Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
сообщить о нарушении
Текущая страница: 3 (всего у книги 43 страниц)
VI
El presidente del tribunal de la Audiencia, por su parte, había llegado muy temprano al Palacio. Era un hombre alto y grueso que llevaba largas patillas grisáceas. Aun que estaba casado, hacía una vida muy disipada, y su mujer obraba de igual manera: el principio de ambos era no molestarse el uno al otro. Ahora bien, aquella misma mañana, el presidente había recibido de un aya suiza que en tiempos había vivido en casa de él un billete en el que le daba cuenta de que pasaba por la ciudad para dirigirse a Petersburgo, y que lo esperaría en el hotel de Italia, entre las tres y las seis horas de la tarde. Se comprenderá la prisa del "residente en querer empezar la vista del día y, sobre todo, terminarla, para poder reunirse antes de las seis con la pelirroja Clara Vassilievna, con la que el verano precedente había esbozado una novela.
Nada más entrar en su despacho, echó el cerrojo a la puerta, cogió dos pesas de un cajón de su armario y ejecutó veinte movimientos hacia arriba, hacia abajo, al frente, detrás y de costado; hecho esto tres veces, flexionó las rodillas con agilidad, elevando las pesas por encima de la cabeza.
«La hidroterapia y la gimnasia; no hay nada como eso para dar agilidad», pensaba, pellizcándose los prominentes bíceps del brazo derecho con la mano izquierda, en la que brillaba un anillo de oro. Se disponía además a hacer el molinete, ya que siempre se preparaba para las vistas largas con este doble ejercicio, cuando la puerta se movió bajo el empuje de una mano que intentaba abrirla. A toda prisa, el presidente hizo desaparecer sus pesas y abrió la puerta.
–Excúseme -murmuró.
Uno de los jueces del tribunal, hombre bajito de hombros angulosos, de cara triste y que llevaba gafas con montura de oro, entró en el despacho.
–¿También hoy se ha retrasado Matvei Nikititch? —dijo el juez con aire descontento.
–Desde luego -dijo el presidente, poniéndose su uniforme-. Siempre se atrasa.
–Es de una frescura inaudita-dijo el otro, quien se sentó y cogió un cigarrillo.
Este juez era, por su parte, de una escrupulosa exactitud. Por la mañana había tenido con su mujer una escena muy desagradable, a causa de que ella había gastado demasiado rápidamente el dinero que él le había entregado para el mes. Él le había negado un anticipo que ella le pedía, y así se había formado la escena. La mujer había declarado entonces que suprimiría la cena y que por tanto que no contase con cenar en casa. Seguidamente él se había marchado y, sabiendo que su mujer era capaz de todo, temía que llegase a ejecutar su amenaza. «¿Qué ventaja tiene vivir de una manera honrada e irreprochable?», pensaba, mirando al grueso presidente, rebosante de salud y de buen humor, quien, con los codos separados, alisaba con sus hermosas y blancas manos los abundantes y sedosos pelos de sus grandes patillas y los extendía a continuación por los dos lados de su galoneado cuello. «Éste está siempre contento y satisfecho. Yo, por el contrario, no tengo más que disgustos.»
En aquel momento, el escribano vino a traerle al presidente los papeles que éste había pedido.
El presidente encendió también un cigarrillo.
–Gracias -dijo -.Bueno, ¿por qué asunto vamos a empezar?
–Pues por el envenenamiento -respondió el escribano con semblante de indiferencia.
–Está bien; sea entonces el envenenamiento -replicó el presidente, calculando que aquel asunto bastante simple estaría acabado a eso de las cuatro y que así podría marcharse.
–¿Todavía no ha llegado Matvei Nikititch? -preguntó.
–Todavía no.
¿Y Breve?
–Está ahí.
–Dígale, si lo ve, que empezaremos por el envenenamiento En aquella temporada judicial, Breve era el fiscal interino encargado de sostener la acusación.
Efectivamente el escribano, al salir, se cruzó con él por el encargado de sostener la acusación.
Efectivamente el escribano, al salir, se cruzó con él por el corredor. La cabeza echada hacia delante, el uniforme desabrochado, su cartera bajo la axila, el fiscal marchaba a grandes zancadas, casi corriendo, haciendo sonar sus tacones y gesticulando con el brazo.
–Mijail Petrovitch pregunta si está usted preparado —le dijo el escribano.
–Desde luego. Siempre estoy preparado. ¿Por qué se empieza?
–El envenenamiento.
–Perfectamente-respondió el fiscal.
En realidad, era menos perfecto de lo quería dar a entender: una parte de la noche se la había pasado juzgado a las cartas en el café con algunos jóvenes; luego, despedida de un camarada y libaciones numerosas; habían jugado hasta las dos de la madrugada, tras de lo cual habían ido a ver mujeres, justamente en la casa donde, seis meses antes, vivía Maslova. Así, el joven fiscal ni siquiera había tenido tiempo para echar un vistazo al sumario de aquel caso de envenenamiento que se iba a juzgar. El escribano no lo ignoraba; precisamente por eso le había sugerido al presidente empezar por aquel asunto del que el fiscal no había estudiado aún una palabra. El escribano era liberal, casi podría decirse un radical. Breve, por el contrario, era conservador, ortodoxo lleno de celo, como buen funcionario alemán que ejercía en Rusia. Además de que le tenía antipatía y envidiaba su puesto, el escribano lo detestaba personalmente.
–¿Y el asunto de los Skoptsy 2 2Secta religiosa cuyos adeptos formulan voto de castidad y, como garantía preventiva, se hacen castrar
[Закрыть]? -preguntó el escribano.
–Es imposible faltando los testigos -replicó el fiscal-. Así lo he declarado y lo confirmaré en el tribunal.
–¿Qué importancia: tiene eso?
–Imposible -reiteró Breve. Y corrió a su despacho agitando el brazo.
No era tanto la ausencia de algunos testigos insignificantes lo que lo impulsaba a diferir aquel asunto de los Skoptsycomo su suposición de que, juzgado en una gran ciudad y por jurados pertenecientes en su mayor parte a clases instruidas, terminaría sin duda con una absolución. De acuerdo con el presidente, preferiría que esa causa fuera trasladada a la audiencia de una cabeza de partido; habría así más posibilidades de obtener una condena por parte de un jurado compuesto casi exclusivamente de campesinos.
Sin embargo, la animación aumentaba en el corredor. La concurrencia se amontonaba sobre todo ante la sala del tribunal de lo civil, donde se celebraba la vista del caso del que había hablado, en medio de los jurados, el personaje representativo, aficionado a los procesos «interesantes».
Durante una interrupción se había visto salir de la sala a aquella anciana señora a la que el «genial abogado» había sabido desposeer de todos sus bienes, en provecho de un hombre de negocios que no tenía a ellos el menor derecho; esto lo sabía los jueces y, mejor aún, el demandante abogado. Pero los argumentos de este último eran tan sutiles que resultaba imposible no despojar a la anciana señora de sus bienes para dárselos al hombre de negocios. La pleiteante era una mujer fuerte, envuelta en un vestido nuevo, con grandes flores en el sombrero. Al salir al corredor se detuvo y agitó sus cortas y gordezuelas manos, repitiendo a su abogado;
–¿Qué vamos a hacer ahora? ¡Se lo suplico! Dígame lo que hay.
El abogado miraba las flores del sombrero, no escuchaba y reflexionaba, el espíritu en otra parte.
Detrás de la anciana señora salió de la sala de audiencia el abogado famoso que había sabido arreglar las cosas de forma que la mujer de las flores quedase tan bien expoliada, en tanto que el hombre de negocios, del que había recibido diez mil rublos, obtuvo de aquello más de cien mil. Pasó rápidamente con aire satisfecho, bombeando su reluciente pechera en la ancha escotadura de su chaleco. Todos los ojos se volvieron hacia él y, ante esas miradas, todo su porte parecía decir: «¡Por favor, señores, estos testimonios de admiración son exagerados!» Luego se alejó con paso rápido.
VII
Matvei Nikititch, el juez al que aguardaban, llegó por fin. Inmediatamente después, el portero de estrados, hombre bajito y enjuto, de cuello largo, de paso desigual, entró en la sala del jurado. Era un buen hombre, que había hecho sus estudios en la universidad; pero, debido a su afición por la bebida, lo habían despedido de todos los puestos que había ocupado. Obtuvo el empleo de portero de estrados tres meses antes, gracias a la recomendación de una condesa que estaba encariñada con su mujer; y él, por su parte, se alegraba, como de una cosa extraordinaria, de haberse mantenido allí hasta entonces.
–Bien, señores, ¿están aquí todos? -preguntó, poniéndose su binóculo para mirar a los jurados.
–Me parece que sí -respondió el festivo comerciante. -Vamos a comprobarlo– dijo el portero de estrados.
Según una lista que se sacó del bolsillo, fue diciendo los nombres y mirando a los jurados, bien a través de su binóculo bien por encima de éste.
–¿El consejero de Estado I. M. Nikiforov?
–Heme aquí– respondió el personaje representativo que conocía tan a fondo los procesos.
–¿El coronel retirado Iván Semenovitch Ivanov?
–Aquí estoy -respondió el hombre del uniforme. -¿El comerciante del segundo gremio Peter Baklachov? -¡Presente! -exclamó el jovial comerciante, paseando su ancha sonrisa por toda la concurrencia -.Estamos listos. -¿El teniente de la Guardia, príncipe Dmitri Nejludov? -Yo soy-dijo Nejludov.
El portero de estrados se inclinó, pareciendo así, con esta muestra, de deferencia y de amabilidad, querer establecer una distinción entre Nejludov y los demás jurados.
–¿El capitán Yuri Dmietrivitch Dantchenko? ¿El comerciante Grigory Efimovitch Kulechov?
Etcétera, etcétera.
Excepto dos, todos los jurados estaban allí.
–Y ahora, señores -dijo el portero con un ademán de invitación hacia la puerta -, tómense la molestia de entrar en la sala de audiencia.
Se produjo un movimiento de conjunto, pero al salir de la sala, cada cual se apartaba con cortesía a la puerta para dejar pasar a su colega. Luego, desde el corredor, los jurados penetraron en la sala de audiencia.
Ésta era una pieza larga y grande, una de cuyas extremidades estaba ocupada por un estrado realzado con tres escalones. En el centro de aquel estrado se alzaba una mesa, cubierta por un tapete verde con bordes de verde más oscuro; tres sillones, con altos respaldos de roble esculpido, estaban alineados detrás de la mesa; colgado de la pared, detrás de los sillones, un retrato de colores llamativos, con marco dorado, representaba al emperador de uniforme, con el gran cordón en forma de collar cayendo en punta sobre el pecho, las piernas separadas y la mano sobre el pomo de la espada. En el ángulo de la derecha, una imagen del Cristo coronado de espinas estaba empotrada en un retablo ante el cual había un pupitre; una pequeña tarima estaba reservada al fiscal igualmente a la derecha del estrado. En el fondo de la izquierda se alzaba la mesa del escribano; y delante, más cerca del público, el banco de los detenidos, desocupado aún como el estrado, estaba rodeado de una barandilla de madera. A la derecha, y frente al banquillo de los detenidos, había una serie de asientos de altos respaldos para los jurados, y, por debajo de ellos, mesas dispuestas para los abogados. Una reja de madera separaba el estrado del resto de la sala, donde bancos en forma de gradas se elevaban hasta la pared del fondo. En las primeras filas de esos bancos estaban sentados cuatro mujeres y dos hombres: aquéllas, vestidas como obreras o sirvientas; éstos, sin duda obreros también. Seguramente aquel grupo estaba muy impresionado por la decoración imponente de la sala, porque no hablaban más que en voz baja, con timidez.
Después de haber introducido y colocado a los jurados, el portero avanzó hacia el centro del estrado y, para impresionar a la concurrencia, anunció con voz retumbante:
–¡El tribunal!
Todo el mundo se puso en pie, y los jueces subieron al estrado. Primero el presidente, con sus bíceps y sus hermosas patillas; luego el juez tristón de gafas con montura de oro, que parecía más enfurruñado aún, porque precisamente cuando iba a entrar en la sala se había encontrado con su cuñado, candidato a la magistratura, el cual le advirtió que volvía de casa de su hermana y que no habría cena
–Así es que tendremos que irnos a comer a un restaurante -había dicho el cuñado riéndose.
–No veo motivo alguno de risa -había respondido el juez, cada vez más melancólico.
Iba seguido por el segundo juez del tribunal, aquel mismo Matvei Nikititch que siempre se retrasaba. Era un hombre barbudo, con grandes ojos bondadosos de bolsas hinchadas. Pero sufría de una dolencia y estómago, y aquella misma mañana el doctor lo había sometido a un nuevo régimen que lo obligaba a permanecer en casa hasta mucho más tarde que antes. Llegaba al estrado con aire muy preocupado, y lo estaba, en efecto. Tenía la manía de querer adivinar, por diferentes procedimientos basados en el azar, la respuesta a enigmas que él mismo se planteaba. Esta vez se había dicho que si, para recorrer el trayecto de su despacho a su sillón, el número de pasos resultaba divisible por tres, es que se curaría de su dolencia con el nuevo régimen; si no, resultado nulo. Pero como en total sólo había veintiséis pasos, el juez, en el último momento, hizo trampa dando un pasito más; y así pudo contar el vigesimoséptimo al llegar a su sillón.
El presidente y los dos jueces, erguidos sobre el estrado con sus uniformes de cuello galoneado de oro, ofrecían un espectáculo imponente. Ellos mismos, por lo demás, tenían conciencia de eso, y, casi confusos por su grandeza, los tres se apresuraron a sentarse, bajados los ojos con modestia, sobre sus asientos esculpidos, ante la gran mesa verde sobre la cual estaban depositados un objeto triangular coronado por el águila imperial, recipientes de cristal parecidos a los que se ven, llenos de bombones, en los escaparates de las confiterías, tinteros, plumas, hojas de papel en blanco y una gran cantidad de diversos lápices recién afilados.
El sustituto del fiscal entró detrás de los jueces. También él se dirigió lo más rápidamente posible a su asiento, con su inseparable cartera bajo la axila y agitando el brazo. Inmediatamente que se acomodó, no teniendo un minuto que perder para preparar su requisitoria, se sumergió en el estudio de los autos. Hay que decir que, nombrado recientemente fiscal interino, era sólo la cuarta vez que actuaba en el tribunal de la Audiencia. Su gran ambición le dejaba esperar una brillante carrera, con la condición esencial de obtener condenas en todos los procesos en que interviniera. Del asunto del envenenamiento no conocía más que las líneas generales, y ya había montado el plan de su requisitoria; no le quedaba más que profundizar los detalles, cosa en la que trabajaba activamente en aquellos momentos, tomando notas, en sus papeles.
En cuanto al escribano, sentado al extremo opuesto del estrado, y habiendo desplegado ante él todos los folios que tendría que leer, daba un vistazo a un artículo de un periódico prohibido que había recibido la víspera, pues se proponía hablar de eso al juez de la gran barba, que tenía las mismas opiniones políticas que él.
VIII
Habiendo consultado sus papeles y hecho algunas preguntas al portero de estrados y al escribano, que respondieron afirmativamente, el presidente ordenó introducir a los acusados.
Al punto, detrás de la reja de madera, la puerta se abrió y entraron dos guardias con la gorra en la cabeza y el sable desenvainado. Detrás de ellos aparecieron los tres detenidos, primeramente el hombre, pelirrojo, pecoso, y luego las dos mujeres. El primero llevaba un capote de preso, demasiado largo y demasiado ancho para él. Mantenía sus grandes dedos alargados sobre la costura del capote para sujetar así sus mangas demasiado largas, que le caían sobre las manos. Ni los jueces ni el público atraían en absoluto sus miradas, que fijaba obstinadamente en el banco junto al cual estaba pasando. Después de haberle dado la vuelta, se sentó, elevó los ojos hacia el presidente y se puso a agitar sus músculos maxilares como si hubiese murmurado algo. Iba seguido por una mujer de cierta edad, vestida igualmente con un capote carcelario. Un pañuelo de lana le cubría la cabeza; su rostro era de una palidez mate; sus ojos, enrojecidos, sin cejas ni pestañas. Parecía perfectamente tranquila. Al llegar a su sitio, habiéndosele enganchado el vestido, lo desenganchó cuidadosamente, sin apresurarse, y se lo alisó antes de tomar asiento.
La otra mujer era Maslova.
Desde su entrada, atrajo sobre ella las miradas de todos los hombres presentes en la sala, que se volvieron para examinar intensamente su dulce rostro, su fino talle, su robusto pecho, que se combaba bajo el capote. Incluso el guardia ante el cual tuvo que pasar la siguió con los ojos hasta el momento en que se sentó; y, como si hubiera cometido una falta al hacer eso volvió bruscamente la cara, se sacudió y miró con fijeza la ventana que se hallaba delante de él.
Sentados los detenidos y Maslova ya en su sitio, el presidente se volvió hacia el escribano.
Empezaron los trámites habituales: lista de los jurados, juicio contra los ausentes, condena a una multa, examen de las excusas presentadas por algunos, sustitución de los ausentes por suplentes. Luego el presidente enrolló unos papelitos, los colocó en la vasija de cristal y, después de haber estirado hacia arriba ligeramente las bordadas mangas de su uniforme dejando ver su antebrazo fuertemente velludo, se puso con ademanes de prestidigitador a retirar los papelitos uno tras otro, a desenrollarlos ya leerlos. Luego se bajó las mangas e invitó al pope a que procediera a obtener por parte de los jurados la prestación del juramento.
Este pope era un viejecillo de cara amarilla y biliosa, de sotana pardusca; llevaba alrededor del cuello una cruz de oro, y, prendida en la pechera, una pequeña condecoración. Arrastrando penosamente sus hinchadas piernas, se acercó al pupitre colocado ante el icono.
Los jurados se pusieron en pie y lo siguieron en masa.
–Os lo ruego -dijo el pope, haciendo mover con su regordeta mano, mientras esperaba la llegada de todos los jurados, la cruz suspendida sobre su pecho.
Ordenado desde hacía cuarenta y seis años, se preparaba, como lo había hecho últimamente el arcipreste de la catedral, a celebrar dentro de cuatro años sus bodas de oro. Sus funciones en el tribunal databan de la inauguración de ]a jurisdicción de audiencia territorial. Se enorgullecía de haber hecho prestar juramento a más de diez mil personas y de emplear su vejez en bien de la Iglesia, del Estado y de su familia; a esta última calculaba poder legarle cómodamente, además de su casa, unos treinta mil rublos en títulos seguros. Nunca se le había ocurrido pensar que hacía mal obligando a la gente a jurar sobre aquel evangelio que prohíbe expresamente todo juramento; y, lejos de pesarle, esta función le agradaba, porque le proporcionaba ocasión de entablar conocimiento con personajes de categoría. Así, aquel día se había sentido encantado por sus relaciones con el abogado célebre y le había respetado doblemente al enterarse de que el juicio contra la anciana señora del sombrero de grandes flores le había reportado diez mil rublos.
Cuando los jurados subieron los escalones del estrado el pope, inclinando a un lado su calva cabeza, coronada de cabellos grises, la hizo pasar por la abertura grasienta de la estola volvió a poner en orden sus ralos cabellos y, volviéndose hacia los jurados, dijo con su lenta voz de anciano al mismo tiempo que su regordeta mano, con roscas, se levantaba plegados los dedos como para tomar una pulgarada de rapé:
–Levantaréis la mano derecha y colocaréis vuestros dedos así. Ahora, repetid conmigo. -Empezó-: Prometo y Juro, ante Dios todopoderoso, ante el Santo Evangelio y la cruz vivificante de nuestro Señor... -dijo, deteniéndose tras cada miembro de la frase. -¡No bajéis la mano! ¡Mantenedla así!-reprochó a un joven que había dejado caer ]a suya– que el asunto en el cual...
El personaje representativo de ]as patillas, el coronel, el comerciante y otros jurados mantenían con un placer particular la mano alta y fija; los demás, por el contrario, lo hacían con pocas ganas, si no con negligencia. Algunos proferían muy alto la fórmula del juramento, con un aire que parecía decir: «¡Hablaré, hablaré bien!» Los otros hablaban en voz muy baja, se retrasaban y, asustándose luego, se apresuraban a recuperar el compás. Y algunos, como si temiesen soltar algo, mantenían firmemente su pulgarada con un gesto provocativo; otros apartaban los dedos y volvían a juntarlos. Pero todos parecían molestos, excepto el pope, convencido de que realizaba una obra grave y útil.
Después del juramento, el presidente invitó a los jurados a escogerse un jefe. Se levantaron de nuevo, pasaron a la sala de deliberaciones y casi todos se pusieron a fumar cigarrillos. Hubo quien propuso dar la presidencia al personaje representativo, y todos consintieron en ello. Luego tiraron sus cigarrillos y volvieron a entrar en la sala. El jefe del jurado declaró al presidente que él era el elegido, y todos se volvieron a sentar en sus sillas de altos respaldos.
A continuación, todo transcurrió sin incidentes, y también con una cierta solemnidad; y esta solemnidad, esta regularidad hacían pensar a los magistrados ya los jurados que cumplían un deber social grave e importante, y éste era también el sentimiento experimentado por Nejludov.
Habiéndose sentado los jurados, el presidente les dirigió un discurso sobre sus derechos, obligaciones y responsabilidades. Hablando, cambiaba sin cesar de postura: se acodaba, bien sobre el brazo izquierdo, bien sobre el derecho; ora se adosaba al fondo de su sillón, ora se apoyaba en el brazo del mismo; o también apilaba ordenadamente las hojas de papel que tenía sobre la mesa, levantaba la plegadera o jugaba con un lápiz.
Hizo conocer seguidamente a los jurados sus derechos: hacer preguntas a los detenidos por conducto del presidente, tener un lápiz y papel, examinar las piezas de convicción; sus obligaciones eran: juzgar según la justicia, no según la injusticia; su responsabilidad consistía en observar el secreto de sus deliberaciones; por tanto, si en el ejercicio de sus funciones de jurados se comunicaban con terceros, se harían acreedores a una pena severa.
Toda la concurrencia escuchó aquello con recogimiento. El comerciante, que expandía en torno de él un tufo a aguardiente y reprimía ruidosos hipidos, inclinaba la cabeza a cada frase del presidente en señal de aprobación.