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Resurrección
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 15:13

Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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XXVII

La princesa Sofía Vassilievna acababa de terminar su cena, muy delicada pero muy reconfortante y que ella siempre tomaba sola, por temor a que la vieran en aquella ocupación poco poética. El café lo servían sobre un velador cerca de su canapé, y ella fumaba cigarrillos. Era morena, delgada y larguirucha, con largos dientes y grandes ojos negros, y se esforzaba en darse aún aires de jovencita.

Se chismorreaba sobre sus relaciones con su médico. Nejludov, hasta entonces no interesado por aquellas hablillas, no tuvo más remedio que acordarse de ellas al entrar en la habitación, cuando distinguió, sentado muy cerca del canapé, al médico de barba untada de brillantina y elegantemente recortada. Al verlo, experimentó una impresión de desagrado.

En una butaca blanda y baja estaba sentado Kolossov, agitando con su cuchara el azúcar de su café, cerca de un vasito de licor colocado en el velador.

Missy, habiendo entrado en la habitación con Nejludov, no permaneció más que un instante.

–Cuando mamá se canse y los despida, vendrán ustedes a verme, ¿no es así? -dijo ella a Kolossov ya Nejludov, con un tono como si nada anormal hubiese ocurrido entre ella y este último.

Salió de la habitación alegremente y con un paso deslizante sobre la blanda alfombra.

–Hola, ¿cómo está usted, querido amigo? Siéntese y cuente -dijo la princesa Sofía Vassilievna, con la sonrisa afectada y que quería parecer natural de su boca surtida de hermosos y largos dientes muy bien imitados -. Ha vuelto usted de la Audiencia, decían estos señores, de muy mal humor. ¡Tales sesiones deben resultar tan penosas para hombres de corazón...! -añadió ella en francés.

–Sí, es verdad -replicó Nejludov -. Allí uno siente muy a menudo su... uno siente, quiero decir, que no tiene derecho a juzgar...

-Comme c'est vrai! -exclamó la princesa, fingiéndose impresionada por lo acertado de aquella reflexión; porque poseía el arte de adular siempre a sus interlocutores.

–Bueno, ¿cómo va su cuadro? -continuó -. Me interesa enormemente. Si no fuera por mi debilidad, hace ya mucho que habría ido a verlo a su casa.

–Lo he abandonado por completo -respondió secamente Nejludov, asqueado por la falsedad de aquellas adulaciones, tan visible, aquella noche, como por el disimulo de la vejez. Y, a pesar de sus esfuerzos, ya no podía ser amable.

–¡Qué lástima! ¿Sabe usted que el mismo Repin me ha afirmado que nuestro amigo tiene un gran talento? -dijo ella, volviéndose hacia Kolossov.

«¿Cómo no le da vergüenza mentir de esa manera?», pensaba Nejludov, indignado.

Sin embargo, dándose cuenta de que Nejludov no estaba verdaderamente en forma y que una conversación agradable con él era imposible, Sofía Vassilievna se volvió hacia Kolossov y le pidió su opinión sobre un nuevo drama que se acababa de representar; eso con un tono que hacía prever la aceptación, como de un oráculo, de la opinión que él emitiera: Kolossov se mostró muy duro en su juicio y aprovechó la ocasión para exponer sus teorías sobre el arte. Como siempre, la princesa se mostraba impresionada por lo acertado de los comentarios de su amigo y no se arriesgaba a defender al autor del drama más que para capitular al instante o encontrar un término medio. Nejludov miraba y escuchaba, pero veía y oía otra cosa.

Escuchando ora a Sofía Vassilievna, ora a Kolossov, comprobaba que ninguno de los dos tenía el menor interés por el drama, como no lo tenían el uno por el otro, y que el solo objeto de su conversación era satisfacer una necesidad física: activar la digestión por la agitación muscular de la lengua y de la garganta. Comprobaba además que Kolossov, habiendo bebido aguardiente, vino y licores, estaba un poco ebrio; no con esa embriaguez de los mujiksque beben de cuando en cuando, sino con la de la gente que está acostumbrada a beber. No titubeaba y no decía estupideces, pero su estado de excitación y de contento de sí mismo era anormal. Además, Nejludov se daba cuenta de que en lo más animado de la conversación, la princesa, inquieta, no apartaba los ojos de la ventana, por la que se deslizaba un oblicuo rayo de sol capaz de alumbrar demasiado crudamente su propio ocaso.

–¡Qué verdad es eso! -respondió ella a un comentario de Kolossov, al mismo tiempo que apretaba el botón de un timbre eléctrico.

En aquel momento, sin decir nada, como familiar de la casa, el médico se levantó y salió , y Sofía Vassilievna lo siguió con los ojos, sin interrumpir la conversación.

–¡Felipe! Tenga usted la bondad de bajar esa cortina -dijo al guapo lacayo que había entrado a la llamada de! timbre -. No; por mucho que usted diga, hay algo místico; y no existe poesía sin misticismo -continuó, dirigiéndose a Kolossov, mientras uno de sus negros ojos espiaba con mal humor los movimientos del lacayo, ocupado en bajar la cortina -. Sin poesía, el misticismo es superstición; y la poesía sin misticismo es prosa -prosiguió ella con una sonrisa contrita y el ojo clavado en el lacayo -. Pero, no, Felipe! No es esa cortina. Es la de la ventana grande -dijo al fin con un aire de sufrimiento y como si hubiese quedado agotada por el esfuerzo que le habían costado tantas palabras.

Para calmarse, se llevó a la boca, con su mano cargada de sortijas, el perfumado cigarrillo.

Silencioso y sumiso, caminando ligeramente sobre la alfombra, con sus piernas musculosas y sus pantorrillas salientes, el guapo lacayo se acercó a la otra ventana y, mirando a la princesa, se puso a bajar cuidadosamente la cortina, a fin de que ni el menor rayo pudiese caer sobre ella. Pero tampoco esta vez estaba haciendo lo que quería Sofía Vassilievna, quien de nuevo tuvo que interrumpir su disertación sobre el misticismo para aleccionar al implacable y torpe Felipe que tanto la fatigaba. Por un momento, un relámpago pasó por los ojos de lacayo.

«El pobre debe de estarse diciendo: ¿qué diablos es lo que quieres en definitiva?», pensó Nejludov ante aquella escena.

El guapo y robusto Felipe reprimió inmediatamente su movimiento de impaciencia y se puso a ejecutar las órdenes de la indolente, débil y sofisticada princesa.

–Desde luego, hay mucho de verdad en la doctrina de Darwin, pero a veces va demasiado lejos -continuó Kolossov, agitándose en su butaca y mirando a la princesa con ojos soñolientos.

–Y usted, ¿cree usted en la herencia? -preguntó a Nejludov, cuyo silencio la tenía desazonada.

–¿La herencia? No, no creo en ella– respondió sin desprenderse de las visiones extrañas que obsesionaban su imaginación.

Se figuraba posando como modelo, al lado del robusto y guapo Felipe, a Kolossov desnudo, con su vientre en forma de calabaza, su cabeza calva y sus brazos esqueléticos, caídos como cuerdas. Y, vagamente también, entrevió los hombros de Sofía Vassilievna, recubiertos ahora de seda y de terciopelo, tal como debían de ser. Pero esa imagen resultaba realmente demasiado repugnante, y la rechazó.

Sofía Vassilievna se quedó mirándolo con fijeza.

–Pero -dijo ella -me olvido de que Missy le está esperando. Vaya a reunirse con ella; creo que tiene intención de interpretarle un trozo de Grieg. Es muy interesante.

«¡No tiene que interpretarme nada! ¿A qué vienen todas estas mentiras?», pensó Nejludov, levantándose y estrechando la mano transparente, huesuda y cargada de anillos de Sofía Vassilievna.

En el salón se encontró con Catalina Alexeievna, quien lo detuvo al pasar.

–Lo cierto es -le dijo ella en francés, siguiendo su costumbre -que las funciones de jurado, ya lo veo, le deprimen a usted un poco.

–Sí, excúseme. Esta noche no me siento en forma, y no tengo derecho a imponer mi malhumor a los demás -respondió Nejludov.

¿Y por qué no está usted en forma?

–Eso, permítame que no se lo diga– replicó él, buscando su sombrero.

–¿Se olvida usted, pues, de que nos dijo que había que decir siempre la verdad y que incluso se aprovechó de eso para decirnos a todos verdades crueles? ¿Por qué hoy no quiere usted decir la verdad? ¿Te acuerdas, Missy? -añadió Catalina Alexeievna, volviéndose hacia la joven, que acababa de entrar.

–Es que entonces era un juego – respondió gravemente Nejludov -.El juego permite esas cosas. Pero en la vida real, somos tan malos... o yo soy tan malo..., que no me es posible pensar en decir la verdad.

–No se retenga usted. Diga más bien que todos somos malos -replicó alegremente la madura muchacha, sin fijarse en la gravedad de Nejludov.

–No hay nada peor que decirse que no se está en forma– interrumpió Missy -.Por mi parte, nunca me lo confieso a mí misma; por eso siempre estoy en forma. Vamos, sígame, vamos a tratar de disipar su mauvaise humeur.

Nejludov experimentó el sentimiento que deben de experimentar los caballos en el momento de ser embridados y enjaezados. Nunca hasta entonces había experimentado tanto miedo a dejarse enjaezar. Se excusó diciendo que tenía necesidad de volver a su casa, y se preparó a despedirse. Missy le retuvo la mano más tiempo que de costumbre.

Recuerde que lo que es grave para usted lo es al mismo tiempo para sus amigos -dijo ella -.¿Vendrá usted mañana?

–No lo creo– respondió Nejludov, y sintiendo que el rubor le subía al rostro, se apresuró a salir.

–¿Qué significa todo esto? Comme cela m’intrigue! -dijo Catalina Alexeievna cuando él hubo abandonado el salón -. Es preciso que me entere. Quelque affaire d'amour-propre. Il est tres susceptible, notre cher Mitia!

« Plutôt une affaire d'amour sale», pensó Missy, pero sin decirlo. Miraba delante de ella con aire sombrío, muy distinto del que tenía en presencia de Nejludov. Sin embargo, ni siquiera delante de Catalina Alexeievna se habría atrevido a formular aquel juego de palabras de mal gusto, y se limitó a decir:

–Todos tenemos nuestros días buenos y nuestros días malos.

«¿También se escapará éste? -pensó Missy -.Estaría muy mal por su parte, después de todo lo que ha pasado.»

Si le hubiesen preguntado a Missy lo que quería decir con aquellas palabras «todo lo que ha pasado», no habría podido alegar nada preciso. Tenía, sin embargo, una impresión absolutamente clara de las esperanzas despertadas en ella por Nejludov y casi una promesa de casamiento. Desde luego, ninguna palabra precisa los había ligado, pero miradas, sonrisas, alusiones y silencios bastaban, a juicio de ella, para que lo considerase como si le perteneciese. Por eso el pensamiento de perderlo le resultaban tan penoso.

XXVIII

Vergüenza y disgusto, disgusto y vergüenza!», pensaba Nejludov, volviendo a pie a su casa por un camino recorrido a menudo. La penosa impresión nacida en el de su conversación con Missy no se disipaba. Se sentía «formalmente» al abrigo de los reproches de la joven, en cuanto se trataba de declaración que hubiera podido comprometerlo; y sin embargo, no estaba menos ligado a ella. Lo comprendía, y con todas las fuerzas de su ser comprendía también la imposibilidad de casarse con ella.

¡Vergüenza y disgusto, disgusto y vergüenza!», se repetía ante el pensamiento no sólo de sus relaciones con Missy, sino de todo lo que lo rodeaba. «¡Todo es disgusto y vergüenza!», repitió, subiendo la escalinata de su casa.

–No cenaré -le dijo a su criado Kornei, quien lo esperaba en el comedor dispuesto a servirle-. Puede usted retirarse.

–A sus órdenes -respondió el criado, que, en lugar de marcharse, quitó la mesa.

Nejludov no pudo abstenerse de creer que el otro obraba así para contrariarlo. Miraba a Kornei con malhumor; habría querido que todo el mundo lo dejase en paz, y todo el mundo se ponía de acuerdo para llevarle la contraria.

Cuando Kornei salió, Nejludov se acercó al samovar para prepararse su té; pero oyó en la antecámara los pasos de Agrafena Petrovna, y, para no verla, salió precipitadamente y pasó al salón, cuya puerta cerró tras él. Tres meses antes, su madre había muerto en aquel salón. Dos lámparas de reflectores lo alumbraban, iluminando los dos grandes retratos del padre y de la madre de Nejludov colgados en la pared. Y éste se acordó de sus últimas relaciones con su madre. Falsas también, y, también allí, vergüenza y disgusto. Se acordaba de que en los últimos tiempos de la enfermedad de su madre había deseado positivamente su muerte. Era, había pensado entonces, para que se librase de sus sufrimientos; hoy comprendía que la había deseado para librarse él mismo de la vista de sus sufrimientos.

Con el deseo de evocar en él recuerdos mejores, se acercó al retrato, firmado por un pintor célebre y por el que se pagó en tiempos cinco mil rublos. La madre de Nejludov estaba representada con vestido de terciopelo negro, descubierta la garganta. El artista, eso se notaba, había puesto el mayor cuidado en pintar bien el nacimiento de los senos, su separación, el cuello y los hombros, que su modelo tenía muy bellos. A él le pareció esta vez que era absolutamente vergonzoso y desagradable. Se espantó de lo que había de repulsivo y de sacrílego en aquella figura de su madre bajo el aspecto de una belleza semidesnuda. La cosa resultaba tanto más chocante cuanto que hacía tres meses, allí mismo, la misma mujer se había tendido sobre un diván, seca como una momia, exhalando un olor que infectaba toda la casa. Se acordó de que, la víspera de su muerte, ella le había cogido una mano entre sus pobres manos descarnadas, lo había mirado a los ojos y le había dicho: «¡No me juzgues, Mitia, si no he hecho lo que era preciso!» Y que de sus ojos enturbiados por el sufrimiento habían salido lágrimas.

«¡Qué disgusto!», se dijo una vez más frente al retrato donde su madre, con una sonrisa triunfante, desplegaba sus magníficos hombros y sus brazos de mármol , y la desnudez de aquel pecho lo hizo pensar en otra joven, vista por él aquellos últimos días e igualmente escotada. Era Missy, quien, una noche de baile, le había rogado que viniese a verla con su nuevo vestido. Con verdadera repugnancia se acordó del placer que había experimentado al ver los bonitos hombros y los bellos brazos de Missy. «¡Y delante de ese padre grosero y sensual, con su pasado de crueldad, y esa madre bel esprit, de reputación sospechosa!», pensaba. Todo aquello era repugnante y vergonzoso. ¡Vergüenza y disgusto, disgusto y vergüenza!

«No, no -se dijo -, ¡Es preciso que me libere, que rompa todas estas relaciones mentirosas con los Kortchaguin, con María Vassilievna, con la herencia y con todo lo demás...! Sí, escaparme, respirar en paz. Ir al extranjero, trabajar en mi cuadro en Roma.»

Y se acordó de sus propias dudas sobre su talento.

Bah, ¿qué importa eso? Lo importante es respirar en libertad. Iré a Constantinopla y luego a Roma. Me iré en cuanto cierren los tribunales y quede arreglado este asunto con el abogado.»

De nuevo se irguió ante él la imagen viviente de la condenada, con sus negros ojos que bizqueaban un poco. ¡Ah, cómo había llorado ella al gritar aquellas últimas palabras! Con un gesto brusco, tiró el cigarrillo que acababa de encender, encendió otro y se puso a caminar de arriba abajo por la habitación. Luego, con el pensamiento, volvió a ver los minutos sucesivos pasados con Katucha: la escena de la habitacioncita, el desencadenamiento de su pasión bestial, su desilusión una vez satisfecha aquélla. Volvió a ver el vestido blanco y el cinturón azul, y la misa nocturna.

«Sí, aquella noche la amé, la amé verdaderamente, con un amor fuerte y puro; y la había amado antes, ¡oh, cuantísimo!, cuando residía en casa de mis tías para escribir mi tesis.»

Volvió a verse a sí mismo tal como era entonces, y eso lo inundó con un perfume de frescor, de juventud, de vida dichosa; y se agravó aún más su tristeza.

Le pareció enorme la diferencia existente entre el hombre de entonces y el de ahora: tanta y quizá más aún que la que existía entre la Katucha de la iglesia y la prostituta, la amante del comerciante siberiano, juzgada por él hacía poco. Valeroso y libre entonces, nada le parecía imposible; ahora, sepultado en una existencia inútil y vacía, miserable y estúpida, sin salida y de la cual muy a menudo se negaba a salir. Recordó que orgullo extraía entonces de su franqueza y de su principio de decir siempre la verdad, y de su manera de decirla; en tanto que ahora estaba sumido en la más espantosa mentira, considerada verdad por quienes lo rodeaban.

Y tampoco había salida de aquella mentira en la que se hundía por la fuerza de la costumbre, en la que se pavoneaba.

¿Cómo liberarse en sus relaciones con María Vassilievna? ¿Cómo resolverse a poder mirar cara a cara al marido y a los hijos de aquella mujer? ¿Cómo romper su trato con Missy? ¿Cómo poner de acuerdo el hecho de haber proclamado él mismo la injusticia de la propiedad rústica y el de poseer la herencia de su madre, indispensable para su existencia? ¿Cómo redimir su falta para con Katucha? Y, sin embargo, las cosas no podían quedar así. «No puedo -se decía él– abandonar a una mujer amada en otros tiempos, pagando solamente a un abogado para arrancarla de esa cárcel que no ha merecido. ¡Querer lavar mi falta con dinero es lo que yo creía suficiente cuando daba cien rublos a Katucha!»

Volvió a ver el momento en que, en el vestíbulo de la casa de sus tías, se había acercado a la joven, le había deslizado el dinero y había huido. «¡Ah, ese maldito dinero, ah, ah, qué asco!», se dijo en voz alta, como lo había dicho entonces. «Solamente un miserable, un canalla, podía obrar así. ¿Y soy yo ese canalla, ese miserable? —exclamó– ¿Pues quién sino yo?», se respondió , y continuó denunciándose a sí mismo: «Y además, no es eso todo. ¿No es una bajeza tus relaciones con María Vassilievna, tu amistad con su marido? ¿Y tu actitud en lo que se refiere a tus bienes? So pretexto de que el dinero procede de tu madre, ¿no disfrutas de la riqueza que consideras ilegítima? ¿Y toda tu vida, ociosa e inútil? Y, como coronamiento de todo eso, ¿qué puedes decir de tu conducta respecto a Katucha? ¡Eres un miserable! ¿Qué importa el juicio de los demás? Tú puedes engañados, pero no puedes engañarte a ti mismo.»

Y comprendió que el objeto de una aversión que él sentía desde hacía algún tiempo, y sobre todo aquella noche no eran ni los hombres ni el viejo príncipe, ni Sofía Vasilievna, ni Missy, ni Kornei, sino él mismo, y, ¡cosa extraña!, aquel reconocimiento de su indignidad, aunque penoso, contenía algo de calmante y de consolador.

Varias veces en el curso de su existencia había ya procedido a lo que él llamaba «limpiados de conciencia»; crisis morales en las que el decaimiento, casi la detención de su vida interior, lo habían obligado a barrer las porquerías que manchaban su alma.

Hecho eso, no dejaba nunca de imponerse reglas jurándose seguirlas. Escribía un diario, volvía a empezar una nueva vida « turning a new leaf», como él decía. Pero la seducción del mundo volvía de nuevo a atrapado, y volvía otra vez al punto de partida, si no más bajo.

El verano en que pasó las vacaciones en casa de sus tías había marcado la primera de aquellas «limpiezas». Fue su despertar más vivo y más entusiasta. Sus consecuencias habían durado bastante tiempo. El segundo despertar ocurrió cuando, habiendo abandonado su empleo de funcionario, soñó con sacrificar su vida y había partido a guerrear contra los turcos. En aquella ocasión, la recaída tuvo lugar antes que otras veces. Un nuevo despertar había ocurrido cuando abandonó el ejército y partió al extranjero para dedicarse a la pintura.

Desde entonces, y hasta el día de hoy, había transcurrido un largo período sin que «limpiase su conciencia». Por eso nunca había llegado a una suciedad tal, a un tal desacuerdo entre lo que exigía su conciencia y la vida que llevaba. Se quedó aterrado. El abismo era tan grande, y la suciedad tan fuerte, que en el primer momento desesperaba de poder desprenderse de ella.

«Más de una vez has tratado de corregirte, de hacerte mejor, y has fracasado -le decía una voz tentadora -.¿Vale la pena empezar una vez más? ¿Es que eres tú el único que estás en ese caso? Todo el mundo es como tú. ¡Es la vida!»

Pero el ser libre, el ser moral, y que es en nosotros el único verdadero, el único poderoso, el único eterno, ese ser, en aquel momento, se había despertado en él. Le era imposible no creer en él. Por colosal que fuera la distancia entre lo que era y lo que habría querido ser, aquel ser interior afirmaba que todo le era posible aún.

«Romperé, por mucho que me cueste, los lazos de mentira en los que me revuelco, y confesaré todo; diré y haré la verdad -se dijo con decisión en voz alta -. Diré la verdad a Missy: que soy un libertino, que no puedo casarme con ella y que le pido perdón por haberla turbado. Diré a María Vassilievna..., o mejor, no a ella, sino a su marido, le diré que soy un miserable, que lo he engañado. Dispondré de la herencia conforme a la verdad. Diré también a Katucha que soy un miserable, que pequé contra ella , y haré todo lo posible por suavizar su suerte. Iré a verla y le pediré que me perdone. Sí, le pediré perdón como hacen los niños... Me casaré con ella si es preciso...»

Se detuvo, juntó las manos como hacía en su infancia, elevó los ojos y dijo:

–¡Señor, ven en mi ayuda, instrúyeme, penetra en mí para purificarme!

Rezaba. Pedía a Dios que penetrara en él para purificarlo; y ese milagro, pedido en su oración, se había, sin embargo, cumplido ya en él. Dios, viviendo en su conciencia, había vuelto a tomar posesión de ella. Y no solamente sentía Nejludov la libertad, la bondad, la alegría de la vida; sentía también la fuerza del bien, y todo el bien posible que un hombre pudiera hacer, él se sabía capaz de hacerlo también.

Sus ojos estaban bañados de lágrimas. Buenas, en tanto que lágrimas de felicidad, nacidas del despertar del ser moral dormido en él desde hacía años; pero malas también, porque eran lágrimas de enternecimiento por sí mismo y por su bondad de alma.

Se ahogaba. Avanzó y abrió la ventana que daba al jardín. La noche era fresca, blanca de luna. A lo lejos resonó un ruido de ruedas, y luego todo volvió a quedar en silencio. Bajo la ventana, sobre la arena de la alameda y sobre el césped, se perfilaba la sombra de un gran álamo desnudo. A la izquierda, bajo los diáfanos rayos de la luna, el techo de la cochera parecía todo blanco. Al fondo se entrecruzaban las ramas de los árboles y transversalmente la línea negra del seto. Y Nejludov contemplaba el jardín, lleno de una dulce luz argentada, y la cochera, y la sombra del álamo; escuchaba y aspiraba el soplo vivificante de la noche.

–¡Qué hermoso es todo! ¡Qué hermoso es todo, Dios mío! -decía.

Y estas palabras eran la expresión de lo que pasaba en su alma


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