355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Leon Tolstoi » Resurrección » Текст книги (страница 28)
Resurrección
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 15:13

Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



сообщить о нарушении

Текущая страница: 28 (всего у книги 43 страниц)

XXIV

Al salir del Senado, Nejludov y el abogado caminaron juntos por la acera. Él abogado, después de haber ordenado a su cochero que lo siguiese, le contó a Nejludov la aventura de aquel director de ministerio del que los senadores habían hablado entre ellos; le dijo cómo después de estar convicto de su crimen, en lugar de mandarlo a la cárcel, como exigía el código, iban a ponerlo a la cabeza de una provincia en Siberia. Luego, acabada aquella repugnante historia, contó aún, con un placer particular, cómo altos personajes habían robado el dinero recogido para erigir un monumento y que se quedó así inacabado, personajes ante los cuales habían pasado aquella misma mañana; cómo la amante de fulano ganaba millones en la Bolsa; cómo uno había vendido a su mujer y otro la había comprado; luego inició otro relato sobre las estafas y toda clase de crímenes cometidos por altos funcionarios que, lejos de estar en prisión, se hallaban instalados en los sillones presidenciales de diversas instituciones. El abogado parecía extraer de aquellos relatos (cuya fuente era por lo visto inagotable) una gran satisfacción: le permitían, en efecto, demostrar que los medios de que usaba él mismo para ganar dinero eran absolutamente legítimos a irreprochables en comparación con los que empleaban los más altos personajes de Petersburgo. Por eso fue grande su sorpresa cuando, en la mitad misma de una de sus anécdotas, vio que Nejludov se despedía de él y llamaba a un coche de punto para marcharse.

Nejludov estaba muy triste. Lo estaba sobre todo porque el Senado había confirmado el martirio insensato impuesto a la inocente Maslova, y también porque aquella condena hacía más difícil para él la realización de su proyecto de casamiento con ella. Su tristeza aumentaba aún por aquellas monstruosas historias sobre el mal imperante del que el abogado hablaba con tanta complacencia. En fin, seguía viendo la mirada glacial y hostil de Selenin, en otros tiempos tan afectuoso, tan franco y tan noble.

Cuando entró en casa de su tía, el portero le entregó, con un cierto matiz de desdén, una carta que «cierta mujer», según su expresión, había traído para él. Era de la madre de Schustova y escribía que había venido a dar las gracias al «bienhechor», al «salvador» de su hija, y le suplicaba que fuera a verlas a la calle Vassili Ostrov, en el número tal, piso cual. Añadía que era por algo que interesaba a Vera Efremovna.

Le rogaba que no temiese un desbordamiento de gratitud, pues ni siquiera se hablaría de aquello, pero que simplemente se sentirían dichosas pudiéndolo ver y, si era posible, al día siguiente por la mañana.

Había otra carta de uno de sus antiguos camaradas, ayudante de campo del emperador, Bogatyrev, a quien Nejludov le había rogado que entregase personalmente al soberano una solicitud dirigida por él en nombre de los sectarios. Con su gran letra firme, Bogatyrev le informaba que, según su promesa, entregaría en propias manos la instancia al emperador, pero que se le había ocurrido una idea. ¿No convendría más ir a ver primeramente al personaje del que dependía aquel asunto y solicitárselo?

Después de todas las impresiones experimentadas durante su estancia en Petersburgo, Nejludov se sentía profundamente desalentado. Los proyectos que había formado en Moscú se le aparecían ahora como esos sueños juveniles que se desvanecen al contacto con la vida real. Pero, de cualquier forma, consideró como un deber llevar a cabo todo lo que tenía que hacer en Petersburgo y decidió que, después de visitar a Bogatyrev, seguiría su consejo y al día siguiente iría a ver al personaje del que dependía el asunto de los sectarios. Mientras reflexionaba, sacó la solicitud de su cartera y se disponía a releerla cuando un lacayo vino a decirle que la condesa Catalina Ivanovna le rogaba que subiese para tomar el té.

Nejludov dijo que iría en seguida y, después de volver a meter la instancia en su cartera, subió a las habitaciones de su tía. Durante el trayecto distinguió por la ventana de la escalera el par de alazanes de Mariette parados delante de la casa; y de pronto sintió en el corazón un hálito de alegría y el deseo de sonreír.

Tocada esta vez con un sombrero claro y ataviada con un vestido de matices diversos, Mariette estaba sentada en una silla cerca de la butaca de la condesa; con una taza de té en la mano, charlaba, brillándole sus hermosos ojos risueños. En el instante en que Nejludov penetró en el salón acababa de decir algo tan gracioso y tan atrevido (Nejludov lo adivinó por su manera de reír), que a la buena condesa bigotuda Catalina Ivanovna la llenó de una alegría loca que sacudía su corpachón de pies a cabeza, mientras Mariette, con una expresión maliciosa, la risueña boca ligeramente contorneada y la cabeza enérgica y gozosa un poco ladeada, examinaba a su amiga sin decir nada.

Por algunas palabras, Nejludov comprendió que hablaban de aquella segunda noticia que acaparaba actualmente las conversaciones de Petersburgo, el episodio del nuevo gobernador siberiano, a propósito del cual Mariette había contado un chiste tan gracioso que provocaba en la condesa aquella hilaridad tan prolongada.

¡Me harás morir de risa! exclamaba entre dos carcajadas.

Después de haberlas saludado, Nejludov se sentó cerca de ellas. Pero apenas había tenido tiempo para tomar a mal la ligereza de Mariette, cuando esta misma, notando la expresión severa de su rostro y deseando agradarle (deseo que le había entrado desde que había vuelto a verlo), modificó no sólo la expresión de su rostro, sino también su disposición de ánimo. Inmediatamente se puso seria, se sintió descontenta de su vida, llena de vagas aspiraciones, y todo esto con sinceridad, sin hipocresía y sin esfuerzo. Por instinto, se puso al unísono del estado de ánimo de Nejludov, aunque ella no habría podido definir exactamente en qué consistía.

Lo interrogó sobre el resultado de sus gestiones, y él contó el fracaso de sus esfuerzos en el Senado y su encuentro con Selenin.

¡Ah, qué alma tan pura! ¡He ahí verdaderamente al chevalier sans peur et sans reproche...! ¡Qué alma tan pura! exclamaron las dos damas, usando aquella designación con la que se conocía a Selenin en la buena sociedad.

¿Cómo es su mujer? preguntó Nejludov.

¿Ella? No quiero juzgarla, pero no lo comprende. ¿Y también él ha sido de los que ha rechazado el recurso? prosiguió Mariette con franca compasión. ¡Es espantoso, y qué lástima me da de ella! añadió con un suspiro.

Nejludov, con un pliegue en la frente y deseoso de cambiar de conversación, habló de Schustova, que acababa por fin de salir de la fortaleza. Después de haber dado las gracias a Mariette por su intervención, se disponía a decir lo horrible que era pensar en lo que había sufrido aquella pobre muchacha y su familia, simplemente porque nadie se había ocupado de ellos. Pero Mariette no lo dejó acabar y ella misma expresó toda su indignación.

¡No me hable usted de eso! exclamó. En cuanto mi marido me dijo que la podían poner en libertad, tuve el mismo pensamiento que usted. ¿Por qué la han detenido entonces, si era inocente? ¡Es indigno, es indigno! repitió, expresando así el pensamiento de Nejludov.

La condesa Catalina Ivanovna se dio cuenta en seguida de que Mariette coqueteaba con su sobrino, y eso la divirtió.

¿Sabes lo que vas a hacer? dijo a Nejludov. Vas a venir con nosotras mañana por la noche a casa de Aline. Estará allí Kieseweter. Y tú también dijo a Mariette. Il vous a remarquécontinuó, dirigiéndose a su sobrino. Insiste en que todas las ideas que me has expuesto y que yo le he comunicado, son a sus ojos un signo excelente y que con toda seguridad no tardarás en venir a Cristo. ¡Es absolutamente necesario que asistas a la velada! Mariette, dile que venga y ven tú también.

Pero, primeramente, condesa, no tengo ningún derecho para darle consejos al príncipe replicó Mariette, cambiando con Nejludov una mirada que la ponía de acuerdo con él sobre la manera de entender las palabras de la condesa y sobre su evangelismo en general. Y además, usted sabe que a mí no me gusta mucho...

Sí, ya lo sé, tú eres diferente de las demás y piensas a tu modo sobre todas las cosas.

¿Cómo a mi modo? Tengo la misma creencia que una simple campesina replicó sonriendo. Por otra parte continuó, mañana voy al teatro francés.

¡Ah! ¿Has visto a esa...? ¿Cómo se llama? preguntó la condesa.

Mariette indicó el nombre de una célebre actriz francesa.

Tienes que ir a verla sin falta. ¡Es asombrosa!

¿A quién debo ir a ver primero, tía? ¿A la actriz, o al predicador? preguntó Nejludov con una sonrisa.

Te lo ruego, no des un doble sentido a mis palabras.

Creo que más vale ir a ver primero al predicador, y después a la actriz continuó Nejludov ; de lo contrario, se podría perder todo el gusto por la predicación.

No, vale más empezar por el teatro y arrepentirse después dijo Mariette.

Bueno, no os burléis de mí. ¡La predicación es la predicación, y el teatro es el teatro! Para salvarse no hay necesidad en absoluto de tener la cara larga de una beata y llorar sin cesar. Lo que hay que tener es fe, y entonces ya se es más que feliz.

Pero, tía, usted predica mucho mejor que cualquier misionero.

A propósito, mire usted dijo Mariette después de un instante de reflexión. Venga mañana a mi palco.

Me temo no poder...

El lacayo interrumpió la conversación para anunciar a la condesa la visita del secretario de una obra de beneficencia de la que ella era presidenta.

¡Oh, qué hombre tan insoportable! Voy a recibirlo un instante en el saloncito y luego volveré con ustedes. Mariette, sírvele tú el té dijo la condesa, alejándose con su paso rápido y ágil.

Mariette se quitó uno de sus guantes y dejó al desnudo una manecita alargada y vigorosa, llena de sortijas.

¿Quiere usted? preguntó a Nejludov, poniendo la mano, apartado el dedo meñique, sobre la tetera de plata calentada con alcohol.

Su rostro se puso grave y triste.

Nada en el mundo me resulta tan penoso como pensar que algunas personas, cuya estimación me interesa mucho, me confundan con la posición en que me veo obligada a vivir dijo.

Parecía estar a punto de echarse a llorar al pronunciar estas palabras. Y aquella frase, a pesar de su significado tan vago, le pareció a Nejludov llena de profundidad, de franqueza y de bondad, tanto lo impresionaba la mirada de los ojos centelleantes que acompañaba las palabras de la bonita y elegante joven.

Nejludov la contemplaba en silencio y no podía apartar sus miradas de aquel rostro.

Usted cree quizá que yo ni lo comprendo a usted ni lo que le está pasando, ¿verdad? Lo que usted ha hecho, todo el mundo lo sabe: c'est le secret de Polichinelle. Estoy entusiasmada por eso, lo admiro y lo apruebo.

Verdaderamente, no hay motivo alguno. Es muy poco lo que he hecho.

¡No importa! Comprendo los sentimientos de usted y los de ella... Bueno, no le hablaré más de eso se reportó, al creer notar un ligero descontento en el rostro de Nejludov. Y lo que comprendo también es que, habiendo visto de cerca el horror y los sufrimientos de esa vida de los presos decía Mariette, adivinando con su instinto femenino todo lo que era para él precioso e importante, y con el único pensamiento de conquistarlo, haya sentido usted el deseo de acudir en ayuda de esas víctimas de la crueldad y de la indiferencia de los hombres...

Comprendo que una persona pueda dedicar su vida a esa obra. Yo habría hecho lo mismo; pero cada cual tiene su destino...

¿Es que no está usted satisfecha del suyo?

¿Yo? exclamó, como si la dejaran atónita al hacerle semejante pregunta. Sí, debo estar satisfecha, y lo estoy. Pero hay un gusano roedor que se despierta.

No hay que dejar que se duerma y hay que creer en esa voz, dijo Nejludov, cayendo en la trampa.

Muy a menudo, posteriormente, sintió vergüenza al acordarse de aquella conversación, de aquellas palabras de Mariette que eran menos una mentira que una comedia; de aquel rostro de la joven que expresaba una atención falsamente enternecida mientras él le contaba los horrores de las cárceles y las impresiones de su contacto con los campesinos.

Cuando la condesa volvió, Mariette y Nejludov hablaban no solamente como viejos amigos, sino como amigos íntimos, únicos en comprenderse entre la multitud que los rodeaba.

Su conversación versaba sobre la injusticia de los poderosos, los sufrimientos de los débiles, la miseria del pueblo; pero en realidad, bajo el murmullo de las palabras, sus ojos no cesaban de interrogarse mutuamente: «¿Puedes amarme?», y de responder: «¡Puedo!» Y el deseo sexual, revistiendo las formas más insospechadas y más radiantes, los atraía mutuamente.

Antes de marcharse, Mariette repitió a Nejludov que siempre tendría el mayor agrado secundándolo en sus proyectos; insistió para que fuese, aunque sólo fuera un momento, a verla al día siguiente por la noche, en su palco, en el teatro, donde tendría que hablarle, aseguraba ella, de un asunto muy importante.

Por lo demás, ¿quién sabe cuándo volveremos a vernos? suspiró ella al mismo tiempo que se ponía con precaución el guante en su mano cubierta de sortijas. Prométame que vendrá.

Nejludov se lo prometió.

Aquella noche, una vez solo en su habitación, se acostó, apagó la vela y tardó mucho tiempo en dormirse. Al acordarse de Maslova, de la decisión del Senado, de su proyecto de seguirla a todas partes, del abandono de sus tierras, veía, en respuesta a estos pensamientos, alzarse ante él el rostro de Mariette, su suspiro y su mirada cuando ella le había dicho: «¿Quién sabe cuándo volveremos a vernos?» Y él volvía a ver tan clara, tan vivamente aquella sonrisa, que, durante la noche, también él se sorprendió a veces sonriendo. «¿Haré bien marchándome a Siberia? ¿Haré bien despojándome de toda mi fortuna?», se preguntaba.

Y eran vagas las respuestas que se presentaban a su espíritu, en aquella clara noche de Petersburgo que se filtraba a través de la celosía incompletamente bajada. Todo se embrollaba en su cabeza. Evocaba sus sentimientos de antes y resucitaba sus ideas de otros tiempos; pero estas ideas no tenían ya la misma fuerza convincente.

«¿Y si todo eso no hubiera sido más que imaginación por mi parte, y no tengo fuerzas para vivir así? ¿Me arrepentiré entonces de haber obrado bien?», se preguntaba. Y al no encontrar respuesta, experimentaba una angustia y un descorazonamiento que nunca había sentido hasta entonces. Impotente para resolver todos aquellos problemas, se durmió con aquel sueño pesado con que se dormía en otros tiempos cuando había perdido grandes cantidades jugando a las cartas.

XXV

A la mañana siguiente, al despertar, el primer sentimiento que experimentó Nejludov fue la impresión de haber cometido la víspera alguna villanía.

Reunió sus recuerdos: no, no había cometido ninguna villanía, pero había tenido villanos pensamientos respecto a sus intenciones actuales, a saber: que su casamiento con Katucha, el abandono de sus tierras a los campesinos, no eran más que quimeras; que él no podría permanecer mucho tiempo en esa disposición de ánimo; que todo aquello era ficticio y que hacía falta vivir como vivía. No había allí actos malos, pero había lo que es peor: los pensamientos que engendran todos esos actos. Se puede no repetir un acto malo y arrepentirse de él; en cambio, los malos pensamientos hacen nacer estos actos. Un acto malo abre simplemente el camino a otros, igualmente malos, en tanto que los malos pensamientos arrastran irresistiblemente por ese camino.

Después de haber repasado en su espíritu sus pensamientos de la víspera, Nejludov se preguntó cómo había podido, aunque sólo fuera algunos instantes, prestarles atención. Por desconocida y dificultosa que le resultase la nueva vida que se había propuesto, sabía que era para él la única posible en lo sucesivo, y por fácil que le fuese reanudar su antigua existencia, sabía que eso sería para él la muerte. La seducción de la víspera le causó en aquel momento un efecto semejante al que siente un hombre, todavía lleno de sueño, que se despierta y querría volver a dormirse, o por lo menos quedarse aún en la cama, aun sabiendo que ha llegado la hora de levantarse para un asunto muy importante y muy agradable.

Aquel día, el último que debía pasar en Petersburgo, Nejludov se dirigió por la mañana a la calle. Vassili Ostrov, donde vivía la madre de Schustova.

El alojamiento estaba en el segundo piso. Valiéndose de las indicaciones del portero, Nejludov avanzó por sombríos corredores, subió por una empinada escalera y penetró en una cocina sobrecalentada y llena de un fuerte olor de alimentos que estaban cociéndose. Una mujer de edad, con delantal, arrezagadas las mangas y con gafas, en pie delante del hornillo, removía con una cuchara el contenido de una cacerola humeante.

¿Qué desea usted? preguntó ella con voz severa, mirando por encima de sus gafas.

Apenas Nejludov hubo dicho su nombre, el rostro de la mujer expresó a la vez alegría a intimidación.

¡Ah, príncipe! exclamó, secándose las manos en el delantal. Pero, ¿por qué ha venido usted por la escalera de servicio? ¡Usted, nuestro bienhechor! Yo soy la madre. Sin usted, mi hijita estaría perdida. Es usted nuestro salvador continuó ella, agarrando la mano de Nejludov y tratando de besarla. Fui ayer a casa de usted; mi hermana me lo había rogado insistentemente. Mi hija está en casa. Por aquí, haga el favor de seguirme decía la madre de Schustova, guiando a Nejludov, por una puerta estrecha, a un pequeño corredor sombrío y arreglándose por el camino ora el jubón arremangado, ora los sueltos cabellos.

Mi hermana es Kornilova decía en voz baja, deteniéndose ante la puerta; sin duda ha oído usted hablar de ella. Ha estado mezclada en varios asuntos políticos. Es una mujer muy inteligente.

Abrió una puerta que daba al corredor a introdujo a Nejludov en una estrecha habitación donde, ante una mesa, sobre un pequeño diván, estaba sentada una joven, fuerte y de pequeña estatura, vestida con una camisola de indiana a rayas, con cabellos rubios ligeramente rizados que encuadraban un rostro redondo, de una extremada palidez y que se parecía al de la madre. Un joven, con bigote negro y barbita, vestido con una blusa rusa de bordados adornos, estaba sentado frente a ella, echado adelante en la silla, y hablaba con tanta animación, que ni uno ni otro vieron entrar a Nejludov.

¡Lidia! Es el príncipe Nejludov, el que ha...

La pálida joven se estremeció nerviosamente. Echando hacia atrás de su oreja, con un movimiento maquinal, un bucle de cabellos, miró temerosamente, con sus grises ojos, al recién llegado.

Entonces, ¿usted es esa mujer peligrosa por la que intercedía Vera Efremovna?, dijo Nejludov, quien le tendió la mano sonriendo.

Sí, yo soy dijo la joven. Y, con una bondadosa sonrisa infantil, su boca descubrió una fila de blancos dientes. Es mi tía quien deseaba verlo. ¡Tía! gritó hacia una puerta, con su voz dulce y agradable.

Vera Efremovna estaba muy apenada por que la hubieran detenido a usted dijo Nejludov.

Aquí, siéntese aquí interrumpió Lidia, señalando con el dedo la silla de enea que acababa de abandonar el joven. Mi primo Zajarov añadió, para responder a la mirada que Nejludov había lanzado al visitante.

Éste estrechó la mano del príncipe con una sonrisa tan bondadosa como la de Lidia. Cuando Nejludov se hubo sentado en el sitio que ocupaba antes el joven, éste cogió otra silla y se sentó cerca de él; luego, de la habitación vecina salió un colegial de rubios cabellos de unos dieciséis años, quien, sin decir palabra, se instaló en el alféizar de la ventana.

En el umbral de la habitación contigua apareció en el mismo instante una mujer de blusa blanca, ceñida por un cinturón de cuero, y que tenía un aire inteligente y simpático.

¡Buenos días! ¡Muchas gracias por haber venido! exclamó colocándose en el diván, al lado de su sobrina. Bueno, ¿cómo está Vera? ¿La ha visto usted? ¿Cómo soporta su situación?

Ella no se queja respondió Nejludov. Dice que no podría encontrarse mejor en el Olimpo.

¡Ah, Vera! ¡Qué propio de ella! dijo la tía sonriendo y meneando la cabeza. No hay más remedio que quererla: ¡qué carácter tan espléndido! Todo para los demás, nada para ella.

La verdad es que no me pidió nada para ella y no pensó más que en la sobrina de usted. Lo que más la afligía, me dijo, era la monstruosa injusticia de esta detención.

¡Sí, monstruosa, en efecto! La infeliz ha sufrido por mí.

¡Nada de eso, tía! exclamó Lidia. Yo habría recogido esos papeles aunque usted no me lo hubiese dicho.

Permíteme decirte que estoy mejor enterada que tú de eso replicó la tía. Mire usted dijo a Nejludov, todo pasó porque cierta persona me rogó que guardase sus papeles en depósito. Como yo no tenía alojamiento, se los dejé a mi sobrina. Pero he aquí que aquella misma noche la policía vino a esta casa y se llevó los papeles y a ella; y ha estado detenida hasta ahora, porque se negaba a decir de quién provenían esos papeles.

¡Y no lo he dicho! exclamó Lidia con vivacidad, retorciéndose un bucle de los cabellos que sin embargo no la molestaba en absoluto.

Nunca he pensado que lo hayas dicho dijo la tía.

Si han cogido a Mitin no es por culpa mía replicó Lidia, ruborizada y mirando en torno de ella con inquietud.

Pero no tienes necesidad de decirnos eso, Lidia comentó la madre.

¿Por qué no? Por el contrario, quiero hablar de eso declaró Lidia.

Ya no sonreía. Toda arrebolada, enrollaba sus cabellos alrededor de un dedo y no dejaba de lanzar miradas inquietas en torno de ella.

¿Y te has olvidado de lo que ocurrió ayer cuando empezaste a hablar de eso?

En absoluto. Déjame hablar, mamá. ¡Yo no lo dije! Me limité a callarme. Cuando me interrogaron sobre mi tía y sobre Mitin, no respondí nada y declaré que nada respondería. Entonces, ese... Petrov...

Petrov es un soplón, un gendarme y un miserable dijo la tía para explicar a Nejludov las palabras de su sobrina.

Entonces, ese Petrov continuó Lidia con emoción y volubilidad se puso a querer convencerme: «Lo que usted diga no podrá perjudicar a nadie, al contrario. Si usted habla, libertará a unos inocentes a los que tal vez estamos haciendo sufrir sin motivo.» Sin embargo seguí afirmando que no diría nada. Entonces, me dijo él: «Bueno, está bien, no diga nada; pero por lo menos no diga que no a lo que yo diga.» Y se puso a citar nombres, entre los cuales estaba el de Mitin.

Pero no hables más de eso interrumpió la tía.

Se lo ruego, tía, déjeme que lo diga...

Y Lidia no dejaba de tirarse del bucle de cabellos, mirando en torno de ella.

Y figúrense ustedes que al día siguiente me entero de que han detenido a Mitin. Me lo hicieron saber unos camaradas con golpecitos dados contra la pared. Yo me dije: «He sido yo quien lo ha entregado.» Y este pensamiento me ha torturado tanto, tanto, que he creído que me volvía loca.

Pero está demostrado que tú nada tienes que ver con su detención dijo la tía.

Sí, pero yo lo ignoraba. Y no dejaba de pensar: he sido yo quien lo ha entregado. Iba de arriba abajo por la celda y pensaba: ¡Yo lo he entregado! Me acostaba, me tapaba la cabeza y, a mis oídos, una voz gritaba: ¡tú lo has entregado! ¡Tú has entregado a Mitin! Y por mucho que yo supiera que aquello eran alucinaciones, me resultaba imposible no escucharlas. Quería dormir, no pensar en eso: ¡imposible! ¡Era horrible! exclamó Lidia, cada vez más agitada y sin dejar de enrollarse alrededor de un dedo una crencha de sus cabellos, para desenrollarla después, lanzando miradas inquietas alrededor.

Lidia, cálmate le repetía la madre, dándole palmaditas en el hombro.

Pero Lidia no podía ya contenerse.

Y lo más espantoso de todo es que... empezó a decir.

Pero un sollozo la impidió acabar. De un salto, se levantó del diván y, después de haber tropezado con el sillón, escapó fuera de la estancia. Su madre la siguió.

¡Habría que ahorcar a todos esos miserables! dijo el colegial.

¿Qué te pasa? preguntó la tía.

– ¿A mí? Nada respondió; y cogió de la mesa un cigarrillo y lo encendió.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю