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Resurrección
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 15:13

Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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II

Eran las nueve cuando Nejludov se despertó a la mañana siguiente. Al primer ruido que hizo, el joven escribiente destinado a su servicio le trajo sus botines, que nunca habían estado tan relucientes; puso también a su alcance un cántaro lleno de agua fresca y clara de manantial y le comunicó que los campesinos empezaban a reunirse. Nejludov saltó de la cama y se acordó de los acontecimientos de la víspera. Ya no quedaba en él ninguna de sus vacilaciones en lo relativo a ceder sus tierras, y estaba sorprendido de haber tenido aquellos pensamientos. Se alegraba ahora de tener que ejecutar aquel acto, que lo hacía sentirse no solamente dichoso, sino complacido consigo mismo.

Desde su ventana distinguía el césped de la pista de tenis, invadida por las achicorias silvestres y donde, a indicación del intendente, se agrupaban los campesinos. Las ranas no habían croado sin motivo la noche anterior: el tiempo había cambiado. Nada de viento, pero una llovizna menuda y tibia que caía desde por la mañana y se suspendía en gotitas de las hojas, de las ramas y de las hierbas. Un olor a verdura y a tierra sedienta de lluvia penetraba por la ventana entreabierta. Nejludov miraba la llegada sucesiva de los mujiksal césped, el modo como se quitaban su gorro o su gorra uno tras otro, formaban en círculo y hablaban, apoyados sobre sus bastones.

El intendente, un hombre grueso y membrudo, con chaquetilla de cuello enterizo y de color verdes con enormes botones, penetró en la habitación. Anunció a Nejludov que la concurrencia estaba completa, pero que no había necesidad de que se diese prisa en dirigirse allí; podía antes tome su café o su té, puesto que las dos cosas se las habían preparado ya.

No, gracias; primero voy a verlos replicó Nejludov.

Y, a punto ya de hablar con ellos, experimentaba un sentimiento inesperado de timidez y de vergüenza.

El deseo que aquellos campesinos habían considerado siempre como un sueño, iba a ejecutarlo en provecho de ellos. Estaba dispuesto a cederles a bajo precio todas las tierras del pueblo, a ofrecerles ese bienestar. Y sin embargo, experimentaba como una especie de desazón. Cuando estuvo cerca de ellos y todos se hubieron destocado delante de él y vio al descubierto sus cabezas rubias, rizadas, calvas o grises, la turbación que se apoderó de él le impidió hablar durante un largo rato. La fina lluvia continuaba cayendo, depositando gotitas sobre los cabellos y las barbas y sobre los pelos de los caftanes. Los mujiksclavaban los ojos en el barin, en espera de lo que éste iba a decir, en tanto que él mismo estaba demasiado turbado para hablar.

El intendente se decidió a romper aquel silencio penoso; plácido y seguro de sí mismo, aquel alemán hablaba muy bien el ruso y se vanagloriaba de conocer a fondo al mujik. Los dos, él, fuerte y grueso, y, al lado, Nejludov, ofrecían un contraste impresionante con los rostros arrugados y los flacos cuerpos de los campesinos perdidos en sus caftanes.

He aquí que el príncipe quiere haceros bien. Quiere cederos las tierras, aunque no os lo merecéis dijo el intendente.

¿Por qué no nos lo merecemos, Vassili Carlitch? ¿No hemos trabajado para ti? Estábamos muy contentos con la difunta princesa, ¡que el Señor le conceda el reino de los cielos!, y en cuanto al joven príncipe, gracias le sean dadas y que no nos abandone respondió un pequeño mujikpelirrojo y locuaz.

Para esto os he convocado: si queréis, os cederé todas mis tierras dijo Nejludov.

Mudos, los campesinos parecían no comprender aquellas palabras o no creer en ellas.

¿Y en qué sentido, por decirlo así, nos cede las tierras? preguntó por fin un mujikde edad mediana, vestido con una casaca.

Os las arrendaré para que vosotros os beneficiéis de ellas por un precio módico.

¡Bonito negocio! murmuró un viejo.

Con tal que el precio esté a nuestro alcance... opinó otro.

'-¿Y por qué no aceptar la tierra?

Eso lo sabemos: ¡es la tierra la que nos da de comer! Y pare usted será más tranquilidad. No tendrá que hacer más que recibir el dinero, en tanto que ahora, ¡cuántas molestias! dijeron varias voces.

Vosotros tenéis la culpa declaró el alemán. Lo que teníais que hacer es trabajar y mantener el orden.

Pero eso no es fácil pare nosotros, Vessili Carlitch replicó un flaco anciano de puntiaguda nariz. Tú nos reprochas haber dejado ir el caballo al campo de trigo. Pues bien, yo que trabajo todo el día, un día largo como un año, manejando todo el tiempo la hoz u otra cosa, ¿qué más natural, cuando la noche llega, que se quede uno dormido2 Y he aquí que si el caballo se escapa a tu campo, es a mi a quien le arrancas la piel.

Es obligación vuestra tener más orden.

Eso del orden es fácil de decir. Pero nosotros no podemos hacer lo imposible respondió un mujikde alta estatura, con el cráneo y el rostro todo negro de pelos.

Os he dicho muchas veces que pongáis vallas en vuestros campos.

¡Danos tú la madera! dijo un hombrecillo seco, escondido detrás de un grupo. El verano pasado quise hacer una valla y corté un árbol; y me enviaste durante tres meses a alimentar mis piojos en la cárcel. ¡He ahí lo que son tus vallas!

¿Qué dice? preguntó Nejludov.

Der erste Dieb im Dorfe 15  15El ladrón de la aldea


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, respondió el intendente en alemán. Todos los años tala nuestros árboles. Y, volviéndose hacia el campesino : Eso te enseñará a respetar la propiedad del prójimo.

¿Pero es que no te respetamos? replicó un viejo. Nos vemos obligados a ello porque nos tienes en tus manos y nos retuerces como al cáñamo.

¡Vamos, hermanos! Nunca se os maltrata si no maltratáis vosotros a los demás.

¡Sí, maltratarte! Este verano me rompiste la boca, y no, pasó nada. Al rico no le forman proceso, es evidente.

No tienes más que comportarte conforme a la ley.

Aquello era, evidentemente, un torneo de palabras en que los campeones no tenían objetivo alguno y no sabían siquiera por qué discutían. Se notaba solamente, por un lado, la cólera contenida por el terror; y por el otro, la conciencia de la superioridad y de la fuerza. Apenado por tener que oír aquella conversación, Nejludov trató de enderezar la discusión hacia el tema principal: establecer los precios y las fechas de pago.

Bueno, ¿qué decidís respecto a la cesión de mis tierras? ¿Estáis de acuerdo? ¿Y qué precio ofrecéis para arrendarlas?

La mercancía es de usted: es usted quien tiene que fijar el precio.

Nejludov les propuso uno mucho más inferior al que se pagaba corrientemente, lo que no les impidió regatear y encontrarlo demasiado caro. Él había pensado que acogerían su propuesta con entusiasmo, pero no vio manifestarse en ellos satisfacción alguna. Ésta existía no obstante, y Nejludov tuvo la prueba casi cierta de que consideraban su propuesta como una excelente ganga. En efecto, cuando se trató de saber si tomarían en arriendo las tierras toda la comunidad o solamente un grupo de campesinos, se entabló una discusión muy viva entre los que querían excluir a los débiles y a los malos pagadores y aquellos a los que se quería excluir; por fin, tras la intervención del intendente, se fijaron el precio y los plazos de pago. Los mujiksse retiraron hablando con animación, y Nejludov volvió a la oficina para redactar con el intendente el proyecto de contrato.

Así, pues, todo se arregló como había deseado y esperado Nejludov. Los campesinos tenían la tierra con un treinta por ciento menos que en cualquier sitio de los alrededores, y, si sus rentas se veían así reducidas a la mitad, todavía seguían siendo respetables, sobre todo con lo que iba a producir la venta de la madera y del material. Todo, pues, parecía perfecto, y sin embargo Nejludov se sentía desazonado: había creído ver que, a despecho de las palabras de gratitud de algunos, los mujiksparecían descontentos, como si hubiesen esperado algo más. Resultaba, pues, que él mismo se había privado de un gran provecho sin otorgarles sin embargo los beneficios que ellos esperaban.

A la mañana siguiente, habiendo sido firmado el contrato, los ancianos de pueblo acompañaron en su regreso a Nejludov. Éste, que tenía el sentimiento desagradable de que dejaba detrás de él algo inacabado, subió al elegante coche del intendente, como lo había calificado el cochero la antevíspera, y partió hacia la estación, después de haberse despedido de los mujiks, que meneaban la cabeza con aire descontento. Y él también, sin saber por qué, se sentía descontento, triste y casi avergonzado.

III

Desde Kuzminskoie, Nejludov se dirigió a la propiedad legada por sus tías, aquella misma donde había conocido en otros tiempos a Katucha. También aquí, como en Kuzminskoie, quería ponerse de acuerdo con los campesinos pare cederles sus tierras; y, al mismo tiempo, contaba con informarse lo más exactamente posible sobre Katucha y su hijo. ¿Había muerto éste verdaderamente? ¿Cómo?

Llegó temprano a Panovo. Primeramente, al entrar en el patio, se sintió impresionado por el abandono de todas las construcciones y sobre todo por la vieja vivienda. El tejado de hierro, otrora pintado en verde, estaba rojo de herrumbre y en muchos sitios levantado por el viento. En algunos puntos, donde era más fácil, habían robado las planchas que recubrían las paredes, y de éstas salían, grandes clavos herrumbrosos. Las dos escalinatas, la de delante y principalmente la de atrás, que era la que estaba más clavada en su recuerdo, se hallaban podridas, en ruinas, y no quedaba de ellas más que el esqueleto; en algunas ventanas había tablas que reemplazaban a los cristales; en el interior, todo estaba sucio y húmedo, desde el ala donde se alojaba el administrador, hasta las cocinas y las cuadras. Sólo el jardín había escapado a aquel ambiente de desolación: había crecido con toda libertad y estaba lleno de flores. Detrás del seto, Nejludov veía, como una cortina de grandes nubes blancas, las ramas floridas de los cerezos, de los manzanos y de los ciruelos. El macizo de lilas estaba florido del mismo modo que doce años antes, el día en que Nejludov, jugando en persecución de Katucha, que entonces tenía dieciséis años, había caído delante de aquel macizo y se había pinchado con las ortigas del foso. Un alerce, plantado cerca de la casa por Sofía Ivanovna y que Nejludov había visto de la altura de una estaca, se había convertido en un gran árbol y estaba revestido de un musgo aterciopelado, verde y amarillo El río fluía entre sus orillas, espumeando ruidosamente en la esclusa del molino. Y más allá del curso de agua, el ganado disperso del pueblo pasaba en rebaños por la pradera.

El administrador, un seminarista que no había terminado sus estudios, salió sonriendo al encuentro de Nejludov. Sonriendo, lo invitó a entrar en la oficina, y siempre con la misma sonrisa, que parecía prometerle algo extraordinario, desapareció detrás de un tabique. Nejludov oyó cuchichear algunas votes, y luego todo calló.

El cochero que había traído a Nejludov volvió a partir con un tintineo de cascabeles, después de haber recibido su propina. Un gran silencio reinaba alrededor de la casa. En una rápida carrera pasaron ante la ventana primeramente una muchacha descalza vestida con una camisa bordada; luego, detrás de ella, un mujikcalzado con grandes bolas.

Nejludov se sentó cerca de la ventana y se puso a mirar y a escuchar. El soplo fresco de la primavera, que levantaba sus cabellos sobre la frente humedecida por el sudor, y al mismo tiempo los cuadrados de papel colocados sobre el alféizar de la ventana, le traía un olor sano de tierra recién removida. Procedente del río se escuchaba el ruido cadencioso de las galas que golpeaban la ropa y el sonido que se extendía sobre la superficie de agua de la esclusa, y todavía, en el hondón del molino, la caída regular del agua; y al mismo tiempo, con un bordoneo asustado, una mosca pasó cerca de su oído. Nejludov se acordó hasta qué punto en otros tiempos, cuando aún era joven e inocente, le gustaba oír aquel ruido de las galas sobre la ropa mojada, y aquella caída regular de la esclusa; cómo entonces la brisa primaveral venía a levantar sus cabellos sobre la frente mojada y levantaba también los cuadrados de papel sobre el alféizar tallado de la ventana y cómo ya entonces una mosca había pasado zumbando cerca de su oído; y no sólo su pensamiento le representaba a aquel mismo adolescente que él había sido, sino que de nuevo se sentía fresco, puro, capaz de realizar las cosas más bellas, como lo había sido a los dieciocho años. Pero al mismo tiempo sentía la ilusión propia de los sueños, y una profunda tristeza le invadía.

¿A qué hora quiere usted que le sirvan la comida? le preguntó el administrador sonriendo.

Cuando usted quiera. No tengo hambre. Primeramente voy a dar una vuelta por el pueblo.

¿No querría usted entrar antes en la casa? Dentro, todo está en orden. Ya que en el exterior...

No, después. Y ahora, dígame, se lo ruego, ¿hay aquí una mujer que se llama Matrena Jarina?

Era la tía de Katucha.

Sí, está aquí, en el pueblo. Buenos quebraderos de cabeza me da. Es ella quien tiene la taberna. Por más que la reprendo y la amenazo con un proceso si no paga, en el último momento, me da lástima. Pobre vieja. Y además tiene mala suerte dijo el administrador con aquella sonrisa en la que se manifestaban el deseo de ser amable con su dueño y la seguridad de que éste estaba tan versado como él en los negocios.

¿Y dónde vive? Quiero ir a verla.

Al otro extremo del pueblo, la tercera casa antes de la última. Después de una casa de ladrillos que verá usted a la izquierda, está su taberna. Por lo demás, ¿quiere usted que lo lleve? dijo el administrador con una alegre sonrisa.

– No, gracias, ya la buscaré yo. Mientras tanto, le ruego que reúna a los campesinos delante de la casa para que pueda hablarles a propósito de las tierras dijo Nejludov con la intención de concluir con los mujiksaquella misma tarde si era posible, mediante acuerdos análogos a los que había concertado en Kuzminskoie.

IV

En el sendero trazado a través de la pradera, Nejludov se encontró con la misma joven campesina de camisa bordada y delantal abigarrado a la que había visto pasar un momento antes corriendo ante la casa. Volvía del pueblo, corriendo siempre a paso vivo con sus grandes pies descalzos. Su mano izquierda, colgante, marcaba la cadencia de su carrera; con la mano derecha apretaba enérgicamente sobre el vientre un gallo rojo que balanceaba su cresta purpúrea y que, tranquilo en apariencia, no cesaba de mover los párpados, de extender o de recoger debajo de él una de sus negras patas o de pegar sus espolones al delantal de la joven campesina. Ésta aflojó el paso al acercarse al barin, se detuvo al llegar a su altura y echó atrás la cabeza para saludarlo; y solamente cuando él se hubo alejado ella reanudó su carrera en compañía de su gallo. Cerca del pozo, Nejludov encontró a una vieja de encorvada espalda que caminaba llevando dos cubos llenos de agua. Dejando los cubos en el suelo con mucha precaución, la vieja le saludó con aquel mismo movimiento de cabeza.

Pasado el pozo, empezaba el pueblo. El día era claro y cálido; a las diez de la mañana hacía ya un calor bochornoso, y las nubes que se amontonaban velaban de vez en cuando el sol. A lo largo de la calle, un olor a estiércol, agrio y picante, pero no desagradable, emanaba de los carros que subían la cuesta y de los montones formados en los patios, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Detrás de los carros, los mujiks, descalzos, con las camisas y los pantalones manchados de estiércol, miraban con curiosidad a aquel barinalto y vigoroso, de sombrero gris, cuya cinta de seda espejeaba al sol y que subía por la calle del pueblo dando golpecitos a cada paso con su bastón nudoso con puño de plata. Los campesinos que volvían de los campos se removían sobre el asiento de su carros vacíos, se quitaban sus gorros y examinaban con sorpresa a aquel hombre extraordinario que iba avanzando. Para verlo, las mujeres salían a las puertas y, señalándolo, lo seguían con los ojos. En la cuarta puerta, Nejludov hubo de detenerse, a la salida de un patio, para dejar salir a una carreta muy alta cargada de estiércol sobre el cual habían colocado una esterilla para que sirviera de asiento. Un niño de seis años, esperando la ocasión para trepar a lo alto de la carreta, caminaba detrás de ella con el rostro resplandeciente. Un joven mujikcalzado con botas de fieltro estaba ocupado en hacer salir unos caballos a la calle. Un potrillo gris azulado, alto de patas, franqueó la puerta; pero, asustado al ver a Nejludov, se arrimó a la carreta, golpeándose las patas contra las ruedas, y se precipitó hacia su madre, enganchada al mismo carro, la cual, inquieta, relinchó dulcemente. Otro carro era conducido por un viejo delgado que aún se mantenía bien derecho; iba descalzo, vestido con un pantalón a rayas y una blusa larga y sucia que dibujaba por detrás el arco saliente de su columna vertebral.

Cuando por fin los vehículos se encontraron en la calle sembrada de restos de estiércol seco, el viejo volvió hacia la puerta y se inclinó ante Nejludov.

Sin duda es usted el sobrino de nuestras señoritas, ¿no?

Sí, sí.

¡Bienvenido! ¿Ha venido usted a vernos? prosiguió el campesino, a quien le gustaba hablar.

Sí, sí... Y vosotros, ¿cómo vivís? preguntó Nejludov, no sabiendo qué decir.

¡Vamos! ¡Hablar de nuestra vida! ¡De lo más miserable! respondió el viejo locuaz, pareciendo hallar placer en decirlo.

¿Y por qué miserable? preguntó Nejludov franqueando la puerta cochera.

¡Sí, de lo peor! dijo el viejo, siguiendo a Nejludov bajo un tejadillo donde el suelo estaba limpio de estiércol. Mire usted. Aquí, en mi casa, tengo doce almas prosiguió, señalando a dos mujeres que, habiéndose arrezagado las mangas de sus camisas y sus faldas hasta por encima de las rodillas, dejaban ver las pantorrillas manchadas de estiércol, y se mantenían en pie, con la horca en la mano, sobre lo que quedaba del montón de fiemo. Todos los meses tengo que comprar seis libras de harina; ¿y dónde tomarlas?

¿Es que no tienes harina suficiente?

¿De la mía? exclamó el viejo sonriendo con desdén. Tengo tierra para tres almas. En Navidad, toda la provisión está ya consumida.

Pero entonces, ¿qué hacéis?

Uno se las arregla: no queda más remedio. Tengo un hijo en el servicio. Además, tomamos anticipos en casa de vuestra señoría, pero ya hemos cogido todo antes de la Cuaresma. Y los impuestos todavía no están pagados.

¿Cuánto son los impuestos?

Diecisiete rublos cada plazo, nada más que por la casa.

¡Ah, Dios mío, una vida que ni siquiera sabe uno cómo valerse!

¿No podría entrar en vuestra isba? preguntó Nejludov.

Al mismo tiempo avanzaba por el patio y pisaba la capa de estiércol de azafranado color amarillo y de violento olor que la horca no había removido aún.

Está bien, entre respondió el viejo.

Luego, con un movimiento rápido de sus pies descalzos entre cuyos dedos corría un líquido amarillento, se adelantó a Nejludov y le abrió la puerta de la isba.

Sin dejar de ajustarse sus pañolones y bajarse las faldas, las mujeres miraban con temerosa curiosidad a aquel elegante barin, tan limpio, con sus gemelos de oro, que entraba en sus casas.

Dos niñitas salieron corriendo de la isba; Nejludov se agachó, se quitó el sombrero y penetró en el zaguán y luego en la habitación, estrecha y sucia, impregnada de un agrio tufillo a cocina. Cerca del fogón, una mujer anciana, arremangada, dejaba ver sus desnudos brazos, flacos y curtidos.

Es nuestro barin, que viene a visitarnos le dijo el viejo.

Pues bien, dígnese entrar dijo la vieja con afabilidad, echándose inmediatamente para abajo los puños de la camisa.

He querido ver un poco cómo vivíais dijo Nejludov.

¡Ya puedes ver cómo vivimos! respondió con atrevimiento la vieja, sacudiendo nerviosamente la cabeza. La isba está a punto de desplomarse, y es seguro que matará a alguien. Pero el viejo opina que está bien. Y así vivimos y reventamos dijo la vieja con amargura. Mira, voy a reunir a la gente de la casa para la comida; tengo que dar de comer a los trabajadores.

¿Y qué vais a tomar de comida?

¿Que qué vamos a tomar? ¡Oh, podemos darnos por satisfechos! Primer plato: pan y kvass 16  16Bebida fermentada hecha con harina de trigo y de centeno. N. del T.


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; segundo plato: kvassy pan.

Ella se echó a reír, abriendo de par en par su boca desdentada.

No, sin bromas; enseñadme lo que vais a comer hoy.

Comer dijo el viejo riendo. Nuestra comida no tiene nada de complicada. ¡Enséñasela, vieja!

La mujer meneó de nuevo la cabeza.

Se te ha ocurrido la idea de venir a ver nuestra comida de mujiks. ¡Ah, eres un barincurioso, ya lo veo; quieres saberlo todo! Pues bien, ya te lo he dicho: vamos a comer pan y kvassy luego stchi 17  17Sopa de coles con carne, pero la gente humilde reemplaza la carne por el pescado. N. del T.


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, porque nuestras mujeres han traído unos pescaditos; y después de eso, patatas.

¿Y eso es todo?

¿Qué más quieres? Le daremos color el stchicon un poco de leche respondió la vieja sonriendo con aire astuto, dirigidos los ojos hacia la entrada.

La puerta se había quedado abierta. El zaguán estaba lleno de gente: niños, jovencitas, mujeres con recién nacidos agarrados al seno; y toda aquella multitud amontonada miraba al extravagante barinque quería enterarse de lo que comían los mujiks. Y la vieja sonreía, evidentemente con malicia, porque se sentía muy orgullosa de su manera de recibir a un barin.

Sí, puede decirse que es una pobre vida la nuestra insistió el viejo. ¡Bueno!, ¿qué queréis aquí? gritó a los curiosos que se estacionaban a la puerta.

¡Ahora, adiós! dijo Nejludov, experimentando un poco de malestar y de vergüenza, sin saber definir el motivo.

Gracias humildemente por su visita dijo el viejo.

En el zaguán, la multitud se apartó para dejar pasar a Nejludov. Pero una vez en la calle y resuelto a continuar su paseo, se fijó en dos chiquillos, descalzos, que lo seguían. El mayor llevaba una camisa sucia, blanca en otros tiempos; el otro, flacucho, tenía una camisa rosa descolorida. Nejludov se volvió hacia ellos.

¿Y adónde vas ahora? le preguntó el chiquillo de la camisa blanca.

A casa de Matrena Jarina respondió Nejludov. ¿La conocéis?

El más pequeño, el de la camisa rosa, se echó a reír. El otro respondió con gran seriedad:

¿Qué Matrena? ¿Es vieja?

Sí, es vieja.

¡Ah! Entonces debe de ser Semenija, que vive al extremo del pueblo. Nosotros lo guiaremos. ¡Vamos, Fedia, guiémoslo!

¿Y los caballos, entonces?

¡Bah, eso no importa!

Habiendo accedido Fedia, los tres empezaron a subir por la larga calle del pueblo.


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