Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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XXXVII
Llegando al puesto de policía, ante el cual estaba de centinela un bombero, el coche, cargado con el preso, penetró en el patio y se detuvo delante de una de las escalinatas.
En aquel patio, unos bomberos, en mangas de camisa, limpiaban algunos carros, riendo y hablando ruidosamente. Tan pronto se detuvo el coche, lo rodearon algunos guardias, agarraron por los brazos y por las piernas el cuerpo inerte del preso y lo sacaron del vehículo. El agente de policía que lo acompañaba bajó, sacudió el brazo, que se le había entumecido, se quitó la gorra e hizo la señal de la cruz. Subieron al muerto al primer piso, y Nejludov lo siguió.
En la sucia habitacioncita adonde había sido trasladado el cadáver se veían cuatro camastros, dos de los cuales estaban ocupados por enfermos: uno que tenía la boca torcida y el cuello vendado; el otro, un tísico. Depositaron el cuerpo en uno de los camastros vacíos. Un hombrecillo de ojos brillantes y que movía las cejas sin cesar, que no llevaba puesto más que la ropa interior y calcetines, se acercó a la cama con paso rápido, miró al muerto, luego a Nejludov y se echó a reír. Era un loco retenido en la enfermería del cuartelillo.
Quieren meterme miedo dijo, pero no lo conseguirán.
Detrás del agente de policía que había traído al muerto entraron un oficial y un practicante.
Éste, habiéndose acercado a su vez a la cama, tocó la mano amarilla cubierta de manchas rojas, blanda aún, pero ya fría, la levantó y la soltó. Volvió a caer inerte sobre el vientre del muerto.
Éste ya está listo declaró, meneando la cabeza. Eso no le impidió, para conformarse al reglamento, abrir la camisa y, separando de su oreja los rizados cabellos, aplicarla sobre el pecho amarillento, bombeado a inmóvil del muerto. Todos callaban. El practicante se enderezó, meneó de nuevo la cabeza y bajó uno tras otro los dos párpados sobre los azules ojos abiertos de par en par.
¿Qué hacemos? preguntó el oficial.
Hay que bajarlo al depósito de cadáveres respondió el practicante.
Veamos, ¿es seguro? preguntó aún el oficial.
Desde luego. Ya lo he comprobado respondió el practicante, volviendo a cerrar la camisa sobre el pecho del cadáver. Por lo demás, voy a mandar llamar a Matvei Ivanovitch para que él lo examine. ¡Petrov, ve a buscarlo!
Que lo bajen al depósito ordenó el oficial. Y tú ven a presentar tu informe a la oficina dijo al soldado, quien permanecía de pie cerca del preso confiado a su custodia.
A sus órdenes dijo el soldado.
Unos agentes de policía agarraron el cadáver y lo transportaron a la planta baja. Nejludov iba a seguirlos cuando el loco lo detuvo.
Usted no estará en connivencia con ellos, ¿verdad? Pues bien, déme un cigarrillo.
Nejludov se lo dio. Agitando sin cesar las cejas, el loco se puso a contarle todas las persecuciones de que era víctima.
Están todos contra mí, y por medio de sus esbirros me torturan, me persiguen.
Excúseme dijo Nejludov, y sin esperar el final de la historia, salió de la habitación deseoso de saber lo que hacían con el muerto.
Los agentes habían atravesado ya todo el patio y se habían detenido ante la puerta de un sótano. Nejludov quiso reunirse con ellos, pero se lo impidió el oficial.
¿Qué desea usted?
Nada.
¿Nada? Pues entonces, márchese.
Nejludov se sometió y volvió a su coche. Despertó al cochero, que se había quedado dormido en el pescante, y le ordenó que lo llevase a la estación.
Pero apenas habían avanzado cien pasos, encontró de nuevo, escoltado por un soldado del convoy, un carro sobre el cual estaba tendido otro preso, ya muerto y que yacía boca arriba. La gorra se le había deslizado hasta la nariz, y su rapada cabeza, con un mechón negro, se movía con los bamboleos del carro. El carrero, con grandes botas, caminaba al lado de su caballo. Un agente de policía seguía detrás. Nejludov tocó en el hombro a su cochero.
Nejludov bajó del coche y, en pos del carro, volvió a entrar en el patio del cuartelillo. Los bomberos habían terminado la limpieza de sus vehículos, y en el sitio que ocupaban había ahora un capitán alto, huesudo, con un galón en el gorro, las manos en los bolsillos; examinaba gravemente a un gran caballo overo de cruz gastada, que un bombero paseaba delante de él. El caballo renqueaba de una mano, y el capitán hablaba con malhumor al veterinario que se encontraba cerca de él.
Al distinguir al segundo cadáver, el oficial de policía, también presente, se acercó al carrero.
¿Dónde lo han encontrado? preguntó, moviendo la cabeza con descontento.
En la vieja Gorbatovskai respondió el agente.
¿Un preso? preguntó el capitán de los bomberos.
Así es. Es el segundo hoy.
Bueno, vaya un desorden. Por lo demás, ¡qué calor! dijo el capitán. Y, volviéndose hacia el bombero que llevaba el caballo cojo, le gritó: ¡Ponlo en la cuadra de la esquina! ¡Ya te enseñaré yo, hijo de perro, a estropear caballos que valen más que tú! ¡So inútil!
Lo mismo que el primero, el cadáver del preso fue llevado a la enfermería. Como hipnotizado, Nejludov lo siguió también.
¿Qué quiere usted? preguntó uno de los agentes.
Sin responder, Nejludov prosiguió su camino.
El loco, sentado en su cama, fumaba con avidez el cigarrillo que le había dado Nejludov.
¡Ah, ha vuelto usted! dijo, y soltó una risotada. Al divisar al muerto, hizo una mueca. ¡Otra vez! Terminarán por aburrirme. No soy un niño, ¿verdad? le preguntó sonriendo a Nejludov.
Pero éste miraba el cadáver sin que nada se lo impidiese, y cuyo rostro no estaba ya cubierto por la gorra. Tan feo como era el otro preso, éste por el contrario era extraordinariamente bello, de rostro y de cuerpo. Era un hombre en toda la plenitud de sus fuerzas. A pesar del afeamiento de su cabeza medio rapada, la pequeña frente enérgica que dominaba sus negros ojos, ahora inmóviles, era muy hermosa. Hermosa igualmente su nariz delgada y arqueada encima de un fino bigotillo negro. Sus labios, azules ya, estaban plegados en una sonrisa; su barbilla no hacía más que sombrear su mandíbula inferior, y en el lado rapado de su cráneo aparecía una oreja fina y firme. La expresión de su rostro era al mismo tiempo tranquila, austera y bondadosa. Y no solamente aquel rostro testimoniaba posibilidades de vida moral que se habían perdido en aquel hombre, sino que las delicadas junturas de sus manos y de sus pies cargados de cadenas, la armonía del conjunto, el vigor de los miembros, todo aquello probaba también qué bella, fuerte y hábil bestia humana había sido, bestia en su especie infinitamente más perfecta que el caballo overo cuya torcedura tanto había irritado al capitán de bomberos. Y he aquí que lo habían matado, que nadie lo echaba de menos, no ya como hombre, sino ni siquiera como bestia de carga perdida inútilmente. Él único sentimiento provocado por esta muerte en todas aquellas gentes era de despecho por las molestias que iba a causarles.
El médico, el practicante y el comisario de policía entraron en la sala. El médico, un hombre fornido, iba con chaqueta de alpaca y pantalón de la misma tela, ceñido, moldeándole las formas. El comisario era un hombrecillo gordo, de cara hinchada y roja, que él ponía más esférica aún a consecuencia de su costumbre de llenar las mejillas de aire y de vaciarlas seguidamente.
El médico se sentó sobre el camastro donde estaba tendido el cadáver y, como anteriormente había hecho el practicante, palpó las manos y auscultó el corazón; luego se levantó estirándose los pantalones.
No se podría estar más muerto.
El comisario hinchó la boca de aire y la deshinchó.
¿De qué prisión? preguntó al soldado de escolta.
El soldado le respondió y se inquietó por los hierros que ceñían los tobillos del cadáver.
Ya diré que se los quiten. Gracias a Dios tenemos herreros comentó el comisario con su habitual movimiento de mejillas.
¿Y por qué ha sido esto? preguntó Nejludov al médico.
Éste lo examinó por encima de sus gafas.
¿Cómo? ¿Que por qué? ¿Tiene algo de raro morir de una insolación? Es muy sencillo: encerrados durante todo el invierno, sin movimiento, sin luz, luego conducidos de pronto con un calor semejante y en manada, y encima la insolación...
Entonces, ¿por qué los envían?
¡Ah, eso pregúnteselo usted a ellos! Pero, a propósito, ¿quién es usted?
Un transeúnte.
¡Ah, ah, excúseme, no tengo tiempo! dijo el médico estirándose los pantalones con malhumor y acercándose al lecho de los enfermos.
Bueno, ¿cómo va tu asunto? preguntó al hombre pálido de la boca torcida y el cuello vendado.
Durante este tiempo, el loco, sentado en su cama, había dejado de fumar y escupía en dirección al médico.
Nejludov bajó al patio; luego, después de haber pasado ante los caballos de los bomberos, las gallinas y los centinelas con casco de bronce, salió, volvió a subir a su coche y le dijo al cochero, que dormitaba, que lo llevase a la estación.
XXXVIII
Cuando llegó allí, todos los presos estaban ya instalados en vagones de ventanillas enrejadas. En el andén había algunas personas que acudieron para decirles adiós a parientes o a amigos, y a las cuales no se permitía acercarse a los vagones.
Los encargados del convoy estaban muy preocupados. En el trayecto desde la cárcel a la estación, cinco presos habían muerto de insolación. Además de los dos que vio Nejludov, hubo otros tres. Como los dos primeros, a uno de ellos lo habían llevado al cuartelillo más próximo de policía, y otros dos cayeron en la estación misma 23 23A principios del año 1880, en Moscú, cinco presos murieron de insolación, en un mismo día, durante el trayecto entre la prisión de Butyra y la estación de Nijni Novgorod. N. del A.
[Закрыть]. Pero lo que preocupaba a los guardianes del convoy no era en modo alguno que aquellos cinco hombres confiados a sus cuidados y que hubiesen podido vivir, hubieran muerto; se inquietaban únicamente por tener que cumplir todas las formalidades exigidas en semejante caso por los reglamentos: entregar los cadáveres en manos de las autoridades competentes, así como sus papeles y sus efectos; borrar sus nombres de la lista de deportados conducidos a Nijni Novgorod; y todo aquello les causaba grandes molestias, más desagradables todavía bajo el sofocante calor.
Era, pues, debido a aquello por lo que los guardianes estaban preocupados; así, mientras todas aquellas formalidades no se hubiesen cumplido, no querían dejar ni a Nejludov ni a los demás que se acercasen a los vagones. Nejludov, sin embargo, obtuvo la autorización para ello, dando algún dinero a uno de los suboficiales encargados del convoy, con la condición de que no se quedaría mucho tiempo, a fin de que no lo viese el jefe.
El tren se componía de dieciocho vagones, todos ellos, excepto el reservado a las autoridades, completamente atestados de presos. Al pasar ante las ventanillas de estos vagones, Nejludov oía por doquier ruidos de cadenas, querellas, discusiones esmaltadas de palabrotas; pero en ninguna parte, como él en cambio se había imaginado, hablaba nadie de los camaradas caídos durante el trayecto. Las conversaciones giraban ante todo sobre los sacos de equipaje, el agua para beber y la elección de los sitios.
Habiendo lanzado una ojeada al interior de un vagón, Nejludov vio allí, en pie en el pasillo central, a dos guardianes ocupados en librar a los presos de sus esposas. Éstos tendían sus manos por turnos; uno de los guardianes, con ayuda de una llave, abría el candado que sujetaba las esposas, y el otro las recogía.
Después de los vagones de los hombres, Nejludov llegó a los de las mujeres. En el segundo oyó una voz cascada que gemía con ritmo monótono:
¡Oh, oh, padrecito; oh, oh, padrecito!
Nejludov lo rebasó y, siguiendo la indicación de uno de los guardianes, se acercó a la ventanilla del tercer vagón. Apenas lo hubo hecho, sintió subir hacia él un espeso olor a sudor y oyó voces estridentes. En todos los bancos había sentadas mujeres en capote y camisola, la cara roja y chorreando sudor; hablaban con animación. Les llamó la atención la figura de Nejludov al aparecer ante la ventanilla enrejada. Las más cercanas a la ventanilla se callaron y se acercaron. Maslova, en camisola, con la cabeza al descubierto, estaba sentada cerca de la reja opuesta. Junto a ella, la blanca y sonriente Fedosia, al reconocer a Nejludov, le dio un codazo a Maslova indicándoselo.
Ésta se levantó vivamente, volvió a colocarse al pañuelo sobre los negros cabellos y, con el rostro animado, rojo y cubierto de sudor, se acercó a la ventana y agarró los grandes barrotes de hierro.
¡Vaya un calor! dijo con aire muy alegre.
¿Recibió usted los efectos?
Los recibí. Gracias.
¿No necesita usted nada? preguntó Nejludov, sintiendo el calor que subía, como de una estufa, del vagón sobrecalentado.
No necesito nada, gracias.
A mí me gustaría mucho beber murmuró Fedosia.
¡Ah, sí, beber! repitió Maslova.
¿Es que no tienen ustedes agua?
Sí, pero ya la hemos bebido toda.
Ahora hablaré de eso con uno de los encargados del convoy dijo Nejludov. Y ya no volveremos a vernos hasta llegar a Nijni.
¿Es que va usted? exclamó Maslova, mirando a Nejludov con ojos gozosos y como si no estuviera enterada de aquello.
Salgo en el tren siguiente.
Maslova no respondió nada y, algunos segundos después, lanzó un profundo suspiro.
¿Es verdad, barin, que han hecho morir a doce presos? preguntó, con una gruesa voz de mujik, una vieja reclusa.
Era Korableva.
No he oído decir que fueran doce; pero he visto cómo transportaban a dos respondió Nejludov.
Dicen que ha habido doce. ¿Es que no van a hacerles nada? ¡Vaya unos demonios!
¿Y entre las mujeres, no ha habido enfermas? preguntó Nejludov.
Nosotras las mujeres tenemos la vida más dura replicó, riendo, otra deportada. Pero lo curioso es que a una se le ha ocurrido dar a luz al llegar aquí. ¿No oye usted los gritos? añadió, señalando el vagón contiguo, de donde salían quejas.
Me preguntó usted si necesitaba algo dijo Maslova, haciendo un esfuerzo para contener la alegría de su sonrisa. Pues bien, ¿no habría modo de que dejasen a esa mujer aquí, ya que verdaderamente está sufriendo? Si dijese usted algo a los jefes...
Sí, lo haré.
Y luego, ¿no habría medio de que ella pudiese ver a su marido, Tarass? añadió, señalando con los ojos a la sonriente Fedosia. Él lo acompañará a usted, ¿verdad?
¡Vamos, caballero, está prohibido hablar con los presos! dijo un suboficial del convoy, uno distinto del que había dejado pasar a Nejludov.
Éste se alejó. Se dedicó a buscar al jefe del convoy para intervenir en favor de la parturienta y de Tarass; pero durante mucho tiempo no pudo encontrarlo ni obtener de los soldados noticias de dónde estaba. Los soldados erraban de acá para allá; unos conducían a un preso; otros corrían a comprarse provisiones y a colocar sus sacos en los vagones; otros, por último, ofrecían sus servicios a una dama que viajaba con el oficial jefe del convoy y respondían apresuradamente a las preguntas de Nejludov.
Había sonado ya el segundo toque de campana cuando Nejludov distinguió por fin al oficial. Éste se enjugaba con su corto brazo el bigote que casi le tapaba la boca y, levantados los hombros, reprendía a un sargento.
¿Qué quiere usted? preguntó a Nejludov.
Hay una mujer que está dando a luz en uno de los vagones, y he pensado que...
Bueno, que dé a luz. Ya después se verá dijo el oficial, subiendo a su vagón con un resuelto balanceo de sus cortos brazos.
En el mismo instante pasó el maquinista con su silbato en la mano. El último toque de campana, y luego el silbato, se dejaron oír. En el andén, entre los parientes y los amigos que acudieron a la despedida, y en los vagones de las mujeres, se alzaron gritos y lamentos. Nejludov, con Tarass a su lado, vio arrastrarse delante de él los pesados vagones de enrejadas ventanillas tras las cuales distinguía los cráneos rapados de los hombres. Luego apareció el primer vagón de las mujeres; después, el segundo, de donde salían los gemidos de la parturienta, y luego por fin el vagón donde se encontraba Maslova con otras presas. Ella se mantenía cerca de la ventanilla y, acongojada, miraba a Nejludov.
XXXIX
Nejludov tenía que esperar aún dos horas hasta la salida de su tren. A1 principio se le ocurrió la idea de emplear aquel tiempo en ir a ver a su hermana; pero estaba tan conmovido, tan fatigado por todas las impresiones sufridas durante la mañana, que no se sentía con fuerzas para moverse. Entró en la sala de espera de primera clase, se sentó en un canapé y pronto se quedó dormido, apoyada la cabeza en la mano.
Lo despertó un lacayo de frac, con una insignia en el ojal y una servilleta bajo el brazo.
¡Caballero! ¡Caballero! ¿No será usted el príncipe Nejludov? Hay una dama que lo está buscando.
Se sobresaltó, se frotó los ojos, recordó dónde estaba y rememoró las diversas escenas que había presenciado por la mañana.
Volvió a ver el convoy de los deportados, los dos cadáveres, los vagones de ventanillas enrejadas, las mujeres, una de las cuales sufría, sin ningún socorro, los dolores del parto, y la otra que le sonreía, acongojada, tras los barrotes de hierro. La realidad presente era del todo distinta: una mesa cargada de botellas, de vasos, de candelabros y de platos, camareros bien vestidos afanándose alrededor de la mesa, y, al fondo del salón, ante un mostrador igualmente atestado de botellas y de fruteros, las espaldas de los viajeros que compraban provisiones.
Cuando volvió completamente en sí, Nejludov notó que todas las personas presentes en la sala miraban con curiosidad algo que ocurría en la puerta. Al mirar hacia ese lado, vio a unos hombres que llevaban en una silla de manos a una dama cuya cabeza estaba cubierta por un velo ligero.
El primero de los porteadores era un lacayo cuyo rostro creyó reconocer. Y reconoció igualmente al segundo porteador, el portero de librea, con gorra galoneada. Detrás de la silla de manos caminaba una elegante doncella de rizados cabellos que llevaba un maletín, cierto objeto de forma redonda en un estuche de cuero y sombrillas. Y detrás de ella avanzaba el viejo príncipe Kortchaguin, con su labios belfos, su cuello de apoplético, con gorra de viaje, el pecho bombeado y seguido a su vez por Missy, por su primo Micha y por el diplomático Osten, conocido de Nejludov, con su largo cuello, su nuez saliente y su continua alegría. Caminaba al lado de la sonriente Missy y le contaba seguramente algo gracioso. El médico, fumando con malhumor su cigarrillo, cerraba el cortejo. Los Kortchaguin abandonaban sus propiedades de los alrededores de Moscú para trasladarse a casa de la hermana de la princesa, en una finca que se encontraba en la ruta de Nijni Novgorod.
Los porteadores, la doncella y el médico pasaron al salón reservado a las damas, provocando a su paso la curiosidad y el respeto. En cuanto al viejo príncipe, se sentó en seguida a la mesa, llamó a un camarero y ordenó el menú. Missy y Osten se habían detenido igualmente y se disponían a sentarse a la mesa cuando distinguieron, a la entrada, a una persona a la que conocían y avanzaron a su encuentro.
Era Natalia Ivanovna. En compañía de Agrafena Petrovna, caminaba moviendo los ojos en todas direcciones, buscando a alguien. Habiendo divisado al mismo tiempo a Missy y a Nejludov, se acercó primero a la muchacha, a la vez que le hacía una señal con la cabeza a su hermano. Luego, después de haber besado a Missy, se volvió inmediatamente hacia él:
¡Por fin lo encuentro!
Nejludov se acercó, estrechó las manos de Missy, de Micha y de Osten y se puso a charlar con ellos. Missy les contó el incendio que habían tenido en su casa de campo, lo que los obligaba a trasladarse a casa de su tía. A propósito de esto, Osten contó alegremente una anécdota de incendios.
Pero, sin escucharlo, Nejludov se volvió hacia su hermana:
¡Cuánto me alegra que hayas venido!
Hace mucho tiempo que he llegado dijo ella. Agrafena Petrovna y yo lo hemos estado buscando por todas partes.
Señaló al ama de llaves, que, vestida con un traje sastre y tocada con un sombrero adornado de flores, saludó desde lejos, con aire afable y modesto, para no molestar a nadie.
Pues yo, es que me he quedado dormido aquí. ¡Cuánto me alegra que hayas venido! repitió – Precisamente había empezado a escribirte una carta.
¿De verdad? preguntó ella con aire inquieto. ¿Y qué me decías?
Missy, viendo que se engolfaban en una conversación íntima, creyó su deber alejarse con sus caballeros. Nejludov condujo a su hermana a un rincón algo apartado y se sentaron en una banqueta tapizada de terciopelo sobre la cual estaban depositadas una manta de viaje y unas sombrereras.
Ayer, al salir de vuestra casa, tuve el pensamiento de volver para ofrecerle excusas a tu marido dijo Nejludov. Pero no sabía cómo me recibiría. Ayer me porté mal con tu marido, y eso me tenía desazonado.
Yo lo sabía, yo estaba segura de que lo decías todo sin mala intención respondió su hermana. Tú sabes que...
Le subieron lágrimas a los ojos y apretó la mano de Nejludov. Este comprendió inmediatamente el sentido de la frase que ella no había acabado y se sintió conmovido. Natalia quería decir que, aparte de su amor por su marido, el cariño por él, su hermano, le era igualmente importante y precioso y que cualquier antagonismo entre ellos la hacía sufrir cruelmente.
¡Gracias, muchas gracias! ¡Ah, si supieras lo que he visto hoy! continuó diciendo, al recordar bruscamente a los dos presos muertos. ¡He visto cómo mataban a dos hombres!
¿Qué dices, que los mataban?
Lisa y llanamente. Les han hecho atravesar toda la ciudad, con este calor, y dos han muerto de insolación.
¿Es posible? ¿Cómo? ¿Ahora mismo?
Sí. Hace un rato. He visto sus cadáveres.
Pero, ¿por qué los han matado? ¿Quién los ha matado? preguntó Natalia Ivanovna.
¿Quiénes? ¡Los que los han obligado a caminar a la fuerza, bajo este sol! replicó Nejludov, irritado ante el pensamiento de que su hermana miraba todo aquello con los mismos ojos que su marido.
¡Oh Dios mío! dijo Agrafena Petrovna, que se había acercado.
Sí, no tenemos la menor idea de lo que hacen sufrir a esos desgraciados; y, sin embargo, deberíamos saberlo prosiguió Nejludov volviendo involuntariamente los ojos hacia el viejo príncipe, sentado a la mesa ante un jarro, con la servilleta al cuello, y que, en aquel mismo momento, levantó la cabeza y vio a Nejludov.
¡Nejludov! gritó. ¿No quiere usted refrescarse? Es excelente para el viaje.
Nejludov rehusó y se volvió de espaldas.
Bueno, ¿y qué vas a hacer? preguntó Natalia Ivanovna.
Lo que pueda. En cualquier caso, siento que debo hacer algo. Y lo que pueda hacer, lo haré.
Sí, sí, lo comprendo. ¿Y con ellos? preguntó ella señalando con los ojos a los Kortchaguin. ¿Es que todo ha acabado verdaderamente?
Todo, y creo que sin pena por parte suya ni mía.
¡Es una lástima, una lástima muy grande! ¡Quiero tanto a Missy! En fin, no tengo nada que decir. Pero, ¿qué objeto tiene ligarte de nuevo? preguntó ella tímidamente. ¿Por qué te vas?
Me voy porque debo hacerlo respondió Nejludov con un tono frío y tajante, como si quisiera cortar la conversación.
Pero inmediatamente se reprochó esta frialdad para con su hermana. «¿Por qué no decirle todo lo que pienso? ¡Y que Agrafena Petrovna lo oiga!», pensó lanzando una mirada de soslayo a la anciana ama de llaves. La presencia de ésta no hacía más que incitarlo a explicar una vez más su decisión a su hermana.
¿Te refieres a mi proyecto de casarme con Katucha? Pues bien, mira: resolví hacerlo, pero ella se ha negado categóricamente dijo con un temblor de la voz como cada vez que hablaba de aquello. Ella no quiere aceptar mi sacrificio, pero, por su parte, en su situación, sacrifica mucho. Ahora bien, tampoco yo quiero aceptar ese sacrificio suyo, si continúa realizándose, bajo la impresión del momento. Y ahora me voy con ella; adonde ella vaya, iré yo. Y con todas mis fuerzas procuraré ayudarla y mejorar su suerte.
Natalia Ivanovna no respondió nada. Agrafena Petrovna, moviendo la cabeza con aire de turbación, clavaba en aquélla un mirada interrogativa.
En aquel momento, en la puerta del salón de las señoras reapareció el cortejo. El guapo lacayo Felipe y el portero llevaban a la princesa, quien les dio orden de pararse, hizo una señal a Nejludov para que se acercara y, con suspiros, le tendió su blanca mano cargada de sortijas, pareciendo esperar con terror un apretón demasiado vigoroso.
Épouvantable! dijo, hablando del calor. No puedo soportarlo. Ce climat me tue!
Cuando hubo acabado de hablar de los horrores del clima ruso e invitado a Nejludov a ir a verlos en el campo, hizo señal a los porteadores para que volvieran a ponerse en marcha.
Bueno, quedamos en que vendrá sin falta, ¿verdad? le insistió a Nejludov, volviendo hacia él su largo rostro, mientras la llevaban.
Nejludov salió al andén. El cortejo de la princesa se dirigía a la derecha, hacia los coches de primera clase. Nejludov, seguido del factor que llevaba su equipaje, y de Tarass, con su saco al hombro, tomó por el contrario hacia la izquierda.
He aquí mi compañero de ruta dijo Nejludov a su hermana, señalándole a Tarass, cuya historia ya le había contado.
¿Cómo? ¿En tercera? preguntó Natalia Ivanovna al ver a su hermano pararse ante un vagón de esta clase, al que subían ya el factor con las maletas y Tarass.
Sí, eso me resulta más cómodo; así estoy con Tarass respondió él. Escucha ahora esto continuó, después de un silencio. No he dado a los campesinos mis tierras de Kuzminskoie, de forma que, si muero, retornarán a tus hijos.
Dmitri, basta... dijo Natalia Ivanovna.
E incluso si se las doy, no puedo decirte sino que todo el resto pasará a manos de ellos, ya que es dudoso que me case. Por lo demás, si me casase, no tendría hijos... Así, pues...
¡Dmitri, te lo ruego, no me hables de eso! repitió Natalia Ivanovna. Pero Nejludov notó que lo que él acababa de decirle la había complacido.
Más allá, ante un vagón de primera, un grupo de curiosos seguía mirando el departamento adonde habían subido a la princesa Kortchaguin. Pero casi todos los viajeros estaban ya instalados en sus sitios; algunos retrasados corrían, con un ruido de tacones sobre las planchas del andén; los revisores cerraban las portezuelas, invitando a los viajeros a subir y a retirarse a los que habían ido a despedirlos. Nejludov entró en el vagón maloliente y achicharrado por el sol y volvió a salir en seguida a la pequeña plataforma.
Natalia Ivanovna, en compañía de Agrafena Petrovna, seguía en el andén, buscando evidentemente un tema de conversación, sin conseguir encontrarlo. No podía ni siquiera decir: « Ecrivez», porque desde hacía mucho tiempo ella y su hermano se burlaban de esa frase que es proverbial de las despedidas. Su corta charla sobre la cuestión de dinero y de herencia había destruido de golpe las relaciones tiernamente fraternales que se habían establecido entre ellos. Ahora se sentían extraños uno a otro.
Y así, en el fondo de su corazón, Natalia Ivanovna se sintió feliz cuando el tren se puso en movimiento y ella pudo decir a su hermano, con un movimiento de cabeza y el rostro afectuosamente triste:
¡Adiós, adiós, Dmitri!
En cuanto el tren desapareció, ella no pensó más que en la forma como contaría a su marido todos los detalles de su conversación con su hermano, y sus rasgos adoptaron una expresión seria.
Nejludov, por su parte, aunque experimentase buenos sentimientos para con su hermana, aunque no tuviese cosa ninguna que ocultarle, se había sentido molesto ante ella y había experimentado una especie de prisa por abandonarla. Se daba cuenta de que ya no subsistía nada de aquella Natacha, antaño tan próxima; que no quedaba más que la esclava de un marido negruzco y velludo que a él le repugnaba. Había visto demasiado claramente cómo el rostro de su hermana sólo se animaba y se iluminaba cuando él le había hablado de cosas que interesaban a su marido: el arrendamiento de sus tierras a los campesinos y su sucesión. Y eso lo entristecía.