Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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XVI
Pensando en aquella sonrisa que acababa de cambiar con Mariette, Nejludov meneó la cabeza desaprobándose a sí mismo: «No tendrás tiempo de darte cuenta y de nuevo quedarás atrapado en el engranaje de esta vida», se decía. Y sintió en él aquel desacuerdo interior y las dudas provocadas por la necesidad de recurrir a los buenos oficios de gente a la que no estimaba en absoluto.
Después de reflexionar sobre la cuestión de saber adónde iría primero, Nejludov se dirigió al Senado. Lo guiaron a la cancillería, donde, en un magnífico local, distinguió a un gran número de funcionarios bien vestidos y muy corteses. Allí se enteró de que el recurso de Maslova había sido enviado, a fin de que lo examinase, a aquel mismo senador Wolff para quien su tío le había dado una carta.
Esta semana habrá sesión del Senado le dijeron ; pero es dudoso que el asunto de Maslova pueda ser discutido en esta sesión. Sin embargo, usted siempre puede pedir que lo pasen al miércoles siguiente.
En la cancillería del Senado, mientras Nejludov aguardaba diversos informes, oyó hablar de nuevo del desgraciado duelo en que el joven Kamensky había hallado la muerte. Y allí se enteró por primera vez de los detalles completos de aquella historia que apasionaba a todo Petersburgo. Su principio tuvo lugar en un restaurante, en una mesa de oficiales que comían ostras y bebían copiosamente, según su costumbre. Uno de ellos hizo alusiones ofensivas sobre el regimiento en que servía Kamensky, y éste lo trató de mentiroso; el oficial injuriado replicó con una bofetada, y el duelo se celebró al día siguiente. Kamensky había recibido un balazo en el vientre, a consecuencia del cual murió dos horas después. El matador y los testigos habían sido detenidos; pero, aunque estuviesen arrestados, se aseguraba que los pondrían en libertad antes de transcurridos quince días.
Desde el Senado, Nejludov se dirigió a la comisión de peticiones de gracia, con la esperanza de encontrar allí a un alto funcionario, el barón Vorobiev, quien ocupaba un lujoso apartamento en un edificio del Estado. Pero el portero y el lacayo le hicieron saber, con tono severo, que el barón no estaba visible más que los días de recepción; aquel día estaba con el emperador y debía regresar allí al día siguiente para presentar su informe. Nejludov dejó la carta que le estaba destinada al barón y se dirigió a casa del senador Wolff.
El senador acababa de comer. Como de costumbre, estimulaba su digestión fumando un cigarro y caminando de arriba abajo por el despacho; y durante este ejercicio recibió a Nejludov.
Vladimir Vassilievitch Wolff era sin disputa un hombre très comme il faut; para él, esta cualidad tenía la primacía sobre las demás y desde su altura miraba a sus semejantes; por lo demás, le era imposible no apreciar esta cualidad, porque gracias a ella había realizado una brillante carrera, la misma que había deseado realizar; mediante ella había adquirido, por un rico casamiento, dieciocho mil rublos de renta y, por su propio esfuerzo, un escaño de senador. Sin embargo, no contento con ser un hombre très comme il faut, se jactaba igualmente de ser un tipo de honor caballeresco. Y por este honor entendía la negativa a aceptar clandestinamente vasos de vino de particulares, en tanto que no encontraba nada deshonroso solicitar toda clase de dietas por viajes y explotar las propiedades del Estado, realizando servilmente, en reconocimiento, todo lo que le pedía el gobierno.
Arruinar, deportar o encarcelar a centenares de inocentes, sólo porque aman al pueblo y siguen permaneciendo fieles a la religión de sus padres, y todas las exacciones que había cometido cuando era gobernador de una provincia de Polonia, eran cosas que no solamente él no consideraba nefandas, sino en las que veía, por el contrario, una proeza de valentía y de patriotismo. Tampoco consideraba indigno haberse apropiado de toda la fortuna de su mujer, que estaba enamorada de él, y de la de su cuñada. Por el contrario, aquello constituía para él la organización racional de su vida de familia.
La familia de Vladimir Vassilievitch se componía de su dócil mujer, de su cuñada, cuya propiedad había vendido para poner el dinero en el banco a su propio nombre, y de su hija, poco bonita, tímida y que no tenía otras distracciones en su existencia aislada y triste que las de asistir a las reuniones evangélicas en casa de Aline y en la de la condesa Catalina Ivanovna.
El hijo del senador era un buen muchacho que, a los quince años, barbudo ya como un hombre, había empezado a beber y a llevar una vida de desenfreno. A los veinte años, su padre lo había expulsado de casa, porque lo comprometía al no terminar sus estudios, frecuentar malas compañías y contraer deudas. Una vez había pagado por él doscientos treinta rublos; otra vez, seiscientos, pero advirtiéndole que sería la última y que, si no se corregía, lo echaría y terminaría con él toda clase de relaciones. Pero, lejos de enmendarse, contrajo una nueva deuda de mil rublos y se permitió decir a su padre que bastante sufría ya con vivir en aquella casa. Vladimir Vassilievitch le había declarado entonces que ya no podía considerarlo como padre suyo. Desde aquella fecha vivía como si no tuviese hijo, y en su casa nadie se atrevía a hablarle de él. No por eso dejaba de estar menos convencido de que sabía organizar de una manera perfecta su vida de familia.
Wolff acogió a Nejludov con esa sonrisa amable, ligeramente burlona, que le servía para expresar sus sentimientos de hombre comme il faut, frente al común de los mortales. Deteniéndose en su paseo en medio del despacho, saludó a Nejludov y luego leyó la carta.
Siéntese, se lo ruego. Le pido permiso para continuar caminando dijo, metiéndose las manos en los bolsillos de la chaqueta, y se puso a recorrer en diagonal, con ligeros y cortos pasos, su gran despacho de severo estilo. Encantado de conocerlo, y, naturalmente, de poder ser agradable al conde Iván Mijailovitch continuó después de haber exhalado una columna de humo azul y perfumado y de haberse quitado con precaución el cigarro de la boca para impedir que la ceniza se desprendiera.
Querría solamente rogarle que el asunto quedase resuelto lo antes posible dijo Nejludov, a fin de que, si la acusada tiene que ir a Siberia, su partida se realice sin tardanza.
Sí, sí, con los primeros paquebotes de Nijni; sí, ya sé dijo Wolff con su sonrisa protectora de hombre que sabe de antemano lo que van a decirle. ¿Y cómo se llama ella?
Maslova.
Wolff se acercó a su mesa y abrió un legajo atiborrado de papeles.
Eso es, Maslova. Desde luego; hablaré del asunto a mis colegas. La cuestión será discutida el miércoles.
¿Puedo telegrafiárselo a mi abogado?
¡Ah, tiene usted un abogado! ¿Para qué? Pero, en fin, si usted quiere...
Temo que los motivos de casación no sean suficientes dijo Nejludov ; pero el solo proceso verbal de los debates proporciona la prueba de que la condena se basa en un error.
Sí, sí, es posible; pero el Senado no tiene nada que ver con el fondo del asunto replicó Wolff con severidad y vigilando la ceniza de su cigarro. El Senado debe limitarse a controlar la interpretación y la aplicación de la ley.
Pero aquí, el caso me parece tan excepcional...
¡Ya sé, ya sé! Todos los casos son excepcionales. En fin, se hará lo necesario. Quedamos de acuerdo.
La ceniza seguía manteniéndose, pero presentaba ya una fisura que la ponía en peligro.
Y usted no viene con frecuencia a Petersburgo, ¿verdad? preguntó Wolff, sujetando el cigarro de modo que la ceniza no cayese; pero como de todos modos se balanceaba, fue a depositarla con precaución en el cenicero. ¡Qué terrible accidente el sucedido a ese Kamensky! ¡Un joven excelente, hijo único! Sobre todo, la madre es digna de compasión añadió, repitiendo casi al pie de la letra lo que decía todo Petersburgo.
Habló luego de la condesa Catalina, de su manía por la doctrina religiosa de moda, que Vladimir Vassilievitch ni aprobaba ni desaprobaba, pero que él, homme comme il faut, juzgaba superflua. Y finalmente tiró de la campanilla.
Nejludov se puso en pie para despedirse.
Venga, pues, si le conviene, a comer uno de estos días conmigo dijo Wolff, tendiendo la mano a Nejludov. El miércoles, por ejemplo; le daré al mismo tiempo la respuesta definitiva.
Era ya tarde, y Nejludov regresó a casa, es decir, a casa de su tía.
XVII
En casa de la condesa Catalina Ivanovna se cenaba a las siete y media. A ella le gustaba que la sirvieran según un método nuevo que Nejludov desconocía aún: una vez los manjares traídos a la mesa, los lacayos se retiraban inmediatamente después, y los comensales se servían ellos mismos.
Los hombres evitaban a las damas la molestia de hacer un movimiento inútil y, en su calidad de representantes del sexo fuerte, se encargaban marcialmente de todo el peso del servicio de los manjares y de las bebidas a las damas y a ellos mismos. Cuando se había comido su plato, la condesa apretaba el botón del timbre incrustado en la mesa; los criados entraban sin ruido, retiraban rápidamente el servicio, cambiaban los platos y traían la continuación. La minuta era de las más rebuscadas. En una gran cocina clara trabajaban un cheffrancés y dos ayudantes, todos vestidos de blanco. A la mesa estaban sentados seis comensales: el conde, la condesa, su hijo (joven oficial de la Guardia, tosco, que apoyaba los codos en la mesa), Nejludov, la lectora francesa y el intendente principal del conde, llegado del campo.
También aquí la conversación versó sobre el duelo. Se comentaba la actitud del emperador respecto a aquel asunto. Sabiendo que se había apiadado de la suerte de la madre, todos se apiadaban igualmente por la suerte de la madre. Sabiendo igualmente que, aunque apiadándose de la madre, el zar no quería mostrarse severo con el matador, quien había defendido el honor del uniforme, todo el mundo se mostraba indulgente con el matador, que había defendido el honor del uniforme. Sólo la condesa Catalina Ivanovna, con su independencia y su ligereza, se mostraba severa respecto al matador.
¡No admitiré nunca que jóvenes de la buena sociedad se embriaguen y se maten después! afirmó.
No lo comprendo dijo el conde.
Ya lo sé. Tú no comprendes nunca lo que yo quiera decir respondió la condesa, y se volvió hacia Nejludov. Todo el mundo me comprende, excepto mi marido. Digo que me da lástima de la madre y que, en cuanto al otro, no me parece bien que haya matado y que esté satisfecho de su acción.
El hijo de la condesa, mudo hasta entonces, intervino poniéndose a favor del matador. Bastante groseramente; replicó a las palabras de su madre demostrándole que un oficial no podía obrar de otra manera, so pena de ser expulsado del regimiento por un tribunal de honor.
Nejludov escuchaba sin mezclarse en la conversación. A título de ex oficial, y aun sin admitirlos, comprendía los argumentos del joven Tcharsky; pero, por otra parte, el caso de aquel oficial que había matado a uno de sus camaradas le recordaba involuntariamente el de un guapo muchacho al que había visto en la cárcel, condenado a trabajos forzados por haberse convertido en homicida en el curso de una pelea.
Ahora bien, la causa inicial de estos dos homicidios había sido la embriaguez. El otro, el mujik, había matado en un momento de excitación. Y he aquí que lo habían separado de su mujer, de su familia, de sus padres, le habían puesto grilletes, rapado la cabeza, y lo enviaban a trabajos forzados. Y éste, por el contrario, está arrestado en una bonita habitación, le llevan buenas comidas, bebe buen vino, lee libros, lo soltarán, si no hoy, todo lo más mañana, vivirá como antes a incluso se convertirá por eso mismo en un objeto de interés.
Nejludov dijo entonces lo que pensaba. Primeramente, la condesa Catalina Ivanovna lo aprobó, y luego guardó silencio. Y, como los demás, Nejludov comprendió que acababa de cometer algo así como una inconveniencia.
Después de la comida, los comensales pasaron al salón grande. Se habían colocado allí, como para una conferencia pública, filas de sillas de respaldos esculpidos, un sillón y una mesita, con un jarro de agua para el orador. Y los invitados llegaban ya en gran número, encantados por el hecho de que iban a oír al predicador Kieseweter.
Ante la escalinata se alineaban vehículos suntuosos. En el salón, espléndidamente adornado, se sentaban damas vestidas de seda, de terciopelo, de encajes, con peinados postizos, talles estrangulados por el corsé, y pechos amplificados por el algodón. Entre ellas, algunos hombres civiles y militares, y cinco hombres del pueblo: dos porteros, un tendero, un criado y un cochero.
Kieseweter era un hombre bajito, corpulento y encanecido. Hablaba en inglés mientras una joven flacucha, con lentes sobre la nariz, traducía correcta y rápidamente sus palabras.
Él decía que nuestros pecados son tan grandes y tan grande y tan inevitable el castigo que les está reservado, que vivir tranquilos esperando este castigo es para nosotros cosa imposible.
¡Queridas hermanas y hermanos! Pensemos solamente en nosotros mismos, en nuestra manera de obrar, en nuestra manera de irritar la cólera de Dios todo misericordioso y de aumentar el sufrimiento de Cristo, y comprenderemos que para nosotros no hay perdón, ni salida, ni salvación, que todos estamos destinados a una pérdida cierta. Nos aguarda la más espantosa perdición, los eternos tormentos clamaba con una voz temblequeante, lacrimosa. ¿Cómo salvarnos, hermanos míos? ¿Cómo escapar de este terrorífico incendio? ¡Ya nuestra casa es un brasero sin salida!
Se calló, y verdaderas lágrimas inundaron sus mejillas.
Desde hacía ya ocho años, sin fallarle nunca, cada vez que llegaba a este pasaje de su discurso, que era para él el favorito, un espasmo le apretaba la garganta, un picor le subía a la nariz y el llanto inundaba su rostro, tanto que llegaba a conmoverse él mismo de sus propias lágrimas.
En la sala se dejaron oír unos sollozos. La condesa Catalina Ivanovna estaba sentada cerca de la mesa de mosaico y se había acodado allí, con la cabeza entre las manos y los hombros sacudidos por un temblor. El cochero examinaba al orador con una mezcla de desconcierto y de espanto, como si se viera amenazado por el choque contra la vara de un coche del que no pudiera librarse. La mayor parte de los asistentes había adoptado la misma postura que la dueña de la casa. La hija de Wolff, que se parecía a su padre, vestida a la última moda, se había puesto de rodillas, con la cara oculta entre las manos.
Él orador descubrió de pronto su rostro sobre el cual apareció algo que se parecía a una verdadera sonrisa, la que sirve a los actores para expresar la alegría, y dijo con una voz dulce y tierna:
Sin embargo, la salvación existe. ¡Hela aquí, impalpable, gozosa! Esta salvación es la sangre del Hijo único de Dios derramada por nosotros. Su martirio, su sangre derramada nos salvan. ¡Hermanos míos, hermanas mías añadió con nuevas lágrimas en la voz, demos gracias a Dios que se dignó sacrificar a su Hijo único por la redención de la especie humana! Su sangre sacratísima...
Nejludov sintió una repugnancia tan intolerable, que, arrugando la frente y ahogando gemidos de vergüenza, salió de puntillas y subió a su habitación.
XVIII
A la mañana siguiente, Nejludov acababa de vestirse cuando el ayuda de cámara vino a entregarle la tarjeta del abogado de Moscú. Éste había venido primeramente por razones personales y, al mismo tiempo, para asistir a la revisión por el Senado del proceso de Maslova, si es que iba a celebrarse pronto. El telegrama que Nejludov le había enviado se había cruzado con él. Pero al enterarse por este último de la fecha fijada y de los nombres de los senadores, sonrió.
Precisamente los tres tipos de senadores exclamó. Wolff es el funcionario petersburgués; Skovorodnikov, el jurista sabio, y Be, el jurista práctico. Éste es el que está menos momificado y con el que más podemos contar. Bueno, ¿y qué hay de la comisión de gracias?
Precisamente tengo que hacer esa gestión en casa del barón Vorobiov. Ayer no pude conseguir que me concediese una audiencia.
¿Sabe usted por qué ese Vorobiov es barón? preguntó el abogado a Nejludov, quien había puesto cierta ironía al pronunciar aquel título de «barón» 19 19En la jerarquía de los títulos nobiliarios de origen puramente ruso no existe el de barón.
[Закрыть]unido a un nombre esencialmente ruso. Este baronazgo le fue dado por el emperador Pablo a su abuelo, ayuda de cámara, que le había prestado algunos servicios de carácter íntimo. El emperador lo nombró, pues, barón porque así lo quiso, y desde entonces tenemos barones Vorobiov. Éste está muy orgulloso de ello y por lo demás es un camastrón que no tiene igual.
Pues a su casa me dirijo.
Perfectamente. Entonces, venga; yo lo llevaré.
En el vestíbulo, al momento de salir, un criado entregó a Nejludov un billete de Mariette:
Por agradarle a Vd. he obrado completamente contra mis principios y he intercedido ante mi marido a favor de su protegida. Resulta que a esta persona pueden ponerla en libertad inmediatamente. Mi marido ha escrito al comandante de la fortaleza. Venga, pues, sin motivo interesado. Le espero.
M.
¿Qué me dice usted de esto? ¡Es terrible! dijo Nejludov al abogado. He aquí una mujer a la que tienen encarcelada, en secreto, desde hace siete meses, y ahora descubren que no ha hecho nada. Y una palabra ha bastado para hacerle recobrar su libertad.
Pero siempre pasa lo mismo. Por lo menos, usted ha conseguido lo que quería.
Sí. Pero este éxito me apena. ¿Qué es lo que ocurre entonces? ¿Por qué la retenían?
Será mejor no profundizar en eso. Bueno, ¿quiere que lo lleve? preguntó el abogado, saliendo con Nejludov mientras un excelente coche de alquiler se detenía ante la escalinata.
El abogado dijo al cochero a dónde tenía que ir, y los vivarachos caballos transportaron rápidamente a Nejludov a la casa habitada por el barón Vorobiov.
Éste estaba visible. En la primera habitación se hallaba un joven funcionario con uniforme de media gala, con un cuello de longitud desmesurada, nuez muy saliente y paso extraordinariamente rápido. Había también allí dos señoras.
¿Se llama usted? preguntó, abandonando a las señoras y avanzando ágilmente hacia Nejludov. Éste dijo su nombre.
Él barón ha hablado de usted. Haga el favor de esperar un momento.
El funcionario entró en la habitación contigua y salió pronto de ella en compañía de una dama enlutada y toda llorosa, que, con sus huesudos dedos, bajó su velo para ocultar su llanto.
Haga el favor de entrar dijo el joven empleado; y, con paso ligero, avanzó hacia la puerta del despacho, la abrió y dejó pasar a Nejludov.
Nejludov se encontró en presencia de un hombre de estatura mediana, rechoncho, con los cabellos cortados a cepillo, vestido con redingote y sentado en un sillón ante una mesa enorme desde la cual miraba delante de él con aire de satisfacción. Su rubicundo rostro, que contrastaba con su blanca barba y sus blancos bigotes, se iluminó con una sonrisa benévola al ver a Nejludov.
Encantado de verle. Su madre y yo fuimos viejos amigos. Le vi cuando no era más que niño y luego de oficial. Vamos, siéntese y dígame en qué puedo servirle... Sí, sí decía meneando su blanca y rapada cabeza mientras Nejludov le contaba la historia de Fedosia. ¡Hable, hable! Ya comprendo. Sí; es, en efecto, muy conmovedor. ¿Ha elevado usted un recurso de gracia?
Traigo uno preparado respondió Nejludov sacando el papel del bolsillo. Pero he querido presentarle mi ruego personalmente con la esperanza de que conceda a este asunto una atención especial.
Y ha hecho usted muy bien. Yo mismo redactaré el informe. Es realmente muy conmovedor dijo el barón, cuyo orondo rostro se esforzaba en fingir compasión. Evidentemente se trata de una niña a la que su marido habrá vuelto loca con su brutalidad, y los dos, al cabo del tiempo, con remordimientos, se han enamorado. Sí, yo haré el informe.
El conde Iván Mijailovitch me decía que quería rogarle...
Pero apenas había pronunciado Nejludov aquellas palabra cuando la expresión del rostro del barón se modificó.
Por lo demás declaró a Nejludov, entregue usted la instancia y yo haré lo que pueda.
En aquel momento entró el joven funcionario, que, evidentemente, ponía todo su amor propio en la gracia de su manera de andar.
Esa señora solicita aún dos palabras.
Bueno, dígale que entre. ¡Ah, querido amigo, cuántas lágrimas se ven aquí! Si al menos fuera posible secarlas todas... Uno hace lo que puede.
La señora entró.
Me había olvidado de rogarle que le impidiese casarse con nuestra hija, pues de lo contrario...
Ya le dije a usted que lo haría.
¡Barón, por favor, salvará usted a una madre!
Ella se apoderó de la mano de él y la cubrió de besos.
Todo se hará.
Cuando la señora salió, Nejludov se puso en pie para despedirse.
Se hará lo que se pueda. Informaremos al Ministerio de Justicia. Nos responderán, y entonces se obrará en consecuencia.
Nejludov salió y pasó a la cancillería. También allí, como en el Senado, encontró, en un local magnífico, magníficos funcionarios, limpios, corteses, correctos, desde los trajes hasta las palabras, pulidos y graves.
«¡Cuán numerosos son! ¡Cuán espantosamente numerosos y bien nutridos! ¡Cómo llevan almidonadas las camisas y relucientes sus botines! ¿Quién les concede todo esto? ¡Y pensar que se encuentran bien, en comparación no sólo con los presos, sino incluso con los ciudadanos corrientes!», se decía, a pesar suyo, Nejludov.