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Resurrección
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 15:13

Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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XL

En el gran vagón de tercera, atestado de viajeros y expuesto al sol desde por la mañana, el calor era tan insoportable, que Nejludov no entró; se quedó en la plataforma exterior. Pero allí se asfixiaba uno lo mismo, y no pudo respirar libremente más que cuando el tren llegó al aire libre de los campos.

«¡Sí, han matado!», se decía, al recordar las palabras que había pronunciado ante su hermana. Y de todas las impresiones sentidas desde por la mañana, sólo una subsistía: volvía a ver, con una precisión y una intensidad incomparables, el bello rostro del segundo muerto, sus labios sonrientes, su frente severa, su pequeña oreja finamente dibujada que aparecía bajo la parte azul del cráneo rapado.

«Pero lo más espantoso pensó es que han matado, y nadie sabe quién ha matado. Y sin embargo han matado. Como todos los demás presos, éstos fueron conducidos a la estación en virtud de una orden de Maslennikov. Pero es evidente que éste no ha hecho más que cumplir una formalidad. Ha firmado, con su más hermosa rúbrica de imbécil, un papel con membrete, y, desde luego, no podía considerarse culpable. Todavía menos se juzgará responsable el médico de la cárcel, quien examinó a los deportados. Éste ha cumplido puntualmente su deber: ha puesto aparte a los enfermos y no podía prever ni este calor tórrido ni que se los conduciría tan tarde y en tan gran número. ¿El director? Él no ha hecho más que ejecutar órdenes consistentes en disponer la partida, tal día, de tantos forzados, tantos deportados, tantos hombres, tantas mujeres. Imposible igualmente acusar al jefe del convoy: se le ha ordenado recibir presos en tal número, en tal sitio, y entregar el mismo número en tal otro sitio. Ha dirigido su convoy hoy como de costumbre, y no podía prever apenas que hombres robustos y nada inválidos, como los dos que he visto, no resistirían a la fatiga y sucumbirían en el camino. Nadie es culpable. Y, sin embargo, a esos hombres los han matado, los han matado estos mismos hombres que no son culpables de su muerte.»

«Y eso siguió diciéndose Nejludov resulta de que todos estos hombres, gobernadores, directores, municipales, agentes de policía, estiman todos que hay en la vida situaciones en que la relación directa de hombre a hombre no es obligatoria; porque todos, tanto Maslennikov como el director y el jefe del convoy, si no fuesen gobernador, director, oficial, habrían reflexionado veinte veces antes de poner en marcha un convoy con semejante calor y semejante gentío; veinte veces habrían detenido el convoy en el camino; y, al ver que un preso se sentía mal, que estaba sin aliento, lo habrían hecho salir de la columna, lo habrían llevado a la sombra, le habrían dado agua, lo habrían dejado descansar; y, en caso de accidente, habrían sentido lástima de él. Pero no han hecho nada de eso y ni siquiera han permitido que lo hagan otros. Y eso, porque no ven ante ellos a hombres y las obligaciones que tienen en cuanto a los mismos como tales hombres, sino que ven únicamente su servicio, es decir, obligaciones que, según ellos, son más importantes que las obligaciones de humanidad. Todo consiste en eso pensó Nejludov. Cuando, aunque sea un instante solamente, aunque sea en un caso excepcional, se reconoce que un acto cualquiera es más importante que el sentimiento de humanidad, no hay crimen que no pueda cometerse con el prójimo, sin creerse responsable de ello.»

Nejludov estaba tan profundamente sumido en sus reflexiones, que no se había dado cuenta de cómo había cambiado el tiempo: el sol se había enmascarado con una nube baja y dentada, y, desde el fondo del horizonte, por el Oeste, llegaba poco a poco un nubarrón gris que ya se expandía en lluvia cerrada sobre los campos y los bosques. La humedad rezumaba de la nube, que por instantes se veía surcada por un relámpago, y, al estrépito de los vagones en marcha se mezclaba, cada vez con más frecuencia, el rolar lejano del trueno. Sin parar, el nubarrón avanzaba, y grandes gotas de lluvia, empujadas por el viento, venían a manchar la plataforma del vagón y el abrigo de Nejludov. Se pasó al lado opuesto, aspirando el frescor del viento y el olor bienhechor de la tierra sedienta de agua; miró los jardines, los bosques, los amarillos campos de cebada, los campos de avena todavía verdes y las manchas negras de las plantas de patatas. Todo se había guarnecido como con una capa de laca: el verde se había hecho más verde; el amarillo, más amarillo; el negro, más negro.

¡Más, más! murmuraba Nejludov, contento al ver los campos y los jardines revivificados por el agua bienhechora.

La lluvia, abundante, duró poco. Después de haber descargado en parte, la nube se trasladó más lejos. Y sobre el suelo húmedo no cayeron ya más que gotitas rectas y espaciadas. El sol reapareció, todo resplandeció mientras al oeste del horizonte surgió un arco iris, bajo pero brillante, roto sólo en uno de sus extremos y en el cual predominaban las tintas violeta.

«¿En qué pensaba yo hace un momento? se preguntó Nejludov cuando terminaron todos aquellos cambios de la naturaleza y el tren se adentró por un profundo talud. ¡Ah, sí!, pensaba en el modo como ese director, ese jefe de convoy y todos esos funcionarios, en su mayor parte hombres buenos e inofensivos, se transformaban en hombres malvados.»

Y Nejludov se acordó de la indiferencia con que Maslennikov había acogido su relato de lo que pasaba en la cárcel; de la severidad del director, de la dureza del jefe del convoy, quien había prohibido a uno de los presos subir a un carro, y dejado que una mujer sufriera los dolores del parto sin socorro.

«Sin duda, todos estos hombres son impermeables al más elemental sentimiento de compasión, simplemente porque son funcionarios; impermeables a todo sentimiento de humanidad, como lo son a la lluvia esas tierras pizarrosas pensaba, mirando las goteras que caían por los taludes entre los cuales se deslizaba el tren. Y quizás es indispensable abrir estos taludes, revestirlos de un estucado; pero uno sufre al ver esta tierra privada de la lluvia que espera y que tan bien habría podido producir trigo, hierba, matorrales y árboles, tal como existen en los alrededores. Así ocurre también entre los hombres. Quizá todos estos gobernadores, estos directores, estos agentes de policía son necesarios, aunque despojados de esa cualidad primordial del hombre que es el amor y la piedad hacia sus semejantes.»

«Todo el mal seguía pensando Nejludov radica en que estos hombres reconocen como leyes cosas que no lo son y niegan por el contrario la ley que es eterna a inmutable y que el mismo Dios ha inscrito en nuestros corazones. Seguramente por eso me resulta tan penoso verme ante ellos. Los temo, pura y simplemente. En realidad, esos hombres son temibles. Más peligrosos que bandidos. Incluso un bandido puede sentir lástima: ¡ésos, jamás! Están amurallados contra la piedad, como esas piedras contra la vegetación, y por eso son terribles. Se habla de las hazañas horribles de Pugatchev y de Razin 24  24Famosos jefes de cosacos, el primero de los cuales quiso hacerse pasar por Pedro III. N. del T.


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, pero aquéllos son mil veces más terribles. Si se propusiera como problema psicológico: ¿cómo podría transformarse a hombres de nuestro tiempo, que son cristianos, humanitarios o simplemente buenos, en los criminales más atroces sin que se consideren responsables?, la única solución sería ésta: habría que instituir eso que precisamente existe: gobernadores, directores de cárceles, oficiales, policías. Dicho de otra manera, hacer que esos hombres estén convencidos de que existe una obra llamada servicio al Estado, que consiste en tratar a los hombres como cosas, sin relaciones de hombre a hombre; y seguidamente, que estos funcionarios se encuentren en una situación en que la responsabilidad de las consecuencias de sus actos no pueda recaer sobre un individuo aislado. Fuera de esas condiciones, no sería posible, en nuestro tiempo, ver producirse hechos tan horribles como los que he visto hoy. Todo el mal reside en que los hombres creen en la existencia de condiciones que permiten tratar a sus semejantes sin amor. Ahora bien, esas condiciones no existen. Para con las cosas, se puede obrar sin amor: se puede, sin amor, romper la leña, cocer ladrillos, forjar hierro; pero, en las relaciones de hombre a hombre, el amor es tan indispensable como lo es, por ejemplo, la prudencia en las relaciones del hombre con las abejas. Tal es la naturaleza de las abejas: si no eres prudente con ellas, perjudicarás a las abejas y te perjudicarás a ti mismo. Así pasa con las relaciones entre los hombres. Y eso no es más que justicia, porque el amor recíproco entre los hombres es la ley fundamental de la vida humana. Sin duda, a un hombre no se le puede obligar al amor como al trabajo, pero de aquí no se deduce en modo alguno que alguien pueda obrar sin amor a los hombres, sobre todo si él mismo tiene necesidad de ellos. Si no sientes ese amor por tus semejantes, quédate quieto decía Nejludov dirigiéndose a sí mismo. Ocúpate de tu persona, de cosas inanimadas, de no importa qué, pero no de los seres humanos. Lo mismo que no se sabría comer sin daño y con provecho más que si se experimenta el deseo de comer, no se sabría obrar sin daño y con provecho hacia los hombres si no se comienza por amarlos. Permíteme solamente obrar respecto a ellos sin amarlos, como hiciste ayer con tu cuñado, y no habría límite a tu crueldad y a tu ferocidad, como he podido convencerme hoy; ni límite a tu propio sufrimiento, como lo he aprendido por todo el curso de mi vida. ¡Si, si, es desde luego eso! ¡Está bien!», se repetía Nejludov, contento al mismo tiempo por percibir un poco de fresco después del calor abrumador, y contento por la claridad mayor que se hacía en él respecto al problema que lo preocupaba desde hacía tanto tiempo.

XLI

El vagón donde se encontraba Nejludov estaba medio lleno de viajeros. Había allí criados, artesanos, obreros de fábrica, carniceros, judíos, empleados, mujeres del pueblo; había también un soldado, dos señoras: una joven, otra de edad, con brazaletes en su desnuda muñeca; y un hombre de aspecto severo con una escarapela en su negra gorra.

Después de haberse agitado mucho para instalarse a la partida, toda aquella población permanecía ahora apaciblemente sentada. Unos mascaban pepitas de girasol, otros fumaban, y conversaciones animadas se trataban entre vecinos.

Tarass, con aire feliz, estaba sentado a la derecha del pasillo central, guardando un sitio para Nejludov, y hablaba largo y tendido con un hombre musculoso, vestido con un amplio caftán de tela, que estaba sentado frente a él; era un jardinero que se dirigía a su nuevo destino, como se enteró luego Nejludov. Antes de llegar junto a Tarass, Nejludov se detuvo en el pasillo ante un venerable anciano de barba blanca con caftán de mahón, que estaba charlando con una joven vestida de campesina. Al lado de ésta había sentada una niña de siete años, sus piernecitas lejos del suelo de madera; vestida con un trajecito nuevo, tenía una delgada trenza de cabellos casi blancos y no dejaba de mascar semillas de girasol. Volviendo la cabeza hacia Nejludov, el anciano levantó los faldones de su caftán, que se extendían sobre la brillante banqueta donde estaba sentado, y dijo con afabilidad:

Siéntese, se lo ruego.

Nejludov le dio las gracias y se sentó al lado de él. Después de haberse callado un instante, la campesina continuó el relato que acababa de interrumpir.

Contaba la manera como la había recibido en la ciudad su marido, de cuya casa volvía ella.

Fui a verlo durante la semana de carnaval y he aquí que Dios me ha permitido regresar decía ella. Por Navidad, si Dios vuelve a permitirlo, nos veremos de nuevo.

Eso está muy bien aprobó el anciano volviéndose hacia Nejludov. Hay que ir a verlo, porque, sin eso, un hombre joven se estropea pronto en la ciudad.

No, padrecito, mi marido no es de ésos. No es él quien hará nunca tonterías: es como una muchachita. Todo su dinero, hasta el último copec, lo envía a casa. ¡Y que alegría ha mostrado al ver a su hija; una alegría imposible de explicar! decía la mujer con una sonrisa encantadora.

La niña, que escuchaba sin dejar de mascar las pepitas de girasol, levantó sus ojos tranquilos a inteligentes, como para confirmar las palabras de su madre.

Si es prudente, mucho mejor aún continuó el anciano. ¿Y eso no le gusta? añadió, señalando con los ojos a una pareja, marido y mujer, seguramente obreros de fábrica, sentados al otro lado del pasillo. El marido, la cabeza echada hacia atrás, se había llevado a los labios una botella de aguardiente y bebía a grandes sorbos, mientras su mujer le veía hacer, sujetando la bolsa de donde había sacado la botella.

No, el mío no bebe nunca respondió la campesina, complacida por la nueva ocasión que se le ofrecía de alabar las cualidades de su marido. No hay muchos hombres como él, padrecito; la tierra no produce muchos. Ésa es la verdad dijo aún, dirigiéndose a Nejludov.

Muchísimo mejor comentó el anciano, mirando al obrero que bebía. Éste había pasado la botella a su mujer, quien, después de una risa y de menear la cabeza, se la había llevado a su vez a los labios. Al ver las miradas de Nejludov y del viejo clavadas en él, el obrero se volvió hacia ellos.

¿Qué, barin? ¿Nos miran porque bebemos? Cuando trabajamos, nadie se fija, pero cuando bebemos, todo el mundo lo ve. He trabajado lo mío; ahora bebo y obsequio a mi mujer. Eso es todo.

Sí, sí murmuró Nejludov, no sabiendo qué responder.

¿No es verdad, barin? Mi mujer es todo un carácter. Estoy contento con ella; así puede tener cuidado conmigo. ¿No es verdad lo que digo, Mavra?

Vamos, coge la botella, no quiero más replicó la mujer, devolviéndole la botella. Y deja de decir tonterías.

¿Ven ustedes cómo es? dijo el obrero. Es buena, es buena. Pero, cuando de pronto se pone a reñir, rechina como una carreta a la que no le han engrasado las ruedas. ¿No es verdad lo que digo, Mavra?

Mavra, animada, hizo un ademán con el brazo y se echó a reír.

¡Ea, ya está disparado!

Para que vean ustedes cómo es. Buena, buena. Pero, como los caballos, si por casualidad le pica la grupa, le hace a uno la cosa menos pensada. Es verdad lo que digo. Perdóneme usted, barin. He bebido un poco más de la cuenta, ¿qué quiere usted que yo haga? dijo el obrero, quien se tendió para dormir, poniendo la cabeza sobre las rodillas de su risueña mujer,

Nejludov permaneció todavía algún tiempo cerca del anciano, quien le contó su historia. Su profesión era la de arreglar estufas. Trabajaba en eso desde hacía cincuenta y tres años; había reparado una cantidad innumerable de estufas y ahora habría querido tomarse un pequeño descanso, pero nunca tenía tiempo. Había dejado a sus hijos en la obra, en la ciudad, y él se iba al pueblo para volver a ver a sus parientes.

Cuando hubo acabado su relato, Nejludov se levantó y se dirigió hacia el sitio que le había reservado Tarass.

Bueno, barin, siéntese usted. Vamos, retiraremos de aquí este saco dijo el jardinero con una mirada bondadosa.

Un poco apretados, pero como amigos comentó Tarass con su voz cantarina; levantó su enorme saco como si fuese una pluma y lo colocó cerca de la ventanilla. Sitio no falta, a incluso si faltase podría uno ir a acostarse debajo del banco; vamos a nuestras anchas dijo irradiando felicidad todo él.

A Tarass le gustaba decir de sí mismo que, cuando no había bebido, no sabía hablar; pero que cuando había bebido un vaso encontraba en seguida buenas palabras y podía decirlo todo. Y, en efecto, Tarass era más bien silencioso por lo general; pero en cuanto bebía (cosa que le ocurría en casos excepcionales) se mostraba agradablemente locuaz. Hablaba entonces con facilidad y con encanto, con sencillez y franqueza, y sobre todo con una dulzura que brillaba en sus bondadosos ojos azules y en sus risueños labios. En aquel estado se encontraba aquel día. La llegada de Nejludov había interrumpido al principio su discurso; pero en cuanto hubo colocado bien su saco y volvió a sentarse en su sitio, con sus robustas manos de obrero sobre las rodillas, siguió contándole al jardinero todos los detalles de la historia de su mujer y por qué la habían condenado y por qué él la seguía a Siberia.

Nejludov no conocía los detalles de aquella historia y por eso se preparaba a escucharla con interés. Tarass había llegado ya a las circunstancias del envenenamiento, cuando la familia había descubierto que la autora era Fedosia.

Estoy contando mi desgracia dijo Tarass a Nejludov, con tono amistoso. He conocido aquí a este buen hombre; entonces nos hemos puesto a charlar y yo he empezado a contar.

Me parece muy bien dijo Nejludov.

Así, pues, hermano, de esta manera se descubrió todo. Mi madre cogió aquel panecillo y dijo: «Voy a casa del comisario.» Pero mi padre es un viejo ordenado. «¡Espera, vieja! dijo. No es una mujer, es todavía una niña. Ni siquiera ha sabido lo que hacía. Hay que tener lástima de ella. Quizá se arrepienta.» Pero mi madre no quiso oír hablar de eso. Dijo: «Mientras la tengamos aquí, nos envenenará a todos como a cucarachas.» Y entonces fue a casa del comisario. El comisario vino a nuestra casa y llamó a testigos.

¿Y tú, qué hacías?

Yo, hermano, retorcerme por el suelo con cólicos y vómitos. Todo el vientre lo tenía revuelto y me era imposible decir una palabra. Y mi padre enganchó la carreta para llevar a Fedosia al cuartelillo y de allí al juez de instrucción. Y ella, hermano, en seguida lo confesó todo. Dijo dónde se había procurado el veneno y cómo había preparado el panecillo. «¿Por qué has hecho eso?», le preguntaron. Y a ella se le ocurre decir que porque yo le inspiraba horror. «¡Prefiero ir a Siberia que vivir con él!» Quería decir conmigo añadió Tarass sonriendo.

Luego continuó:

Por fin, ella se acusa de todo. Entonces, en seguida: a la cárcel. Mi padre volvió. Pero he aquí que llega el tiempo de la cosecha. Y la única mujer que tenemos es mi madre y además debilitada ya. Pensamos si no podrían ponerla en libertad con garantía de fiadores. Mi padre se pone en busca de un jefe, luego de otro; llegó a ver a cinco seguidos. Iba ya a renunciar a sus gestiones cuando conoció a un hombrecillo, listo como una ardilla. «Dame cinco rublos le dice, y yo te arreglaré el asunto.» Se pusieron de acuerdo en tres rublos. Pues bien, hermano, para conseguirlos empeñé las propias ropas de mi mujer. Y cuando hubo escrito aquel papel dijo Tarass, como si hablase de la detonación de un fusil, todo se arregló. Yo ya empezaba a estar mejor y fui en persona a recogerla a la ciudad.

»Así, hermano, llego a la ciudad, dejo el caballo en el albergue, agarro el papel y voy a la cárcel. "¿Qué quieres tú? ", y yo digo: "Mi parienta está aquí encerrada con ustedes." “ ¿Tienes tú un papel?", me dicen. Doy el papel. Lo miran. "Espera", me dicen. Me siento en un banco. Luego he aquí que llega un superior: "¿Eres tú el que te llamas Varbuchov?", me dice. "El mismo." "Bueno, hazte cargo", dice él. Se abre una puerta: la traen con sus ropas de ella, como es debido. «Bueno, en marcha", le digo. " ¿Has venido a pie? " "No, tengo mi caballo: Volvemos al albergue, pago lo que debo por la estancia del caballo, lo ensillo, pongo debajo de la silla el heno que queda. Ella se sienta, se envuelve en su chal y ya estamos en marcha. Se calla y yo me callo. Pero al acercarnos a casa ella me dice: "¿Y tu madre, todavía vive?" "Todavía vive", le respondo. "¿Y tu padre, todavía vive?" "Todavía vive." Entonces ella me dice: "Tarass, perdóname mi tontería. Ni yo misma supe lo que estaba haciendo." Y yo le respondo: "No hay que hablar de eso; hace ya mucho tiempo que te perdoné." Y luego, ya no ha dicho nada. Al llegar a casa, hela aquí que se echa a los pies de la madre. " ¡Dios te perdone! ", le dice mi madre. Mi padre le dice: "Lo pasado, pasado está. Ahora vive para lo mejor. No es el momento de hablar de eso. Hay mucho trabajo en el campo. Dios nos ha dado tanta cebada, que no se puede recogerla ni siquiera con el rastrillo, tan enredada está. Hay que cosechar. Mañana irás con Tarass." Y desde aquel momento, hermano, se puso al trabajo. Y no puede creerse cómo trabajaba. Teníamos entonces tres deciatinas de tierra en arriendo. Y, gracias a Dios, la cebada y la avena habían salido en abundancia. Mientras yo siego, ella hace las gavillas. Por mi parte, yo soy hábil en el trabajo; ella se ha hecho más hábil aún, en cualquier trabajo. Una mujer de fuerza y joven y fresca. Tan celosa del trabajo se hizo, que me veía obligado a retenerla. Volvíamos a casa con los dedos hinchados y los brazos entumecidos; yo pienso en descansar, pero ella, antes de la sopa, hela aquí que corre al huerto y se pone a hacer vencejos para el día siguiente. ¡Qué cambio!

¿Y para ti, se ha hecho más cariñosa? preguntó el jardinero.

¡No me hables de eso! Se pegó tanto a mí, que los dos no éramos más que una sola alma. No tengo más que pensar y ella lo comprende. Mi madre, que sin embargo no es contentadiza, dice también: «A nuestra Fedosia nos la han cambiado: ya no es la misma mujer.» Un día, al ir los dos a recoger gavillas, le pregunto: «Dime, Fedosia, ¿cómo pudo ocurrírsete una cosa semejante?» Y he aquí que ella me dice: «Yo no quería vivir contigo. Yo me decía: preferible morir.» «¿Y ahora?» «Ahora me dice ella, tú estás en mi corazón.»

Tarass se detuvo y meneó la cabeza con una sonrisa gozosa y asombrada.

Y luego prosiguió, he aquí que un día, al volver del campo, yo traía un carro de cáñamo para enriarlo, llego a casa... Y Tarass se detuvo. ¿Qué veo? ¡Una citación! Era para el juicio.

Desde luego, no puede haber sido obra más que del Maligno dijo el jardinero. ¿Es que una persona puede pensar por sí misma en perder un alma? Es como en nuestro pueblo, donde había un muchacho...

Cuando empezaba la historia, el tren redujo la marcha.

Creo que es una estación dijo el jardinero. Voy a tomar algo fresco.

Así se interrumpió la conversación, y Nejludov bajó del vagón a las mojadas planchas del andén.


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