Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Y para ahogar este sentimiento doloroso de lástima hacia ella misma y de cólera insatisfecha contra él, habría querido beber aguardiente. A pesar de su juramento de no beberlo nunca más, no habría mantenido su palabra y lo habría bebido, si hubiese estado aún en la celda de la cárcel. Pero el ayudante del cirujano tenía la custodia del aguardiente, y Maslova le tenía miedo, porque la perseguía con sus asiduidades, y ahora le causaban horror cualesquiera relaciones con los hombres.
Después de haber permanecido sentada en un banco, en el corredor, volvió a entrar en su habitacioncita y, sin responder a las palabras de su compañera, lloró largamente por su vida perdida.
XIV
En San Petersburgo, Nejludov tenía que arreglar tres asuntos: en el Senado, el recurso de casación de Maslova; en la Cámara de peticiones, el recurso de gracia de Fedosia Birukov, y el recado de Vera Bogodujovskaia, consistente en enterarse en la Dirección de la gendarmería o en la tercera sección de policía, de los medios para conseguir que fuera puesta en libertad Schustova; y también, para una madre, la sutorización para ver a su hijo, detenido político en la fortaleza de Pedro y Pablo. Para él, estos dos últimos asuntos no formaban más que uno; pero existía aún un cuarto: el de los sectarios arrancados a sus familias para ser deportados al Cáucaso porque habían leído y comentado el Evangelio. Se había prometido más a sí mismo que a ellos hacer todo lo que le fuera posible para poner en claro la cuestión.
Desde su última visita a Maslennikov, y, sobre todo, después de su estancia en el campo, Nejludov experimentaba una repulsión profunda hacia el ambiente que, hasta entonces, había sido el suyo; hacia ese ambiente donde con tanto cuidado se ocultaban todos los sufrimientos que abruman a millones de seres humanos, con objeto de asegurar a un pequeño número comodidades y placeres; hacia ese ambiente donde no se ven y no se pueden ver esos sufrimientos y, por consiguiente, la crueldad y el desatino de esa vida. Ya no le era posible conservar la misma desenvoltura en sus relaciones con los hombres de aquel mundo, y sin embargo se veía arrastrado hacia él por las antiguas costumbres de su vida, por sus relaciones de amistad o de parentesco, y sobre todo por su preocupación de poder acudir en ayuda de Maslova y de todos aquellos cuyos sufrimientos conocía; y, para eso, tenía que solicitar el apoyo y los servicios de gentes a las que no sólo no estimaba en absoluto, sino por las que no sentía sino indignación y desprecio.
Habiéndose alojado, a su llegada a Petersburgo, en casa de su tía, hermana de su madre, la condesa Tcharsky, mujer de un ex ministro, Nejludov se encontraba allí sumido en el centro mismo de aquel mundo aristocrático que se le había hecho tan extraño; y eso lo desolaba; pero no podía obrar de otro modo, porque si se hubiera alojado en un hotel habría ofendido a su tía y se habría privado, para sus empresas, del concurso más precioso; porque ella tenía numerosas y muy influyentes relaciones.
Bueno, ¿qué es lo que me han contado de ti? No sé qué cosas maravillosas le preguntó la condesa Catalina Ivanovna, la mañana misma de su llegada, mientras le hacía servir el café. Vous posez pour un Howard 18 18Célebre filántropo inglés.
[Закрыть]. ¡Socorres a los criminales, visitas a los presos! ¿Es que te has decidido a ir por el buen camino?
Nunca se me ha ocurrido eso.
Me parece muy bien. Entonces, ¿de qué se trata? ¿De alguna aventura novelesca? Vamos, cuenta.
Nejludov contó sus relaciones con Maslova tal como habían sido.
Sí, sí, ya me acuerdo. La pobre Elena me habló vagamente de todo eso, después de tu estancia en casa de las viejas señoritas. ¡Pues no llegaron incluso a pensar en casarte con su pupila...! La condesa Catalina Ivanovna había adoptado siempre una actitud desdeñosa respecto a la familia paterna de Nejludov. De modo que se trata de ella, ¿eh? Elle est encore jolie?
La tía Catalina Ivanovna era una mujer de unos sesenta años, llena de salud, jovial, enérgica y charlatana. De alta estatura y muy corpulenta, su labio superior estaba adornado con un bigote oscuro. Nejludov la quería mucho. Estaba acostumbrado, desde su infancia, a venir a su casa para hacer provisión de energía y de buen humor.
No, ma tante; todo eso acabó. Quisiera sólo ayudarla, porque la han condenado injustamente y yo mismo soy culpable de haber influido en todo su destino. Por eso estoy obligado a hacer en su favor todo lo que me sea posible.
Pero es que me han dicho que querías casarte con ella. Sí, yo lo he querido, pero es ella quien no quiere.
Catalina Ivanovna, plegando la frente y entornando los ojos, examinó un instante a su sobrino con aire de asombro y, de pronto, su rostro se tranquilizó.
¡Vaya, ella es más sabia que tú! ¡Oh, qué tonto eres! ¿Y verdaderamente tu casarías con ella?
Sin duda alguna.
¿Después de todo lo que ella ha sido?
Razón de más. ¿No soy yo quien tiene la culpa?
Eres simplemente un pazguato declaró la tía sin dejar de sonreír, un espantoso pazguato, un verdadero tonto; pero te quiero justamente porque eres un espantoso pazguato repitió aún, encantada seguramente con aquella palabra que, a su juicio, definía de manera perfecta el estado intelectual y moral de su sobrino. Mira, has llegado muy a propósito. Precisamente acaba de abrir Aline un soberbio asilo de arrepentidas. Un día fui por allí. ¡Son repugnantes! Después de la visita tuve que bañarme. Pero Aline se ha entregado a su asilo en corps et âme. Le confiaremos a tu protegida. Nadie mejor que Aline es capaz de volverla al buen camino.
Pero es que la han condenado a trabajos forzados. He venido aquí precisamente para procurar que anulen el juicio. Es el primer asunto por el que querría que usted se interesara.
¡Ah!, ¿sí? ¿De quién depende su asunto?
Del Senado.
¿Del Senado? Pero allí está mi querido primo León, en el Senado. Bueno, me olvidaba de que está en la sección de heráldica. Y entre los verdaderos senadores no conozco a nadie. Son gentes que vienen sabe Dios de dónde, o incluso alemanes: ge, efe, de... tout l'alphabet!, o bien toda clase de Ivanov, de Semenov, de Nikitin; o Ivanenkos, Simonenkos, Nikitenkos, pour varier! Des gens de l'autre monde! No importa; le hablaré de eso a mi marido. Él los conoce; conoce a toda clase de gente. Le hablaré. Pero será preciso que le expliques tú mismo todo el asunto: a mí no me comprende nunca. C'est un partipris. Todo el mundo me comprende; solamente él no me comprende.
En aquel momento, un lacayo de librea, medias y pantalones cortos trajo una carta en una bandeja de plata.
Precisamente una carta de Aline. Oirás también a Kieseweter.
¿Quién es Kieseweter?
¿Kieseweter? No dejes de venir a casa esta noche y verás quién es. Habla tan bien, que los criminales más endurecidos se arrojan a sus rodillas, y lloran, y se arrepienten.
Por extraño que aquello pudiera parecer y por poco en armonía que estuviese con su carácter, la condesa Catalina Ivanovna era una ferviente adepta de la doctrina que coloca la esencia misma del cristianismo en la Redención. Frecuentaba las asambleas donde se predicaba esta doctrina entonces de moda, y reunía en su casa a los fieles de la misma. Aunque aquella enseñanza rechazase multitud de ceremonias, los iconos a incluso los sacramentos, la condesa Catalina Ivanovna tenía iconos en todas las habitaciones de su apartamento a incluso en la cabecera de su cama; cumplía todas las ceremonias exigidas por la Iglesia, sin ver en eso la más mínima contradicción.
¡Ah, si tu arrepentida pudiera oírlo, se convertiría inmediatamente! continuó la condesa. Pero tú ven sin falta esta noche; lo oirás. Es un hombre asombroso.
Es que, tía, esas cosas apenas me interesan.
Pues sí, te aseguro que eso te interesará. Y no tienes más remedio que venir. Ahora dime qué más deseas de mí. Videz votre sac!
Tengo un asunto que concierne a la fortaleza.
¿A la fortaleza? ¡Ah! En ese caso puedo darte una carta para el barón Kriegsmuth. C'est un très brave homme! Tú lo conoces bastante bien, además: es un antiguo camarada de tu padre. Il donne dans le spiritisme; pero es igual, es bueno. ¿Y qué tienes que hacer allí?
Tengo que pedir que se le permita a una madre ver a su hijo que está allí encerrado. Pero me han dicho que eso no dependía de Kriegsmuth, sino de Tcherviansky.
¡Tcherviansky! A ése no le tengo la menor simpatía. Pero es el marido de Mariette. Puedo dirigirme a ella. Haría por mí cualquier cosa. Elle est très gentille!
Quiero pedir que pongan en libertad a una mujer, encarcelada desde hace varios meses sin que nadie sepa por qué.
¡Vamos, la misma mujer debe de saberlo muy bien! ¡Esas mujeres lo saben todo! ¡Mujeres de cabellos cortos que no tienen más que lo que se merecen!
Ignoramos si se lo merecen o no; pero el caso es que sufren. ¿Y usted, que es cristiana y que cree en el Evangelio, puede mostrarse tan implacable?
Lo uno no impide lo otro. El Evangelio es el Evangelio, y lo que es repugnante es repugnante. Peor sería decir que me gustan los nihilistas, las mujeres sobre todo, con sus cabellos cortos, cuando en realidad no puedo sufrirlas.
¿Y por qué no puede usted sufrirlas?
¿Y todavía me preguntas por qué después del atentado del primero de marzo?
Pero no todos participaron en él.
No importa. ¿Para qué mezclarse en lo que no es asunto de ellas? Y no es un papel que corresponda a las mujeres.
Pero ahí tiene usted por ejemplo a Mariette: usted misma acaba de reconocer que ella sí puede intervenir en los asuntos.
¡Mariette es Mariette! ¡Pero que una Dios sabe qué, una cualquiera que no es ninguna gran cosa, pretenda darnos una lección a todos...!
No se trata de darnos una lección, sino de acudir en ayuda del pueblo.
No necesitamos de ellas para saber que hay que ayudar al pueblo.
Pero el caso es que el pueblo sufre. Acabo de volver del campo. ¿Le parece a usted justo que los mujiksse agoten más allá de sus fuerzas y no tengan bastante para comer según les pide el hambre, mientras nosotros vivimos en medio de un lujo desenfrenado? prosiguió Nejludov, animado por la bonachonería de su tía hasta el punto de comunicarle todos sus pensamientos.
¿Qué quieres entonces? ¿Que me ponga a trabajar y que no coma nada?
No, no quiero en modo alguno dejarla sin comer dijo Nejludov sonriendo; quiero solamente que trabajemos todos y que todos comamos.
Mon cher, vous finirez mal! dijo.
¿Y por qué?
En aquel momento, un alto y robusto general acababa de penetrar en el comedor. Era el marido de la condesa, Tcharsky, el ex ministro.
¡Ah, Dmitri, buenos días! dijo el general tendiendo a Nejludov su mejilla recién afeitada. ¿Cuándo has llegado?
Besó en silencio la frente de su mujer.
Bueno, il est impayable! dijo la condesa a su marido. Quiere que vaya a lavar mi ropa al río y que me alimente sólo de patatas. Es un terrible tonto, un espantoso pazguato continuó ella. Pero, de cualquier forma, haz lo que te pida. A propósito, dicen que la señora Kamenskaia se halla en tal estado de desesperación, que se teme por su vida: deberías ir a visitarla.
Sí, es espantoso respondió el marido.
Y ahora, id a hablar de vuestras cosas. Tengo unas cartas que escribir.
Apenas había salido Nejludov del comedor cuando ella le gritó desde la otra habitación:
¿Quieres que le escriba a Mariette?
Se lo ruego, tía.
Entonces dejaré en blanco la explicación de lo que tienes que pedirle a su marido a propósito de tu pelicorta. Ella le ordenará que haga lo que tú pidas, y él lo hará. Pero, oye, no vayas a creer que soy mala. Tus protegidas no me son nada simpáticas; mais je ne leur veux pas de mal! ¡Que Dios las proteja! Y después puedes irte, pero vuelve sin falta esta noche. Oirás a Kieseweter. Y luego rezarás por nosotros. Y si lo haces de buena fe, ça vous fera beaucoup de bien. Sé perfectamente que Elena y todos vosotros nunca os habéis preocupado mucho de eso. Bueno, hasta la vista.
XV
El conde Iván Mijailovitch, el ex ministro, era un hombre de convicciones firmes.
Desde su juventud, esas convicciones se habían basado en los principios siguientes: lo mismo que el pájaro se alimenta de gusanos, está vestido de plumas y vuela por el espacio, así él mismo debía naturalmente alimentarse con los platos más rebuscados, preparados por cocineros pagados muy caros, ir vestido de la manera más elegante y más cómoda posible, ser llevado por caballos tranquilos y rápidos, y por consiguiente todo eso debía estar a su disposición. Además, el conde Mijailovitch consideraba que cuanto más dinero percibiese del tesoro público, más adornado estaría con condecoraciones, más frecuentaría a altos personajes de los dos sexos y tanto más le valdría eso. Todo lo demás, comparado con esos dogmas fundamentales, le parecía al conde Iván Mijailovitch nulo y sin interés; y le importaba poco que las cosas fuesen de una manera a otra. Conformándose a esta fe, el conde Iván Mijailovitch había vivido y actuado en Petersburgo durante cuarenta años, después de los cuales había llegado al puesto de ministro.
Las cualidades principales que le habían permitido llegar a aquel cargo consistían en esto: primeramente, sabía comprender el sentido de los reglamentos y de otras disposiciones oficiales y redactar, en un estilo poco elegante, es verdad, documentos inteligibles y exentos de faltas de ortografía; en segundo lugar, era muy expresivo y podía, según las circunstancias, dar la impresión de dignidad, de altivez y de inaccesibilidad, o bien de flexibilidad, llegando hasta la bajeza y la infamia; en tercer lugar, estaba liberado de cualesquiera reglas de moralidad personal o social y, por consiguiente, podía, si era preciso, estar de acuerdo o en desacuerdo con todo el mundo. Al obrar así, no tenía más que un solo objetivo: dejar creer que era consecuente consigo mismo; y no le importaba lo más mínimo la moralidad o la inmoralidad de sus actos, como tampoco la cuestión de saber si esos actos constituían el mayor bien o el mayor mal para Rusia o para el mundo entero.
Cuando llegó a ser ministro, todos sus subordinados, la mayor parte de sus conocidos, y más todavía él mismo, tuvieron la convicción de que se mostraría como un hombre de Estado de los más inteligentes. Pero después de un cierto tiempo, cuando hubo que comprobar que él no había organizado nada ni había creado nada nuevo, que, según las leyes de la lucha por la vida, otros hombres análogos a él, que sabían comprender y redactar documentos oficiales, funcionarios tan expresivos y tan poco escrupulosos, lo hubieron suplantado y obligado a retirarse, se reconoció unánimemente que en lugar de ser una inteligencia excepcional era un hombre muy limitado, poco instruido, a pesar de su tono de suficiencia, y que apenas sobrepasaba en sus opiniones el nivel de los artículos de fondo de los periódicos conservadores. Se cayó en la cuenta de que nada lo distinguía de las otras mediocridades vanidosas y limitadas que lo habían suplantado. Él mismo se daba cuenta de eso, lo que no le impedía en modo alguno creerse con derecho a recibir, de año en año, un sueldo cada vez mayor y nuevas condecoraciones para su uniforme de gala. Esta convicción estaba tan profundamente arraigada en él, que nadie tenía valor para llevarle la contraria. Y de año en año percibía, en forma de pensión de retiro, de honorarios como consejero de Estado y como presidente de toda clase de comisiones o juntas, varios millares de rublos; además, cada año tenía el derecho, por él tan apreciado, de mandar coser nuevos galones a su cuello y a su pantalón y a su frac y nuevas cintas y estrellas de esmalte. De este modo ampliaba el círculo de sus relaciones sociales.
El conde Iván Mijailovitch escuchó las explicaciones de Nejludov con la misma gravedad y la misma atención que concedía en otros tiempos a los informes de sus jefes de servicios. Hecho esto, dijo a su sobrino que iba a darle dos cartas de recomendación, una de ellas para el senador Wolff, del departamento de casación.
Se dicen muchas cosas de él explicó, pero, dans tous les cas, c'est un homme très comme il faut. Me está agradecido y hará todo lo que esté en su mano.
La segunda carta iba destinada a un miembro de la comisión de gracia. El asunto de Fedosia Birukov, que le había contado Nejludov, lo había conmovido mucho. Habiéndole dicho éste que quería escribir a la emperatriz, le respondió que era, en efecto, un asunto digno de interés y que se podría hablar de él cuando se presentase la ocasión, pero no se arriesgaba a prometerlo. La petición debía seguir su trámite, y añadió, después de reflexionar un instante, que si un jueves lo invitaban al salón de la emperatriz, en petit comité, tal vez encontrara la oportunidad de deslizar unas palabras a propósito de la protegida de Nejludov.
Nejludov, provisto de las dos cartas del conde y de otra de su tía para Mariette, se puso en camino inmediatamente para iniciar sus gestiones
Por lo pronto, empezó por Mariette. La había conocido de muchachita, perteneciente a una familia aristocrática de escasa fortuna. Se había casado con un hombre que había sabido elevarse rápidamente, gracias a medios sospechosos, y, como siempre, a Nejludov le resultaba desagradable solicitar el apoyo de un hombre al que despreciaba. En este caso, sentía un desacuerdo interior, un descontento de sí mismo y una vacilación: ¿debía o no dirigirse a él? Y siempre llegaba a la conclusión de que debía hacerlo. Por otra parte, comprendía lo que de falso había en su actitud de peticionario ante gente con la que no tenía ya ninguna solidaridad y que, sin embargo, continuaban considerándolo como a uno de los suyos. En aquel ambiente se sentía recaer en la horma antigua y habitual y, a pesar suyo, volvía a adoptar el tono ligero a inmoral que reinaba en aquella sociedad. Ya por la mañana, en casa de su tía Catalina Ivanovna, lo había notado al adoptar un tono burlesco para hablar de las cosas más serias.
Petersburgo, adonde hacía mucho tiempo que no había venido, ejercía sobre él su acción habitual: físicamente excitante y moralmente embotadora.
Todo era tan limpio, tan cómodo, estaba tan desprovisto de escrúpulos morales, que la vida allí parecía más ligera que en ninguna otra parte.
Un soberbio cochero, limpio y correcto, condujo a Nejludov, pasando ante soberbios agentes de policía, limpios y correctos, por una calle elegante y limpia, bordeada de casas limpias y elegantes, hasta la casa donde vivía Mariette.
Vio ante la escalinata a un par de caballos ingleses enganchados y enjaezados; en el pescante, con aire grave y digno, un cochero de librea, de orgulloso talante, el látigo en la mano, semejando a un inglés por las patillas, que le llegaban casi hasta la boca.
Un portero, con uniforme de un púrpura muy vivo, abrió la puerta del vestíbulo, donde se hallaban apostados, con librea galoneada, un lacayo de espléndidas patillas y un centinela de servicio con uniforme nuevo.
El general no recibe. La generala, tampoco: va a salir.
Nejludov sacó de su cartera una tarjeta de visita y se acercó a una mesita donde se disponía a escribir algunas palabras con lápiz, cuando de pronto el lacayo hizo un movimiento, el portero se lanzó hacia la escalinata gritando: «¡Avance!», y el centinela se puso firme, las manos en las costuras del pantalón, siguiendo con los ojos a una mujer joven, bajita y delgada, que bajaba por la escalera con un paso rápido que contrastaba con la importancia de su rango.
Mariette, tocada con un gran sombrero de plumas, llevaba sobre su vestido negro una esclavina del mismo color. Iba enguantada de negro y el rostro cubierto por un velillo.
Al ver a Nejludov, se levantó el velillo y descubrió un rostro encantador y grandes ojos brillantes. Y, después de unos momentos de examen, exclamó con voz familiar y gozosa:
¡Ah, el príncipe Dmitri Ivanovitch! Lo habría reconocido...
¿Cómo? ¿Se acuerda usted incluso de mi nombre?
¡Naturalmente! Mi hermana y yo hasta llegamos a estar enamoradas de usted respondió en francés. Pero, ¡cómo ha cambiado usted! Es una lástima que no tenga más remedio que salir. Aunque quizá pudiéramos entrar todavía un instante dijo con aire de vacilación.
Consultó con los ojos el reloj de la antecámara.
¡Ay, no, no es posible! Voy a casa de Kamenskaia para el servicio fúnebre. La pobre mujer está muy abatida.
¿Qué le pasa a esa Kamenskaia?
¿Cómo? ¿No está usted enterado? ¡Su hijo acaba de ser muerto en duelo! Se había batido con Posen. ¡Hijo único! ¡Es espantoso! La madre está abatidísima.
Sí, ya he oído hablar de eso.
Pero no tengo más remedio que marcharme; venga, pues, mañana o esta noche continuó ella. Y, con paso ligero, se dirigió hacia la salida.
Desgraciadamente, no podré esta noche, dijo Nejludov, acompañándola hasta la escalinata. Venía a hablarle de un asunto añadió al mismo tiempo que miraba el par de caballos alazanes que se detenían ante la escalinata.
¿Qué es?
Aquí tengo una carta de mi tía respecto a ese asunto dijo Nejludov tendiéndole un sobre alargado, cerrado con un sello enorme. Esto le explicará de qué se trata.
Ya sé, la condesa Catalina Ivanovna se cree que ejerzo influencia sobre mi marido. Se equivoca completamente. No puedo conseguir nada de él y para nada quiero mezclarme en sus asuntos. Pero, por la condesa y por usted, estoy dispuesta con mucho gusto a infringir esta regla. Bueno, ¿de qué se trata? preguntó, buscando vanamente en el bolso con su manecita enguantada.
De una joven encarcelada en la fortaleza. Está enferma y la han detenido por error.
¿Cómo se llama?
Schustova, Lidia Schustova. Todo está anotado en la carta.
Bueno, haré todo lo que me sea posible dijo, subiendo con pie ligero al elegante coche blandamente tapizado cuyo barniz centelleaba al sol.
Se sentó y abrió su sombrilla. El lacayo trepó a la parte trasera, hizo signos al cochero de que podía arrancar, y el coche se puso en movimiento. Pero, en el mismo instante, con la punta de su sombrilla, Mariette tocó el hombro del cochero: los soberbios caballos de finas patas, curvando la cabeza bajo la presión del bocado, se detuvieron piafando.
Pero usted volverá a verme, y esta vez de un modo desinteresado dijo ella con una sonrisa cuyo encanto conocía.
Y como si juzgase terminada la representación, bajó su ve]illo y tocó de nuevo al cochero con la punta de la sombrilla.
Nejludov se quitó el sombrero. Martilleando el pavimento con sus nerviosos cascos, los caballos arrastraron a un paso vivo al coche, que se deslizaba ligeramente sobre las silenciosas ruedas, traqueteado apenas por la desigualdad del suelo.