Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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XXXXI
La partida del convoy de los forzados en el cual estaba incluida Maslova había quedado fijada para el 5 de julio. Nejludov resolvió seguirla el mismo día. La víspera de su marcha, su hermana y el marido de ésta habían venido a verlo. La hermana de Nejludov, Natalia Ivanovna Ragoyinskaia, que le llevaba diez años, había tenido una gran influencia en su educación. Lo había querido mucho cuando él era niño; luego, poco antes de su casamiento, ella con veinticinco años, él con quince, se habían compenetrado en una perfecta igualdad de humor, como si fuesen de la misma edad. Ella estaba entonces enamorada de Nicolenka Irteniev, el difunto amigo de su hermano. Los dos querían a Nicolenka, y, en él y en ellos mismos, amaban todo lo que es bueno y todos los sentimientos que unen a los hombres.
Después, los dos se habían depravado: él, durante su estancia en el regimiento; ella, por su casamiento con un hombre al que amaba con un amor completamente sensual, pero que no tenía gusto ninguno por lo que ella y Dmitri consideraban antaño como el ideal de lo bueno y de lo bello. Y no solamente su marido no se sentía atraído en modo alguno por aquel ideal, sino que incluso era incapaz de comprenderlo. Esta aspiración hacia la perfección moral, este deseo de ser útil a los hombres, en que Natalia había vivido antaño, eran interpretados por su marido de la única manera que estaba a su alcance, en el sentido de una hinchazón de amor propio y por la necesidad de distinguirse.
Ragoyinsky era un hombre sin fortuna y de cuna mediocre; pero, funcionario muy hábil, que maniobraba diestramente entre el liberalismo y la reacción, aprovechándose de estas dos corrientes según las circunstancias y la época, y poseyendo sobre todo algo especial que agradaba a las mujeres, había hecho en la magistratura una brillante carrera. Ya con una cierta edad, había entablado en el extranjero conocimiento con la familia de Nejludov, había conseguido que Natacha lo quisiera y se había casado con ella contra el deseo de la madre de la joven, quien consideraba aquél un casamiento desigual.
Aunque tratara de disimularse a sí mismo aquel sentimiento, Nejludov detestaba a su cuñado. Éste le era antipático por la vulgaridad de su alma y su suficiencia de hombre limitado; pero lo detestaba más aún por el hecho de que su hermana hubiera podido prendarse con un amor tan egoísta y tan sensual, de aquella naturaleza miserable, ahogando así todo lo que había de bello y de noble en ella misma. Nunca podía pensar sin sufrimiento en que Natacha se hubiera convertido en la mujer de aquel corpulento hombre velludo, de cráneo reluciente. Ni siquiera podía reprimir la repulsión hacia sus hijos. Y cada vez que se enteraba de que ella tenía un nuevo embarazo, a pesar suyo experimentaba la impresión de que su hermana se había contaminado de nuevo con alguna enfermedad repugnante al contacto de aquel hombre que en nada se le parecía.
Los Ragoyinsky habían venido a la ciudad sin sus niños, y se habían alojado en el mejor apartamento del mejor hotel. Natalia Ivanovna se dirigió inmediatamente a la antigua morada de su madre; no habiendo encontrado allí a su hermano y habiéndose enterado por Agrafena Petrovna de que se había alojado en una habitación amueblada, se hizo conducir allí. Un criado grasiento le salió al encuentro por un corredor oscuro, incluso en pleno día, y lleno de malos olores y le comunicó que el príncipe no estaba en su habitación.
Como Natalia Ivanovna manifestó el deseo de penetrar en la habitación de su hermano para escribirle algunas palabras, el criado la dejó entrar.
Ella examinó con curiosidad las dos habitacioncitas que ocupaba su hermano. En todas partes encontraba la limpieza y el orden minucioso que eran tan característicos de él; pero sobre todo se sentía impresionada por la simplicidad de aquella instalación sorprendente. Sobre la mesa distinguió el viejo pisapapeles de mármol adornado con un perro de bronce, y los cartapacios, el papel, el tintero, etcétera, que no le resultaban menos conocidos; y el código penal, y el libro de Henry George, y el de Tarde; y, dentro de este último, la gran plegadera curvada de marfil, de la que se acordaba también.
Se sentó a la mesa y escribió un billete en el que rogaba a su hermano que fuese a verla sin falta el mismo día. Y, meneando la cabeza de asombro por todo lo que acababa de ver, salió y se dirigió de nuevo a su hotel.
Dos cosas interesaban particularmente a Natalia Ivanovna en lo que se refería a su hermano: aquel casamiento con Katucha del que todo el mundo hablaba en la ciudad donde ella vivía, y aquella cesión de tierras a los campesinos, conocida igualmente por todos y a la que muchos atribuían incluso un carácter político y peligroso.
Por una parte, el casamiento con Katucha agradaba bastante a Natalia Ivanovna. Apreciaba su decisión en aquella circunstancia en que ella volvía a encontrarlo totalmente como era su hermano y en que volvía a encontrarse a sí misma como habían sido en el tiempo hermoso de su juventud. Mas, por otra parte, no podía dominar su espanto al pensar que su hermano iba a casarse con una criatura tan abominable; y, habiendo predominado este último sentimiento, decidió influir sobre Dmitri todo lo que pudiera para disuadirlo, aun sabiendo que sería difícil.
En cuanto a la entrega de las tierras a los campesinos, no la preocupaba tanto; pero, por el contrario, su marido se había turbado mucho por aquello y había exigido que usase ella de su influencia sobre su hermano. Ignaty Nikiforovitch Ragoyinsky afirmaba que esa decisión de Nejludov era el colmo del desatino, de la ligereza y de la vanidad, porque era imposible explicarse una acción semejante, si es que se pudiera explicar, más que por el deseo de singularizarse y de hacer que hablaran de él.
–¿Qué sentido tiene entregar las tierras a los campesinos, obligándolos a que paguen los impuestos ellos mismos? repetía él. Si le interesaba desembarazarse de sus tierras, ¿por qué no venderlas por intermedio del Banco Rural? Eso tendría por lo menos un sentido. Pero todo el conjunto de su conducta hace sospechar un estado de espíritu anormal añadía Ignaty Nikiforovitch, previendo ya para él la posibilidad de quedarse con la tutela de los bienes de Nejludov. Y exigía de su mujer que hablase seriamente con Dmitri de su extraña resolución.
XXXII
Al regresar, Nejludov encontró en su mesa el billete de A su hermana, y se apresuró a dirigirse a su alojamiento.
Era ya por la tarde; Ignaty Nikiforovitch reposaba en la habitación contigua y sólo Natalia acudió al encuentro de su hermano. Estaba vestida con una bata de seda negra ceñida por el talle, con una cinta roja sobre el pecho; iba peinada a la última moda, con los negros cabellos realzados. Se adivinaba que hacía esfuerzos para rejuvenecerse y agradar más a su marido.
Al ver a su hermano abandonó vivamente el diván en el que estaba sentada y corrió a su encuentro con un paso rápido que hacía susurrar su falda de seda. Se besaron, y luego, sonriendo, se miraron a los ojos. Misteriosa, significativa a inexpresable, la mirada de ambos se intercambió, y todo en esa mirada era verdad; pero inmediatamente empezó un cambio de palabras donde la verdad estaba ausente.
No habían vuelto a verse desde la muerte de la madre.
Has engordado y tú has rejuvenecido le dijo él.
Los labios de Natacha se estremecieron de placer.
Pues lo que es tú, estás más delgado.
¿Dónde está Ignaty Nikiforovitch? preguntó Nejludov.
Descansa. Esta noche ha dormido muy mal.
Muchas cosas habrían debido decirse entre ellos, pero las palabras no decían nada, en tanto que las miradas decían que lo que se habría debido decir no fue dicho.
¿Sabes que he ido a tu alojamiento?
Sí, lo sé. No he tenido más remedio que abandonar nuestro piso. Es demasiado grande; me sentía allí muy solo y me aburría. Todos los muebles, todo lo que está allí me resulta inútil: quédate con todo.
Sí, Agrafena Petrovna me ha hablado ya de eso. Te lo agradezco infinitamente. Pero...
Como en aquel momento el camarero del hotel trajo el servicio de té en una bandeja de plata, guardaron silencio hasta que hubo salido.
Natalia Ivanovna se sentó en un sillón cerca de la mesita y se puso a preparar silenciosamente el té. También Nejludov permanecía callado.
Bueno, Dmitri; lo sé todo dijo con decisión Natacha mirándolo.
Más vale así.
Pero, verdaderamente, ¿puedes tener la esperanza de hacerla mejor después de la vida que ella ha llevado? le preguntó su hermana.
Nejludov permanecía sentado muy rígido en una silla y la escuchaba con atención, tratando de comprender bien y de responder bien. El estado de ánimo provocado por su última entrevista con Maslova continuaba manifestándose por una alegría tranquila y una buena disposición hacia todos los hombres.
No es a ella a quien quiero hacer mejor; es a mí dijo por fin.
Natalia Ivanovna lanzó un suspiro.
Pero, ¿no dispones para eso de otros medios que el casamiento?
Yo creo, por mi parte, que es el medio mejor, sobre todo porque me abre la entrada a un mundo donde puedo hacerme útil.
Dudo dijo Natalia Ivanovna que eso pueda hacerte feliz.
No es cuestión de mi felicidad.
Sí, comprendo. Pero si ella tiene corazón, un casamiento así no la haría dichosa: no puede desearlo.
Y así es, no lo desea.
Pero, en fin..., la vida...
¿Qué le pasa a la vida?
La vida exige otra cosa.
No exige nada más sino que cumplamos nuestro deber respondió Nejludov, observando el bello rostro de su hermana, marcado ya por los años con algunas arrugas alrededor de los ojos y de la boca.
No lo comprendo dijo ella con un nuevo suspiro.
«¡La pobre, la querida, cuánto ha cambiado!», pensaba Nejludov recordando a Natacha cuando jovencita, y experimentando por ella un tierno sentimiento al que se mezclaban numerosos recuerdos de la infancia.
En aquel momento, Ignaty Nikiforovitch entró en la habitación, llevando, como siempre, la cabeza alta y el pecho bombeado, caminando lentamente, pero con un paso ágil, y sonriendo mientras brillaban sus gafas, su calvicie y su barba negra.
Buenos días. ¿Cómo está usted? dijo con afectación. Aunque inmediatamente después del casamiento habían tratado de tutearse, se habían quedado con el «usted».
Se estrecharon la mano a Ignaty Nikiforovitch se dejó caer dulcemente en una butaca.
¿No os molesto en vuestra conversación?
No. No oculto a nadie ni lo que digo ni lo que hago.
Al volver a ver aquel rostro, aquellas manos peludas, al oír aquel tono de voz condescendiente y que rebosaba suficiencia, las disposiciones amistosas de Nejludov se habían desvanecido de repente.
Sí, hablamos de su proyecto dijo Natalia Ivanovna. ¿Quieres que te sirva? añadió, cogiendo la tetera.
Si me haces el favor... ¿Y de qué proyecto se trata?
El de ir a Siberia con el convoy de presos donde se encuentra la mujer para la cual me considero culpable declaró Nejludov.
Incluso he oído decir que no se trataba solamente de acompañarla, sino de algo más.
Sí, de casarme con ella, si ella consiente.
¡Ah!, ¿sí? Pues, si no tiene usted inconveniente, le agradecería que me explicase los motivos. Yo no los comprendo.
Los motivos son que esta mujer... su primer paso en el camino del vicio...
Nejludov no llegaba a encontrar una expresión conveniente, y eso no hacía más que irritarlo en mayor grado.
El motivo es que soy yo el culpable, y es a ella a quien castigan.
¡Oh, si la han castigado, es que probablemente tampoco ella es inocente!
¡Es absolutamente inocente!
Y Nejludov, con una agitación superflua, contó toda la historia del proceso.
Sí, negligencia del presidente y, como consecuencia, irreflexión de los jurados. Mas para ese caso está el Senado.
Él Senado ha rechazado el recurso.
Entonces, es que los motivos de casación eran insuficientes replicó Ignaty Nikiforovitch, quien por lo visto era de la opinión de los que creen que la verdad es el resultado de la actuación judicial. El Senado no tiene por qué examinar los asuntos en cuanto al fondo. Pero si verdaderamente hubo error, se habría debido presentar un recurso de gracia.
Lo hemos presentado ya, pero no hay ninguna probabilidad de éxito. Harán una pregunta al Ministerio, el Ministerio se dirigirá al Senado, y el Senado confirmará su decisión. Y, como siempre, el inocente será castigado.
Por lo pronto, el Ministerio no se dirigirá al Senado dijo Ignaty Nikiforovitch con una sonrisa condescendiente. Pedirá el expediente del caso y, si reconoce su error, tomará las conclusiones que procedan. Además, los inocentes nunca son condenados, o lo son muy rara vez. Solo se condena a los culpables añadió tranquilamente, con una sonrisa de suficiencia.
Pues bien, yo tengo la prueba de lo contrario afirmó Nejludov, cada vez de peor talante hacia su cuñado. He adquirido la certidumbre de que casi la mitad condenados por los tribunales son inocentes.
¿Cómo puede ser eso?
Son inocentes en el sentido más estricto de la palabra, como esta mujer lo es de haber envenenado al comerciante; como lo es ese campesino condenado, como he sabido, por un asesinato que no ha cometido; como lo son un hijo y una madre, acusados de un incendio del que el autor es otro al cual, no han condenado.
Sin duda, siempre hubo y siempre seguirá habiendo errores judiciales. La justicia humana no puede tener aspiraciones de ser infalible.
Y además, en su mayoría, los condenados son inocentes, porque, criados en determinados medios, no consideran criminales los actos que han cometido.
Perdón; eso no es exacto. Cualquier ladrón sabe muy bien que el robo no es una buena acción, que no debe robar, que es inmoral robar dijo Ignaty Nikiforovitch con aquella misma sonrisa tranquila, segura y desdeñosa, que tanto irritaba a Nejludov.
¡No, no lo sabe! Le dicen que no robe, pero él ve y sabe que sus patronos le roban su trabajo o no le pagan bastante; que el gobierno, con todos sus funcionarios, le roba en forma de impuestos.
¡Eso es anarquismo! dijo Ignaty Nikiforovitch, definiendo así, con impasibilidad, el sentido de las palabras de su cuñado.
Poco me importa cómo se llame lo que digo, pero lo que digo es lo que es replicó Nejludov. Ese hombre sabe que el gobierno le roba; sabe que nosotros, los propietarios rústicos, le hemos robado desde hace mucho tiempo, despojándolo de su tierra, que debería ser propiedad común. Y cuando, después de eso, coge en nuestros bosques algunas ramas de leña muerta para encender su fuego, lo metemos en la cárcel, haciéndole creer que es un ladrón. Pero él sabe que no es él el ladrón, sino el que le ha robado a él la tierra, y, con respecto a su familia, considera como un deber cualquier restitución de la cosa robada.
No le comprendo a usted, o más bien, no estoy de acuerdo con usted. La tierra tiene que ser forzosamente propiedad de un dueño. Si hoy la reparte usted en panes iguales, mañana habrá ido a parar a los más trabajadores y a los más hábiles dijo Ignaty Níkiforovitch, seguro esta vez de que Nejludov era un socialista; no menos seguro de que la doctrina socialista consiste en el reparto igual de la tierra entre todos, que es perfectamente estúpida y que esa teoría es fácil de refutar.
Pero nadie le está hablando a usted de repartir la tierra en partes iguales. La tierra no debe pertenecer a nadie y no debe ser un objeto de venta ni de compra ni de arriendo.
Él derecho de propiedad es natural al hombre. Si no existiera, nadie se preocuparía de cultivar el suelo. Suprimir el derecho de propiedad es volver inmediatamente al estado salvaje declaró con autoridad Ignaty Nikiforovitch, repitiendo el conocido argumento a favor de la propiedad rústica, argumento considerado como irrefutable, porque la principal razón de la propiedad rústica es la sed de poseer.
Al contrario, el suelo no estaría en barbecho como lo está hoy, puesto que los propietarios rústicos, que no saben cultivarlo ellos mismos, al menos no impedirían trabajarlo a los que saben.
Escuche, Dmitri Ivanovitch; lo que usted dice es absolutamente desatinado. ¿Es posible, en nuestra época, suprimir el derecho de propiedad? Ya sé que es la manía de usted. Pero permítame decírselo francamente...
De pronto, el rostro de Ignaty Nikiforovitch se había puesto completamente pálido, y su voz había empezado a temblar. Sin duda alguna, aquella cuestión lo afectaba de modo especial.
Con toda sinceridad, le aconsejaría que reflexionase aún sobre sus proyectos antes de llevarlos a la práctica.
¿Quiere usted hablar de mis asuntos personales?
Sí, estimo que todos nosotros, los que ocupamos una cierta situación, debemos asumir los deberos que de la misma se derivan para nosotros. Debemos conservar las condiciones de existencia que resultan de nuestro nacimiento, que nuestros padres nos han legado y que es nuestro deber transmitir a nuestros descendientes...
Yo considero como deber mío...
Permítame dijo Ignaty Nikiforovitch sin dejarse interrumpir. Mi interés, o el de mis hijos, no tienen nada que ver con lo que le estoy diciendo. La suerte de ellos está asegurada y, en cuanto a mí, gano lo suficiente para vivir con holgura. Por eso mi protesta contra la conducta de usted, insuficientemente meditada, permítame decírselo; no puede tener por motivo un interés personal, sino una convicción de principio y, por consiguiente, yo no sabría compartir su manera de ver las cosas. Le ruego, pues, que reflexione un poco más, que lea...
Le agradeceré que me deje resolver mis asuntos por mi cuenta, así como el saber lo que me hace falta o no me hace falta leer dijo Nejludov palideciendo. Sintió que las manos se le ponían frías y que no era ya dueño de sí. Se calló y se puso a beber su taza de té.
XXXIII
Bueno, ¿y los niños? preguntó Nejludov a su hermana, después de haber recobrado un poco la calma.
Ella respondió que los niños se habían quedado con su abuela paterna; y, encantada de que hubiese cesado la discusión de su hermano con su marido, contó como sus hijos jugaban a los viajes con sus muñecas, exactamente como Nejludov jugaba, en su infancia, con su negro y una muñeca a la que él llamaba «La Francesa».
¿Todavía te acuerdas de eso? dijo Nejludov sonriendo.
Sí, y precisamente ellos juegan de la misma manera.
La impresión penosa había desaparecido. Natalia, tranquilizada, pero queriendo evitar hablar delante de su marido de cosas que sólo ella y su hermano comprendían, encauzó la conversación sobre la desgracia de la señora Kamensky, quien había perdido en duelo a su hijo único.
Ignaty Nikiforovitch desaprobó las costumbres que permiten que un homicidio en duelo esté excluido de la categoría de los crímenes de derecho común.
Este comentario provocó una réplica de Nejludov, y de nuevo se enzarzó una discusión en la que ninguno de los dos adversarios pudo expresar todo su pensamiento, y cada uno permaneció con sus convicciones opuestas a las del otro.
Ignaty Nikiforovitch comprendía que Nejludov desaprobaba y despreciaba sus ocupaciones; y, por su parte, tenía el mayor interés en demostrarle la injusticia de esa desaprobación. A Nejludov, a su vez, lo irritaba ver como su cuñado se mezclaba en sus asuntos, aunque, en el fondo de su corazón, reconocía que, en tanto que herederos suyos, su cuñado, su hermana y los hijos de ambos tenían derecho a hacerlo. Pero lo que más lo irritaba era la seguridad y la suficiencia con que aquel hombre obtuso se empeñaba en admitir como razonables unos principios que él, Nejludov, consideraba absurdos a incluso criminales.
Entonces, ¿qué debería hacer la justicia? preguntó.
Pues condenar al duelista superviviente a trabajos forzados como a un simple homicida.
Nejludov sintió enseguida que las manos se le ponían frías, y dijo con irritación:
¿Y qué objeto tendría eso?
Sería sencillamente justo.
¡Como si la organización judicial que existe ahora tuviera algo que ver con la justicia! dijo Nejludov.
Pues ¿qué otro fin tiene, si no?
Mantener los intereses de castas. Para mí, la justicia es simplemente un medio administrativo para conservar el actual orden de cosas, beneficioso para nuestra clase.
He aquí un punto de vista muy nuevo respondió Ignaty Nikiforovitch con su tranquila sonrisa. Por lo general, se atribuye a la justicia un papel muy distinto...
En teoría, pero no en la práctica: me he dado cuenta muy bien. Nuestros tribunales no sirven más que para mantener a la sociedad en su estado presente; resulta de ello que persiguen y castigan lo mismo a quienes están por encima del nivel común y quieren elevarlo, aquellos a quienes se llama criminales políticos, que a los que están por debajo, aquellos a quienes se llama criminales natos.
Primeramente, no puedo estar de acuerdo en que a los criminales políticos se les castigue porque estén por encima del nivel medio. En su mayor parte son desechos de la sociedad tan pervertidos, aunque de otra manera, como los tipos criminales que usted coloca por debajo del nivel medio.
Y yo conozco a hombres incomparablemente superiores a sus jueces. Todos los afiliados a sectas son gente de una moralidad absoluta, de una firmeza...
Pero Ignaty Nikiforovitch no era hombre que se dejase arrebatar la palabra. Continuó hablando sin escuchar a Nejludov e irritándolo por tanto aún más.
Tampoco puedo estar de acuerdo en que los tribunales tengan por objeto mantener el orden de cosas existente. Tienen un objeto doble: primeramente, corregir...
¡Bonita, la corrección en las cárceles! interrumpió Nejludov.
...o mantener apartados continuó Ignaty Nikiforovitch, sin dejarse desviar a esos hombres depravados o feroces que amenazan la vida social.
Pero es que precisamente los tribunales no hacen ni una cosa ni otra. La sociedad no puede nada contra eso.
¿Qué quiere decir? No comprendo.
Quiero decir que por lo que se refiere a castigos razonables no hay más que dos, los dos únicos que se empleaban antiguamente: el látigo y la muerte, que, a consecuencia de la suavización de las costumbres, cada vez se usan menos.
¡Eso sí que es original, y sorprende mucho que sea usted quien lo diga!
Pues sí: es lógico hacer sufrir a un hombre para impedirle renovar un acto que le ha acarreado sufrimientos; es lógico también cortar la cabeza a aquel de los miembros de la sociedad que resulta peligroso para ésta. Pero, ¿qué sentido tiene agarrar a un hombre, depravado ya por la pereza y el mal ejemplo, para encerrarlo en una cárcel donde la pereza se le convierte en algo obligatorio y donde está rodeado por doquier de malos ejemplos? ¿Qué sentido tiene transportarlo a expensas del Estado (cada deportado cuesta más de quinientos rublos) desde el gobierno de Tula al de Irkutsk o al de Kursk...?
Sin embargo, los hombres temen estos viajes a expensas del Estado; sin ellos y sin las cárceles, no estaríamos sentados tranquilamente aquí como lo estamos en estos momentos.
Pero es que esas cárceles de ustedes no garantizan en absoluto nuestra seguridad, puesto que los criminales no quedan allí perpetuamente, sino que se les suelta. Por el contrario, en esos establecimientos, los hombres se hacen más viciosos y, por consecuencia, más peligrosos.
Quiere usted decir que nuestro sistema penitenciario tiene necesidad de perfeccionamiento, ¿no?
¡Imposible perfeccionarlo! Si se quisiera hacerlo, se perdería más dinero aún que el que se pierde extendiendo la instrucción pública, y sería una nueva carga para el mismo pueblo.
Pero los defectos del sistema penitenciario no tienen nada que ver con los tribunales continuó Ignaty Nikiforovitch sin escuchar a su cuñado.
¡Es absolutamente imposible remediar esos defectos! replicó Nejludov alzando la voz.
Pero, entonces, ¿qué, que se mate? ¿O bien, como propuso recientemente un estadista, que se saquen los ojos a los criminales? preguntó Ignaty Nikiforovitch con una sonrisa triunfal.
Eso sería cruel, pero por lo menos sería consecuente. En cambio, lo que se hace ahora no sólo es cruel a inconsecuente, sino tan estúpido que es imposible comprender cómo hombres de espíritu sano pueden participar en una obra tan cruel y tan insensata como la del tribunal de lo criminal.
¡Sin embargo, yo formo parte de esa obra! dijo, palideciendo, Ignaty Nikiforovitch.
Eso es asunto suyo. Por mi parte, no lo comprendo.
Hay muchas cosas, creo, que usted no comprende dijo Ignaty Nikiforovitch con voz temblorosa.
He visto, en la Audiencia, cómo un fiscal se empeñó en hacer condenar a un pobre muchacho que no habría inspirado más que lástima a cualquier hombre de juicio recto. Sé cómo otro fiscal, después de interrogar a un «sectario», le aplicaba la ley criminal por una simple lectura del Evangelio. Por lo demás, la obra entera de los tribunales no consiste más que en actos crueles o estúpidos.
Yo no sería magistrado si tuviese esa opinión respondió Ignaty Nikiforovitch poniéndose en pie.
Nejludov creyó ver brillar algo tras las gafas de su cuñado. «¿Serán lágrimas?», pensó. Efectivamente, eran lágrimas, vertidas por un hombre ofendido. Ignaty Nikiforovitch se acercó a la ventana, sacó su pañuelo, tosió, se limpió las gafas y seguidamente se secó los ojos. Luego se sentó en el diván, encendió un cigarro y se quedó callado.
Al pensar que había herido tan profundamente a su cuñado y a su hermana, Nejludov se puso tanto más triste y avergonzado cuanto que partía al día siguiente y sabía que ya no tendría ocasión de volver a verlos. Muy turbado, se despidió de ellos.
«Quizás es verdad lo que le he dicho; por lo menos no ha podido objetarme nada; pero yo no habría debido hablarle de esa manera. Entonces, ¿es que el cambio que se ha operado en mí no es tan profundo, que he podido irritarme tanto, ofenderlo así y causar tanta pena a mí pobre Natacha?»; pensó.