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Resurrección
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Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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XIX

El hombre del que dependía la mejora de la suerte de los presos de San Petersburgo era un veterano general, descendiente de barones alemanes y del que se decía que era un poco tonto. Tenía una larga hoja de servicios y numerosas condecoraciones, de las que únicamente llevaba la cruz Blanca en la pechera. Había ganado aquella cruz, particularmente halagadora, en el Cáucaso, por haber obligado a mujiks, rapados y vestidos de uniforme, armados de fusiles con bayoneta calada, a matar a millares de personas del país que defendían sus libertades, sus casas y sus familias. Seguidamente prestó servicio en Polonia, donde de nuevo había obligado a los campesinos rusos a cometer diversos crímenes, lo que le valió nuevas condecoraciones y nuevos adornos en su uniforme; y también había servido en otras partes. Ahora ocupaba este puesto, el cual le proporcionaba buen alojamiento, buen sueldo y honores. Ejecutaba las órdenes llegadas de arriba con rigor inflexible y consideraba que la ejecución de las mismas era cosa eminentemente apreciable. Y como les atribuía un alcance totalmente particular, consideraba que todo podía cambiarse en la tierra, excepto aquellas órdenes.

Los deberes de su cargo consistían en mantener en las casamatas y en secreto a detenidos políticos, de uno a otro sexo, y eso de forma tal que la mitad de entre ellos desapareciera en el espacio de diez años: algunos perdían la razón, otros morían de tisis o se suicidaban dejándose morir de hambre, abriéndose las venas con un pedazo de cristal, ahorcándose o quemándose vivos.

El viejo general sabía todo eso, porque diariamente lo veía ante sus ojos; pero todos estos accidentes no afectaban más a su conciencia de lo que podían conmoverlo los accidentes producidos por tormentas, inundaciones, etcétera. Provenían de órdenes llegadas de arriba en nombre del emperador, y estas órdenes debían ejecutarse al pie de la letra; por tanto, era absolutamente inútil preocuparse de sus consecuencias.

El viejo general no pensaba, pues, en ello, prohibiéndole su deber de militar patriota cualquier reflexión que hubiese podido producir alguna debilidad en las obligaciones de su cargo, muy importantes, a su juicio. Conforme al reglamento, una vez por semana giraba una visita por todas las celdas, informándose si los presos tenían alguna petición que presentarle. A menudo se las presentaban; las escuchaba tranquilamente, sin decir palabra, pero nunca les daba curso, porque sabía de antemano que eran incompatibles con el reglamento.

En el instante en que el coche de Nejludov se detenía ante el edificio donde vivía el viejo general, el reloj de la torre tocó, con una sonería cascada, el canto «¡Alabado sea Dios!». Luego repicaron los toques de las dos. Al escuchar aquella sonería, Nejludov se acordó de lo que había leído en las memorias de los decembristas respecto a la impresión producida sobre los detenidos por aquella dulce música que se repetía a cada hora.

El viejo general estaba sentado en un saloncito oscuro, con un joven pintor, hermano de uno de sus subordinados, ante una mesita con incrustaciones, y los dos hacían girar un platito sobre una hoja de papel. Los dedos delgados y ahusados del joven artista y los dedos gruesos, arrugados, osificados a trozos, del viejo general se entrelazaban, y aquellas manos entremezcladas giraban con el platito, con un movimiento intermitente, por encima de la hoja de papel, sobre la cual estaban inscritas todas las letras del alfabeto. El platito respondía a la pregunta formulada por el general de saber cómo las almas se reconocen después de la muerte.

En el momento en que uno de los ordenanzas, que hacía funciones de ayuda de cámara, entraba con la tarjeta de Nejludov, el alma de santa Juana de Arco, que hablaba por medio del platito, acababa ya de decir: «Se reconocen entre ellas...», y aquello había sido anotado. El platito se había detenido sobre la letra P, luego sobre la O y, llegado a la S, había cesado de girar, oscilando de derecha a izquierda. Y vacilaba porque, según el general, la letra siguiente debía de ser una L. A su juicio, santa Juana de Arco debía de decir que las almas se reconocerán solamente después de ( poslié) su purificación, o algo parecido; el artista, por su parte, pretendía que la letra siguiente debía de ser V y que santa Juana de Arco quería decir que las almas se reconocerán por la luz( po svetu) que se desprenderá de sus cuerpos etéreos.

Frunciendo con aire malhumorado sus espesas cejas blancas, el general mantenía los ojos fijos en sus manos y, persuadido de que el platito se movía por su cuenta, lo atraía hacia la L, en tanto que el pálido artista, con su ralos cabellos colgando detrás de las orejas, miraba, con sus mates ojos azules, el rincón sombrío de la estancia y, moviendo nerviosamente los labios, atraía al platito hacia la V. El general frunció la frente, disgustado de que lo molestaran; luego, después de un instante de silencio, recogió la tarjeta de Nejludov, se puso los lentes y, quejándose de los riñones, se levantó con su impresionante estatura y se frotó los entumecidos dedos.

Hágalo entrar en mi despacho.

Permítame vuecencia. Acabaré yo solo dijo el artista, poniéndose en pie. Noto que vuelve el fluido.

Está bien, acabe usted solo respondió el general con su voz severa; luego, con su paso igual y resuelto, se dirigió a su despacho.

Me alegro de verlo dijo a Nejludov, pronunciando con voz ronca palabras amables a indicándole una butaca cerca de su mesa. ¿Lleva usted mucho tiempo en Petersburgo?

Nejludov respondió que no.

¿Y su señora madre, la princesa, sigue bien?

Mi madre murió.

¡Perdóneme! Estoy verdaderamente desolado. Mi hijo me dijo que se había encontrado con usted. El hijo del general seguía la misma carrera que su padre, y, salido de la Escuela de Guerra para entrar en la Oficina de Información, estaba muy orgulloso de los trabajos que le confiaban. Tenía atribuciones en el servicio del espionaje.

¡Ah, sí, hice el servicio con el padre de usted! Fuimos amigos, camaradas. ¿Y usted, está en el servicio?

No, no estoy en el servicio.

El general tuvo un movimiento desaprobador de cabeza.

Tengo un ruego que hacerle, general dijo Nejludov.

¡Ah, ah! Muy bien. ¿Y en qué puedo servirle?

Si mi ruego le parece inoportuno, tenga la bondad de disculpármelo. Pero me creo en la obligación de formulárselo.

¿De qué se trata?

Entre los detenidos confiados a la custodia de usted se encuentra un tal Gurkevitch. Su madre desea verlo y, en caso de que eso sea imposible, solicita poderle mandar al menos libros.

Ante estas palabras de Nejludov, el general no expresó ni contento ni descontento: se limitó a inclinar la cabeza, en actitud de reflexión. A decir verdad, no reflexionaba en modo alguno y ni siquiera se interesaba por la petición de Nejludov, sabiendo de antemano que le respondería conforme a las órdenes. Simplemente dejaba descansar su espíritu, sin fatigarlo con pensamiento alguno.

Es que nada de eso depende de mí respondió. Un reglamento imperial determina las condiciones de las visitas. En cuanto a los libros, tenemos aquí una biblioteca: se da a los detenidos los libros que están autorizados.

Sí, pero él tiene necesidad de obras científicas; querría estudiar.

No crea usted nada de eso. Y el general se calló. No es para estudiar continuó ; sino simplemente para soliviantar a la gente.

Pero es que en su penosa situación les hace falta un quehacer cualquiera dijo Nejludov.

Siempre están quejándose replicó el general. ¿Dejaremos de conocerlos nosotros?

Hablaba siempre de ellos como de una raza de hombres mala y colocada aparte.

La verdad es que en ninguna cárcel encontraría usted las comodidades que ellos tienen aquí prosiguió.

Y se puso a describir con pormenores aquellas «comodidades» ; al oírlo, se habría podido suponer que la detención de los presos en la fortaleza tenía por único objeto proporcionarles un descanso agradable.

Antiguamente, es verdad que los trataban con bastante dureza, pero hoy se los trata lo mejor posible. Para comer se les dan tres platos y siempre uno de carne: picadillo o albóndigas. Los domingos, añadimos un plato suplementario, un postre. ¡Ojalá todos los rusos estuvieran alimentados como lo están ellos!

Una vez arrastrado por su tema, el general, siguiendo la costumbre de los viejos, repetía cosas dichas cien veces para demostrar la ingratitud de los presos.

En cuanto a los libros decía, disponemos para ellos de obras religiosas y también de revistas viejas. Tenemos toda una biblioteca; a menudo incluso fingen interesarse por la lectura, y poco tiempo después nos devuelven los libros sin haber cortado las páginas, y que no han tocado en absoluto. En cuanto a los libros viejos, ni siquiera los hojean; para convencernos de eso, con frecuencia hemos puesto una señal casi invisible añadió el general con semblante risueño. Tampoco se les prohíbe escribir. A este efecto les proporcionamos pizarras, sobre las cuales pueden entretenerse en escribir, borrar, escribir de nuevo..., pero tampoco eso va con ellos. Sólo al principio muestran un poco de agitación; después, engordan y cada vez se hacen más tranquilos decía el general sin ni siquiera darse cuenta del terrible significado de sus palabras.

Nejludov escuchaba aquella voz cascada, examinaba aquellos miembros fofos, aquellos párpados hinchados bajo las cejas hirsutas, aquellas mejillas colgantes y rasuradas, sostenidas por el cuello militar; aquella crucecita blanca de la que aquel hombre se sentía tan orgulloso porque era la recompensa de una cruel carnicería en masa; y Nejludov comprendía que era inútil explicar nada a un hombre semejante.

Hizo sin embargo un esfuerzo para hablarle de otro asunto: de la presa Schustova, respecto a la cual le habían dicho que se había cursado la orden para que la pusieran en libertad.

¿Schustova? ¿Schustova...? No los conozco a todos por el nombre. Son tan numerosos... respondió con aire de reprocharles aquella abundancia.

Tocó la campanilla y dijo que llamasen al secretario. Mientras iban a buscar a éste, aconsejaba a Nejludov que volviese a entrar en el servicio, diciendo que los hombres honrados y honorables, y él se contaba entre ellos, eran indispensables para el zar.. , y para la patria añadía, evidentemente sólo por la sonoridad de la frase.

Así, he aquí que yo soy viejo, y sigo sirviendo mientras me lo permitan mis fuerzas.

El secretario, un hombre enjuto, de ojos inquietos y malignos, entró a informó que Schustova estaba detenida en un recinto fortificado y que ninguna orden había llegado respecto a ella.

En cuanto la recibamos, la pondremos en libertad el mismo día; no solemos retenerlos. No procuramos en absoluto prolongar su visita dijo el general con un nuevo intento de sonrisa estúpida que consiguió únicamente dibujar una mueca en su viejo rostro.

Nejludov se levantó, costándole gran trabajo disimular la repulsión, mezclada con lástima, que le inspiraba aquel horrible viejo. Y éste consideraba que por su parte no debía mostrarse demasiado severo con el hijo descarriado de su antiguo camarada y creía su deber darle una lección.

¡Adiós, querido mío! No tome a mal lo que le digo; es por pura amistad; pero no se mezcle usted en los asuntos de nuestros presos. No hay ninguno que sea inocente. Todos son unos depravados y nosotros los conocemos muy bien dijo con un tono que no dejaba lugar a dudas.

Y él no dudaba, en efecto; no porque fuese la realidad, sino porque, en el caso contrario, lejos de considerarse un bravo héroe que acaba dignamente una vida ejemplar, habría tenido que reconocerse un miserable que vendió su conciencia y continuaba vendiéndola durante su vejez.

Y, créame, lo mejor es estar en el servicio. El zar tiene necesidad de gente honrada..., la patria también... Piense un poco en lo que ocurriría si yo, si todos los hombres de nuestra índole, no prestáramos servicio. ¿Qué quedaría entonces? Sería tanto como desaprobar las instituciones, sin querer nosotros mismos ayudar al gobierno.

Nejludov suspiró, se inclinó profundamente, estrechó la manaza anquilosada del anciano y se retiró.

Después de un movimiento de cabeza desaprobador, el general se frotó los riñones y volvió al saloncito donde lo aguardaba el joven artista que había anotado ya la respuesta de santa Juana de Arco. El general se caló los lentes y leyó: «...se reconocen una a otra según la luz que se desprende de su cuerpo etéreo...»

¡Ah! exclamó el general, cerrando los ojos con satisfacción. Pero si la luz es la misma para todas, ¿cómo es posible distinguirla? preguntó. Y entremezclando de nuevo sus dedos con los del artista, volvió a sentarse ante la mesita.

El cochero de Nejludov franqueó la puerta de la fortaleza.

¡Ah, barin, cómo se aburre uno aquí! dijo. Por poco me marcho sin esperarlo.

Sí, se aburre uno convino Nejludov, respirando a pleno pulmón y fijando, para calmarse, los ojos en las vaporosas nubes que pasaban por el cielo, así como sobre el espejeo del Neva sobre el cual se deslizaban barcas y vapores.

XX

El día siguiente era el fijado para el examen del asunto de Maslova, y Nejludov se dirigió al Senado. Ante la majestuosa escalinata del palacio, donde estaban ya alineados numerosos coches, encontró al abogado, que asimismo acababa de llegar. Después de subir la suntuosa escalera hasta el segundo piso, el abogado, que conocía las interioridades del lugar, se dirigió hacia la puerta de la izquierda, sobre la cual estaba pintada la fecha de la promulgación del nuevo código. En el vestíbulo principal se quitaron los abrigos, y, habiéndose enterado por el portero de que todos los senadores estaban allí y que el último acababa de llegar, Fánarin, de frac y corbata blanca sobre una pechera almidonada, pasó con suficiencia y aire jovial a la habitación contigua. Allí se encontraban: a la derecha, un gran armario y una mesa; a la izquierda, una escalera de caracol por la que bajaba en aquel momento un funcionario de elegante uniforme y con la cartera bajo el brazo. La atención general se centraba en un viejecito de aspecto patriarcal, de largos cabellos blancos y chaqueta y pantalones grises; dos escribientes permanecían ante él en una actitud particularmente respetuosa. El viejecito entró en el armario guardarropa y desapareció allí.

Mientras tanto, Fanarin, que había divisado a uno de sus colegas, igualmente de frac y con corbata blanca, entabló con él una animada conversación mientras Nejludov examinaba a los que se encontraban en la sala. Había allí una quincena de personas, entre ellas dos señoras: una muy joven, con impertinentes; la otra ya encanecida. Aquel día tenían que examinar un asunto de difamación cometida por medio de la prensa, lo que había atraído a un público más numeroso que de costumbre, perteneciente en su mayor parte al mundo de los periodistas.

El ujier, un hombre soberbio y rubicundo, vestido con un imponente uniforme y que llevaba un papel en la mano, se acercó a Fanarin para preguntarle en qué asunto debía abogar. Al enterarse de que se trataba del asunto de Maslova, tomó nota y se alejó. La puerta del armario se abrió y salió de él el viejecito de aspecto patriarcal, no ya con chaqueta, sino vistiendo un uniforme adornado de galones y de pasamanería que lo hacían parecerse a un pájaro.

Por lo demás, aquel disfraz ridículo debía de molestarle a él también, porque atravesó la habitación más rápidamente que de costumbre.

Es Be, un hombre respetable dijo el abogado a Nejludov.

Y después de haber presentado este último a su colega, habló del asunto que se iba a juzgar y que, a su juicio, era muy interesante.

Pronto se abrió la sesión. Nejludov penetró en la sala con el resto del público. Todo el mundo, incluyendo a Fanarin, se acomodó en la habitación reservada al público, detrás de la rejilla. Sólo la franqueó el abogado de Petersburgo y fue a sentarse ante un pupitre. La sala era menos amplia y de una ornamentación más simple que la de la Audiencia Provincial. Se distinguía de ésta en que la mesa a la que estaban sentados los senadores estaba cubierta, en lugar de con paño verde, con terciopelo color de cereza galoneado de oro. Se veían allí los atributos habituales de las cámaras de justicia: la estatua vendada, el icono y el retrato del soberano. El ujier, también él todo solemne, anunció:

¡El tribunal!

Inmediatamente todo el mundo se puso en pie; al punto entraron los senadores con uniforme de gala, quienes pasaron a sentarse en sus sillones de alto respaldo y, apoyando los codos en la mesa, trataron de adoptar una actitud natural.

Los senadores eran cuatro: el presidente, Nikitin, un hombre sin barba, de rostro alargado y ojos de acero; Wolff, con los labios significativamente apretados, que hojeaban el sumario con sus blancas y pequeñas manos; Skovorodnikov, alto, pesado, marcado el rostro por la viruela, y sabio jurista, y, finalmente, Be, el viejecito de aspecto patriarcal, que había llegado el último. Detrás de los senadores entraron el escribano en jefe y el sustituto del fiscal general, joven, enjuto, rasurado, con una tez sombría y ojos negros llenos de tristeza. A pesar de la extraña vestimenta que llevaba y aunque no se hubiesen vuelto a ver desde hacía seis años, Nejludov reconoció en él a uno de sus mejores condiscípulos de la universidad.

¿No se llama Selenin el fiscal? preguntó al abogado.

Sí, ¿por qué?

Lo conozco mucho: es un hombre excelente.

Y un buen fiscal interino, muy enterado. A él es a quien debía usted haberle pedido su apoyo dijo el abogado.

¡Oh, éste no actuará nunca más que de acuerdo con su conciencia! dijo Nejludov, acordándose de sus relaciones íntimas con Selenin y de las cualidades encantadoras de pureza, honradez y corrección de éste, en el mejor sentido de la palabra.

Por lo demás, ahora sería demasiado tarde murmuró Fanarin, dedicando ya toda su atención al asunto.

Nejludov se puso a escuchar igualmente, esforzándose en comprender lo que ocurría ante sus ojos. Pero, lo mismo que en la Audiencia Provincial, chocaba con el procedimiento mismo de la discusión, que versaba no sobre el fondo, sino sobre circunstancias accesorias del proceso. La causa de aquel juicio era un artículo de periódico denunciando la malversación del presidente de una sociedad montada por acciones. Parecía evidente que lo importante habría sido investigar primeramente si en verdad había existido robo y, en caso afirmativo, poner fin a aquello. Pero de eso, ni una sola palabra. Se discutió sobre la cuestión de saber si tal o cual párrafo del código daba derecho al director del periódico para imprimir el artículo de su colaborador y, una vez impreso, si había habido difamación o calumnia, y, además, si difamación implica calumnia, y la calumnia implica difamación; luego, otras innumerables cosas muy poco inteligibles para el común de los mortales, respaldadas por una multitud de artículos y de acuerdos tomados por todas las cámaras reunidas.

Nejludov comprendió sin embargo que Wolff, ponente del asunto, quien la víspera misma le había dado a entender muy claramente que el Senado no tenía nunca que juzgar sobre el fondo, se empeñaba por el contrario en invocar argumentos de fondo para hacer anular la sentencia del tribunal de apelación, en tanto que Selenin, tan frío de ordinario, sostenía con el mismo ardimiento la tesis opuesta.

Aquel calor de Selenin, notado por Nejludov, procedía de que consideraba al presidente de la sociedad anónima como a un hombre poco escrupuloso y a que se había enterado de la presencia de Wolff en una comida suntuosa ofrecida por aquel financiero casi en vísperas del proceso. Como hoy Wolff exponía el asunto con una gran prudencia, pero con una parcialidad no menos evidente, Selenin se animó y expresó su opinión con un nerviosismo exagerado en aquellas circunstancias. Visiblemente, sus palabras chocaron a Wolff, quien enrojeció, hizo gestos de sorpresa y, con aire digno y vejado, se retiró con los demás senadores a la sala de deliberaciones.

¿Por qué caso viene usted? preguntó de nuevo el ujier a Fanarin en cuanto los senadores hubieron salido.

¡Pero si ya se lo he dicho: el caso Maslova!

Está bien. Él caso debe verse hoy, pero...

¿Qué pasa?

Mire, este asunto había que resolverlo sin que estuviese en presencia el abogado defensor; por tanto es dudoso que los señores senadores salgan de su cámara después de dictada la sentencia. Pero lo anunciaré a usted.

¿Cómo? ¿Qué quiere decir eso?

Lo anunciaré, lo anunciaré, diré que está usted aquí.

Y el ujier tomó nota en un papel.

En efecto, los senadores tenían la intención, después de haber pronunciado su veredicto en el asunto de difamación, de terminar los otros asuntos, incluyendo el de Maslova, sin salir de su sala de deliberaciones, fumando y tomando el té.


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