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Resurrección
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 15:13

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Автор книги: Leon Tolstoi



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XI

El local de los «políticos» se componía de dos pequeñas celdas, cuyas puertas se abrían a la parte del corredor separada por un tabique. Después de haberlo franqueado, Nejludov divisó primeramente a Simonson, con un leño en la mano, acurrucado ante la portezuela de la estufa.

Al ver a Nejludov, sin levantarse y mirándolo por debajo de sus espesas cejas, le tendió la mano.

Me alegro mucho de verlo, porque tengo necesidad de hablarle dijo con tono expresivo mirando a Nejludov derechamente a los ojos.

¿De qué se trata?

Un momento. Ahora estoy ocupado.

Y Simonson volvió a dedicarse a su estufa, que él calentaba según su teoría particular, basada en la menor pérdida posible de energía calorífica.

Nejludov iba a franquear la primera puerta, cuando, de la de enfrente, salió Maslova, encorvada, con una escoba en la mano, empujando delante de ella un montoncito de basura y de polvo. Iba con camisola blanca, la falda arremangada dejando al descubierto sus medias; la cabeza la tenía envuelta hasta las cejas en un pañuelo para resguardarse del polvo. Al ver a Nejludov, se enderezó, arrebolada y animada, soltó la escoba, se secó las manos en la falda y se detuvo erguida delante de él.

¿Está usted haciendo limpieza? preguntó Nejludov, tendiéndole la mano.

Sí, mi ocupación de otros tiempos respondió ella con una sonrisa. Y hay una suciedad tal que parece inconcebible. Ya hemos limpiado y requetelimpiado... Luego, dirigiéndose a Simonson : Y la manta, ¿está ya seca?

Casi respondió Simonson lanzándole una mirada especial que extrañó a Nejludov.

Entonces, voy a buscarla y llevaré las pellizas a secar. Los nuestros están todos por aquí dijo ella a Nejludov señalándole la puerta más próxima y dirigiéndose por su parte hacia la más alejada.

Nejludov abrió y entró en una habitacioncita débilmente alumbrada por una lamparilla de hierro colocada sobre un camastro. Hacía frío allí y se respiraba el polvo levantado por el barrido, y el olor a humedad y a tabaco. La lámpara arrojaba una viva luz sobre lo que la rodeaba, pero las camas permanecían sumidas en la oscuridad, y sobre las paredes, las sombras bailaban indecisas.

Todo el grupo estaba reunido, excepto dos hombres encargados del aprovisionamiento, que habían ido a buscar. Estaba allí la antigua conocida de Nejludov, Vera Efremovna, más delgada y más amarilla que nunca, con sus grandes ojos pasmados, una vena saliente en el entrecejo, los cabellos cortos y vestida con una camisola gris. Permanecía sentada ante un periódico abierto, sobre el cual había tabaco desparramado, y, con movimientos convulsivos, iba llenando tubos de cigarrillos.

Estaba allí también una condenada política a la que Nejludov veía con el mayor placer: Emilia Rantseva, encargada del arreglo interior y que, en las condiciones más penosas, sabía dar a todo una intimidad femenina llena de atractivo. Se sentaba cerca de la lámpara, con las mangas arrezagadas, y con sus bellas manos morenas enjugaba y colocaba con agilidad los vasos y las tazas sobre el camastro, donde había una toalla extendida a modo de mantel. Aquella joven no era bonita, pero su rostro inteligente y dulce tenía la facultad de transformarse en una sonrisa abierta y seductora. Con esa sonrisa acogió a Nejludov.

Ya creíamos que se había vuelto a Rusia le dijo ella.

En un rincón apartado y oscuro estaba también María Pavlovna, cuidándose de una niñita de cabellos de un rubio muy claro que no dejaba de balbucear con su encantadora voz infantil.

Ha hecho usted muy bien en venir. ¿Ha visto usted ya a Katucha? preguntó a Nejludov. Mire la invitada que tenemos añadió, señalando a la niñita.

También estaba presente Anatolii Kryltsov. Enflaquecido, pálido, calzado con botas de fieltro endurecido, encorvado y tembloroso, se acurrucaba al filo de un camastro; metidas las manos en las mangas de su pelliza, miraba a Nejludov con ojos febriles.

Este tenía la intención de acercársele. Pero se apresuró primero a tenderle la mano a un hombre de cabellos rojos e hirsutos, con gafas y vestido con una chaqueta de hule. Era el famoso revolucionario Novodvorov, quien, a la derecha de la puerta, rebuscaba en un saco, sin dejar de hablar con la bonita y sonriente Grabetz. Nejludov se había apresurado a saludarlo porque, de todos los condenados políticos de aquella sección, era el único que le resultaba antipático. Novodvorov, por encima de sus gafas, le lanzó una mirada con sus azules ojos y, frunciendo las cejas, le tendió su estrecha mano.

¿Qué, sigue usted viajando agradablemente? le preguntó con tono de burla.

Sí, hay muchas cosas interesantes replicó Nejludov, fingiendo no haber notado la ironía y dirigiéndose hacia Kryltsov.

Aunque Nejludov se mostrase indiferente a aquellas palabras, en realidad la intención de Novodvorod de serle desagradable no dejaba de turbar la buena disposición en que se encontraba. Y se sintió como entristecido.

Bueno, ¿cómo va esa salud? preguntó a Kryltsov estrechándole su mano fría y temblorosa.

Vamos tirando. Pero no consigo calentarme; me he mojado respondió Kryltsov volviendo a meter vivamente la mano en la manga de su pelliza. Y aquí hace un frío de perros. Los cristales están rotos. Indicó en la ventana dos agujeros que se abrían tras la reja de hierro. ¿Cómo es que no ha venido usted antes?

No me lo permitían: severidad de los jefes. Solamente hoy he podido encontrar a un oficial amable.

Sí, sí, amable... ¡Que se cree usted eso! Pregúntele a María Pavlovna lo que ha hecho esta mañana el tal oficial.

María contó desde el principio la escena de por la mañana, a la partida del convoy.

A mi juicio, habría que dirigir una protesta colectiva dijo con voz resuelta Vera Efremovna, no sin mirar con vacilación y como con espanto, ora a uno, ora a otro de sus compañeros. Vladimir Simonson lo ha hecho, pero eso no basta.

¿Otra protesta más? dijo Kryltsov con tono de malhumor.

Por lo visto, la afectación y el nerviosismo de Vera Efremovna lo irritaban desde hacía ya algún tiempo.

¿Busca usted a Katucha? preguntó él a Nejludov. No hace más que trabajar. Ha limpiado ya esta celda de los hombres, y ahora está en la de las mujeres; pero por más que haga, no podrá barrer las pulgas que nos devoran. ¿Y María Pavlovna, qué hace tan alejada? preguntó, señalando con la cabeza el rincón donde se encontraba la muchacha.

Está peinando a su hija adoptiva respondió Rantseva.

¿No nos va a llenar a todos de piojos? preguntó Kryltsov.

No, no, lo estoy haciendo con cuidado. Ahora está muy limpita dijo María Pavlovna. Y, dirigiéndose a Rantseva. Tenla tú. Yo iré a ayudar a Katucha. Al mismo tiempo traeré la manta.

Rantseva cogió a la niña y, con ternura maternal, apretando los gordezuelos y desnudos bracitos de la pequeña, se la colocó en las rodillas y le dio un terrón de azúcar.

María Pavlovna salió a inmediatamente después entraron dos hombres trayendo las provisiones y el agua caliente.

XII

Uno de ellos era un jovencito bajo y delgado, con pelliza de piel de carnero y botas altas. Avanzaba con paso ligero y rápido, portando dos grandes teteras llenas de agua humeante y sujetando bajo el brazo un pan envuelto en una servilleta.

¡Vaya, he aquí de vuelta a nuestro príncipe! dijo colocando las teteras en medio de las tazas y entregando el pan a Rantseva. ¡Cuántas cosas buenas hemos comprado! añadió, quitándose la pelliza, que lanzó luego sobre una cama, por encima de las cabezas. Markel ha comprado leche y huevos: es un verdadero banquete, Y aquí tenemos a Rantseva, que sabe arreglarlo todo con limpieza y con estética dijo, mirando a aquella mujer con una sonrisa llena de simpatía. Vamos, ya se puede hacer el té.

Todo en aquel hombre: su aspecto exterior, sus movimientos, el timbre de su voz, su mirada, respiraba vigor y alegría.

Su compañero, también de baja estatura, huesudo, de pómulos salientes en su rostro hinchado y gris, con bonitos ojos verdosos, separados de la nariz, y labios delgados, tenía por el contrario un aire taciturno y melancólico. Vestido con un viejo abrigo enguatado, puestas las polainas por encima de las botas, traía dos jarros, dos barrilitos y una cesta. Después de haber depositado su carga delante de Rantseva, saludó con la cabeza a Nejludov sin quitarle los ojos de encima. Luego, habiéndole tendido negligentemente la mano, se puso con lentitud a retirar las provisiones de la cesta.

Estos dos presos políticos: el primero, el campesino Nabatov, y el segundo, el obrero Markel Kondratiev, eran gente del pueblo. Markel tenía ya treinta y cinco años cuando se afilió al partido «populista»; Nabatov, por su parte, lo había hecho a los dieciocho años. Gracias a sus dotes poco ordinarias, este último había podido pasar de la escuela primaria al colegio superior y dar clases para cubrir sus necesidades; había abandonado el colegio con una medalla de oro y no había proseguido sus estudios en la universidad porque desde los diecisiete años había resuelto regresar al seno del pueblo de donde había salido e instruir a sus desgraciados compañeros. Y así lo hizo. Primero escribiente en un gran pueblo, lo habían detenido pronto por haber leído ciertos libros a los campesinos y organizado entre ellos sociedades de producción y consumo. Aquella primera vez había pasado ocho meses en la cárcel; luego lo habían soltado, pero manteniéndolo bajo la vigilancia secreta de la policía.

Nada más ser puesto en libertad, partió para otro pueblo que no pertenecía a la misma provincia. Instalado allí como maestro de escuela, había continuado su obra. Volvieron a detenerlo y a meterlo en la cárcel, esta vez durante catorce meses. Aquello no había servido más que para afianzar sus convicciones.

Después de aquel segundo encarcelamiento lo deportaron al gobierno de Perm, de donde se evadió. Lo cogieron de nuevo y lo tuvieron siete meses en la cárcel, y luego lo deportaron al gobierno de Arkangel. De allí se evadió por segunda vez, y, detenido nuevamente, lo condenaron a la deportación en el territorio de Yakutsk, de forma que había pasado la mitad de su vida como preso o como deportado.

Lejos de agriarlo o de debilitar su energía, todas estas peripecias no habían hecho sino estimulársela más. Era un hombre activo, de estómago sólido, siempre en movimiento, alegre y vigoroso. Nunca lamentaba nada, apenas se preocupaba del porvenir, y usaba todas las fuerzas de su inteligencia y de su habilidad práctica para obrar en el presente. Cuando estaba en libertad, trabajaba con vistas al fin que se había propuesto: la instrucción y la unión de los obreros, principalmente los de origen campesino; privado de su libertad, no por ello dejaba de obrar de modo enérgico y práctico para conservar relaciones con el mundo exterior y organizar la vida lo mejor posible en las condiciones existentes, y no sólo para él, sino también para su grupo.

Comunista ante todo, parecía no tener necesidad de nada y con cualquier cosa le bastaba; mas, para su comunidad, para sus camaradas, exigía mucho y podía trabajar en una labor física o intelectual ininterrumpidamente, hasta el punto de olvidarse de dormir y comer. Verdadero campesino, era laborioso, precavido, hábil en el trabajo, sobrio, amable sin esfuerzo, atento no sólo a los sentimientos, sino a la opinión de los demás. Su vieja madre, una campesina analfabeta, supersticiosa, vivía aún; Nabatov acudía a ayudarla y la visitaba cuando estaba en libertad. Durante su estancia en casa de ella, entraba en todos los detalles de su vida, la secundaba en los trabajos campestres, no rompía sus relaciones con sus antiguos camaradas, jóvenes mujiks: fumaba con ellos el tutun 28  28Tabaco en hojas, de calidad inferior, utilizado por el pueblo. N. del T.


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en una «pata de perro» 29  29Especie de pipa confeccionada con papel grueso en la que fuman los mujiksy los obreros. N. del A.


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, discutía con ellos y les explicaba cuán engañados estaban y cómo debían librarse de la mentira en que se les mantenía. Cuando pensaba en lo que daría la revolución al pueblo y hablaba de ello, se imaginaba el nuevo estado de aquel pueblo del que había salido y que conservaría casi todas las antiguas condiciones de vida, añadiendo solamente la posesión de la tierra, de la que excluiría a los propietarios y funcionarios. A su juicio, la revolución no debía cambiar las formas primitivas de la vida popular (sobre este punto no estaba de acuerdo con Novodvorov y el partidario de éste, Markel Kondratiev); la revolución, según él, no debía demoler todo el edificio, sino simplemente disponer de otra manera los locales de ese viejo edificio, que él juzgaba excelente, sólido y amplio, y que amaba con ardor.

Desde el punto de vista religioso, presentaba igualmente el tipo del campesino; le tenían sin cuidado las cuestiones metafísicas: la causa inicial y la vida extraterrestre. Dios era para él, como para Laplace, una hipótesis de la que hasta ahora no había sentido necesidad. Se cuidaba poco del modo como haya comenzado el mundo: según Moisés o según Darwin, y el darwinismo, que tenía tan gran importancia a los ojos de sus camaradas, él lo consideraba una diversión intelectual, una fantasía del mismo género que la creación en seis días. La cuestión del origen del mundo no le preocupaba, precisamente porque se borraba delante de la pregunta que se planteaba sobre cómo instalarse lo mejor posible en ese mundo.

Apenas pensaba tampoco en la vida futura, pero guardaba en el fondo del alma la convicción firme y serena, legada por sus antepasados y común a todos los trabajadores, de que en el mundo animal y en el mundo vegetal nada se anula, sino que se cambia indefinidamente de una forma en otra: el abono, en grano; el grano, en gallina; el renacuajo, en rana; la oruga, en mariposa; la bellota, en roble; lo mismo el hombre, estimaba él, no desaparece y no hace más que cambiar. Creía en eso firmemente y por ello miraba siempre sin miedo, incluso con buen humor, la muerte cara a cara y soportaba los sufrimientos que conducen a ella, pero ni queriendo ni sabiendo hablar de eso. Le gustaba trabajar, se absorbía sin pausa en alguna ocupación práctica y empujaba por esta vía a sus camaradas.

Markel Kondratiev, el otro preso político del partido «populista», era de un temple diferente. A la edad de quince años, trabajando en la fábrica, había comenzado a fumar y a beber para ahogar en él una vaga conciencia de la humillación que le había sido impuesta. Experimentó por primera vez aquel sentimiento un día de Navidad en que habían llevado a los niños a la fiesta del árbol, organizada por la mujer del fabricante; como todos sus camaradas, había recibido una flauta de un copec, una manzana, una nuez dorada y un higo, en tanto que a los hijos del patrón les habían dado juguetes que le parecían regalos de un cuento de hadas y que posteriormente supo que habían costado más de cincuenta rublos.

Tenía cerca de treinta años cuando una muchacha; revolucionaria inveterada, entró como obrera en la fábrica; al notar las dotes de Kondratiev, le dio a leer libros y folletos, le explicó su situación, las causas de esta situación y los medios de mejorarla. Él vio claramente la posibilidad de liberarse, así como de liberar a los demás, del estado de opresión en que se encontraba y cuya injusticia le parecía aún más cruel y más aterradora que antes. Deseó no solamente la liberación, sino también el castigo de quienes han establecido y mantienen esta cruel injusticia. Le enseñaron que la ciencia proporciona este medio, y Kondratiev se dedicó con ardor al estudio. No comprendía claramente, es verdad, cómo el ideal socialista podría realizarse por la ciencia; pero creía que la ciencia, lo mismo que le revelaba lo injusto de su situación, podría remediar esta injusticia. Además, en su propia opinión, la instrucción lo elevaba por encima de los demás hombres. Así, pues, dejó de beber y de fumar, y, al pasar a ser encargado del almacén, por consiguiente con más tiempo libre, dedicó todos sus ocios al estudio.

La revolucionaria que lo instruía estaba impresionada por la facilidad asombrosa con que él absorbía insaciablemente todos los conocimientos. En dos años aprendió álgebra, geometría, historia, que le gustaba de modo muy especial, y leyó la mayor parte de las novelas clásicas y de los libros de crítica, sobre todo las obras socialistas.

Detuvieron a la joven, y con ella a Kondratiev, por tenencia de obras prohibidas; los metieron en la cárcel y los deportaron al gobierno de Vologda. Allí, Kondratiev entabló conocimiento con Novodvorod, leyó una gran cantidad de otros libros revolucionarios, de los cuales retuvo la mayor parte de su contenido, y se afianzó más en sus convicciones socialistas. Después de su deportación organizó una gran huelga obrera que terminó con el saqueo de la fábrica y el asesinato del director; lo detuvieron de nuevo y de nuevo lo condenaron a la pérdida de sus derechos civiles y a un nuevo período de deportación.

En materia religiosa, era tan intransigente como cuando se trataba de la organización de la sociedad actual. Habiendo comprendido la falta de sentido de la fe en la que se había criado y habiéndose liberado de ella, primero con temor, luego con alegría, se vengaba, por así decirlo, de la mentira en la que los habían mantenido a él y a sus antepasados, y no dejaba de burlarse con rencor de los popes y de los dogmas religiosos.

Ascético por costumbre, satisfecho con poca cosa, tenía, como todos los hombres ejercitados en el trabajo, bien desarrollados los músculos; podía fácilmente y durante mucho tiempo, diestramente también, entregarse a cualquier labor física, pero apreciaba sobre todo los ratos de ocio que le permitían, bien en la cárcel, bien durante los altos del convoy, perfeccionar su instrucción.

Estaba estudiando ahora el primer volumen de El capital, de Karl Marx, y conservaba ese libro tan celosamente como si fuera una reliquia. Para con todos sus camaradas mantenía una actitud reservada, incluso indiferente, excepto con Novodvorod, del cual era muy devoto y del que aceptaba, no importa sobre qué cuestión, su juicio como algo infalible a insustituible.

En cuanto a las mujeres, las consideraba como un obstáculo a cualquier obra útil y no sentía por ellas más que desprecio. Sin embargo, sentía lástima de Maslova y se mostraba afectuoso con ella, porque veía en aquella mujer un ejemplo de la explotación de la clase inferior por la clase superior. Por este mismo motivo no apreciaba a Nejludov, le hablaba poco y no le estrechaba la mano, limitándose a dejarse estrechar la suya cuando Nejludov lo saludaba.

XIII

La leña se había consumido y había calentado la estufa; el té estaba hecho, servido en los vasos y en las tazas, y luego, blanqueado con leche; después salieron los panecillos, el pan fresco de trigo, los huevos duros, la mantequilla y cabeza y patas de ternera. Todos se acercaron a la cama que hacía veces de mesa y se pusieron a beber, a comer y a charlar. Rantseva se había sentado en una caja y servía el té. Alrededor de ella se agruparon todos los demás, a excepción de Kryltsov, quien se había quitado su pelliza mojada para envolverse en una manta seca traída por María Pavlovna y que, acostado, charlaba con Nejludov.

Después de la humedad y el frio sufridos durante la marcha; después del fango y del desorden que habían encontrado allí; después de haber comido y bebido té caliente, todo el mundo experimentaba una feliz predisposición a la alegría y una agradable sensación de bienestar. Los pasos, los gritos y los juramentos de los presos comunes que se oían detrás del muro y que les recordaban a cada instante lo que ocurría alrededor de ellos, hacían resaltar aún más la sensación de su intimidad. Como sobre un islote en alta mar, aquellas personas se sentían, por un instante, al abrigo de las olas de humillaciones y de sufrimientos que hervían en torno de ellos, y, por consiguiente, se encontraban en un estado de animación, de elevación de espíritu. Hablaban de todo, excepto de su situación y de lo que les aguardaba. Además, como ocurre siempre entre hombres y mujeres jóvenes, en particular cuando están reunidos a la fuerza, entre ellos se habían formado simpatías y antipatías.

Casi todos estaban enamorados: Novodvorod lo estaba de la bonita y sonriente Grabetz, joven estudiante que no profundizaba en nada, ni en política ni en ninguna otra cosa. Había seguido la corriente de la época, se había comprometido no se sabe en qué asunto y la habían condenado a la deportación. Lo mismo que en libertad, el principal interés de su vida estribaba en agradar a los hombres: ese interés lo había tenido tanto durante los interrogatorios como en la cárcel y durante el trayecto. En aquel momento experimentaba un consuelo por la inclinación de Novodvorov hacia ella, y ella misma se había enamoriscado de él. Vera Efremovna, muy inflamable, pero desgraciadamente poco apta para inspirar amor, no perdía sin embargo las esperanzas: ora se prendaba de Nabatov, ora de Novodvorod. Kryltsov sentía igualmente una secreta inclinación por María Pavlovna: la amaba como los hombres aman a las mujeres, pero, sabiendo las ideas de la joven sobre el amor, le ocultaba sus sentimientos bajo la apariencia de amistad y gratitud por los cuidados especialmente tiernos que recibía de ella.

Nabatov y Rantseva tenían relaciones amorosas muy complicadas. Lo mismo que María Pavlovna era una joven absolutamente casta, Rantseva igualmente era una mujer casada absolutamente casta. A los dieciséis años, estando aún en el liceo, había amado a Rantsev, estudiante de la universidad de San Petersburgo; a los diecinueve años se había casado con él antes de que él hubiese terminado sus estudios. Estando en cuarto curso, su marido se había mezclado en una revuelta de la universidad; le fue prohibida la estancia en San Petersburgo y se hizo revolucionario. Para acompañarlo, ella tuvo entonces que abandonar los estudios de medicina que estaba cursando, y, a ejemplo de su marido, se hizo revolucionaria. Si su marido no hubiese sido para ella el mejor y el más inteligente de todos los hombres, no se habría enamorado de él y no se habría casado con él. Pero como lo amó y se casó con él, había considerado con toda naturalidad que el objeto de su vida tenía que ser el mismo que el objeto del mejor y más inteligente de los hombres. Ahora bien, viendo su marido en el estudio el objetivo de la vida, también ella lo vio así. Habiéndose hecho él revolucionario, ella tenía que hacer igual. Podía luego, de una manera perfecta, demostrar que las condiciones de la sociedad actual son detestables, que el deber de todos los hombres es luchar para tratar de modificarlas y establecer el régimen político y económico gracias al cual el ser pensante podría seguir un camino libre..., etcétera, etcétera. Y le parecía que pensaba y sentía realmente lo que decía; en realidad, pensaba solamente que las ideas de su marido eran la verdad misma, y ella no buscaba más que una cosa: una completa comunión de almas entre ella y su marido, que era lo único que le daba una satisfacción moral.

Le había resultado penoso separarse de él y de su hijo, confiado a la custodia de la abuela. Pero sufría esta prueba con calma y firmeza, sabiendo que lo hacía por su marido y por una causa indudablemente justa, puesto que era la causa a la que él servía. Siempre estuvo con él con el pensamiento, y, no habiendo amado nunca antes a nadie, no podía ahora amar a otra persona que no fuese él. Sin embargo, el amor puro y abnegado de Nabatov la impresionaba y la conmovía. Él, hombre de moralidad y de firmeza, amigo de su marido, se esforzaba en tratarla como a una hermana; pero en sus relaciones comunes se deslizaba algo más, y ese «más» los espantaba a los dos, al mismo tiempo que llenaba de sol las tristezas de su vida en aquellas circunstancias.

Así, en aquel grupo, los únicos libres de todo amorío eran María Pavlovna y Kondratiev.


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