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Resurrección
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 15:13

Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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VII

El día del altercado entre el jefe del convoy y los presos a propósito de la niña, Nejludov, que se había alojado en el albergue, se levantó tarde; había dedicado además la mayor parte de la mañana a las cartas que preparaba para el centro principal de la provincia; por lo que, puesto en camino más tarde que de costumbre, no había podido alcanzar al convoy durante la ruta, como lo hacía generalmente, y llegó a la caída de la tarde al pueblo donde el convoy se había detenido, para un alto.

Aquí, el albergue estaba regido por una viuda, una mujer de cuello blanco y muy grueso. Nejludov, después de haber tomado el té en la habitación reservada para los huéspedes de calidad y adornada con numerosos iconos y cuadros, se apresuró a ir a ver al jefe del convoy para pedirle que lo autorizara a comunicarse con los presos.

Durante las seis etapas precedentes, los jefes de convoy, aunque cambiados en cada etapa, habían negado uniformemente a Nejludov el acceso a la cárcel de tránsito, de forma que hacía ya más de una semana que no había podido ver a Katucha. Esta severidad se debía a que se esperaba el paso de un alto funcionario de la administración penitenciaria. Ahora que éste había pasado sin inspeccionar nada, Nejludov esperaba obtener del oficial que había tomado el mando por la mañana, como lo había obtenido de sus colegas, autorización para ver a los presos.

La patrona del albergue ofreció a Nejludov un tarentasspara trasladarse hasta la cárcel de tránsito, situada al otro extremo del pueblo; pero él prefirió dirigirse allí a pie. Un muchacho joven, hércules de anchos hombros, con enormes botas recién embreadas, empleado en el albergue, le propuso conducirlo hasta allí. Caía la escarcha y había tanta oscuridad, que a tres pasos Nejludov no distinguía ya a su compañero; en cuanto la luz dejaba de filtrarse por las ventanas, no oía más que el chapoteo de las botas del campesino en un fango espeso y pegajoso. Después de haber atravesado una plaza donde se alzaba una iglesia y cogido por una larga calle bordeada de casas con ventanas iluminadas, Nejludov, en pos de su guía, se encontró en la extremidad del pueblo, en una oscuridad completa. Pero pronto, allí también, divisó el resplandor de los faroles en la niebla. Las manchas rojizas se alargaban y alumbraban cada vez más. Empezó a distinguir los postes del recinto, la silueta negra de un centinela que hacía guardia caminando de arriba abajo y de abajo arriba, los mojones pintados a rayas y la garita.

El centinela lanzó su reglamentario «¡Alto!, ¿quién vive?» Y al enterarse de que eran desconocidos, llevó la severidad hasta el extremo de no permitirles ni siquiera aguardar cerca del vallado. Pero esto no consiguió turbar lo más mínimo al guía de Nejludov.

¡Vamos, muchacho, qué desconfiado eres! le dijo. ¡Vamos, llama a un cabo y esperaremos!

Sin responderle, el centinela gritó algo por la puertecita del patio, y luego se puso a mirar con atención cómo, a la luz del farol, el robusto muchacho se las ingeniaba para desembarrar, con la ayuda de un trozo de madera, las botas de Nejludov. Detrás de la valla se oía un ruido de voces masculinas y femeninas. Tres minutos después sonaron los cerrojos de la puertecita y ésta se abrió; un cabo, el capote echado sobre los hombros, surgió de la penumbra a la zona iluminada por la luz del farol y preguntó qué querían. Nejludov le entregó su tarjeta de visita en la que previamente había escrito algunas palabras rogando al oficial que lo recibiese para un asunto personal.

El cabo era menos severo que el centinela, pero, en compensación, muy curioso. Se empeñaba en saber para qué quería el príncipe ver al oficial, porque evidentemente husmeaba algún beneficio y no quería perder la ocasión. Nejludov le dijo que se trataba de un asunto particular, le pidió que hiciese el favor de transmitir su mensaje y le aseguró que sabría agradecérselo. El otro cogió la tarjeta y se alejó después de una señal de aquiescencia con la cabeza. Algunos instantes después, la puertecita rechinó de nuevo y salieron mujeres cargadas de cestos, de jarras de leche y de sacos. Hablando ruidosamente en su idioma siberiano, una a una cruzaban la puerta. Iban todas vestidas no de campesinas, sino con abrigo y pelliza de ciudad; tenían arremangadas las faldas, y las cabezas envueltas en pañuelos. A la luz del farol miraban con curiosidad a Nejludov y a su guía. Una de ellas, evidentemente contenta por encontrarse con el muchacho de anchos hombros, le lanzó inmediatamente una imprecación afectuosa.

¿Qué demonios haces tú por aquí? le preguntó ella.

He traído a un viajero. ¿Y tú, qué llevabas?

Leche; esta mañana me dijeron que la trajera.

¿Y no te han dejado pasar la noche?

¡Qué sinvergüenza eres, barbián! gritó ella riendo. ¡Vamos, acompáñanos hasta el pueblo!

El muchacho le lanzó una réplica que hizo reír no solamente a las mujeres, sino también al centinela; luego, volviéndose hacia Nejludov, le preguntó:

¿Sabrá usted volver solo? ¿No se perderá?

Vete tranquilo, ya sabré.

Cuando haya usted pasado la iglesia, después de la casa de dos pisos, será la segunda a la derecha. Y quédese con mi cachiporra dijo, entregando a Nejludov un bastón más largo que un hombre; luego, haciendo resonar sus enormes botas, desapareció en las tinieblas, en compañía de las mujeres.

Mezcladas a las de éstas, su voz se oía aún cuando la puertecita rechinó de nuevo; el cabo salió a invitó a Nejludov a seguirlo al cuarto del oficial.

VIII

El edificio de la cárcel de tránsito estaba construido según el modelo de todos los que jalonan la gran ruta de Siberia. En el patio, rodeado de una empalizada de afilados postes, había tres construcciones de un piso: una, la mayor, de ventanas con rejas, estaba reservada para los presos; la segunda, para la escolta, y la tercera, para el oficial jefe del convoy y para la oficina. Las tres casas estaban iluminadas en ese momento, y esas luces, como siempre, y sobre todo aquí, daban la ilusión de algo bueno, íntimo y caliente. Ante las escalinatas brillaban unos faroles, y otros cinco, colgados de las paredes, iluminaban el patio.

Siguiendo una plancha colocada en tierra, el cabo condujo a Nejludov al alojamiento del oficial. Después de haber franqueado los tres peldaños de la escalinata, se apartó ante el príncipe y lo hizo entrar en un vestíbulo alumbrado por una lamparita humeante. Cerca de la estufa, un soldado en mangas de camisa, con corbata y pantalón negros, se había quitado una de sus polainas y se servía de ella como de un soplillo para activar el fuego del samovar. Al divisar a Nejludov, suspendió su trabajo, lo ayudó a quitarse su chaquetón de cuero y entró en la estancia contigua.

Ya ha llegado, mi teniente.

Bueno, hazlo entrar respondió una voz regañona.

Entre usted dijo el soldado, volviendo a cuidarse de su samovar.

En la segunda habitación, alumbrada por una lámpara colgante, ante una mesa cargada con los restos de una cena y de dos botellas, estaba sentado el oficial; un dulimán austríaco moldeaba su ancho pecho y sus hombros, y grandes bigotes rubios cortaban su rostro, muy rojo. En la estancia, demasiado calurosa, un tufillo de tabaco se mezclaba a un violento olor a colonia barata.

A la vista de Nejludov, el oficial se levantó y clavó en él una mirada medio burlona, medio suspicaz.

¿Qué desea usted? dijo. Y, sin esperar la respuesta, gritó hacia la puerta : ¡Bernov! ¿Cuándo estará listo el samovar?

¡Al instante!

Voy a darte tantos al instante, que te vas a acordar mucho tiempo gritó el oficial con un relámpago en la mirada.

Ya lo llevo.

Y el soldado entró con el samovar.

Nejludov esperó a que el soldado lo hubiese colocado sobre la mesa. El oficial, espiando a éste con sus ojillos malignos como si lo enfilara y buscase el sitio donde golpearle, preparó el té; luego sacó de su maletín un frasco cuadrado y bizcochos. Habiendo colocado todo sobre el mantel, se volvió hacia Nejludov:

Bueno, ¿en qué puedo servirle?

Desearía que me autorizase a ver a una presa dijo Nejludov, todavía en pie.

¿Es una «política»? El reglamento lo prohíbe.

Esa mujer no es una condenada política,

Pero, siéntese usted, se lo ruego dijo el oficial.

Nejludov se sentó.

No es una «política» explicó, pero, a instancias mías, la autoridad superior le ha permitido hacer la ruta con la sección política...

¡Ah, sí, ya sé! interrumpió el oficial. ¿Una bajita, morenita? Bueno, eso sí es posible. ¿Quiere usted fumar?

Tendió a Nejludov una lata de cigarrillos y, después de haber llenado con cuidado dos vasos de té, alargó uno a Nejludov.

Tome usted.

Gracias. Desearía verla cuanto antes.

Pero la noche es larga; tendrá usted tiempo de sobra. Diré que la traigan.

¿No sería posible ir a verla donde está?

¿En la sección de los políticos? Es contrario al reglamento.

Ya me han autorizado varias veces. Si se teme que yo entregue algo, podría hacerlo también por conducto de ella.

¡Ah, no, a ella la registrarán! dijo el oficial con una risa desagradable.

Pues entonces, que me registren a mí.

Bueno, no hará falta dijo el oficial inclinando el frasco, una vez que le quitó el tapón, encima del vaso de Nejludov. ¿Quiere usted? ¿No? Como guste. Cuando se vive en esta Siberia, se recibe siempre una alegría al encontrar a un hombre de mundo; usted sabe cuán triste es nuestro servicio. Y cuando se está acostumbrado a otra cosa, resulta verdaderamente muy penoso. Sin embargo, nosotros, los oficiales de convoyes, pasamos por ser hombres groseros, ignorantes, sin que a nadie se le ocurra pensar que quizás uno había nacido para una ocupación completamente distinta.

El rostro carmesí del oficial, sus perfumes, su sortija, y particularmente su risa desagradable, disgustaban a Nejludov; pero, aquella noche, como durante todo su viaje, se encontraba en esa disposición de espíritu seria y reflexiva que no le permitía tratar a nadie con ligereza y desprecio; juzgaba necesario hablar a cada hombre con el corazón en la mano, como decía él mismo. Después de haber escuchado al oficial y comprendido su estado de ánimo, le dijo gravemente:

Creo que, incluso en la función de usted, se puede intentar un consuelo aliviando los sufrimientos de los presos.

¿Y cuáles son sus sufrimientos? ¡Es una ralea tal...!

¿Por qué una ralea? preguntó Nejludov. Son hombres como los demás. Incluso hay inocentes entre ellos.

Desde luego, los hay de todas clases. Y uno les tiene lástima. Otros no dejan pasar nada; pero yo, siempre que puedo, trato de aliviarlos. Otros, a la menor cosa.., el reglamento e incluso el fusilamiento. Por mi parte, tengo piedad... ¿Quiere usted? Tome, entonces dijo, sirviendo un nuevo vaso de té. ¿Y qué es esa mujer a la que usted quiere ver?

Es una desgraciada caída en una casa pública y allí falsamente acusada de envenenamiento. Sin embargo, es una mujer muy buena.

El oficial meneó la cabeza con aire compasivo.

Sí, son cosas que pasan. Mire usted, había una en Kazán que se llamaba Emma. Húngara de origen y con verdaderos ojos de persa dijo, sonriendo ante ese recuerdo, y chic, como una verdadera condesa...

Nejludov interrumpió al oficial para volverlo a llevar a la idea primera.

Creo que usted puede aliviar la situación de estos hombres mientras están bajo su mando. Y estoy seguro de que al obrar así experimentaría usted una gran satisfacción dijo Nejludov, procurando pronunciar aquellas palabras lo más claramente posible, como se habla cuando se dirige uno a extranjeros o a niños.

El oficial miraba a Nejludov con sus brillantes ojillos y, con visible impaciencia, esperaba que terminase para reanudar el relato de su húngara con ojos de persa, que, sin duda alguna, lo tenía obsesionado y absorbía toda su atención.

Desde luego, es verdad dijo ; por eso les tengo lástima. Pero lo que quería contarle a usted a propósito de esa Emma es que en una ocasión...

Es cosa que no me interesa dijo Nejludov. E incluso le diré a usted francamente que aunque yo haya sido muy distinto en otros tiempos, hoy detesto esa manera de considerar a la mujer.

El oficial miró a Nejludov con estupefacción.

¿Otro poco de té? dijo.

No, gracias.

–!Bernov gritó el oficial, lleva al señor a Valculov! Dile que deje entrar al señor en la celda de los «políticos», donde podrá permanecer hasta la hora de retreta.

IX

Acompañado del asistente, Nejludov volvió a salir al patio oscuro, débilmente iluminado por la luz rojiza de los faroles.

¿Adónde vas? preguntó un soldado al ordenanza.

A la sala número cinco.

No podrás pasar por aquí: está cerrado con llave; hay que entrar por la otra escalinata.

¿Y por qué está cerrado?

Ha cerrado el suboficial y se ha marchado al pueblo.

Por aquí, entonces. Siguiendo la pista de planchas, el soldado condujo a Nejludov hacia la escalinata de otra entrada. Desde el patio se oía un bordoneo de voces y el rumor de la agitación interior, como cerca de una colmena en pleno trabajo. Cuando Nejludov se aproximó y la puerta se abrió, aquel rumor creció aún más y oyó un tumulto de voces que se apostrofaban, se injuriaban, gritaban; a ese ruido se mezclaban los tintineos variables y cambiantes de las cadenas, en tanto que el pesado tufo que se había hecho familiar para Nejludov le golpeaba en la nariz.

Estas dos impresiones, el ruido sordo de las voces mezclado al tintineo de las cadenas y aquel olor horrible provocaban en Nejludov un solo y único sentimiento penoso, una especie de desfallecimiento moral que llegaba hasta las náuseas físicas. Y esas dos sensaciones se confundían para reforzarse una a otra.

Al entrar en el vestíbulo donde estaba colocado un tonel hediondo, la primera cosa que vio Nejludov fue a una mujer sentada al borde mismo de la cubeta. Frente a ella estaba un hombre, la gorra, en forma de plato, puesta de lado en su rapada cabeza. Los dos hablaban en voz baja. Al divisar a Nejludov, el preso le guiñó un ojo y dijo:

Hasta el zar tiene que hacerlo.

La mujer dejó caer los faldones de su capote y bajó los ojos.

Al vestíbulo daba un corredor en el que se abrían las puertas de las celdas. La primera era la de las parejas casadas, luego seguía una gran sala para los solteros y, al extremo del corredor, dos celdas pequeñas para los condenados políticos. El edificio de la cárcel de tránsito, preparado para ciento cincuenta hombres, contenía cuatrocientos cincuenta, y estaba tan abarrotado, que los presos, no habiendo encontrado sitio en las celdas, llenaban el corredor. Unos estaban sentados o acostados en el suelo; otros iban y venían con teteras vacías o llenas de agua caliente.

Entre ellos se encontraba Tarass. Corrió detrás de Nejludov y lo abordó con afectuosa solicitud. La bondadosa cara de Tarass estaba llena de cardenales y tenía un ojo hinchado.

¿Qué te pasa? preguntó Nejludov.

He tenido un asuntillo dijo Tarass sonriendo.

No hacen más que pelearse dijo el asistente con desdén.

Es a causa de su mujer añadió un preso que caminaba detrás de ellos. Se ha pegado con Fedka, el tuerto.

¿Cómo está Fedosia? preguntó Nejludov. '

Está bien; le llevo agua caliente para el té respondió Tarass, entrando en la celda de los presos casados.

Desde la puerta, Nejludov lanzó un vistazo: toda la sala estaba llena de mujeres y de hombres, sobre los camastros o debajo. Las ropas mojadas que habían puesto a secar despedían un espeso vapor, y las voces de las mujeres formaban una algarabía ininterrumpida.

La celda siguiente, la de los solteros, estaba más abarrotada aún; la ruidosa muchedumbre se desbordaba hasta el corredor y se agitaba con sus mojadas ropas. El ordenanza explicó a Nejludov que el preso más antiguo entregaba a los croupiers, a cambio de fichas, el dinero destinado a las provisiones y prematuramente perdido por los jugadores. A la vista del ordenanza y del «señor», los más próximos se callaron y examinaron a los intrusos con miradas malévolas. Entre los distribuidores, Nejludov distinguió a Fedorov, el forzado al que conocía y que llevaba siempre cerca de él a un lastimoso jovencito, pálido y abotagado, de cejas fuertemente arqueadas; vio también a un repulsivo vagabundo de rostro marcado por la viruela, sin nariz; como sabían todos, durante una evasión por la taiga, había matado a su camarada para alimentarse con su carne. Se mantenía en el corredor con el mojado capote echado sobre los hombros, y, con aire burlón a insolente, miraba a Nejludov, sin apartarse para dejarle paso.

Nejludov le dio un rodeo.

Por familiar que le resultara aquel espectáculo, por frecuentemente que, durante aquellos tres meses, hubiese visto a los cuatrocientos presos comunes en circunstancias distintas: bajo el calor, en la nube de polvo levantada por sus cadenas, durante las paradas a lo largo del camino, durante los altos; en el patio, donde transcurrían libre y abiertamente escenas de desenfreno; cada vez que aparecía entre ellos y sentía, como ahora, que fijaban en él su atención, experimentaba una vergüenza escocedora y tenía conciencia de su culpabilidad para con ellos. Y este doble sentimiento de vergüenza y de culpabilidad le parecía más penoso aún por el hecho de que se mezclaba al mismo una insuperable sensación de repugnancia y de horror. En la situación en que estaban, sabía él que no podían ser de otra manera, y, sin embargo, no podía dominar la repulsión que le inspiraban.

¡Buena vida se dan los holgazanes! dijo una voz ronca que profirió además una palabrota obscena en el momento en que Nejludov se acercaba a la puerta de la sección política.

A aquello, los presos respondieron con una risotada que resonó maligna y burlona.

X

Después de haber rebasado la celda de los solteros, el suboficial que guiaba a Nejludov le dijo que volvería a buscarlo después del toque de retreta. Apenas se había alejado, cuando un preso, descalzo, recogiendo sus cadenas con las manos, corrió hacia Nejludov, se colocó muy cerca de él, exhalando el acre tufo de su sudor, y le sopló misteriosamente al oído:

¡Venga en nuestra ayuda, barin! Han engañado completamente al muchacho; lo emborracharon, y esta mañana, al pasar lista, durante el relevo del mando del convoy, ha respondido en el sitio y lugar de Karamanov. ¡Venga en su ayuda! ¡Nosotros no podemos, nos matarían! y el preso, mirando con inquietud en torno de él, se alejó inmediatamente.

He aquí de qué se trataba: el forzado Karamanov había persuadido a un preso que se le parecía y que iba simplemente deportado a que hicieran el cambio de sus respectivas penas: el forzado se convertiría en deportado y el deportado iría a reemplazar al otro en los trabajos forzados.

Nejludov conocía ya aquel asunto, porque el mismo preso lo había informado ocho días antes. Hizo señas de que había comprendido y de que haría lo que le fuera posible; luego, sin volverse, prosiguió su camino.

Nejludov había visto por primera vez en Ekaterineburg a aquel preso que le había rogado que obtuviese para su mujer la autorización para seguirlo. Era un hombre de estatura mediana, con aire de campesino ruso ordinario, de unos treinta años, condenado a trabajos forzados por tentativa de asesinato que tenía por móvil el robo. Se llamaba Makar Dievkin. Su crimen era bastante extraño. Según Makar, no era acción de él mismo, sino del «espíritu maligno». Le había contado a Nejludov que un viajero había ido a casa de su padre y le había alquilado por dos rublos un trineo para dirigirse a un pueblo que estaba a una distancia de 40 verstas; Makar debía llevarlo allí. Había enganchado el caballo, se había preparado para la partida y se había puesto a beber té en compañía del viajero. Éste le había contado que iba a casarse y que llevaba encima quinientos rublos que había ganado en Moscú. Al oír esta noticia, Makar había salido al patio y había escondido un hacha bajo la paja del trineo.

Ni yo mismo sabía por qué cogía el hacha contaba. «¡Coge el hacha!», me dijo él, y la cogí. Subimos, el trineo se puso en marcha, avanzábamos. La cosa va bien. Yo me había olvidado completamente del hacha. Pero he aquí que nos acercamos al pueblo. Quedaban todavía unas seis verstas; antes de la unión del camino vecinal con la carretera, hay una cuesta arriba. Bajé del trineo y caminé al lado. Y élme soplaba: «¿En qué piensas? En lo alto de la cuesta, la carretera está llena de transeúntes. Después viene el pueblo, y él se llevará el dinero. Si quieres hacerlo, no debes vacilar.» Entonces, me agaché hacia el trineo como para arreglar la paja, y he aquí que el hacha se me viene sola a las manos. El viajero se volvió: «¿Qué pasa?», dijo. Blandí el hacha, con la intención de matarlo; pero el hombre saltó vivamente del trineo y me agarró los brazos. «¿Qué estás haciendo, bandido...?» Me derribó en la nieve. Yo ni siquiera luchaba y dejaba que hiciera conmigo lo que quisiese. Me ató las manos con su cinturón, me echó al trineo y me condujo directamente al cuartelillo. Me encarcelaron y me juzgaron. En mi aldea dieron de mí buenos informes; mi patrón habló también de mí en buenos términos; pero yo no tenía para pagar a un abogado. Así, pues, me condenaron a cuatro años concluyó Makar.

Y he aquí que este hombre, queriendo salvar a uno de sus paisanos y sabiendo que al hacer esa comunicación se jugaba la vida, revelaba sin embargo a Nejludov el secreto de los presos. Si éstos se hubiesen enterado, con seguridad lo habrían estrangulado.


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