Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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XXIX
En cuanto regresó a Moscú, la primera visita de Nejludov fue la enfermería de la cárcel, a fin de anunciar a Maslova la triste noticia de que el Senado había confirmado la sentencia del tribunal y que le era preciso prepararse para partir a Siberia. En cuanto al recurso de gracia redactado por el abogado y que él llevaba a Maslova para que lo firmase, Nejludov no tenía ninguna esperanza y, cosa extraña, no deseaba ya que tuviese éxito. Se había hecho a la idea de la marcha a Siberia, de la existencia entre los deportados y los forzados, y se representaba, no sin pena, lo que habría hecho de sí mismo y de Maslova si la hubiesen absuelto. Se acordaba de las palabras del autor norteamericano Thoreau diciendo que en un país donde reina la esclavitud, como en otros tiempos en Norteamérica, el único sitio que conviene a un hombre honrado es la cárcel. Después de todo lo que había visto y aprendido en Petersburgo, Nejludov no tenía más remedio que pensar lo mismo.
«Sí, el único sitio conveniente para un hombre honrado, en la Rusia de hoy, es la cárcel», se decía; y eso era lo que sentía al acercarse a la prisión y al penetrar en ella.
El portero de la enfermería, habiéndolo reconocido inmediatamente, le comunicó que Maslova no estaba ya allí.
¿Y dónde está?
Otra vez en la cárcel.
Pero ¿por qué la han llevado allí?
¡Oh, es que se trata de una mujer muy especial, excelencia! respondió el portero con una sonrisa despreciativa. Se hizo cortejar por el ayudante del cirujano. Entonces, el médico jefe la echó sin contemplaciones.
Jamás Nejludov habría supuesto que Maslova y sus sentimientos le llegasen tan al corazón. Pero aquella noticia lo dejó estupefacto. Experimentó el mismo sentimiento que se experimenta cuando nos anuncian una gran desgracia inesperada. Lo invadió un cruel sufrimiento y por lo pronto sintió vergüenza. Se juzgó ridículo por haberse sentido contento al creer en un cambio del estado de espíritu de Maslova. Todas las hermosas palabras con las que ella había rechazado su sacrificio; sus lágrimas, todo aquello no era más que una comedia interpretada por una vil criatura para engañarlo y hacerse valer. En su última conversación con ella (ahora se acordaba) había sospechado ya esa perversidad que, a partir de este momento, no dejaba lugar a dudas. Y todos aquellos pensamientos, todos aquellos recuerdos se aglomeraban en él mientras maquinalmente volvía a ponerse el sombrero y salía de la enfermería.
«¿Y qué hacer ahora? se preguntaba. ¿Estoy todavía ligado a ella? ¿O bien su conducta no ha roto ya todos los vínculos?»
Pero apenas se formuló esta pregunta, comprendió que abandonar a Maslova era castigarse a sí mismo y no a ella. Y esa idea lo espantó.
«¡No, lejos de modificar mi resolución, este incidente no puede más que reforzarla! Que ella haga lo que le sugiera su estado de ánimo. Se ha hecho cortejar por el ayudante del cirujano. Bueno, eso es asunto de ella. El asunto mío es el de obedecer la voz de mi conciencia. Ahora bien, mi conciencia exige el sacrificio de mi libertad por el rescate de mi pecado. Mi decisión de casarme con ella, aunque sea ficticiamente, y seguirla a donde quiera que vaya, continúa inquebrantable», se dijo con obstinación irritada, dirigiéndose con paso firme hacia la puerta principal de la prisión.
Rogó al guardián de servicio que avisase al director que deseaba ver a Maslova. Pero aquel hombre, que lo conocía ya, le respondió comunicándole una gran noticia: el capitán había pedido su retiro, y otro director mucho más severo acababa de reemplazarlo.
¡Oh, lo derechas que se han puesto las cosas ahora! añadió el guardián. Él no está lejos de aquí; ahora van a anunciarlo a usted.
En efecto, el director estaba en la cárcel y acudió pronto a recibir a Nejludov. Era un hombre alto y delgado, de pómulos salientes, adusto y de movimientos lentos.
Imposible ver a los presos excepto en las horas de visita reglamentaria dijo a Nejludov sin mirarlo.
Es que quisiera que firmase una súplica dirigida al poder supremo.
Puede usted entregármela.
Tengo una necesidad imprescindible de ver personalmente a la reclusa. Antes, siempre se me permitía.
Eso era antes dijo el director lanzando sobre Nejludov una mirada rápida.
Pero es que tengo una autorización del gobernador replicó Nejludov sacando su cartera.
Permítame dijo entonces al director.
Agarró el papel entre sus largos dedos huesudos, cuyo índice estaba adornado con una sortija, y lo leyó lentamente.
Sírvase pasar al despacho dijo.
El despacho estaba desierto. El director se sentó ante una mesa y se puso a hojear papeles con la intención evidente de asistir a la entrevista, Habiéndole preguntado Nejludov si podría ver igualmente a una detenida política, Bogodujovskaia, respondió con tono cortante que era imposible.
Las entrevistas con los presos políticos están prohibidas declaró, engolfándose en la lectura de sus papelotes.
Nejludov, quien tenía en el bolsillo la carta para Bogodujovskaia, se sintió en la situación de un hombre cogido en falta, cuyos planes se ven descubiertos a inutilizados.
Cuando Maslova entró en el despacho, el director levantó la cabeza y, sin mirar a Nejludov ni a ella, se limitó a decir:
Pueden ustedes empezar.
Y se hundió de nuevo en sus papelotes.
Maslova llevaba su antiguo vestido carcelario: falda y camisola blanca y el pañolón a la cabeza. La expresión fría y hostil de los rasgos de Nejludov la hizo enrojecer y, agarrando el borde de su camisola, bajó los ojos. Para Nejludov, su turbación sirvió para confirmar el relato del portero.
Con todo su corazón habría deseado tratarla de la misma manera que antes. Pero ella le repugnaba tanto, que no pudo, como quería, tenderle la mano.
Le traigo una mala noticia le dijo con una voz tranquila, pero sin mirarla. Han rechazado su solicitud.
Lo sabía de antemano respondió ella con una voz rara, como si se ahogase.
En otros tiempos, Nejludov le habría preguntado por qué decía eso; esta vez, no pudo más que mirarla. Y vio sus ojos llenos de lágrimas.
Pero, lejos de enternecerlo, aquella visión no hizo más que exasperarlo contra ella.
El director se levantó y se puso a caminar por la estancia.
A pesar de su irritación, Nejludov creyó que era su deber expresarle su pesar a Maslova respecto a la negativa del Senado.
No se desespere usted dijo. Se puede contar todavía con el recurso de gracia, y espero que...
¡Oh, no es eso...! respondió ella mirándolo con sus húmedos ojos que bizqueaban un poco.
¿Qué es entonces?
Usted habrá ido a la enfermería y probablemente le habrán hablado de mí...
Bueno, pero eso es asunto suyo replicó fríamente Nejludov.
Al hablar de la enfermería, ella había despertado en él, con una nueva fuerza, la sensación escocedora de su orgullo ofendido. «Yo, un hombre de mundo con el que la joven hija de la mejor familia se sentiría dichosa de casarse, he ofrecido el casamiento a esta mujer y, no pudiendo esperar, se ha dejado cortejar por un ayudante de cirujano», pensaba mirándola con verdadero odio.
Tenga, he aquí la súplica que debe firmar dijo él, colocando sobre la mesa una gran hoja de papel que acababa de sacarse del bolsillo.
Con un pico de su pañolón, Maslova se enjugó las lágrimas y, habiéndose sentado ante la mesa, preguntó dónde debía firmar.
Él le mostró el sitio; mientras ella escribía, Nejludov, en pie ante ella, observaba su espalda inclinada, sacudida de vez en cuando por sollozos reprimidos.
Y en su alma luchaban los buenos y los malos sentimientos: su orgullo ofendido y su lástima por el sufrimiento de aquella mujer. Y este último sentimiento triunfó.
¿Qué pasó en su alma, antes y después? ¿La compadeció primero con su corazón o se acordó ante todo de sus propios pecados, de aquella misma villanía que le reprochaba? Ya no sabía nada. Pero de pronto, y al mismo tiempo, se sintió culpable y se puso a compadecerla.
Ella, mientras tanto, había acabado de escribir, y habiéndose secado en la falda los dedos manchados de tinta, se levantó y lo miró.
¡Pase lo que pase, nada hará cambiar mi resolución! le dijo Nejludov.
Al pensar que la perdonaba, sentía crecer aún más su piedad, su ternura por ella, y experimentó la necesidad de consolarla.
Haré lo que le dije. Adonde quiera que la envíen, la seguiré.
¡Es inútil! respondió ella vivamente, tranquilizándose.
Y piense usted en lo que necesitará para el viaje.
Creo que nada de particular. Gracias.
Habiéndose acercado a ellos el director, Nejludov no aguardó su invitación, se despidió de Maslova y salió, experimentando un sentimiento hasta entonces desconocido: la alegría dulce, la calma profunda y el amor hacia todos los hombres. Lo que lo alegraba y lo elevaba a una cumbre hasta entonces inaccesible, era la conciencia de que ningún acto de Maslova podría en lo sucesivo modificar su amor hacia ella. «Que se haga cortejar; es asunto suyo. El mío es el de quererla, y no por mí mismo, sino por ella y por Dios.»
En realidad, he aquí cómo Maslova se había hecho cortejar por el ayudante de cirujano y cómo, por esto, había sido expulsada de la enfermería. Enviada un día por la enfermera jefe a buscar té pectoral en la farmacia, situada al extremo de un pasillo, se había encontrado con Ustinov, alto, de rostro lleno de barrillos, quien, desde hacía tiempo, la asediaba con sus galanterías. Como la había agarrado, ella se debatió, rechazándolo de modo tan brusco, que él tropezó contra una repisa, haciendo caer dos frascos, que se rompieron.
El médico jefe, que pasaba por el corredor, oyó el ruido de los cristales, y viendo a Maslova que huía, toda arrebolada, le gritó:
Bueno, madrecita, si te dedicas a hacerte abrazar, pronto tendré que despedirte de aquí. ¿De qué se trata? preguntó el médico al ayudante de cirujano mirándolo severamente por encima de sus gafas.
Éste, con una sonrisa, empezó a justificarse. Pero el jefe no lo dejó acabar; levantó la cabeza para mirarlo, esta vez a través de sus gafas, y se alejó. El mismo día dijo al director de la cárcel que le enviase, en lugar de Maslova, a una ayudante de enfermera más seria.
Eso era lo que había pasado entre Maslova y el ayudante de cirujano. El pretexto de que había tenido tratos con hombres le resultaba particularmente penoso; porque, después de su reencuentro con Nejludov, las relaciones carnales con ellos se le habían hecho odiosas. Pensar que por motivo de su pasado y en su situación actual, todos, incluyendo al ayudante de cirujano lleno de barrillos, podían arrogarse el derecho de ofenderla y de asombrarse de su repulsa, la desolaba hasta el punto de hacerla verter lágrimas de enternecimiento por ella misma. Así, en la oficina, al acercarse a Nejludov, había tenido la firme intención de justificarse a sus ojos de la injusta acusación de la que él debía da estar informado. Pero a las primeras palabras había comprendido que él no la creería y que todas sus excusas no harían más que aumentar sus sospechas; el llanto le había apretado la garganta y se había quedado callada. Maslova continuaba imaginándose que, como ella le había dicho en su segunda visita, no perdonaba a Nejludov y lo odiaba. Pero en realidad había empezado de nuevo desde hacía mucho tiempo a quererlo, y a quererlo con un amor tal, que involuntariamente hacía todo lo que él deseaba: había dejado de beber, de fumar, de coquetear y de negarse a entrar como sirvienta en la enfermería. Todo lo que ella hacía era únicamente porque sabía que era lo que él deseaba. Y si en todas las ocasiones rechazó la oferta de Nejludov de casarse con ella, fue por amor propio y para no ponerse en contradicción con su decisión primera; aquello provenía también de su deseo de repetirle las orgullosas palabras que le había dicho una vez; y sobre todo, porque sabía que su casamiento con él representaría la desgracia de Nejludov. Así, aun estando firmemente resuelta a no aceptar el sacrificio de aquel hombre, la entristecía pensar que él la despreciaba, creyéndola destinada a seguir siendo siempre lo que había sido y que nunca reconocería el cambio que se había operado en ella.
La idea de que él sospechase que había cometido alguna villanía en la enfermería la atormentaba infinitamente más que la noticia de que no tendría más remedio que cumplir su condena de trabajos forzados.
XXX
Como Maslova podía quedar incluida en el primer convoy para Siberia, Nejludov se preparaba, pues, para la marcha. Pero tenía que arreglar algunos asuntos, tan numerosos aún, que, por mucho tiempo que le quedase, dudaba poder rematarlos todos.
La situación era completamente distinta a la de otros tiempos. Antes, en efecto, le habría costado trabajo encontrar algo con lo que ocuparse; y todas sus ocupaciones no tenían más que un solo y único objeto: Dmitri Ivanovitch Nejludov. Y aunque se concentrasen sobre Dmitri Ivanovitch, sus ocupaciones le parecían fastidiosas. Ahora, por el contrario, esas ocupaciones no tenían ya por objeto a Dmitri Ivanovitch, sino a los demás hombres; y sin embargo le interesaban, y le apasionaban, y su número era considerable.
Más aún: antes, los asuntos de Dmitri Ivanovitch provocaban siempre en él despecho a irritación, en tanto que ahora los problemas de los demás lo ponían casi siempre en un estado de ánimo alegre.
Había cuatro asuntos en los que se ocupaba actualmente, y, con sus hábitos de orden un poco pedantescos, había dividido y clasificado los temas en cuatro cartapacios.
El primer asunto concernía a Maslova y a los medios para poder acudir en su ayuda. Consistía actualmente en las gestiones que había que hacer para apoyar el recurso de gracia, y en los preparativos del viaje a Siberia.
El segundo asunto se refería a la organización de sus propiedades. En Panovo, Nejludov había cedido sus tierras a los campesinos, con la condición de pagar una renta destinada a las propias necesidades generales de ellos mismos. Mas, para sancionar esta cesión, tenía aún que redactar y firmar el contrato y su testamento. En Kuzminskoie había dejado las cosas en el estado en que se encontraban cuando salió de allí, es decir, que la renta de la tierra debía pagársele a él mismo. No le quedaba más que fijar los plazos, así como la parte que guardaría para él y la que dejaría a los mujiks. Ignorando los gastos que exigiría su viaje a Siberia no podía decidirse, por el momento, a abandonar sus ingresos, aunque los hubiese reducido a la mitad.
La tercera ocupación era la ayuda que podría aportar a los presos, cada vez más numerosos, que se dirigían a él. Al principio, en cuanto le solicitaban su apoyo, se ponía inmediatamente con celo a hacer gestiones en favor de ellos. Pero después, el número se hizo tan grande, que había comprendido la imposibilidad de acudir en ayuda de cada uno de ellos por separado. Así, fue llevado al cuarto asunto, que, en aquellos últimos tiempos, lo tenía más preocupado que todos los demás.
Se trataba de saber por qué y cómo había podido nacer aquella extraña institución llamada el tribunal criminal, el cual tiene como consecuencia las cárceles, a cuyos inquilinos él había aprendido a conocer en parte, y todos los lugares de detención, desde la fortaleza de Pedro y Pablo hasta la isla de Sajalín, donde languidecían cientos de millares de victimas de esa ley de criminalidad, tan sorprendente para él.
De sus relaciones personales con los presos, de los informes suministrados por el abogado, por el capellán, por el director de la cárcel y también por listas de presos, Nejludov había extraído la conclusión de que el conjunto de los detenidos calificados de criminales podía dividirse en cinco categorías.
A la primera pertenecían aquellos que eran claramente inocentes, víctimas de errores judiciales, como el falso incendiario Menchov, Maslova y otros. Según el capellán, el número era bastante reducido, de un siete por ciento aproximadamente; pero, en cambio, su situación era de las más acongojadoras.
La segunda categoría comprendía a los hombres condenados por crímenes cometidos en circunstancias especiales: furor, celos, embriaguez, etcétera, actos de los cuales sus jueces se habrían sin duda hecho culpables si se hubieran encontrado en los mismos casos. En proporción, estas gentes eran numerosas, más de la mitad, según el cálculo de Nejludov.
En la tercera categoría se encontraban los hombres condonados por actos no culpables, incluso buenos a sus ojos, pero considerados criminales por los hombres encargados de elaborar y de aplicar las leyes. Así, los que habían vendido aguardiente de contrabando y los que habían robado hierba o leña en propiedades públicas o privadas. Igualmente pertenecían a esa categoría los montañeros del Cáucaso, acostumbrados al pillaje, y los irreligiosos, desvalijadores de iglesias.
En la cuarta categoría podían alinearse aquellos a los que se había condenado únicamente porque su valor moral era superior al valor moral medio de la sociedad. Así, los miembros de diferentes sectas religiosas, lo mismo que los polacos y los quirguices, que defendían su independencia; y también los detenidos políticos, socialistas y huelguistas, condenados por insubordinación contra la autoridad. La proporción de estos miembros, los más nobles de la sociedad, era muy grande, como había podido comprobar Nejludov.
En fin, la quinta categoría abarcaba a desgraciados infinitamente menos culpables para con la sociedad de lo que ella lo era para con ellos por haberlos abandonado y deprimido por una constante opresión; así el joven de las alfombras y centenares de casos semejantes, llevados casi sistemáticamente por las condiciones de su existencia al acto que se consideraba criminal. La prisión contenía gran cantidad de ladrones y de homicidas de esta categoría, en la que Nejludov incluía igualmente a esas gentes fundamental y naturalmente pervertidas, llamadas «criminales natos» por una nueva escuela y cuya existencia sirve de justificación a los defensores de la necesidad del código y del castigo. Estas muestras del supuesto tipo criminal, anormal y perverso, eran, para Nejludov, hombres menos culpables para con la sociedad de lo que ésta lo era para con ellos, tanto más cuanto que, siéndolo para con ellos, lo había sido ya para con sus padres y sus abuelos.
Así, Nejludov había tenido ocasión de entablar conocimiento en la cárcel con un ladrón reincidente llamado Ojotin. Hijo natural de una prostituta, criado en el hospicio y no habiendo seguramente encontrado, hasta los treinta años, a un hombre dotado de sentimientos morales superiores a los de un agente de policía, se había afiliado desde su juventud a una banda de ladrones. Pero a pesar de eso tenía un cierto talento de cómico que le granjeaba simpatías. Aun solicitando la protección de Nejludov, no podía abstenerse de burlarse de él mismo y de sus compañeros, de los jueces y de la cárcel y de todas las leyes humanas y divinas.
Otro detenido, Fedorov, guapo muchacho, había matado, a la cabeza de una banda, a un viejo funcionario. Era un campesino cuyo padre había sido desposeído injustamente de su casa. Luego, estando en el regimiento, había sufrido por haber amado a la querida de un oficial. Era una naturaleza ardiente y simpática, siempre ávida de goces; en el curso de su existencia no había visto una sola vez a hombres preocupados de otra cosa que de gozar ni había oído decir que para el hombre hubiese otra cosa que el placer.
Nejludov había visto claramente que aquellas dos naturalezas estaban pervertidas por haber sido descuidadas, como plantas a las que se abandona y se atrofian. Había visto también a un vagabundo y a una presa, repulsivos por su embrutecimiento y su casi crueldad; pero en ninguno de ellos habría podido reconocer a ese «tipo criminal» imaginado por la escuela italiana; no veía en ellos más que a seres personalmente antipáticos, en la misma proporción que los que veía en libertad, de frac, con uniforme o con encajes.
La preocupación de Nejludov consistía, pues, en estudiar las causas del encarcelamiento de estas diversas categorías de individuos, comparados con otros hombres, semejantes en todos los aspectos, que se pasean libremente y que llegan incluso a juzgar a los primeros.
Nejludov había tenido primeramente la esperanza de encontrar en los libros respuesta a estas preguntas, y había comprado todas las obras sobre la materia. Había leído con la mayor atención a Lombroso, Garofalo, Ferri, List, Maudsley, Tarde; pero, cuanto más los leía, mayor era su decepción. Le pasaba lo que le ocurre a cualquier hombre que estudia una ciencia no para figurar entre los sabios ni para escribir, discutir o enseñar, sino para encontrar una respuesta a preguntas simples, prácticas y vitales: esta ciencia que él estudiaba resolvía numerosos problemas de los más sutiles relacionados con las leyes de la criminalidad, pero no proporcionaba ninguna respuesta al asunto que lo traía preocupado.
Esta pregunta, sin embargo, era bien simple: ¿por qué algunos hombres se arrogaban el derecho de encerrar, de torturar, de deportar, de golpear, de matar a otros hombres, siendo así que ellos mismos eran semejantes a esos hombres a los que torturaban, golpeaban y mataban? Pero, en lugar de contestar a esta pregunta, los sabios cuyas obras consultaba se preguntaban si la voluntad humana es libre o no, si la forma del cráneo puede hacer catalogar a un hombre como criminal, qué papel desempeña la herencia en el crimen y si el instinto de imitación no desempeña en él igualmente un papel. ¿Hay una inmoralidad atávica? ¿Qué es la moralidad? ¿Qué es la locura? ¿Qué es la degeneración? ¿Qué es el temperamento? ¿Qué acción ejercen sobre el crimen el clima, la alimentación, la ignorancia, la imitación, el hipnotismo, la pasión? ¿Qué es la sociedad? ¿Cuáles son sus deberes?, etcétera, etcétera.
Todas estas consideraciones recordaban a Nejludov la respuesta que en otros tiempos le había dado un niño que volvía de la escuela y al que había preguntado si sabía ortografía. «Perfectamente», había respondido el niño. «Pues bien, deletréame la palabra hoja.» «Pero, ¿qué clase de hoja? ¿Una hoja de árbol?», había preguntado el niño con aire malicioso. En forma de pregunta, era la misma respuesta a su única y primordial interrogación, lo que Nejludov encontraba en las obras de los sabios.
Encontraba en ellas muchas reflexiones sutiles, profundas, interesantes, pero ninguna respuesta a esta pregunta fundamental: ¿con qué derecho castigan unos a otros? Lejos de responder, aquellas reflexiones tendían, por el contrario, a explicar y justificar el castigo, cuya necesidad no podía ser puesta en duda.
Nejludov continuaba leyendo mucho, pero solamente en sus ratos perdidos. Atribuía la imposibilidad en que se hallaba de instruirse a su estudio superficial, y esperaba encontrar, en consecuencia, la respuesta buscada. De este modo no se creía autorizado para estimar que era exacta la respuesta que había encontrado él mismo y que se ofrecía a su espíritu con una evidencia creciente.