Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
сообщить о нарушении
Текущая страница: 42 (всего у книги 43 страниц)
XXIV
A pesar de su fracaso en la cárcel, Nejludov, siempre bajo el impulso de una actividad febril, se dirigió a la Cancillería del gobierno para preguntar si había llegado la comunicación oficial de la gracia de Maslova. No se había recibido nada, y Nejludov, al volver al hotel, escribió sin tardanza a Selenin y a su abogado para informarlos. Después de haber terminado sus camas, miró su reloj. Era hora de ir a cenar a casa del general.
Durante el trayecto, lo obsesionó de nuevo el pensamiento de la acogida que Katucha haría a su gracia. ¿Adónde la enviarían? ¿Cómo viviría él con ella? ¿Y Simonson, qué actitud adoptaría respecto a él? Recordó el cambio sobrevenido en ella y rememoró el pasado de la joven.
«¡Hay que olvidar, hacer tabla rasa! pensó, deseoso de alejar aquellos pensamientos. Más adelante veremos.» Y se puso a reflexionar sobre lo que diría al general.
Aquella cena en casa del gobernador, en medio del fausto de la gente rica, entre funcionarios de alta categoría, cosas todas tan familiares para Nejludov, le resultaba particularmente agradable después de la larga privación, no sólo de aquel lujo, sino incluso del confort más elemental.
La dueña de la casa era una gran dama petersburguesa de los viejos tiempos; antigua dama de honor en la corte de Nicolás I, hablaba naturalmente el francés, y el ruso en raras ocasiones. Su actitud era rígida y, en los movimientos que hacían sus manos, no separaba sus codos del talle. Testimoniaba a su marido un respeto tranquilo, ligeramente melancólico, y se mostraba afable con sus visitantes, pero con ciertos matices según la categoría de los mismos. Acogió a Nejludov en plan familiar, con un halago fino, imperceptible, lo que le recordó a él todos sus méritos y lo llenó de una agradable satisfacción. Ella le dio a entender que conocía el motivo un poco singular, pero digno, de su viaje a Siberia y que lo consideraba un hombre excepcional. Aquel elogio delicado y el lujo elegante que reinaba en la casa del general indujeron a Nejludov a abandonarse por completo al placer de saborear aquella rica decoración, la buena mesa, el agrado de la charla con personas distinguidas y de su mundo; como si todo lo que había ocurrido aquellos últimos días no fuera más que un sueño del que salía para volver a la realidad.
Además de los familiares de la casa (la hija del general con su marido y el ayudante de campo), estaban invitados a la cena el inglés que ya se ha mencionado, un propietario de minas de oro y un gobernador en tránsito, llegado del fondo de Siberia. A Nejludov le agradaba encontrarse con ellos.
El inglés, un hombre bien parecido, de vivos colores, que hablaba detestablemente el francés, pero, por el contrario, manejaba con gran elocuencia su lengua materna, había viajado mucho, visto muchas cosas, a interesaba al auditorio por sus relatos sobre América, la India, el Japón y Siberia.
El joven propietario de minas de oro, hijo de mujik, tenía en la camisa botonadura de brillantes y se hacía vestir en Londres; poseedor de una rica biblioteca, era también muy generoso con las obras de caridad y profesaba opiniones liberales. Era agradable a interesante para Nejludov, en el sentido de que representaba un tipo completamente nuevo: un injerto feliz de la cultura europea en el robusto árbol silvestre que es el mujik.
El gobernador de la lejana ciudad de Siberia era aquel mismo ex jefe de departamento en un ministerio del que tanto se había hablado durante la estancia de Nejludov en Petersburgo. Era un hombre orondo, de escasos cabellos rizados; los ojos, de un azul tierno; el vientre abombado, manos blancas y cuidadas, adornadas de sortijas, y sonrisa amable. El gobernador general, dueño de la casa, lo estimaba porque no se dejaba sobornar. La generala; por su parte, gustándole mucho la música y pianista de talento, lo apreciaba profundamente porque él sabía muy bien acompañarla a cuatro manos. Y el buen humor de Nejludov era tal, que aquel hombre tampoco le desagradaba.
Alegre, enérgico, azulado el mentón, ofreciendo a cada momento sus servicios, el ayudante de campo lo atraía por su aire de niño bueno.
Pero Nejludov se sentía seducido sobre todo por la hija del general y por su marido, pareja joven y encantadora. Ella no era bonita, pero sí muy simpática, y estaba absorbida por completo por sus dos primeros hijos; el marido, con quien se había casado por amor, después de una larga lucha contra sus padres, se había licenciado en la Facultad de Derecho de Moscú; modesto a inteligente, era un funcionario de opiniones liberales; se ocupaba de estadísticas, sobre todo de la relativa a las tribus de Siberia, que estudiaba con ardor, esforzándose en salvarlas de la desaparición progresiva.
No solamente se mostraban todos amables y afectuosos con Nejludov, sino que se les notaba claramente que se sentían felices por la imprevista llegada de un hombre tan interesante. El general se presentó de uniforme para cenar, la cruz blanca al cuello; saludó a Nejludov como a un viejo amigo y luego invitó a los convidados a tomar aguardiente y entremeses. A la pregunta del general sobre lo que había hecho después de su visita de la mañana, Nejludov le contó que había estado en Correos y había tenido la noticia de la gracia concedida a la persona de la que le había hablado, y pidió de nuevo autorización para visitar la cárcel.
Descontento por tener que hablar de asuntos de servicio durante la cena, el general frunció las cejas sin responder nada.
¿Quiere usted aguardiente? preguntó en francés al inglés, que se acercaba. Éste bebió un vasito y contó que durante el día había visitado la catedral y una fábrica y que deseaba ver todavía la cárcel principal.
¡He aquí una combinación perfecta! exclamó el general dirigiéndose a Nejludov. Irán ustedes juntos. Extiéndales un pase dijo al ayudante de campo.
¿Cuándo quiere usted ir? preguntó Nejludov al inglés.
Prefiero visitar las cárceles al anochecer, cuando todos los presos están en sus celdas, nadie espera una visita y todo está como de costumbre.
¡Ah, quiere ver la cosa en toda su belleza! ¡Pues que la contemple! Por mi parte, escribo y advierto y no me escuchan. ¡Que aprendan ahora por los periódicos extranjeros! dijo el general, acercándose a la gran mesa donde ya la dueña de la casa iba colocando a sus invitados.
Nejludov estaba sentado entre ella y el inglés; tenía enfrente a la hija del general y al ex jefe de departamento.
Se empezó a conversar sin orden ni concierto: ora se hablaba de la India, que el inglés conocía bastante a fondo; ora de la expedición de Tonkín, juzgada severamente por el general; ora de las malversaciones sistemáticas en Siberia, cosas todas que sólo a medias interesaban a Nejludov.
Pero después de la cena, tomando el café en el saloncito, se entabló una discusión interesante entre la dueña de la casa y el inglés a propósito de Gladstone. Habiendo tomado parte Nejludov, pudo enorgullecerse de haber dicho cosas inteligentes y admiradas por su auditorio. Después de una buena comida acompañada de vino y de café, Nejludov, hundido en una blanda butaca, entre gente afable y distinguida, se sintió invadido de un bienestar cada vez más agradable. Y cuando, a ruegos del inglés, la generala se puso al piano con el ex jefe de departamento y atacaron con maestría la quinta sinfonía de Beethoven, Nejludov experimentó un contento de sí mismo como no lo había sentido desde hacía mucho tiempo, como si hasta entonces no acabara de descubrir qué excelente hombre era.
El piano era perfecto, y la ejecución de la sinfonía no le cedía en nada. Por lo menos, Nejludov, quien conocía y amaba aquella sinfonía, lo juzgó así. Al escuchar el admirable andante, sintió un temblor en las aletas de la nariz provocado por su enternecimiento sobre sus propias cualidades.
Dio las gracias a la virtuosa por aquel placer que no había saboreado desde hacía tanto tiempo; se levantaba para despedirse, cuando la hija del general se acercó a él con aire resuelto y, toda ruborizada, le dijo:
Me preguntó usted por mis hijos; ¿le gustaría verlos?
Ella cree que todo el mundo se interesa por sus hijos dijo la madre, sonriendo ante la encantadora falta de tacto de su hija ; eso le tiene sin cuidado al príncipe.
Al contrario, me interesa muchísimo replicó Nejludov, conmovido por aquel desbordante amor maternal. ¡Enséñemelos, se lo ruego!
¡Ella conduce al príncipe para mostrarle sus retoños! exclamó riendo el general, desde la mesa de juego donde estaba sentado en compañía de su yerno, del propietario de minas de oro y del ayudante de campo. ¡Pague, pague usted su tributo!
Pero la joven, emocionada ya por el juicio que iban a dar sobre sus hijos, precedía a Nejludov con paso rápido, dirigiéndose hacia las habitaciones particulares. En la tercera estancia, alta, tapizada de blanco, alumbrada por una lámpara de mesa con pantalla oscura, estaban colocadas dos camitas; entre ellas se encontraba sentada, con pelerina blanca, la niñera, una siberiana de pómulos salientes. Se levantó y saludó con deferencia. La madre se inclinó encima de la primera cama.
Ésta es Katia dijo, apartando la colcha de punto que envolvía a una niñita de dos años, de largos cabellos, que dormía apaciblemente con la boquita abierta. ¿Qué le parece?
No tiene más que dos años.
Encantadora.
Y éste se llama Vassili, como su abuelo. Es de un tipo completamente distinto, un verdadero siberiano, ¿verdad?
Sí, un chiquillo espléndido dijo Nejludov contemplando al niño, que dormía boca abajo.
¿Verdad que sí? dijo la madre, con una sonrisa significativa.
Nejludov se acordó de pronto de las cadenas, de las cabezas rapadas, los golpes, el desenfreno, el moribundo Kryltsov, Katucha; y le invadió el deseo de una felicidad análoga, tan elegante y que le parecía tan pura.
Después de haber, en cierto modo, encantado a la madre con alabanzas repetidas a sus hijos, la siguió al saloncito, donde el inglés lo aguardaba para ir con él a la cárcel, como habían convenido. Cuando se hubieron despedido de sus agradables compañeros, viejos y jóvenes, Nejludov y el insular salieron a la escalinata.
El tiempo había cambiado. Los copos de nieve caían rápidos y ya habían recubierto las alamedas, los tejados, los árboles del jardín, la escalinata, la capota de los coches y el lomo de los caballos. El inglés tenía su calesa, y Nejludov indicó al cochero de ésta que se dirigiese a la cárcel; luego montó en su coche y, con el sentimiento de quien cumple una penosa obligación, siguió al inglés.
XXV
El sombrío edificio de la cárcel, con su centinela y su farol bajo la bóveda de la puerta, producía, a pesar del velo blanco quo ahora lo recubría por completo, una impresión lúgubre.
El imponente director bajó hasta la puerta y leyó a la luz del farol el pase entregado a Nejludov y al inglés y manifestó su sorpresa con un movimiento de hombros, pero como se trataba de una orden, invitó a los visitantes a seguirlo. Los condujo primeramente al patio, y luego, por la puerta de la derecha y por una escalera, hasta el despacho. Los invitó a sentarse y les preguntó en qué podía servirlos; ante el deseo expresado por Nejludov de ver inmediatamente a Maslova, la mandó llamar y se preparó a responder a las preguntas que el inglés quería hacerle antes de visitar las celdas.
¿Cuántos detenidos debe contener esta prisión? preguntó el inglés por intermedio de Nejludov. ¿Cuántos presos hay actualmente? ¿Cuántos hombres, mujeres y niños? ¿Cuántos forzados, deportados y parientes que siguen libremente a los condenados? ¿Cuántos enfermos?
Nejludov traducía las palabras del inglés y del director sin fijarse en su sentido, turbado como estaba de antemano, con gran sorpresa suya, por la conversación que iba a tener. Cuando, en medio de la frase quo traducía, oyó pasos quo se acercaban y la puerta del despacho quo se abría, aunque eso había ocurrido ya tantas votes y ésta sin duda debía de ser la última, cuando el vigilante entró seguido por Katucha en camisola de presa, la cabeza envuelta en un pañuelo, sintió a su vista un sentimiento penoso y hostil.
«¡Quiero vivir!, ¡quiero tener una familia, hijos; quiero una existencia de hombre!» Todo aquello atravesó rápidamente su cerebro mientras, con paso seguro, ella entraba en la estancia.
Él se levantó y fue a su encuentro. Ella no dijo nada aún, pero su animado rostro lo impresionó. Aquel rostro irradiaba una decisión entusiasta. Nunca la había visto él así: ella enrojecía y palidecía; sus dedos enrollaban febrilmente el borde de su camisola mientras sus ojos se levantaban hacia él y se bajaban alternativamente.
¿Sabe usted que le han concedido la gracia? le preguntó Nejludov.
Sí, me lo dijo el vigilante.
De forma que, en cuanto se reciba el aviso oficial, podrá usted salir de la cárcel a instalarse donde quiera. Tendremos que pensar en ello...
No hay nada que pensar. Estaré donde esté Vladimir Ivanovitch le interrumpió ella con viveza.
A pesar de toda su emoción y de tener los ojos alzados hacia Nejludov, había dicho aquello con una voz breve y clara, como si todo lo que tuviera que decir lo hubiese ya preparado.
¿De verdad? preguntó Nejludov.
Sí, porque Vladimir Ivanovitch quiere que yo viva con él... se detuvo, como espantada, y, reprimiéndose, continuó : Quiere que esté con él. ¿Qué más puedo pedir? Debo considerar eso como una felicidad. ¿Qué más necesito?
«Una de dos: o ella ama a Simonson y no desea en modo alguno aceptar el sacrificio quo yo creía hacerle, o bien continúa queriéndome y, si renuncia a mí, lo hace por mi bien. Quema para siempre sus naves uniendo su destino al de Simonson», pensó Nejludov. Y le dio vergüenza, ruborizándose.
Si usted lo ama... dijo él.
¿Amar, no amar? ¡Ya no pienso en eso! Por lo demás, Vladimir Ivanovitch no es un hombre como los otros.
Sí..., desde luego... balbuceó Nejludov, es un hombre excelente y, a mi juicio...
Ella volvió a interrumpirlo, como si tuviese miedo de oírle pronunciar una palabra de más o que ella misma no pudiese decir todo lo que tenía que decir.
Perdóneme, Dmitri Ivanovitch, si no obro conforme a los deseos de usted le dijo ella, clavándole en los ojos su mirada indirecta y misteriosa. Sí, es el destino. Usted tiene necesidad de vivir, usted también.
Estaba diciéndole precisamente lo que él mismo acababa de decirse hacía unos momentos.
Pero ahora ya no pensaba así; por el contrario, sus sentimientos y sus pensamientos eran completamente distintos. No solamente tenía vergüenza, sino que lamentaba todo lo que perdía con ella.
–No me esperaba esto dijo.
Pero usted, por su parte, ¿para qué seguir aquí y atormentarse? Bastante se ha atormentado ya.
No me he atormentado lo más mínimo. Al contrario, me sentía muy bien y quisiera aún ser de alguna utilidad, si eso es posible.
¿Sernos de alguna utilidad? ella dijo «sernos» y miró a Nejludov. No tenemos necesidad de nada. Bastante en deuda estoy ya con usted: si no hubiese sido por usted...
Ella quería añadir algo, pero su voz se alteró.
No es usted quien tiene que estarme agradecida...
¿Para qué hablar de eso? Dios ajustará nuestras cuentas murmuró ella. Y las lágrimas humedecieron sus negros ojos.
¡Qué mujer tan excelente es usted!
¿Yo, excelente? dijo ella a través de sus lágrimas, y una sonrisa turbada apareció en su rostro.
Are you ready? preguntó el inglés en aquel momento.
Directly! respondió Nejludov: E interrogó a Katucha a propósito de Kryltsov.
Ella se recuperó de su emoción y contó con calma lo que sabía. Muy debilitado por el viaje, Kryltsov había sido llevado inmediatamente al hospital. María Pavlovna había pedido instalarse junto a él como enfermera; pero le habían negado la autorización.
Entonces, ¿me retiro? preguntó ella al ver que el inglés aguardaba.
No le digo adiós. Volveré a verla dijo Nejludov tendiéndole la mano.
Perdone murmuró ella, con una voz apenas perceptible.
Sus ojos se encontraron y, en su extraña y vaga mirada, después de la sonrisa turbada que había subrayado aquel «perdone» y no «adiós» 31 31En ruso, las palabras «adiós» y «perdone» son tan parecidas casi idénticas, que pueden tomarse una por otra según el tono. N. del T.
[Закрыть], Nejludov comprendió que de las dos causas a las que había pensado poder atribuir la decisión de Katucha, la segunda era la verdadera: lo quería a él, a Nejludov, y creía que le estropearía la existencia uniéndose con él; en cambio, siguiendo a Simonson, liberaba a Nejludov. Y ahora se sentía dichosa por haber cumplido lo que había deseado, pero al mismo tiempo sufría por tener que separarse de él.
Le estrechó la mano, se apartó vivamente y se fue.
Nejludov se volvió hacia el inglés, dispuesto a seguirlo; pero éste tomaba apuntes en su libro de notas.
Sin molestarlo, Nejludov se dejó caer sobre un banco de madera colocado cerca de la pared y sintió de pronto un profundo cansancio. Estaba cansado, no por las noches sin sueño, las fatigas del viaje y las emociones vividas, sino cansado horriblemente de la vida toda. Se apoyó en el respaldo, cerró los ojos y se durmió de pronto con un sueño de muerte.
Bueno, ¿quiere usted ahora visitar las celdas? preguntó el director.
Nejludov volvió en sí y paseó una mirada de asombro por los alrededores. El inglés había acabado de tomar notas y quería ver las celdas. Nejludov, fatigado, indiferente, se dispuso a seguirlo.
XXVI
Después de haber franqueado el vestíbulo y el corredor, infectos hasta la náusea, y donde, con gran asombro para ellos, vieron a dos presos orinar sin reparo sobre el entarimado, el director, el inglés y Nejludov penetraron en la primera sala de los condenados de derecho común.
Allí, sobre camastros de tablas que ocupaban todo el centro, había presos ya acostados. Eran aproximadamente unos setenta, tendidos cabeza contra cabeza, costado contra costado. A la entrada de los visitantes, todos, con un tintineo de cadenas, se levantaron vivamente y se alinearon junto a las camas; recién rapados, sus cráneos relucían. Dos de ellos habían seguido acostados: un joven que ardía de fiebre y un viejo que no dejaba de gemir.
El inglés preguntó si el preso joven estaba enfermo desde hacía tiempo. El director respondió que solamente desde por la mañana; en cuanto al viejo, sufría del estómago desde hacía cierto tiempo, pero no había otro sitio donde colocarlo, porque la enfermería estaba atestada. El inglés hizo un movimiento de cabeza desaprobador y expresó el deseo de decir algunas palabras a aquellos hombres. Le rogó a Nejludov que le sirviese de intérprete. Su viaje tenía, pues, dos fines: describir los lugares de deportación de Siberia y predicar la salvación por la Fe y la Redención.
Dígales que Cristo ha tenido piedad de ellos, los ha amado y ha muerto por ellos. Si creen en Él, se salvarán.
Mientras hablaba, todos los presos permanecían silenciosos ante sus camas, en una actitud militarmente respetuosa.
Dígales concluyó que en este libro está dicho todo. ¿Hay algunos que sepan leer?
Había más de veinte. El inglés sacó de su bolsa algunos ejemplares encuadernados del Nuevo Testamento; manos musculosas, de uñas negras y sólidas, se tendieron hacia él procurando apartarse mutuamente. En aquella celda dio dos evangelios, y pasó a la siguiente.
Aquí, todo transcurrió lo mismo. La misma falta de aire, la misma hediondez; igualmente, entre las ventanas, había colgado un icono, y a la izquierda de la puerta estaba la cubeta; lo mismo, amontonados uno contra otro, estaban tendidos los presos; con los mismos movimientos se levantaron y adoptaron la misma actitud rígida; aquí igualmente tres hombres no abandonaron sus camas: dos se incorporaron y se sentaron, en tanto que el otro permanecía acostado, sin mirar siquiera a los visitantes. Estaban enfermos. El inglés repitió el mismo discurso y dio igualmente dos evangelios.
En la tercera sala se oían vociferaciones y ruidos. El director llamó y gritó: «¡Silencio!» Cuando se abrió la puerta, todos se alinearon análogamente al lado de las camas, excepto algunos enfermos; dos de los presos estaban golpeándose, el rostro desfigurado por la cólera, agarrando éste los cabellos, aquél la barba de su adversario, y no se soltaron más que cuando se interpuso un vigilante. Uno tenía la nariz ensangrentada y por la cara le corrían mocos, saliva y sangre, que se secaba con la manga del caftán. El otro se retiraba los pelos arrancados de su barba.
¡El starosta 32 32Jefe de sala. N. del T.
[Закрыть]! gritó severamente el director.
Avanzó un mocetón guapo y fuerte.
Imposible dominarlos, señoría dijo con una alegre sonrisa en los ojos.
Bueno, yo los dominaré replicó el director frunciendo las cejas.
What did they fight for? preguntó el isleño.
Nejludov preguntó al starostala causa de aquella riña.
Se ha metido en lo que no le importaba respondió el starosta, siempre sonriendo. Le dio un empujón y el otro le ha pagado con la misma moneda.
Nejludov tradujo al inglés.
Quisiera decirles algunas palabras dijo este último, dirigiéndose al director.
Habiendo traducido Nejludov, el director respondió:
Puede hacerlo.
Él inglés sacó entonces su evangelio encuadernado en tafilete.
Traduzca usted entonces esto, por favor: «Vosotros os habéis peleado, os habéis golpeado. Y Cristo, que murió por nosotros, nos dio otro medio de resolver nuestras querellas.» Pregúnteles si saben cómo, según la ley de Cristo, hay que tratar a un hombre que nos ofende.
Nejludov tradujo las palabras y la pregunta del inglés.
Presentar queja a la autoridad; ella impondrá la justicia respondió uno de ellos, mirando de soslayo al imponente director.
Pegar fuerte, y entonces ya no te ofenderá más otro.
Se dejaron oír algunas ligeras risas de aprobación, y Nejludov tradujo estas respuestas al inglés.
Dígales que, según la ley de Cristo, hay que hacer precisamente lo contrario. Si lo golpean en una mejilla, ofrece la otra dijo el inglés, avanzando la suya para recalcar sus palabras.
Nejludov tradujo.
¡Que lo pruebe entonces! dijo una voz.
Y si lo abofetea en la otra también, ¿qué hay que ofrecer luego? dijo uno de los enfermos.
¡Pues lo convertirá en un guiñapo entonces!
¡Que haga la prueba un poco! gritó una voz por la parte de atrás, con una risa que contagió a toda la sala; el golpeado mismo rió a través de su sangre y de sus mocos, y el enfermo igualmente.
Sin inmutarse, el inglés le respondió que lo que les parecía imposible se hacía posible y fácil para el creyente.
Y pregúnteles si beben.
Desde luego respondió una voz que suscitó nuevas carcajadas.
En aquella sala había cuatro enfermos. Habiendo preguntado el inglés por qué no los reunían a todos en una sola habitación, el director respondió que ellos mismos no lo querían. Por lo demás, sus enfermedades no eran contagiosas, y el practicante les prestaba sus cuidados.
Ya hace dos semanas que no se le ve el pelo por aquí dijo una voz.
El director no respondió y condujo a los visitantes a otra sala. De nuevo todos los presos se alinearon en silencio y de nuevo el inglés distribuyó sus evangelios. Igual operación en la quinta y en la sexta sala, a derecha a izquierda.
Después de visitar a los forzados, hubo la visita a los deportados, luego a los desterrados por sus ayuntamientos, y a continuación a los que seguían voluntariamente a sus parientes presos. En todas partes el mismo espectáculo: por doquier los mismos hombres que padecían frío y hambre, ociosos, enfermos, degradados, encerrados y mostrados como bestias salvajes.
El inglés, que había distribuido el número fijado de sus evangelios, no daba ya nada ni tampoco pronunciaba discursos. El penoso espectáculo, y sobre todo la pesada atmósfera, habían acabado por apagar su ardor, y caminaba a través de las celdas acogiendo simplemente con un « All right!» las explicaciones suministradas por el director sobre la clase de los presos.
Nejludov caminaba como en un sueño y, víctima de la misma fatiga y de la misma desesperanza, no tenía fuerzas para abandonar a su compañero.