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Resurrección
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 15:13

Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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XXI

Una vez sentados los senadores ante su mesa de deliberaciones, Wolff, con animación, se puso a exponer los motivos adecuados para anular la sentencia.

El presidente, ya de por sí poco benévolo, se encontraba peor dispuesto aquel día. Durante el curso de la sesión había previamente paralizado su opinión y se engolfaba ahora en sus pensamientos sin escuchar a Wolff. Ahora bien, sus pensamientos se concentraban sobre un pasaje de sus memorias, escrito la víspera, donde contaba cómo había sido suplantado por Vilano en un puesto importante que anhelaba desde hacía mucho tiempo.

Este presidente Nikitin estaba, en efecto, íntimamente convencido del valor documental que tendría, para la Historia, su opinión sobre los altos funcionarios a los que se preciaba de conocer. En un capítulo redactado la víspera vituperaba a algunos de estos altos personajes, acusándolos, según su propia expresión, de haberle impedido salvar a Rusia de la ruina a la que la arrastraban los dirigentes actuales; y eso significaba que le habían impedido apelar a un tratamiento mucho más enérgico. De momento se preguntaba si su redacción era bastante clara para que, gracias a él, todos aquellos hechos llegasen a la posteridad con una significación completamente nueva.

Desde luego respondió, sin escucharlo, a Wolff, que le había dirigido la palabra.

Be, por su parte, escuchaba a Wolff con tristeza, dibujando guirnaldas sobre un papel colocado delante de él. Este Be era un liberal de la más pura cepa. Conservaba cuidadosamente las tradiciones del decenio de 1860, y, si se apartaba de su rigurosa imparcialidad, era siempre en un sentido liberal. En esta ocasión, además de que el financiero pleiteante era un hombre poco honrado, Be estaba a favor de la confirmación de la sentencia, porque aquella acusación de libelo esgrimida contra un periodista restringía la libertad de prensa.

Cuando Wolff hubo terminado su argumentación, Be, abandonando su guirnalda, se puso a hablar con melancolía (su tristeza se la causaba el hecho de tener que pasar por semejantes trivialidades), y con una voz dulce, agradable, demostró con evidencia y simplicidad lo mal fundado de la queja; luego bajó su blanca cabeza y continuó dibujando su guirnalda.

Skovorodnikov, sentado frente a Wolff y constantemente ocupado en meterse en la boca los pelos de su bigote y de su barba, intervino, en cuanto Be terminó de hablar, para declarar con voz alta y agresiva que, aunque el presidente de la sociedad anónima fuese un perfecto canalla, no por eso dejaba él de tener la opinión de que se casase la sentencia, si existían vicios de procedimiento. Pero como no existía ninguno, se puso del lado de Iván Semionovitch (Be), satisfecho por aquel picotazo que asestaba a Wolff. El presidente, habiéndose atenido a la opinión de Skovorodnikov, dio como resultado que la queja estaba mal fundada.

Wolff se sentía tanto más descontento cuanto que, por diversas alusiones, había comprendido que sus colegas sospechaban en él una cierta parcialidad. Por eso, adoptando un aire indiferente, abrió el legajo del asunto Maslova y se engolfó en él. Los senadores, después de haber llamado para pedir té, encauzaron la conversación sobre un tema que casi con el mismo interés que el duelo de Kamensky preocupaba a todo Petersburgo. Un director de ministerio había sido sorprendido en el flagrante delito de cometer un acto previsto en el artículo 955.

¡Qué porquería! dijo Be con repugnancia.

¿Qué encuentra usted en eso de malo? Le mostraré en nuestra literatura el proyecto de un autor alemán que propone tranquilamente que el casamiento entre hombres no se considere un crimen replicó Skovorodnikov, aspirando con avidez el humo de un cigarrillo arrugado que sujetaba entre la palma de la mano y la raíz de los dedos, y estallando en una gran risotada.

¡No es posible! exclamó Be.

Ya se lo enseñaré respondió Skovorodnikov, citando el título completo de la obra, la tirada y el lugar de edición.

Se asegura que va a ser enviado como gobernador a no sé qué parte, en el fondo de Siberia, dijo Nikitin.

Será algo perfecto. Me estoy imaginando al obispo que sale a su encuentro con la cruz. No haría falta más sino que el obispo fuera demasiado comprensivo dijo Skovorodnikov, arrojando su colilla en el platillo.

Luego apresó en la boca todo lo que pudo de su barba y de su bigote y se puso a masticar.

En aquel momento, el ujier entró en la sala de deliberaciones para advertir a los senadores que el abogado y Nejludov deseaban asistir al examen de la instancia de Maslova.

He aquí el asunto: ¡es todo una novela! dijo Wolff, quien contó a sus colegas lo que sabía de las relaciones entre Nejludov y Maslova.

Cuando hubieron hablado, fumado cigarrillos y bebido té, los senadores volvieron a entrar en la sala de sesiones y dieron a conocer su decisión respecto al asunto de libelo; luego pasaron a examinar el de Maslova.

Con su voz meliflua, Wolff emitió un informe muy claro sobre la solicitud de casación presentada por Maslova, y de nuevo, con una parcialidad visible, manifestó el deseo de que la sentencia quedase anulada.

¿Tiene usted algo que añadir? preguntó el presidente volviéndose hacia Fanarin.

Este se levantó, alisó la inmaculada pechera de su camisa y, metódicamente, con una precisión y una convicción notables, se puso a probar que los debates de la Audiencia Provincial habían presentado seis puntos contrarios a la interpretación exacta de la ley; luego se permitió rozar el fondo del asunto, a fin de demostrar hasta qué punto el veredicto de la Audiencia Provincial había sido de una injusticia flagrante. Bajo el tono breve pero firme de su discurso parecía excusarse por tener que insistir sobre aquello ante los señores senadores, que con su perspicacia y su sabiduría jurídicas veían y comprendían mejor que él; pero su deber lo obligaba a hacerlo. Después de aquel alegato, parecía que era imposible dudar de la anulación de la sentencia. Cuando Fanarin hubo terminado, tuvo una sonrisa de triunfo, y esa sonrisa proporcionó a Nejludov la certidumbre del éxito. Pero al mirar a los senadores, vio que Fanarin era el único que sonreía y que triunfaba. Porque ellos y el fiscal interino estaban lejos de sonreír y de triunfar: tenían, por el contrario, el aire aburrido de la gente que pierde el tiempo, y todos parecían decir al abogado: «Siga hablando. Ya hemos escuchado a otros muchos, y es perfectamente inútil.»

Su satisfacción apareció simplemente cuando el abogado concluyó y dejó de importunarlos. El presidente concedió a continuación la palabra al sustituto del fiscal general. Pero Selenin se limitó a declarar brevemente, aunque con claridad y precisión, que los diversos motivos de casación invocados estaban mal fundados y que la sentencia debía ser mantenida, tras de lo cual los senadores se levantaron y se retiraron para deliberar.

De nuevo se dividieron las opiniones: Wolff insistía a favor de la casación; Be, que había sido el único que había comprendido de qué se trataba, opinaba en el mismo sentido y presentaba a sus colegas un vívido cuadro del error de los jurados. Nikitin, partidario como siempre de la severidad en general y de las formas en particular, se oponía a la casación. Todo quedaba, pues, subordinado al voto de Skovorodnikov. Pero éste se opuso a la casación, principalmente porque el proyecto de Nejludov de casarse con aquella mujer por imperativos de su conciencia moral, lo escandalizaba hasta el más alto punto.

Skovorodnikov era materialista, darwinista; cualquier manifestación de la moral abstracta, y con más motivo de la moral religiosa, le parecía no solamente una vil insania, sino casi una injuria personal. Todos aquellos avatares con semejante prostituta, la defensa de ésta ante el Senado por un abogado de renombre, y la presencia misma de Nejludov, todo aquello le repugnaba. Por eso, metiéndose la barba en la boca y haciendo muecas, fingiendo con una naturalidad perfecta no saber nada del asunto, sino tan sólo que los motivos de casación eran insuficientes, opinó, como el presidente, que la petición no debía aceptarse.

En consecuencia, la instancia de Maslova fue rechazada.

XXII

Pero es horrible! exclamó Nejludov saliendo con el abogado a la sala de espera. En un asunto de una claridad tal, respetan la forma y rechazan... ¡Es espantoso!

El asunto se ha presentado mal respondió el abogado.

¡Y el mismo Selenin opuesto a la casación! ¡Es terrible! exclamó Nejludov. ¿Qué hacer ahora?

Presentar un recurso de gracia. Ocúpese de eso usted mismo mientras está aquí. Voy a redactárselo.

En aquel momento, el senador Wolff, con su uniforme atiborrado de cruces, entró en la sala y se acercó a Nejludov.

¿Qué hacer, querido príncipe? Los motivos de casación eran insuficientes dijo, encogiendo sus estrechos hombros y bajando los párpados. Y pasó de largo.

Detrás de Wolff apareció Selenin, quien se había enterado por los senadores de la presencia de su antiguo amigo Nejludov.

No esperaba encontrarte por aquí le dijo, con una sonrisa en los labios mientras sus ojos seguían tristes.

Y, por mi parte, ignoraba que fueses fiscal general.

Sustituto rectificó Selenin. ¿Cómo es que estás en el Senado? preguntó.

He venido con la esperanza de encontrar aquí justicia y piedad para una desgraciada mujer condenada injustamente.

¿Qué mujer?

Pues esa cuyo destino acabáis de decidir.

¡Ah, el asunto Maslova! recordó Selenin. Su instancia carecía de fundamento.

No se trataba de su instancia, sino de ella misma. Es inocente, y la castigan.

Selenin exhaló un suspiro.

Sí, es posible, pero...

No solamente posible; es rigurosamente cierto.

¿Cómo lo sabes?

Porque yo formaba parte del jurado. Y sé que nuestro veredicto adolecía de error.

Selenin reflexionó un instante.

Había que haberlo declarado en seguida dijo.

Lo declaré.

Había que haberlo inscrito en el proceso verbal. Si ese motivo hubiese venido adjunto a la instancia...

¡Pero bastaba examinar el asunto para ver la incoherencia del veredicto! exclamó Nejludov.

El Senado no tenía derecho para decirlo. Si se arriesgaba a anular una sentencia basándose sobre el modo como concibe la rectitud de ésta, no solamente podría suceder que a veces aumentase la parte de injusticia replicó Selenin, pensando en Wolff y en el asunto que se acababa de juzgar, sino que las decisiones de los jurados no tendrían ya razón de ser.

Todo lo que sé es que esta mujer es inocente y que en lo sucesivo se ha perdido para ella toda esperanza de escapar a un castigo monstruoso. ¡La justicia suprema ha confirmado una flagrante injusticia!

En modo alguno; no ha confirmado nada, puesto que no tenía que juzgar el asunto a fondo arguyó Selenin, dejando pasar una mirada entre los párpados entornados.

Selenin, siempre muy ocupado y frecuentando poco el mundo, ignoraba sin duda la novela de Nejludov. Habiéndolo notado éste, juzgó inútil hablarle de sus relaciones particulares con Maslova.

Probablemente te habrás alojado en casa de tu tía, ¿no? preguntó Selenin con objeto de cambiar de conversación Me dijeron ayer que estaban aquí. La condesa me invitó la otra noche a asistir contigo, en su casa, a la conferencia del nuevo predicador añadió con la sonrisa en los labios.

Estuve allí, en efecto, pero el desagrado hizo que me alejara, dijo Nejludov con malhumor, descontento por el hecho de que Selenin se hubiese puesto a hablar de otra cosa.

¿Disgustado por qué? Por limitado y fanático que sea eso, no deja de ser manifestación de un sentimiento religioso.

¡Vamos! ¡Una monstruosa locura! exclamó Nejludov.

Nada de eso. Lo extraño y molesto es el hecho de que nuestra ignorancia de los preceptos de la Iglesia es tal, que la exposición de nuestros dogmas fundamentales nos parece una novedad dijo Selenin como si tuviese prisa en expresarle a su antiguo amigo opiniones tan insólitas.

Nejludov lo examinó con una mezcla de atención y de sorpresa mientras Selenin bajaba los ojos, que expresaban no solamente tristeza, sino casi hostilidad.

¿Tú crees, pues, en los dogmas de la Iglesia? le preguntó Nejludov.

Desde luego, creo en ellos respondió Selenin, mirando a Nejludov con una mirada recta pero apagada.

¡Qué cosa más rara! murmuró éste suspirando.

Por lo demás, volveremos a hablar de eso otra vez continuó Selenin. Ya voy dijo al ujier, que se le había acercado con aire respetuoso. Es absolutamente preciso que volvamos a vernos, pero, ¿cuándo volveré a encontrarte? A mí me encontrarás siempre cenando a las siete en la calle Nadejdinskaia. E indicó el número. ¡Vaya, cuánta agua ha pasado bajo los puentes desde nuestra última conversación! acabó, antes de alejarse, sonriendo solamente con los labios.

Iré a verte si me es posible respondió Nejludov.

Pero en el fondo de sí mismo comprendía que Selenin, antes tan querido y tan próximo, se convertía para él, después de esta breve conversación, no solamente en un ser extraño e incomprensible, sino hostil.

XXIII

En la época en que Nejludov era estudiante con Selenin, éste era un hijo excelente, un fiel camarada, y, para su edad, un hombre de mundo muy instruido, de un tacto perfecto, siempre elegante y guapo y al mismo tiempo franco y honrado. Estudiaba con facilidad, sin la menor pedantería, y obtenía medallas de oro por sus trabajos. El objetivo de su joven vida era servir a los hombres, no solamente con palabras, sino con actos. Y no se representaba esta misión de otra manera que bajo la forma de servicio al Estado. Así, apenas terminados sus estudios, examinó metódicamente todos los géneros de actividad a los que podía dedicarse; y tras decidir que podría emplear con la mayor utilidad sus facultades en la segunda sección de la cancillería imperial privada, que tenía entre sus atribuciones la redacción de las leyes, allí fue donde entró.

A pesar del más estricto y más escrupuloso cumplimiento de todo lo que exigía de él su función, no encontró allí ni la satisfacción de ser útil conforme a su deseo, ni la conciencia de cumplir con su deber. Este descontento de sí mismo se sumentó además a consecuencia de sus tiranteces con su jefe inmediato, hombre mezquino y vanidoso. Tuvo, pues, que abandonar la cancillería privada para entrar en el Senado, donde se sintió más a sus anchas. Pero el mismo descontento lo perseguía allí; porque no dejaba de sentir que lo que hacía no era lo que habría querido hacer, no era lo que habría debido ser.

Durante su servicio en el Senado, sus parientes habían obtenido para él el nombramiento de gentilhombre de Cámara, y había tenido que ir, con uniforme bordado, delantal de tela blanca, y en calesa, a presentarse en casa de numerosas personas para darles las gracias por haberlo elevado a la dignidad de lacayo. A pesar de todos sus esfuerzos, no pudo encontrar una explicación razonable para este cargo. Y, más aún que sus servicios de funcionario, sentía que «no era eso». Sin embargo, por una parte, no podía rehusar aquel nombramiento, so pena de entristecer a los que estaban persuadidos de haberle hecho un gran favor; por otra parte, aquello halagaba los instintos inferiores de su propia naturaleza, y se sentía encantado de ver reflejarse en el espejo su uniforme bordado de oro y gozar del respeto provocado en algunas personas por aquel nuevo título.

Lo mismo le había ocurrido en cuanto a su casamiento. Desde el punto de vista mundano, le habían encontrado un brillante partido. Se había casado principalmente por la misma razón de que al negarse habría ofendido o apenado, tanto a la novia, que deseaba aquel casamiento, como a los que lo habían arreglado, y porque la unión con una joven de buena familia, por lo demás encantadora, halagaba su amor propio y le resultaba agradable. Pero, menos aún que su empleo y su cargo en la corte, su matrimonio «no era eso». Después del primer hijo, su mujer no había querido tener más y había empezado a llevar una existencia mundana y agitada en la que, a pesar suyo, él debía tomar parte.

No muy bonita, su mujer le era fiel, y aunque no extraía de su vida mundana más que una extrema fatiga, se sometía a ella con puntualidad, envenenando al mismo tiempo la existencia de su marido.

Todas las tentativas de éste por cambiar cualquier cosa en aquello chocaban contra una certidumbre firme como una roca en su mujer, sostenida además por sus parientes y sus amigos, en el sentido de que era así como había que vivir.

La hija, una niña de largos bucles dorados, de pantorrillas desnudas, era un ser completamente extraño para su padre, porque su educación no era en absoluto la que él habría deseado. Entre los esposos reinaba una incomprensión permanente, incluso la ausencia de todo deseo de comprenderse, una lucha sorda, silenciosa, oculta a los desconocidos y suavizada por las conveniencias. Todo esto hacía penosa para Selenín la vida de familia. Y ésta «no era eso», como no lo eran tampoco el matrimonio, el empleo y el cargo en la corte.

Pero, por encima de todo, lo que «no era eso» era la cuestión creencia. Como todos los hombres de su mundo y de su tiempo, había desgarrado sin el menor esfuerzo, por su desarrollo intelectual, los vínculos de las creencias religiosas que le había imbuido su educación, y ya ni él mismo se acordaba de en qué momento se había liberado de aquello. Hombre joven, honrado y serio en el tiempo de sus estudios universitarios y de su amistad con Nejludov, no hacía ningún secreto de la independencia que había conquistado en lo referente a los dogmas de la religión oficial.

Con los años y el ascenso en la jerarquía, y sobre todo después del período reaccionario que había sucedido al de liberalismo, esta libertad moral se le había convertido en una traba. Por un lado, la muerte de su padre, las ceremonias eclesiásticas que la habían acompañado, el deseo de su madre de verlo comulgar, deseo que respondía igualmente a las exigencias de la opinión pública, y, por otra parte, su cargo de funcionario, lo habían obligado a cada instante a asistir a numerosas ceremonias religiosas: inauguraciones, acciones de gracias, etcétera, tanto, que raramente pasaba un día sin que tuviera que tomar parte en alguna manifestación exterior del culto. Al asistir a ellas, le era preciso pues: o fingir creer en lo que no creía, cosa que le estaba prohibida por la rectitud de su carácter, o bien considerar como mentiroso aquel culto exterior y organizar su vida de tal forma que no se viese obligado a participar en aquella mentira. Pero por poco importante que pudiese parecer una a otra de estas resoluciones, imponía muchas trabas: aparte de que habría tenido que verse en antagonismo continuo con todos sus parientes y las personas más próximas, le habría hecho falta cambiar enteramente su situación, abandonar su empleo y sacrificar todo aquel deseo que creía poder realizar ya en su función de ser útil a los hombres, con la esperanza de conseguirlo mejor en el porvenir. Y para hacer eso le habría hecho falta estar bien seguro de seguir el buen camino. Cierto que no podía ignorar que estaba en el camino recto al negar el principio de la Iglesia oficial; pero, bajo la presión de la vida ambiente, él, el hombre justo, se dejaba seducir por una ligera mentira diciéndose que para afirmar la irracionalidad de lo que es irracional, ante todo hacía falta estudiarlo. Era ésa una pequeña mentira, pero lo había llevado hacia la gran mentira en la que actualmente estaba sumido.

Inmediatamente después de haberse planteado la pregunta relativa a conocer la justeza de la ortodoxia en la que había nacido y había sido criado, cuya creencia estaba exigida por todo el mundo que lo rodeaba y sin la cual no podía continuar haciéndose útil a los hombres, no había recurrido a las obras de Voltaire, de Schopenhauer, de Spencer o de Comte, sino a los libros filosóficos de Hegel, a las obras religiosas de Vinet y de Jomiakov, y, naturalmente, había encontrado en ellas lo que buscaba: una apariencia de justificación de la doctrina religiosa en la que lo habían criado, aunque, desde hacía mucho tiempo, su razón no la admitiese ya, pero cuya aceptación debía apartar una serie de molestias que de otro modo llenarían su vida toda Había hecho suyos todos los sofismas a los cuales se suele recurrir, a saber: que la razón de un solo individuo es incapaz de conocer la verdad; que la verdad no se revela más que al conjunto de los hombres; que el único medio de conocerla es la revelación; que la revelación está bajo la custodia de la Iglesia, etcétera. Y, desde aquel momento, sin tener conciencia de la mentira, podía asistir con toda tranquilidad a las misas, vísperas y maitines, y podía comulgar, persignarse ante los iconos y continuar su servicio de funcionario que le procuraba la satisfacción del deber cumplido y el consuelo de sus fastidios de familia.

Creía tener fe y, sin embargo, más que nunca, sentía con todo su ser que su fe aún «no era eso». De ahí que su mirada estuviera siempre llena de tristeza. Por eso, al divisar a Nejludov, al que había conocido antes de estar penetrado ya por todas aquellas mentiras, volvió a verse tal como era en otros tiempos; y, en el momento en que aludió presurosamente a sus puntos de vista sobre la religión, sintió con más fuerza aún que «no era eso», y una pena desgarradora lo invadió. Es lo que sintió igualmente Nejludov en cuanto se hubo disipado la primera impresión gozosa de su encuentro con su antiguo amigo.

Y por eso, aun prometiéndose volver a verse, no procuraron ni uno ni otro llevar a cabo esa entrevista y no llegaron a encontrarse durante la estancia de Nejludov en Petersburgo.


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