por su parte, vio al extraño viejecillo al que había conocido por la mañana en la balsa. El harapiento, todo arrugado, iba vestido ahora con una camisa grisácea, sucia, desgarrada por el hombro, y con un pantalón de la misma tela; descalzo, estaba sentado en el suelo, con aire grave, y su mirada escrutaba a los visitantes. Su cuerpo esquelético, que se divisaba por el desgarrón de su camisa, era un espectáculo lastimoso; pero el rostro tenía una expresión aún más reflexiva y animada que por la mañana.
Como en las demás celdas, todos los presos se levantaron bruscamente y adoptaron una actitud militar ante la autoridad. Pero el viejo se había quedado sentado. Sus ojos chispeaban y sus cejas se fruncían bajo el imperio de la cólera.
¡Levántate! le gritó el director.
El viejo no se movió y se limitó a sonreír con desprecio.
Son tus lacayos los que se ponen en pie delante de ti, y yo no soy lacayo tuyo. Llevas la marca... exclamó el viejo, señalando la frente del director.
¿Cómo? rugió éste con tono amenazador y avanzando hacia él.
Yo conozco a ese hombre se apresuró a decir Nejludov. ¿Por qué te han detenido?
La policía nos lo ha enviado por vagabundo. Aunque les pedimos que no nos traigan más gente, siguen haciéndolo, dijo el director, lanzando al viejo una mirada de soslayo.
Así, pues, también tú eres del ejército del Anticristo, por lo que veo dijo el viejo, volviéndose hacia Nejludov.
No, soy un visitante.
Entonces, has venido para ver cómo el Anticristo atormenta a los hombres, ¿no? Pues bien, contempla. Ha recogido todo un ejército de hombres y los ha encerrado en una jaula. Los hombres deben comer su pan con el sudor de su frente, y he aquí que él los ha amontonado como a cerdos y los alimenta sin hacerlos trabajar, para que se conviertan en bestias feroces.
¿Qué dice? preguntó el inglés.
Nejludov explicó que el viejo criticaba al director de la prisión porque retenía a los hombres en cautividad.
Pregúntele cómo entonces, a juicio suyo, habría que tratar a los que no cumplen la ley dijo el inglés.
Nejludov tradujo la pregunta.
El viejo tuvo una sonrisa singular que descubrió sus apretados dientes.
¡La ley! repitió con desprecio. Primeramente él ha despojado a todo el mundo, les ha quitado a todos toda la tierra, todas las riquezas, ha derrotado a todos aquellos que se le oponían; y luego, ha escrito su ley, que prohíbe despojar y matar. ¡Habría debido empezar escribiendo esa ley!
Nejludov tradujo. El inglés se puso a sonreír.
Pero, de cualquier forma, pregúntele qué se debe hacer ahora con los ladrones y los asesinos.
Habiendo traducido de nuevo Nejludov, el viejo se ensombreció.
Dile que se quite la señal del Anticristo; entonces no habrá para él ni ladrones ni asesinos. Díselo así.
He is crazy! 33 33Está loco! N. del T.
[Закрыть]dijo el inglés, quien salió de la sala encogiéndose de hombros.
Haz lo que debes y no te preocupes de los demás. Cada uno para sí. Dios sabe qué hay que castigar y qué hay que perdonar, y nosotros no lo sabemos siguió diciendo el viejo. Sé tú mismo tu amo; entonces no habrá ya necesidad de amos. ¡Vete, vete! añadió con mal humor, con los ojos encendidos, vuelto hacia Nejludov, quien se demoraba. ¿Has visto ya como los servidores del Anticristo nutren los piojos con carne humana? ¡Vete, vete!
Nejludov salió al corredor y se reunió con el inglés, quien se había detenido con el director cerca de una puertecita abierta y le hacía preguntas sobre el destino de aquella habitación. Era el depósito de cadáveres.
¡Ah! dijo el inglés, y quiso entrar.
En la estrecha celda, una lamparita adosada a la pared alumbraba débilmente cuatro cuerpos tendidos sobre las tablas, las plantas de los pies dirigidas hacia la puerta. El primer cadáver, con camisa de tela basta y en calzoncillos, era el de un hombre de gran estatura, con una barbita puntiaguda y el cráneo semirrapado. El cadáver estaba ya frío; tenía las azulencas manos cruzadas sobre el pecho; los pies, descalzos, estaban apartados y abiertos hacia afuera. A su lado se encontraba una vieja con falda y camisola blancas, igualmente descalza, con una escasa y corta mata de cabellos, cara arrugada, amarilla como el azafrán. Cerca de ella, otro cadáver de hombre, con una blusa malva. Este color llamó la atención de Nejludov.
Se acercó y se puso a examinar el cadáver.
Una pequeña barbita se alzaba al aire, una bonita nariz firme, una frente alta y blanca, cabellos ralos y ondulados. Empezaba a reconocer aquellos rasgos y no podía dar crédito a sus ojos. El día anterior había visto aquel rostro animado por la indignación y el sufrimiento; lo volvía a encontrar hoy tranquilo, inerte y terriblemente bello. Sí, era desde luego Kryltsov, o por lo menos los restos de su existencia material. «¿Para qué ha sufrido? ¿Para qué ha vivido? ¿Lo comprendió, en el último momento?», pensaba Nejludov. Y le parecía que no había respuesta, que no había nada, excepto la muerte; y le invadió un gran malestar. Abandonó bruscamente al inglés, rogó al vigilante que lo guiara al patio y, sintiendo la necesidad de estar solo a fin de meditar sobre todo lo que había experimentado aquella tarde, regresó a su hotel.
XXVIII
En lugar de acostarse, Nejludov estuvo mucho tiempo andando de un lado a otro por su habitación. Sus relaciones con Katucha habían terminado, y el pensamiento de serle inútil en lo sucesivo lo llenaba de tristeza y de vergüenza. Pero no era aquello lo que ahora lo inquietaba. Una obra diferente, lejos de estar acabada, lo atormentaba por el contrario con más fuerza que nunca y exigía que pasara a la acción. Todo el mal horrible que había visto y comprobado en aquellos últimos tiempos, particularmente aquella tarde, en aquella horrible prisión, todo aquel mal que había aniquilado, entre otros, al buen Kryltsov, triunfaba y reinaba sin que él entreviese el medio, no ya de vencerlo, sino ni siquiera de combatirlo.
Volvía a ver aquellos centenares y aquellos millares de hombres degradados, encerrados en un medio pestilente por generales, fiscales, directores de cárceles acorazados de indiferencia. Se acordó del extraño viejo que afrentaba libremente a las autoridades y al que se tenía por loco, y, entre los cadáveres, se acordaba del bello rostro de cera de Kryltsov, muerto en el odio. Y su pregunta frecuente, de saber quién estaba loco, si él o los demás que hacían todo aquello jactándose de su cualidad de seres razonables, esa pregunta se le planteaba con nueva fuerza, sin que hallase respuesta para la misma.
Cansado de caminar, se sentó en el diván, ante la lámpara, y maquinalmente abrió el evangelio que el inglés le había dado y que había arrojado sobre la mesa al vaciar sus bolsillos.
«Dicen que aquí se encuentra una solución a todo», pensó. Y, después de abrir al azar, se puso a leer la página que cayó bajo sus ojos. Era el capítulo XVIII según San Mateo:
1. En aquel momento se acercaron los discípulos a Jesús, diciendo: ¿Quién será el más grande en el reino de los cielos?
2. Él, llamando a sí a un niño, le puso en medio de ellos,
3 , y dijo: En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
4. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de éstos, ése será el más grande en el reino de los cielos.
«¡Sí, sí, qué verdad es eso!», se dijo, al recordar la calma la alegría de vivir que había experimentado en la medida en que se había humillado.
5. Y el que por mí recibiere a un niño como éste, a mí me recibe;
6 , y al que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar.
«¿Por qué dice aquí: a mí me recibe? ¿Y dónde recibe Él? ¿Y qué significa el que por mí?», se preguntó, sintiendo que aquellas palabras no le decían nada. «¿Y qué significa al cuello una piedra de molino y al fondo del mar?», siguió diciéndose, recordando que en varias ocasiones, en el curso de su vida, había empezado a leer el evangelio y que, todas las veces, la oscuridad de semejantes pasajes lo había apartado de él.
Leyó también los versículos 7, 8, 9 y 10, que tratan de las seducciones, de su necesidad sobre esta tierra, del castigo por la gehennadel fuego adonde serán precipitados los hombres, y de ciertos ángeles de los niños que ven la faz del Padre celestial.
«¡Qué lástima que esto sea tan ambiguo! pensaba él. Sin embargo, siento que hay aquí algo hermoso.» Continuó leyendo:
11. Porque el Hijo del hombre ha venido a salvar lo perdido.
12. ¿Qué os parece? Si uno tiene cien ovejas y se le extravía una, ¿no dejará en el monte las noventa y nueve a irá en busca de la extraviada7
13. Y si logra hallarla, cierto que se alegrará por ella más que por las noventa y nueve que no se habían extraviado.
14. Así os digo: En verdad que no es voluntad de vuestro Padre, que está en los cielos, que se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos.
«Sí, no es la voluntad del Padre que perezcan, y sin embargo helos aquí que perecen por centenares y por millares. Y no hay ningún medio de salvarlos.»
21. Entonces se le acercó Pedro y le preguntó: Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mí hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces?
22. Dícele Jesús: No digo yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
23. Por esto se asemeja el reino de los cielos a un rey que quiso tomar cuentas a sus siervos.
24. Al comenzar a tomarlas se le presentó uno que le debía diez mil talentos.
25. Como no tenía con qué pagar, mandó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y saldar la deuda.
26. Entonces el siervo, cayendo de hinojos, dijo: Señor, dame espera y te lo pagaré todo.
27. Compadecido el señor del siervo aquel, le despidió, condonándole la deuda.
28. En saliendo de allí, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios, y agarrándole le ahogaba, diciendo: Paga lo que debes.
29. De hinojos le suplicaba su compañero, diciendo: Dame espera y lo pagaré.
30. Pero él se negó, y le hizo encerrar en la prisión hasta que pagara la deuda.
31. Viendo esto sus compañeros, les desagradó mucho, y fueron a contar a su señor todo lo que pasaba.
32. Entonces hízole llamar el señor, y le dijo: Mal siervo, te condoné yo toda tu deuda, porque me lo suplicaste.
33. ¿No era, pues, de ley que tuvieses tú piedad de tu compañero, como la tuve yo de ti?
¿Será entonces únicamente eso? exclamó de repente Nejludov después de la lectura de aquellas palabras. Y una voz interior, emanada de todo su ser, le respondió: «Sí, no es más que eso.»
Y le ocurrió a Nejludov lo que ocurre a menudo a los hombres que viven la vida del espíritu. Ocurrió que el pensamiento que le parecía al principio extraño, paradójico, casi fantástico y del que se encuentra en la vida una confirmación cada vez más frecuente, se presentó a él, de pronto, como una verdad muy simple y de una absoluta certeza. Así, comprendió claramente, en aquel instante, aquel pensamiento de que el medio único y cierto de salvar a los hombres del espantoso mal que sufren consiste simplemente en que se reconozcan siempre culpables para con Dios, y, por consiguiente, indignos de castigar o de corregir a sus semejantes. Para Nejludov se puso en claro que el terrible mal del que había sido testigo en las cárceles, y la calma, la seguridad de quienes lo cometían, provienen de que los hombres quieren cumplir una obra imposible: reprimir el mal, siendo así que ellos mismos son malos.
Hombres viciosos quieren hacer mejores a otros hombres viciosos y creen poder lograrlo con procedimientos mecánicos. Y de eso se sigue que seres codiciosos y rapaces que han escogido como profesión aplicar esos supuestos castigos y mejoramientos humanitarios, se pervierten ellos mismos hasta el último extremo, al igual que pervierten a quienes hacen sufrir.
Ahora veía claramente cuál era el origen de aquellos horrores a los que había asistido y lo que era preciso hacer para suprimirlos. La respuesta que él no había podido encontrar era la que Cristo le había dado a Pedro: perdonar siempre, todos, una infinidad de veces; porque no existe hombre que esté indemne de toda falta y a quien, por consiguiente, le esté permitido castigar o corregir.
«¡No, es imposible que la cosa sea tan simple!», se decía Nejludov. Y, sin embargo, comprobaba con evidencia que, por extraño que aquello le hubiera parecido al principio, y acostumbrado como estaba a lo contrario, fuera ésa la solución verdadera, no solamente teórica, sino absolutamente práctica, de la cuestión.
Aquella objeción habitual: «¿Qué hacer de los criminales? ¿Habría, pues, que dejarlos impunes?» no lo turbaba ya. Habría podido tener un valor si se hubiese demostrado que el castigo disminuye la criminalidad o corrige a los criminales; pero cuando se ha probado que ocurre lo contrario, cuando se comprende que no está en las facultades de unos corregir a otros, la única cosa razonable que se puede hacer es renunciar a actos inútiles, incluso perjudiciales, así como inmorales y crueles. «Hace siglos que os encarnizáis contra hombres a los que llamáis criminales. Y qué, ¿habéis reducido su número? No solamente no lo habéis disminuido, sino que habéis aumentado, tanto el número de los criminales a los que los castigos han pervertido, como el número de esos magistrados, fiscales y carceleros que juzgan y que condenan a los hombres.»
Desde entonces, Nejludov comprendió que el estado social actual existe, no gracias a que criminales legales juzgan a sus semejantes, sino porque, a despecho de esta perversión, los hombres tienen, a pesar de todo, piedad y amor unos por otros. Con la esperanza de encontrar la confirmación de este pensamiento en aquel mismo evangelio, Nejludov se puso a leerlo desde el principio. Después del Sermón de la montaña, que siempre lo había conmovido, leyó por primera vez aquella noche, no ya bellos pensamientos abstractos que exigen de nosotros una conducta imposible de seguir, sino mandamientos simples, claros, prácticamente realizables, y que bastaría cumplir para establecer una organización social completamente nueva y no solamente hacer desaparecer, por la fuerza de las cosas, la violencia que indignaba tanto a Nejludov, sino realizar además la mayor felicidad que le sea dado alcanzar a la humanidad: el reino de Dios sobre la tierra.
Estos mandamientos eran en número de cinco:
El primer mandamiento(San Mateo, 5, 2126) enseña al hombre que no solamente no debe matar a su hermano, sino también que no debe irritarse contra él, ni considerar a nadie como estando por debajo de él, «raca», y que, si se querella con alguien, debe reconciliarse con él antes de hacer a Dios alguna ofrenda, es decir, antes de rezar.
El segundo mandamiento(San Mateo, 5, 2732) enseña al hombre que no solamente no debe cometer adulterio, sino abstenerse también de desear la belleza de la mujer; y que debe, una vez unido a una mujer, no traicionarla nunca.
El tercer mandamiento(San Mateo, 5, 3337) prohíbe al hombre prometer lo que quiera que sea por juramento.
El cuarto mandamiento(San Mateo, 5, 3842) prescribe al hombre no solamente no devolver ojo por ojo, sino también, después de haber sido golpeado en una mejilla, ofrecer la otra; perdonar las ofensas, soportarlas con resignación, no negar a sus semejantes nada de lo que le piden.
El quinto mandamiento(San Mateo, 5, 4348) no solamente prohíbe odiar al enemigo, sino que prescribe también amarlo, acudir en su ayuda y servirlo.
Nejludov clavó su mirada en la luz de la lámpara y permaneció inmóvil. Recordó toda la bajeza de nuestra vida y se imaginó con claridad lo que ella podría ser si los hombres fuesen educados en estos preceptos, y un entusiasmo que hacía mucho tiempo que no experimentaba invadió su alma. Se hubiera dicho que después de largos sufrimientos, recobraba de pronto la calma y la libertad.
No durmió en toda la noche, y, como sucede a mucha gente que lee el evangelio, comprendía por primera vez todo el alcance de aquellas palabras hasta entonces insospechadas. Como la esponja hace con el agua, se empapaba con todo lo que aquel libro revelaba de necesario, de importante y de consolador. Y todo lo que él leía confirmaba lo que sabía ya desde hacía mucho tiempo, pero en lo que no había creído hasta entonces. ¡Y ahora creía!
No solamente creía que, siguiendo esos mandamientos, los hombres deben alcanzar la mayor felicidad posible, sino que, además, tenía conciencia de que cualquier hombre no tiene otra cosa que hacer que seguirlos, porque en ellos reside el único sentido razonable de la vida, y apartarse de ellos es una falta que reclama inmediatamente el castigo. Esto resultaba de la doctrina entera, pero había sido expresado sobre todo, con una claridad y una fuerza particulares, en la parábola de los viñadores. Los viñadores se habían imaginado que el huerto adonde se les envió a fin de trabajar allí para su dueño era propiedad de ellos; que todo lo que allí se encontraba era de ellos solos; que toda su obra consistía en gozar allí de la existencia, olvidando al dueño, matando a los que se lo recordaban y liberándose de todo deber para con él.
«Es lo que hacemos también nosotros pensaba Nejludov. Vivimos en esta seguridad insensata de que somos nosotros mismos los dueños de nuestra vida y que nos es dada únicamente para gozar de ella. Sin embargo, eso es un evidente desatino. Si somos enviados aquí, es gracias a una voluntad cualquiera y con un fin fijado. Nos imaginamos que vivimos para nuestra propia alegría, y si nos encontramos mal es porque, como los viñadores, no cumplimos la voluntad del dueño. Ahora bien, la voluntad del dueño está expresada en estos mandamientos. Que los hombres sigan solamente esta doctrina, y el reino de Dios se establecerá sobre la tierra, y los hombres podrán adquirir la mayor felicidad que les es accesible.»
« Buscar el reino de Dios y su verdad, y el resto os será dado por añadidura.»
«Pero nosotros buscamos el restoy no lo encontramos .»
«¡He aquí, pues, la obra de mi vida! ¡Una acaba, la otra comienza!»
Desde aquella noche empezó para Nejludov una vida nueva y no tanto desde el punto de vista de las condiciones de vida diferentes con que se rodeó, sino porque todo lo que le ocurriría en lo sucesivo tendría para él una significación muy distinta que en el pasado.
El porvenir mostrará cómo acabará este nuevo período de su vida.
FIN
RESURRECCIÓN