Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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L
A la mañana siguiente, al despertar, Nejludov se acordó de pronto de todo lo que le había ocurrido la víspera, y se sintió lleno de espanto.
A pesar de este terror, decidió proseguir más que nunca la obra empezada.
Con este sentimiento consciente de su deber salió de su casa para dirigirse a la de Maslennikov. Quería pedirle autorización para hablar, en la cárcel, no solo con Maslova, sino con la vieja Menchova y con su hijo, al que había hecho referencia Maslova. Al mismo tiempo quería solicitar autorización para ver a Bodogujovskaia, quien podía ser útil a Maslova.
Nejludov conocía desde hacía mucho tiempo a Maslennikov. Eso databa de! regimiento, donde Maslennikov era el cajero. Era entonces un oficial concienzudo y bonachón que ni veía ni quería ver nada que no fuera su regimiento y la familia imperial. Había pasado a la administración civil a instigación de su mujer, persona muy rica y muy hábil.
Ésta se burlaba de su marido, lo mimaba y lo trataba como aun animalito sociable. El invierno último, Nejludov había ido a visitarlo; pero la pareja le había parecido tan desprovista de interés, que nunca más había vuelto a aquella casa.
Al ver entrar a Nejludov, Maslennikov se puso radiante. El vicegobernador tenía el mismo rostro grueso y rubicundo, la misma corpulencia, el mismo atildamiento que antiguamente en el ejército. En el regimiento, Maslennikov llevaba un uniforme militar de una limpieza irreprochable, cortado conforme a la última moda y que le moldeaba los hombros y el pecho; ahora llevaba un uniforme civil del último modelo, que ceñía su grueso cuerpo y hacía resaltar su ancho pecho.
A pesar de la diferencia de edad (Maslennikov tenía cerca de cuarenta años), los dos antiguos camaradas se tuteaban.
–¡Dichosos los ojos! Es muy amable por tu parte haber venido. Voy a llevarte al salón de mi mujer. Dispongo justamente de diez minutos antes de la sesión. El jefe está ausente. Soy yo quien actúa como gobernador -dijo sin poder ocultar su satisfacción.
–Pero es que yo he venido a verte para tratar de unos asuntos.
–¿Qué ocurre? -preguntó Maslennikov mostrándose de pronto más reservado y adoptando un tono más severo.
–Hay en la cárcel una persona por la que me intereso mucho -al oír la palabra «cárcel», el rostro de Maslennikov se puso más sombrío aún -; quisiera tener autorización para hablar con ella, no en el locutorio común, sino en la oficina, y no sólo en los días reglamentarios, sino con más frecuencia. Me han dicho que eso depende de ti, ¿no es así?
–Ni que decir tiene, mon cher, que estoy dispuesto a hacer todo por ti -respondió Maslennikov tocando con sus manos las rodillas de Nejludov, como descendiendo de su altura -. Es posible; pero, mira, no soy más que un califa provisional.
–Entonces, ¿Puedes darme un papel que me permita ver la a cualquier hora?
–¿Es una mujer?
–Sí.
–¿Por qué está allí?
–Condenada por envenenamiento. Pero la han condenado injustamente.
–¡Vaya, he ahí la verdadera justicia! Ils n'en font pas d'autres! -añadió en francés, sin saber a ciencia cierta por qué -.Sé que no estamos de acuerdo sobre este tema -continuó -; pero, ¿qué hacer? C'est mon opinion bien arrêtée! -dijo, expresando las ideas que, durante un año, había extraído de los artículos de un periódico reaccionario -.Sé que tú, por tu parte, eres un liberal.
–No sé si soy liberal u otra cosa -replicó Nejludov sonriendo.
Se asombraba siempre de que lo catalogasen en un partido cualquiera y de que lo llamasen «liberal», simplemente porque decía que, ante la justicia, todos los hombres son iguales y que no hay que hacer sufrir ni golpear a los hombres en general y muchísimo menos a los que todavía no están condenados.
–No sé si soy liberal o no -continuó -, pero sé que nuestra justicia actual, con todos sus defectos, vale sin embargo más que la de antes.
–¿A qué abogado te has dirigido?
–A Fanarin.
–¡Ah! ¡Fanarin! -dijo Maslennikov con una mueca, acordándose de que, el año anterior, aquel Fanarin lo había obligado a comparecer como testigo en un juicio y de que durante media hora había divertido muy cortésmente a la concurrencia a expensas suyas -.Yo no te habría aconsejado que te dirigieses a él: C'est un homme taré.
–Tengo que pedirte todavía otra cosa -continuó Nejludov sin prestar atención a aquel comentario -. Conocí en otros tiempos a una muchacha, una maestra... Hoy, la desgraciada está en la cárcel, también ella, y me ha pedido que vaya a verla. ¿Podrías darme también una autorización?
Maslennikov inclinó ligeramente la cabeza a un lado y reflexionó un instante.
–¿Es una condenada política?
–Sí, eso me han dicho.
–Es que, mira, el derecho de visitar a los detenidos políticos no se concede más que a los parientes. Pero voy a darte una autorización general. Je sais que tu n'en abuseras pas... Et la protégée, est-elle jolie?
-Hideuse.
Con aire desaprobador, Maslennikov sacudió la cabeza, se dirigió a la mesa escritorio, cogió un papel con membrete impreso y se puso a escribir rápidamente:
«Autorizo al portador de la presente, príncipe Dmitri Ivanovitch Nejludov, a visitar en la oficina de la cárcel a la mestchankaMaslova, así como a la reclusa Bogodujovskaia.» Y firmó con un ancho arabesco.
–Ya verás el orden que reina en la prisión. Y eso que no es fácil mantenerlo en estos momentos, cuando los forzados son tan numerosos. Pero yo me cuido severamente de todo; me intereso mucho por eso. Verás lo bien organizado que está todo y cómo todo el mundo está contento. Lo esencial es saber tratar a esa gente. Así, hace poco, hubo algún roce: un caso de insumisión. Cualquier otro, en mi lugar, habría considerado eso como una revuelta y habría hecho que muchos desgraciados pagasen injustamente. Conmigo, por el contrario, todo se ha resuelto muy bien. Lo que hace falta es, por una parte, la preocupación por su bienestar, y por la otra, una mano firme -dijo, cerrando su puño blanco, gordezuelo, adornado con una turquesa montada en anillo, y que salía de una manga de tela fuerte, muy blanca, sujeta por un botón de oro -.¡La preocupación del bienestar y un puño firme!
–Bueno, no sé– respondió Nejludov -; he ido allí dos veces y he sacado una impresión muy penosa.
–¿Sabes una cosa? Deberías ir a ver a la condesa Passek -continuó Maslennikov mostrándose más expansivo -.Se ha dedicado por entero a esta obra. Elle fait beaucoup de bien. Gracias a ella, y, puedo confesarlo sin falsa modestia, gracias a mí, el régimen de nuestras cárceles se ha transformado por completo. En él no subsiste nada de los horrores del antiguo régimen; y los presos, ahora, se encuentran muy bien. Ya lo verás.., Pero, a propósito de Fanarin: no lo conozco personalmente; nuestras respectivas situaciones sociales nos alejan; lo que no impide que se trate realmente de un hombre detestable, Y además, en pleno tribunal, se permite decir unas cosas tales...
–Muchas gracias por tu amabilidad– dijo Nejludov recogiendo el papel.
Y, sin dejarle que acabara, se levantó para salir,
–Pero, ¿y mi mujer? ¿Es que no vas a venir a verla?
No, Preséntale mis excusas, pero hoy no tengo tiempo.
–Ella no me perdonaría que te dejase marchar —insistió Maslennikov, acompañando a su antiguo camarada hasta los peldaños de la escalera; lo hacía así con los hombres que no eran de primera importancia, sino de importancia media, y entre estos catalogaba a Nejludov -. ¡Vamos, un pequeño esfuerzo! ¡Solo un momentito!
Pero Nejludov permaneció inflexible, Y, mientras el lacayo y el portero le tendían su abrigo y su bastón y le abrían la puerta, cerca de la cual estaba apostado un agente de policía, Maslenmkov le gritó desde lo alto de la escalinata:
–¡Bueno, entonces ven el jueves sin falta! ¡Es el día en que recibe mi mujer; le anunciaré tu visita!
LI
Al abandonar a Maslennikov, Nejludov se hizo Llevar directamente a la cárcel y se dirigió hacia el apartamento del director, que ya sabía dónde estaba situado.
Como, en su primera, visita, oyó, al acercarse, las notas de un mal piano. En lugar de la rapsodia, tocaban hoy un estudio de Clementi, con el mismo exceso de vigor, la misma precisión y la misma velocidad.
La criada del parche en un ojo, quien salió a abrirle a Nejludov, le dijo que el capitán estaba en casa y lo hizo entrar en un saloncito amueblado con un diván, una mesa, tres sillas y una enorme lámpara colocada sobre una alfombra de punto de lana y velada con una pantalla de cartón rosa quemada por un lado. Un instante después, con su aire cansado y lastimero entró el director.
–Por favor, ¿en qué puedo servirle? -preguntó, abrochándose el botón de en medio de su uniforme.
–He ido a ver al vicegobernador y me ha dado esta autorización -respondió Nejludov tendiendo el papel-. Querría ver a Maslova.
–¿Markova? -preguntó el director, que había oído mal a causa de la música.
– Maslova.
–¡Claro, claro!
El director se levantó y avanzó hacia la puerta que dejaba pasar las oleadas de Clementi.
–¡Marussia, para por lo menos un minuto! -dijo con un tono que daba a entender claramente que aquella música era la cruz de su vida -.¡No se entiende nada!
El piano calló, unas sillas fueron movidas con un arrebato de malhumor, y alguien entreabrió la puerta.
Aliviado sin duda por el cese de la música, el director sacó de su estuche un gran puro y le ofreció otro a Nejludov, quien rehusó.
–Bueno, quisiera ver a Maslova.
Muy bien, es posible. ¿Qué vienes a hacer aquí? -preguntó luego el director a una niña de cinco o seis años que se había deslizado en el salón y que, sin dejar de mirar a Nejludov, se dirigía hacia su padre-. ¡Ten cuidado, vas a caerte! continuó con una sonrisa, al ver que la pequeña sin mirar lo que tenía delante, se enredaba en la alfombra.
–Bueno, si es posible, voy a ir ahora mismo -insistió Nejludov.
–Lo que pasa, desgraciadamente, es que convendría que no viese usted hoy a Maslova.
–¿Por qué?
–La culpa es de usted mismo -respondió el director con una ligera sonrisa -.Créame, príncipe, no le entregue más dinero directamente. O bien démelo a mí; se lo administraremos. Ayer, sin duda, usted le dio dinero, y ella se agenció aguardiente: éste es un mal que no extirparemos nunca, y hoy está completamente borracha y ha armado un gran escándalo.
.-¿Es cierto eso?
–¡Desde luego! Yo mismo he tenido que adoptar medidas severas: la han trasladado a otra sala. Por lo demás, corrientemente es una detenida tranquila; pero, se lo ruego, no le entregue ya nunca dinero en mano. ¡Si conociera usted como yo a esta clase de gente!
Nejludov se acordó de la escena de la víspera y toda su angustia le volvió de nuevo.
¿Y a Bogodujovskaia, de la sección política, podría verla? -preguntó, después de un silencio.
–A ésa, sí.
El director apartó dulcemente a su hijita, que continuaba mirando con fijeza a Nejludov, y acompañó a éste a la antecámara.
Aún no había terminado Nejludov de ponerse el abrigo que le había traído la criada, cuando los borbotones de Clementi secamente ritmados, resonaron de nuevo.
–Estaba en el conservatorio, pero todo va manga por hombro. Y ella tiene disposiciones– dijo el director mientras bajaban la escalera -.Querría tocar en conciertos.
El director, acompañado de Nejludov, se dirigió a la cárcel. Al acercarse, la puertecita se abrió en seguida y los guardianes, saludando militarmente, los siguieron con los ojos. En el corredor, cuatro forzados que llevaban cubos se cruzaron con ellos; se escabulleron al divisar al director. Especialmente uno de ellos bajó la cabeza, adoptó un aire adusto y sus ojos relampaguearon.
–Naturalmente, hay que alentar el talento y no se tiene derecho alguno a ponerle trabas; pero, mire usted, en un apartamento pequeño como el nuestro, ese piano que no se para nunca es a menudo penoso -continuó el director, sin prestar la menor atención a sus presos.
Y, arrastrando sus cansadas piernas, condujo a Nejludov hasta el gran locutorio.
–¿A quién me dijo usted que quería ver? -preguntó.
–A Bogodujovskaia.
–Está en la torre. Tendrá usted que esperar un poco.
–¿No podría, mientras tanto, ver a los presos Menchov, madre e hijo, acusados de incendiarios?
–Él está en la celda veintiuno. Sí, se le puede llamar.
–¿No puedo ver a Menchov en su celda?
–Pero estará usted más cómodo en el locutorio.
–No, eso me interesará.
–Le advierto que no hay nada de interesante.
En aquel momento, el atildado subdirector entró en la sala. -Lleve al príncipe a la celda de Menchov, la celda veintiuno -le dijo su jefe -. Luego volverá usted a traerlo a la oficina. Mientras tanto, diré que llamen... Perdón, ¿cómo dice usted que se llama ella?
–Vera Bogodujovskaia– respondió Nejludov.
El subdirector era un joven oficial rubio, de bigotes en punta, que esparcía en torno de él un perfume de agua de Colonia.
–¿Quiere usted tener la bondad de seguirme? -dijo a Nejludov con una amable sonrisa -.¿Es que le interesa nuestro establecimiento?
–Sí, pero ese hombre me interesa aún más porque, como me han dicho, es inocente del crimen que se le imputa.
El subdirector se encogió de hombros.
–Puede ser -dijo con placidez, después de haberse detenido cortésmente para dejar que Nejludov entrase primero en un amplio corredor de una hediondez nauseabunda-. Pero con mucha frecuencia mienten... Pase, se lo ruego.
Las puertas de las celdas estaban abiertas, y varios presos se encontraban en el corredor. Respondiendo apenas al saludo de los guardianes y mirando con el rabillo del ojo a los presos que se aconchaban contra la pared, se escabullían en sus celdas, o bien, en una rígida actitud militar, seguían con los ojos a la autoridad, el subdirector franqueó, con Nejludov, un gran pasillo y luego otro, a la izquierda, cerrado por una puerta de hierro y más sombrío y más infecto aún. A ambos lados había puertas cerradas con llave y atravesadas por pequeñas mirillas de medio dedo de diámetro. Nadie se encontraba en este segundo corredor, excepto un viejo guardián de cara triste y arrugada.
–¿En qué celda está Menchov? -preguntó el subdirector. -En la octava a la izquierda.
–¿Y todas estas celdas están ocupadas? -preguntó Nejludov.
–Todas, menos una.
LII
Puedo mirar? -preguntó Nejludov.
Como usted quiera -respondió el subdirector con su sonrisa amable; y se puso a hablar con el guardián. Nejludov echó un vistazo a través de la mirilla de una de las celdas. Vio a un joven de elevada estatura con una barbita negra, que se paseaba de un lado a otro con paso rápido, vestido solamente con la ropa interior. Al oír ruido levantó la cabeza y la dirigió luego hacia la puerta, frunció las cejas y continuó caminando.
Nejludov se detuvo delante de otra celda. Su mirada tropezó allí, al otro lado, con la mirada inquietante de un gran ojo negro pegado contra la mirilla. Nejludov se retiró vivamente. Por una tercera abertura vio a un hombrecillo que dormía en una cama con las piernas encogidas y la cabeza tapada. En la celda siguiente, un preso de ancha cara pálida estaba sentado, la cabeza gacha y los codos descansando sobre las rodillas. Al ruido de los pasos, aquel hombre enderezó el busto y se volvió maquinalmente hacia la puerta; en todo su rostro, en sus grandes ojos sobre todo, había una expresión de aburrimiento y de desesperanza. Evidentemente, nada le importaba lo que a él se refiriese: nada bueno tenía que esperar.
La angustia se apoderó de Nejludov. Dejó de mirar por las mirillas y se dirigió sin detenerse más a la celda 21, la de Menchov.
El guardián metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Un joven musculoso, con un largo cuello, barbilla y bondadosos ojos redondos, estaba en pie, cerca de su camastro, y se apresuraba a ponerse el capote con aire de espanto. Sin detenerse, sus bondadosos ojos redondos, interrogadores e inquietos, erraban de Nejludov al subdirector y viceversa.
–Éste es un señor que quiere hacerte unas preguntas sobre tu asunto.
–Se lo agradezco.
–Sí, me han hablado de su caso -dijo Nejludov, avanzando hasta el fondo de la celda y colocándose cerca de la ventana enrejada -.Quisiera oír de su propia boca el relato de lo que ocurrió.
También Menchov se acercó a la ventana e inició sin dilación su relato. Hablaba al principio con timidez, lanzando miradas inquietas hacia el subdirector; pero, cuando éste hubo salido de la celda para ir al corredor a dar órdenes, fue animándose poco a poco y perdió toda su timidez.
Sus palabras y sus modales eran los de un mujikhonrado y sencillo; y Nejludov experimentaba una singular impresión al encontrarlo con el uniforme de preso, en una negra celda. Mientras lo escuchaba examinaba el bajo camastro con su jergón, la ventana pesadamente enrejada de hierro, las paredes sucias y húmedas, y el rostro lastimero, las formas enflaquecidas de aquel desgraciado mujik, tan desambientado con sus zapatos y su uniforme de penado , y se ponía cada vez más triste, negándose a creer en la veracidad de lo que le contaba aquel buen muchacho tanto lo horrorizaba el pensamiento de que se había podido, sin motivo, arrancar a un hombre de su vida normal, convertirlo en preso y encerrarlo en este lugar siniestro. Pero, por otro lado, experimentaba más horror aún al pensar que aquel relato verídico, hecho con semblante tan franco, pudiera ser una invención y una mentira.
El preso contaba que inmediatamente después de su casamiento, el tabernero de su pueblo le había substraído a la mujer. Había reclamado justicia en todas partes; pero en todas partes el tabernero había sobornado a las autoridades y habla salido indemne. Un día, a viva fuerza, Menchov había llevado a su mujer a casa, pero ella se había fugado al día siguiente. Entonces él había ido a reclamarla al tabernero y este le habla respondido que no estaba en casa {Menchov la había visto entrar allí) y lo había intimado a que se marchase, cosa que él no había hecho. Con la ayuda de un obrero, su rival lo había golpeado hasta hacerle sangre. Al día siguiente, un incendio se había declarado en la finca del tabernero. Habían acusado como autores a Menchov y a su madre. Pero Menchov no había prendido el fuego; aquel día estaba en casa de su compadre.
–¿Es verdad que no fue usted quien prendió el fuego?
–¡Ni siquiera se me ocurrió, barin! ¡Seguro que fue él, el bandido, quien provocó el incendio! Se dijo que acababa de asegurar sus propiedades. Y he aquí que se nos acusó a mi madre y a mí de haberlo amenazado con el incendio. Es verdad que aquel día lo injurié, al reclamarle a mi mujer: mi corazón no se contenía ya. Pero lo de prender fuego, nunca, nunca lo hice. Ni siquiera estaba allí cuando el incendio se declaró. Fue él quien lo provocó para cobrar la prima del seguro y quien nos acusó después.
–¡No es posible!
–¡Tan verdad como si hablase delante de Dios, barin! ¡Sea usted mi padre! -exclamó, queriendo inclinarse hasta el suelo, pero Nejludov se lo impidió -. ¡Tenga piedad de mí, estoy muriendo por nada!
De pronto, sus labios temblaron, y se puso a llorar. Luego se arrezagó la manga del abrigo y se enjugó los ojos con la manga de su sucia camisa.
–¿Ha acabado usted? -preguntó el subdirector.
–Sí... ¡Vamos, no se desanime usted; haremos todo lo posible! -dijo Nejludov, y salió.
Menchov se lanzó hacia la entrada, y el guardián, al cerrar la puerta, lo rechazó al interior. Pero, mientras la puerta no estuvo completamente cerrada, el pobre diablo se obstinó en seguir mirando por la rendija.
LIII
Cuando Nejludov volvió a pasar por el gran corredor, era la hora de la comida, y todas las puertas de las salas estaban abiertas. Al ver en torno de él aquella multitud de hombres, todos vestidos de largos capotes amarillo claro, de pantalones cortos y anchos, calzados con kolys, y al examinarlos con curiosidad, Nejludov experimentó un extraño sentimiento: a la vez de compasión por aquellos presos, y de asombro y de horror por los hombres que los tenían así enclaustrados, y de vergüenza por él mismo que asistía a todo aquello con una mirada plácida.
En uno de los corredores vio penetrar corriendo a un hombre en una sala, de la que salieron inmediatamente presos que se alinearon y saludaron al paso de Nejludov.
–Dé usted orden, señoría... no sé cómo llamarlo, dé usted orden para que se decida de una vez nuestra suerte.
–No soy una autoridad; no puedo hacer nada.
–¡No importa! -replicó una voz indignada -.Hable de nosotros a la autoridad. No hemos hecho nada y hace ya dos meses que sufrimos aquí.
–¿Cómo? ¿Por qué? -preguntó Nejludov.
–Sí, nos han metido en la cárcel. Hace ya dos meses que estamos aquí, y no sabemos por qué.
–Es exacto -dijo el subdirector -, pero el asunto es puramente fortuito. Todas estas gentes fueron detenidas porque tenían los salvoconductos caducados y había que enviarlos a su respectiva provincia; pero no hemos podido hacerlo porque allí se ha incendiado la cárcel. Todos los de las demás provincias han sido reexpedidos, pero nos vemos obligados a retener a éstos.
–¿Cómo, no es más que por eso? -dijo Nejludov deteniéndose a la puerta.
En grupo, unos cuarenta hombres con uniforme carcelario rodearon a Nejludov y al subdirector. Como algunos elevaban la voz al mismo tiempo, el subdirector los detuvo:
–¡Que hable uno solo!
Un campesino de unos cincuenta años, de alta estatura y de movimientos flexibles, salió de las filas. Explicó que los habían metido en la cárcel porque no tenían salvoconductos. A decir verdad, los tenían, pero habían caducado hacía unos quince días. Todos los años ocurría eso de tener pasaportes caducados y nunca les habían dicho nada; pero esta vez los habían detenido a todos y desde hacía dos meses los retenían en la cárcel como a criminales.
–Somos todos carreros y del mismo gremio. Y hemos venido juntos a trabajar aquí. ¿Tenemos la culpa de que se haya quemado la cárcel en nuestra provincia? ¡Por el amor de Dios, haga algo por nosotros!
Nejludov, mientras escuchaba aquel discurso, estaba un poco distraído porque, a pesar suyo, su atención había sido atraída por un enorme piojo gris que había abandonado los cabellos del venerable carrero para correrle por la mejilla.
–¿Es posible? ¿Es verdad que solamente es por eso? -preguntó Nejludov dirigiéndose al subdirector.
–Pues sí, habría que haberlos reexpedido a su provincia-respondió el subdirector.
Apenas este último había acabado de hablar, cuando un hombrecillo, destacándose del grupo, tomó la palabra a su vez para quejarse del modo como los atormentaban sin motivo alguno los guardianes.
–¡Nos tratan peor que a perros! -empezó a decir.
–¡Vamos, vamos, tampoco hay que hablar más de la cuenta! -dijo el subdirector -.De lo contrario, ya sabes...
–¿Qué tengo que saber? -replicó el hombrecillo con un tono desesperado -.¿Hemos merecido estar aquí? -¡Silencio! -gritó el subdirector.
Y el hombrecillo se calló.
«¿Es posible?», continuaba preguntándose Nejludov siguiendo por el corredor mientras centenares de ojos lo espiaban a su paso.
–Pero, ¿es verdad que se puede retener a inocentes? -preguntó Nejludov una vez fuera del corredor.
–¿Qué quiere usted que hagamos? Y, además, mire, esta gente miente mucho. Si hubiera que creerlos, todos serían inocentes.
–Pero éstos lo son de verdad.
–Sí, éstos, lo reconozco. Pero es una especie completamente depravada; no se conseguiría nada de ellos sin severidad. Hay aquí unos bribones tan grandes, que sería una imprudencia acercarles el dedo a la boca. Por eso ayer no hubo más remedio que castigar a dos.
–¿Qué quiere decir eso de castigarlos?
–Azotarlos con varas, por orden superior.
–Yo creía que los castigos corporales estaban prohibidos.
–No para los presos privados de sus derechos. A ésos se les puede aplicar.
Nejludov se acordó entonces de todo lo que vio la víspera, mientras estaba aguardando en el vestíbulo, y comprendió que en aquellos momentos se había procedido al castigo. Y, más vivamente que nunca, experimentó una mezcla de curiosidad, de tristeza, de asombro, de vergüenza y de repugnancia que lindaba con la náusea.
Sin escuchar al subdirector y sin mirar en torno de él, salió rápidamente de los corredores y se dirigió hacia la oficina, donde encontró al director; pero, preocupado por otras cosas, éste se había olvidado de ordenar que llamasen a Bogodujovskaia. No se acordó sino al ver entrar a Nejludov.
–Voy a decir que la llamen inmediatamente —le dijo -. Mientras tanto, tómese la molestia de sentarse.
La oficina se componía de dos habitaciones. En la primera, alumbrada por dos ventanas grasientas y adornada con una estufa desconchada, se veía en un rincón una regla negra que servía para tallar a los presos; en otro rincón había colgada una gran imagen de Cristo. En esta primera sala se encontraban algunos guardianes. La segunda, más amplia, contenía una veintena de personas de uno y otro sexo, sentadas en grupos distintos sobre bancos colocados a lo largo de la pared, y hablando en voz baja. Una mesa estaba colocada cerca de la ventana.
El director, sentado ante esta mesa; ofreció, cerca de él, una silla a Nejludov y, una vez sentado, éste se puso a examinar a las personas que estaban en la habitación.
Ante todo, su atención fue atraída por la visión de un joven enchaquetado, de exterior agradable, que hablaba, gesticulando con animación, a una mujer de cejas negras, de edad madura.
Más lejos, un hombre de edad, con gafas azules, inmóvil, tenía cogida por la mano a una joven con uniforme de presa y, sin hacer un movimiento, escuchaba lo que ella le decía. Un pequeño colegial, con uniforme escolar y de aire temeroso, en pie junto al anciano, no le quitaba ojo.
En un rincón, detrás de ellos, una pareja de enamorados. La muchacha era una jovencita rubia, bonita, de aire enérgico, los cabellos cortados muy cortos y ataviada con un vestido a la última moda; él era un guapo muchacho de rasgos finos, de cabellos ondulados, con chaqueta de cuero. Los dos charlaban alegremente mirándose con amor.
Más cerca de la mesa estaba sentada una mujer de cabellos grises, vestida de negro; evidentemente, una madre. Devoraba con los ojos a un joven tísico que llevaba también una chaqueta de cuero; ella trataba de hablarle, pero, ahogada por las lágrimas, no podía conseguirlo: empezaba una palabra y se detenía bruscamente. El joven tenía en la mano un papel con el que no sabía qué hacer y lo arrugaba con aire descontento.
Cerca de la llorosa madre estaba en pie una muchacha fuerte y bella de grandes ojos salientes, con vestido gris y una esclavina, que la miraba tiernamente y le acariciaba el hombro. Todo era hermoso en aquella joven: tanto sus grandes manos blancas y sus cabellos ondulados, cortados muy cortos, como su nariz y sus labios firmes; pero el principal atractivo de su bello rostro procedía de sus grandes ojos de oveja, castaños, bondadosos y francos. Los quitó del rostro de la madre en el momento en que entraba Nejludov, y sus miradas se cruzaron. Pero se volvió en seguida para continuar su obra de consuelo. No lejos de la pareja amorosa estaba sentado un hombre moreno, velludo, de rostro sombrío, que hablaba con cólera a un visitante imberbe que tenía aire de pertenecer a la secta de los castrados.
Nejludov, sentado cerca del director, examinaba con curiosidad aquellos grupos tan diversos.
Lo distrajo en su tarea un niño de cabellos cortados al rape que se acercó a él y le preguntó con una vocecita aflautada:
–¿Y usted a quién espera?
Esta pregunta asombró al principio a Nejludov; pero se sintió conmovido por el rostro reflexivo, los ojos vivaces y móviles del niño, y, con la mayor seriedad, le dijo que esperaba a una señora.
–¿Su hermana? -preguntó el pequeño.
–No, no es mi hermana. Pero, ¿y tú, con quién estás aquí? -¿Yo? Con mamá. Es «una política» -respondió el niño.
–¡María Pavlovna, llame a Kolia! -dijo el director, considerando sin duda como ilegal la conversación de Nejludov con el pequeño.
María Pavlovna, la hermosa muchacha de ojos de oveja, se enderezó en toda su alta estatura y, con paso firme, casi masculino, se acercó a ellos:
–Desde luego, le habrá preguntado a usted quién es, ¿verdad? -dijo ella a Nejludov con una ligera sonrisa, mirándolo con sus ojos confiados y tan sencillamente, que no podía dudarse que sus relaciones fueran con todos naturales, afectuosas y fraternales -.Es que quiere estar enterado de todo -continuó ella.
Y le sonrió al niño con una sonrisa tan dulce y tan tierna, que éste le sonrió en respuesta, mientras involuntariamente Nejludov hacía lo mismo.
–Sí, me preguntaba a quién he venido a ver.
–María Pavlovna, no tiene usted derecho a hablar a desconocidos; lo sabe muy bien– dijo el director.
–¡Está bien, está bien! -respondió ella.
Y, tomando en su gran mano blanca la manecita de Kolia volvió junto a la madre del joven tísico.
–Pero, ¿de quién es hijo ese niño? -preguntó Nejludov al director.
–De una detenida política. ¡Y ha nacido en la cárcel! -respondió el director con una especie de satisfacción como si hubiese indicado un fenómeno peculiar de su establecimiento.
–¿Es cierto?
–Sí, y ahora va a Siberia con su madre.
–¿Y esa joven?
–Perdóneme, no sabría responderle sobre todas esas cosas. Por lo demás, he aquí a Bogodujovskaia.