Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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XV
Aquella misa nocturna debía marcar uno de los recuerdos más duraderos y radiantes en la vida de Nejludov.
Cuando, después de una larga carrera a través de las tinieblas, alumbradas solamente, a trechos, por el reflejo blanco de la nieve, penetró por fin, cabalgando el potro, que movía las orejas al ver las lamparitas encendidas alrededor de la iglesia, en el patio de ésta, el servicio había comenzado ya.
Al reconocer en el jinete al sobrino de María Ivanovna, los campesinos lo condujeron a un sitio seco, donde pudo apearse, le recogieron el caballo y le abrieron las puertas de la iglesia, ya llena de gente.
A la derecha estaban los mujiks. Los viejos, con caftanes confeccionados en casa, los pies rodeados de tiras de tela blanca y calzados con alpargatas hechas de corteza de tilo nuevo. Los jóvenes, con caftanes de paño nuevo, ceñidos los riñones con una faja clara, y en los pies grandes botas. A la izquierda estaban las mujeres, tocadas con pañolones de seda vestidas con justillos de terciopelo de mangas rojo vivo faldas azules verdes, rojas, y calzadas con zapatos herrados: Las de más edad, modestas, con sus pañolones blancos y sus caftanes grises, se habían colocado en el fondo. Entre ellas y las mujeres mejor vestidas se alineaban los niños, muy arregladitos, con los cabellos untados de aceite. Los mujiksse santiguaban haciendo grandes ademanes y ceremoniosos saludos, echando hacia atrás su cabellera cuando se incorporaban; las mujeres, sobre todo las viejas, miraban obstinadamente el icono rodeado de cirios, apoyaban vigorosamente sus dedos cruzados por turnos sobre la frente, los hombros y el vientre, mascullando oraciones, se inclinaban y se ponían de rodillas. Imitando a las personas mayores, los niños rezaban con fervor, sobre todo cuando las miradas se posaban en ellos. El iconostasio o biombo de oro lanzaba un raudal de luz en medio de los cirios envueltos en oro. De la misma manera el gran candelabro estaba todo guarnecido de velas. Cantores de buena voluntad formaban dos coros en que el mugido de los bajos se acompasaba con el soprano agudo de las voces infantiles.
Nejludov avanzó hasta la primera fija. La aristocracia ocupaba el centro, representada por un propietario rural del país, con su mujer y su hijo, este último vestido de marinero; luego el comisario de policía rural, el telegrafista, un comerciante calzado con botas altas y el alcalde del pueblo con su medalla al cuello; ya la derecha de la tribuna-púlpito, detrás de la mujer del propietario, Matrena Pavlovna, con un vestido de colores cambiantes, cubiertos los hombros con un chal ribeteado por una banda blanca. Cerca de ella, Katucha, con vestido blanco plisado, ceñido el talle por un cinturón azul, y con un lazo rojo en sus negros cabellos.
Todo tenía aire de fiesta; todo era solemne, alegre y encantador: los sacerdotes, con su casulla de plata, cortada por una cruz de oro; el diácono y el sacristán, con sus estolas bordadas de oro y de plata; los cantos de alegría de los sochantres aficionados, de relucientes cabellos; las bendiciones repetidas del sacerdote, que elevaba el cirio por encima de los fieles; la manera como todo el mundo salmodiaba muchas veces: «¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo ha resucitado!» Todo eso era bello, pero más bella aún era Katucha, con su vestido blanco, su cinturón azul, su lazo rojo en sus negros cabellos y sus ojos encendidos de alegría.
Nejludov comprendió que ella lo veía sin volverse. Vio eso al pasar muy cerca de ella para ir hacia el altar. No teniendo por qué hablarle, se las compuso sin embargo para decirle:
–Mi tía la avisa que se comerá después de la misa final. Como siempre, en cuanto Katucha divisó a Nejludov, su joven sangre le afluyó al rostro y sus negros ojos se detuvieron en él risueños, dichosos, en una mirada ingenua de arriba abajo.
–Sí, ya lo sé– respondió ella.
En aquel momento, el sacristán, que atravesaba por entre la muchedumbre con un jarrón de cobre, pasó cerca de la muchacha y, sin verla, la rozó con su estola. Por deferencia había querido borrarse ante Nejludov y así había rozado a Katucha. Pero Nejludov se quedó estupefacto al ver que el sacristán no comprendía que todo lo que existía en la iglesia, en el mundo, no existía más que para Katucha y que ella sola, centro del universo entero, no debía pasar inadvertida. Para ella brillaba el oro del iconostasio, ardían los cirios del candelabro; para ella subían todos aquellos cantos de alegría: «¡La Pascua del Señor! ¡Humanos, alegraos!». Y todo lo que era hermoso y bueno en la tierra era para Katucha, y Katucha debía comprenderlo así, porque Nejludov lo sentía al ver las formas esbeltas de la joven, moldeadas en su vestido blanco plisado, y su rostro lleno de alegría recogida, diciéndole que todo lo que cantaba en él debía también cantar en ella.
En el intervalo entre la misa nocturna y la misa de la aurora, Nejludov salió de la iglesia. Delante de él, la muchedumbre se apartaba y lo saludaba. Algunos lo reconocían; otros preguntaban: «¿Quién es?» Se detuvo en el atrio. Los mendigos lo rodearon; les distribuyó todo el dinero menudo que llevaba en el portamonedas y bajó la escalera del patio.
Ya el alba empezaba a despuntar, pero el sol no aparecía aún. Los fieles iban a sentarse entre las tumbas que rodeaban la Iglesia. Katucha se había quedado en el interior, y Nejludov se detuvo para aguardarla.
Haciendo resonar los clavos de las botas sobre las losas, la multitud continuaba saliendo y se diseminaba por el patio y por el cementerio de la iglesia.
Un viejo de cabeza bamboleante, antiguo pastelero de María Ivanovna detuvo a Nejludov y lo besó tres veces; luego su mujer, una viejecita toda arrugada, cubierta la cabeza con un pañuelo de seda, le tendió un huevo teñido de amarillo azafrán. Detrás de ellos, un joven y vigoroso mujik, vestido con un caftán nuevo con un cinturón verde, se acercó sonriendo.
–¡Cristo ha resucitado! -dijo con una mirada risueña y bondadosa; y pasando los brazos por el cuello de Nejludov, cosquilleándole el rostro con su corta barba rizada, mientras lo impregnaba con su olor especial y sano de mujik, lo besó tres veces en plena boca con sus labios fuertes y frescos.
Mientras Nejludov se besaba con el mujiky recibía de él un huevo teñido de color de ladrillo, vio salir de la iglesia el vestido tornasolado de Matrena Pavlovna y la querida cabecita negra de lazo rojo.
Inmediatamente Katucha lo divisó, a pesar de la muchedumbre que los separaba; y él vio cómo se le aclaraba el rostro.
En el atrio, la joven se detuvo para dar unos céntimos a los mendigos. Uno de ellos, que se le acercó, tenía una gran llaga roja en lugar de nariz. Ella cogió algo de su vestido, luego avanzó hacia él y lo besó tres veces, sin repulsión, con el mismo centelleo en los ojos. Al mismo tiempo sus ojos se encontraron con los de Nejludov; y era como si le hubiesen preguntado: «¿Está bien lo que estoy haciendo?»
«¡Desde luego, mi bienamada, todo está bien, todo es hermoso, te amo!»
Las dos mujeres bajaron los escalones, y Nejludov avanzó hacia ellas. Su intención no era desearles la Pascua, pero no podía impedir acercarse a Katucha.
–¡Cristo ha resucitado! -dijo Matrena Pavlovna con una señal de cabeza, una sonrisa y una voz que demostraban la igualdad de todos aquel día; luego se secó la boca con el pañuelo y se la ofreció a Nejludov.
–¡Verdaderamente resucitado! -respondió él, y la besó.
Lanzó una mirada a Katucha, que enrojeció y vino a colocarse muy cerca de él.
–¡Cristo ha resucitado, Dmitri Ivanovitch!
–¡Verdaderamente resucitado! – dijo él. Se besaron dos veces y se detuvieron, preguntándose si debían continuar; e inmediatamente, habiendo decidido que sí debían, se besaron una tercera vez, y los dos sonrieron.
–¿No van ustedes a casa del sacerdote? -preguntó Nejludov.
–No, esperaremos aquí, Dmitri Ivanovitch -dijo ella, haciendo un esfuerzo para hablar.
El pecho se le levantaba febrilmente; ella no dejaba de mirarlo a los ojos con sus ojos sumisos, vírgenes y amantes.
En el amor entre hombre y mujer sobreviene siempre el minuto en que este amor alcanza su apogeo y no tiene ya nada de premeditado ni de sensual. Nejludov había conocido ese minuto en aquella noche de la resurrección de Cristo. Ahora, sentado en la sala del jurado, si trataba de rememorar todas las circunstancias en que había visto a Katucha, se alzaba aquel minuto único borrando todo el resto: la negra cabecita cuidadosamente peinada, con su lazo rojo, su vestido blanco plisado, moldeando su talle virgen y esbelto y su pecho naciente, y aquel rubor, y aquellos ojos negros radiantes y tiernos, y, en todo su ser, los dos rasgos principales: la pureza de su amor virginal, no solamente hacia él, él lo sabía, sino hacia todos y hacia todo; no solamente hacia lo que había de bueno en el mundo, sino también hacia aquel mendigo al que había besado.
Ese amor, él lo sentía aquella noche en ella como en él mismo; y sentía que ese amor los fundía a los dos en un ser único.
«¡Ah, si hubiese podido perdurar en el sentimiento experimentado aquella noche! Sí -cavilaba, sentado ante una ventana en la sala del jurado-, todo lo que ocurrió de terrible entre nosotros no llegó sino después de aquella noche aniversario de la resurrección de Cristo.»
XVI
Al regreso de la iglesia, Nejludov comió con sus tías. Para reaccionar contra la fatiga, siguiendo una costumbre contraída en el regimiento, bebió varios vasos de aguardiente y de vino. Luego se retiró a su habitación, se tendió en la cama sin desnudarse y se quedó dormido inmediatamente. Lo despertó un golpe dado a la puerta, y la manera de golpear le indicó que era ella. Saltó de la cama frotándose los ojos.
–Katucha, ¿eres tú? ¡Entra! -dijo él.
Ella entreabrió la puerta.
–Lo llaman para comer —dijo
Llevaba su mismo vestido blanco, pero no el lazo en los cabellos.
Ella lo miraba a los ojos, el rostro radiante, como si le hubiesen anunciado alguna cosa extraordinariamente feliz.
–Ahora mismo voy– respondió, cogiendo un peine para ponerse en orden los cabellos.
Ella permaneció todavía unos minutos sin decir nada. Él, dándose cuenta, tiró el peine y se lanzó bruscamente hacia ella. Pero, en el mismo instante, ella se volvió con un movimiento ligero y se deslizó, con paso rápido, por la alfombra del corredor.
«¿Cómo he podido ser tan imbécil como para no retenerla?», pensó Nejludov.
Y corrió detrás de ella por el pasillo.
Él mismo no sabía lo que quería de la muchacha. Pero tenía la impresión de no haber hecho, cuando ella había entrado en su cuarto, lo que habría hecho todo el mundo.
–¡Katucha, espérate! -le dijo.
Ella se volvió y preguntó, deteniéndose:
–¿Qué pasa?
–No pasa nada; únicamente...
Y, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, recordando cómo obraban todos en casos parecidos, le pasó el brazo alrededor del talle.
Ella le miró fijamente a los ojos.
–No está bien, Dmitri Ivanovitch, no está bien —dijo, poniéndose toda roja ya punto de llorar.
Luego, con su nerviosa manecita, apartó el brazo que la había enlazado..
Nejludov la soltó. Tuvo de pronto una sensación de malestar y de vergüenza, más aún, de repugnancia contra sí mismo. En aquel instante decisivo habría debido creer en él mismo; pero no comprendió que esa vergüenza y esa repugnancia eran el mejor sentimiento de su alma; por el contrario, se imaginó que sólo su estupidez hablaba en él y que su deber era hacer como hace todo el mundo.
Persiguió de nuevo a Katucha, la volvió a agarrar por el talle y le deslizó un beso en el cuello. Pero ese beso no se parecía en nada a los dados en dos ocasiones anteriores: el primero, inconsciente, tras el bosquecillo de lilas; luego, los de aquella mañana, en la iglesia. En este momento su beso tenía algo de terrible, y ella lo comprendió.
–Pero, ¿qué hace usted? -exclamó ella con espanto, como si hubiese destruido para siempre algo infinitamente precioso; y huyó a todo correr.
Nejludov llegó al comedor. Encontró allí, ya sentados a la mesa, a sus tías vestidas con sus mejores galas, al médico y a una vecina. Todo transcurría como de ordinario, pero en el alma de Nejludov rugía la tempestad. No comprendía nada de lo que se le decía, respondía equivocadamente y no pensaba más que en el beso robado a Katucha, no pudiendo pensar en ninguna otra cosa. Cuando ella entró en el comedor, él no levantó los ojos hacia ella, pero todo su ser sentía, aspiraba su presencia, y tenía que hacer un esfuerzo para no mirarla.
Después de la comida volvió a su habitación. Muy conmovido, caminó largo rato de arriba abajo, el oído al acecho de los rumores de la casa, esperando el paso de Katucha. No solamente el animal que estaba en él había levantado la cabeza, sino que había pisoteado al ser espiritual que había existido en Nejludov cuando su primera estancia y todavía aquella mañana en la iglesia , y esta temible bestia humana reinaba ahora en su alma. Pero, aunque no cesase de espiar a Katucha, no pudo, ni una sola vez durante el día, encontrarse a solas con ella. No cabía duda de que ella lo esquivaba. Pero, hacia el anochecer, se vio obligada a entrar en una habitación contigua a la que él ocupaba. Habiendo consentido el médico en quedarse hasta el día siguiente, la joven había recibido la orden de prepararle una habitación donde pasar la noche. Al ruido de sus pasos, Nejludov, caminando quedamente y reteniendo el aliento, como si fuera a cometer un crimen, se deslizó en la habitación donde ella estaba.
Ella tenía las manos metidas en una funda a fin de introducir allí la almohada. Se volvió hacia Nejludov y sonrió, pero no con aquella sonrisa gozosa y confiada de otros tiempos, sino con una sonrisa temerosa, angustiada. Parecía decirle a Nejludov que lo que hacía estaba mal, y éste se detuvo un instante. En aquel momento la lucha aún era posible. Muy débilmente, él oía la voz de su verdadero amor, que le hablaba de ellade sus sentimientos para con ella, de la vida de ella. Pero otra voz le decía: «¡Ten cuidado, vas a dejar escapar tufelicidad, tuplacer!». Y la última voz ahogó a la primera. Con paso resuelto, avanzó hacia la joven, obedeciendo a un sentimiento bestial, irresistible.
Teniéndola ceñida en un sólido abrazo, sintió que era necesario hacer algo más; y la sentó en la cama y él se sentó junto a ella.
–¡Dmitri Ivanovitch, querido, por favor, déjeme! -murmuró ella con voz suplicante -¡Ahí viene Matrena Pavlovna! -exclamó desprendiéndose bruscamente.
En efecto, alguien venía.
–¡Escucha! -le susurró Nejludov -. Iré a reunirme contigo por la noche. Estarás sola, ¿verdad?
–¿Qué dice usted? ¡Nunca en la vida! ¡No está bien! -decían sus labios; pero toda su persona, conmovida, turbada, decía otra cosa.
Era, desde luego, Matrena Pavlovna. Entró en la habitación trayendo cobertores. Lanzó a Nejludov una mirada de reproche y regaño a Katucha por haberse olvidado de recoger la colcha que hacía falta.
Silenciosamente, Nejludov salió, sin ni siquiera sentir vergüenza. En la mirada de Matrena Pavlovna había leído una censura, y ella tenía, bien lo sabía él, derecho a censurarle, porque lo que él hacía estaba mal; pero es que ya el instinto bestial, suplantando su antiguo amor por Katucha, lo dominaba, reinaba único en él. Se sentía obligado a satisfacer ese instinto y no pensaba más que en los medios de conseguirlo.
No pudo estarse quieto en un sitio durante la velada, y unas veces entraba en la sala de sus tías y otras iba a su habitación o salía a la escalinata. Su solo pensamiento era volver a ver a Katucha; pero ésta lo esquivaba, vigilada además por Matrena Pavlovna.
XVII
Transcurrida así la velada, vino la noche. El médico fue a acostarse y las tías se retiraron a sus habitaciones. Nejludov sabía que en aquellos momentos Matrena Pavlovna ayudaba a desnudarse a las viejas señoritas. Katucha debía de estar sola en la cocina. De nuevo Nejludov salió a la escalinata. La noche era sombría, húmeda, pegajosa; una neblina blanca, producida en primavera por la fusión de la nieve, llenaba el aire. Del río, a cien pasos de la casa, llegaban ruidos extraños: era el hielo que se rompía.
Nejludov bajó la escalinata, franqueó los charcos de agua para poner los pies en nieve dura y avanzó hasta la ventana de la cocina. El corazón le latía con tanta fuerza en el pecho, que llegaba a oír los latidos; ora se le paraba la respiración, ora le salía jadeante en un soplo penoso. Una lamparilla alumbraba la cocina. Katucha estaba allí sola, sentada cerca de la mesa, los ojos fijos en el vacío, la expresión pensativa. Y, durante largo rato, Nejludov se quedó observándola, con la curiosidad de saber qué haría ella a continuación. La muchacha conservó la misma postura durante algunos minutos, alzó los ojos, sonrió, hizo una señal de cabeza como si se hubiese dirigido un reproche a sí misma; luego, con ademán convulso, posó las manos sobre la mesa y volvió de nuevo a mirar el vacío.
Él seguía allí mirándola, escuchando a pesar suyo los latidos de su propio corazón y los ruidos extraños que llegaban del río. Allá lejos, en medio de la bruma, se proseguía un trabajo incesante y lento; algo parecía roncar, partirse, hundirse, y delgados témpanos resonaban como cristal.
Nejludov, inmóvil, seguía en el fatigado y pensativo rostro de Katucha las fases de un trabajo interior igualmente penoso; y tenía lástima de ella, pero era una lástima singular que le aumentaba su deseo de poseerla.
A partir de aquel instante, el deseo lo invadió por entero. Llamó a la ventana. Como movida por un choque eléctrico, todo su cuerpo se estremeció y su rostro adquirió una expresión de terror. Luego se levantó sobresaltada, corrió a la ventana y pegó la cara al cristal. La expresión de susto se mantuvo cuando, con las dos manos colocadas por encima de los ojos para ver mejor, reconoció a Nejludov. Éste nunca le había visto un semblante tan serio. Ella sonrió después que él le hubo sonreído, pero por sumisión a él, pues Nejludov notó claramente que en el alma de la muchacha persistía el espanto en lugar de la sonrisa. Con la mano le hizo señas para que viniese a reunirse con él en el patio. Ella sacudió la cabeza: ¡no, no saldría!, y se quedó cerca de la ventana. Él volvió a pegar la cara al cristal, dispuesto a gritarle que saliera; pero ella se volvió en el mismo instante hacia la puerta. Sin duda, alguien la había llamado. Él se alejó de la ventana. La neblina era tan intensa, que a cinco pasos de la casa no se distinguían ya las ventanas, sino solamente una gran masa sombría, agujereada por el resplandor rojo de una lámpara. En el río, siempre el mismo ronquido, el mismo frotamiento el mismo, crujir, el mismo tintineo de los témpanos. De pronto, a través de la niebla, cantó un gallo, y otros respondieron en el corral; otros, más lejos, en el campo, lanzaron sus llamamientos alternados, que pronto fueron fundiéndose en un único gran ruido. Era ya el canto de los gallos anunciando el alba. El silencio planeaba por los alrededores de donde sólo subía el tumulto del río.
Habiendo dado algunos pasos de arriba abajo delante de la casa y habiéndose mojado varias veces los pies en los charcos de agua, Nejludov se acercó de nuevo a las ventanas de la cocina. A la luz de la lámpara volvió a ver a Katucha, sentada cerca de la mesa, en una actitud indecisa. Pero apenas se hubo acercado a la ventana, ella levantó los ojos hacia él. Él llamó. Inmediatamente, sin ni siquiera mirar quién llamaba, salió de la cocina; él oyó el rechinar de la puerta al abrirse y luego, al cerrarse. Corrió a esperarla delante de la escalinata y, sin decir palabra, la enlazó entre sus brazos. Apretada contra él, ella alzó la cabeza y ofreció sus labios al beso , y se mantuvieron de pie, en la esquina de la casa, en un sitio seco , y cada vez mas crecía en Nejludov el deseo de poseerla. Pero la puerta rechinó de nuevo, y, en la noche, la voz irritada de Matrena Pavlovna gritó:
–¡Katucha!-
Ésta se arrancó de los brazos de Nejludov y se lanzó hacia la cocina. Él oyó echar el cerrojo; luego, en el silencio que se hizo de nuevo, el resplandor rojo de la lámpara desapareció. No quedó nada más que la bruma y el estruendo del río.
Nejludov se acercó a la ventana y no pudo ver nada. Llamó y no recibió respuesta. Volvió a entrar en la casa por la escalinata grande y se dirigió a su habitación, pero no se acostó. Un rato más tarde, se quitó las botas y avanzó por el pasillo hasta la habitación donde se acostaba Katucha. Al pasar ante la de Matrena Pavlovna, oyó que ésta roncaba apaciblemente. Siguió andando, pero de pronto Matrena Pavlovna tosió y se removió en su lecho. Nejludov quedó inmóvil durante cinco minutos. Luego todo se calló y él oyó de nuevo el ronquido de la anciana.
Prosiguió su camino, evitando con cuidado hacer crujir el suelo. Por fin se encontró ante la puerta de Katucha. Ni un soplo en el interior; con toda seguridad, ella no dormía, porque él habría oído el murmullo de su respiración. Pero, apenas susurró: «¡Katucha!», ésta se lanzó hacia la puerta y, con un tono que parecía de enfado, lo intimó a que se marchase.
–Pero, ¿qué hace usted ahí? ¿Es posible? ¡Van a despertarse sus tías! -decían sus labios. Pero todo su ser decía: «¡Soy toda tuya!» Y esofue lo único que oyó Nejludov.
–Te lo ruego, ábreme solamente un momento, te lo suplico– Hablaba sin pensar en lo que decía.
Se hizo un silencio; luego Nejludov oyó palpar una mano que en las tinieblas buscaba el cerrojillo de la puerta. Ésta se abrió y Nejludov penetró en la habitación. Agarró a Katucha, vestida solamente con un camisón de tela gruesa, con los brazos desnudos, la alzó en vilo y se la llevó.
–¡Oh!, ¿qué hace usted? -murmuraba ella.
Pero, sin escuchar sus palabras, se la llevaba a su habitación. -¡Oh, no está bien! ¡Déjeme! -decía ella; y, sin embargo, se apretaba contra él.
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Cuando la hubo abandonado, toda temblorosa y callada, él salió a la escalinata y se quedó allí de pie, buscando el sentido de lo que acababa de ocurrir.
Fuera había más claridad. Abajo, el crujido, el derrumbamiento, el tintineo de los témpanos aumentaban cada vez más ya aquellos ruidos se añadía además el murmullo del agua. Detrás de la cortina de bruma que empezaba a desvanecerse trasparecía vagamente la media luna, alumbrando en semitinieblas algo sombrío y trágico.
«¿Qué es todo esto? ¿Me ha sucedido una gran dicha o una gran desgracia? -se preguntaba Nejludov -.¡Bah, todo el mundo se comporta así», concluyó; y fue a acostarse.