Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
сообщить о нарушении
Текущая страница: 7 (всего у книги 43 страниц)
XVIII
Al día siguiente, Schönbok, amigo de Nejludov, vino a recogerlo a casa de sus tías. Guapo, brillante, jovial, encantó literalmente a las señoritas con su elegancia, su cortesía, su generosidad y su afecto hacia Dmitri. Pero aun gustándoles mucho, su generosidad les parecía exagerada. Se asombraron al verle dar un rublo aun mendigo ciego, distribuir quince como propinas a la servidumbre y desgarrar sin vacilación un pañuelo de batista bordado para vendar la pata de Suzette, la perrita de Sofía Ivanovna. Ahora bien, ésta sabía que semejantes pañuelos no pueden costar menos de quince rublos la docena. Nunca las dignas tías habían visto nada parecido; ignoraban igualmente que ese Schonbok tenía 200.000 rublos de deudas y que estaba bien resuelto a no pagarlos jamás; por eso veinticinco rublos más o menos apenas tenían importancia para él.
No pasó más que un día en casa de las señoritas ya la noche siguiente volvió a ponerse en camino con Nejludov. Llegados al límite extremo del plazo que les habían concedido para incorporarse a su regimiento, no podían prolongar su estancia.
Durante este primer día, el alma de Nejludov no podía librarse del recuerdo de la noche anterior. Dos sentimientos opuestos combatían en ella: uno, el recuerdo ardiente de un amor bestial que, aun no habiendo dado todo lo que prometía, dejaba sin embargo la satisfacción de un deseo realizado; el otro, la conciencia de haber cometido un acto malo, con obligación de repararlo, y esto no por ella, sino por él.
Porque, en el estado de locura egoísta en que se encontraba, Nejludov no podía pensar más que en él. Se inquietaba por la manera como se podría considerar su conducta respecto a la muchacha, y no pensaba en modo alguno en lo que ésta podría sentir ni en lo que a ella le sucedería.
Creía desde luego que Schonbok había adivinado sus relaciones con Katucha, y eso halagaba su amor propio.
–He aquí -le dijo este último desde que hubo visto a la muchacha -la causa de tu repentino afecto por tus tías y el porqué estás aquí desde hace cuatro días. La verdad es que en tu lugar yo habría hecho otro tanto: es encantadora.
Y Nejludov pensaba que, a despecho de sus deseos no saciados, era más ventajoso aún partir y romper de un solo golpe relaciones difíciles de continuar. Pensaba también que era deber suyo dar dinero a Katucha, no por ella ni porque tuviera necesidad, sino porque eso es lo que se hace siempre y porque lo habrían considerado como un hombre sin honor si no le hubiese pagado por haberla poseído. Y, en efecto, resolvió darle una suma adecuada a la respectiva situación de ambos.
El día de la partida, después del almuerzo, la esperó en la antecámara. Al verlo, ella se puso toda roja y quiso pasar, señalando con una mirada la puerta abierta de la cocina. Pero él la retuvo.
–Quería decirte adiós -le dijo, tratando de meterle en la mano un sobre donde había puesto un billete de cien rublos -. Toma..
Ella comprendió, frunció las cejas, sacudió la cabeza y rechazó la mano tendida de Nejludov.
–¡Vamos, toma! -murmuró él. Le hundió el sobre en la abertura del corpiño. Y, como si se hubiese quemado los dedos, frunciendo a su vez las cejas y gimiendo, corrió a encerrarse en su habitación.
Allí, caminando de arriba abajo, se retorcía, se sobresaltaba, lanzaba exclamaciones, como torturado por un dolor físico al recuerdo de su última entrevista con Katucha.
Pero, ¿qué hacer? ¿No obraba todo el mundo así? ¿No era así como había obrado Schonbok con aquella institutriz cuya historia le había referido? ¿Y su tío Gricha? ¿Y su propio padre, cuando había tenido de una campesina de sus tierras aquel hijo natural, Mitegnka, que vivía aún? Y puesto que todo el mundo obraba así, así era como él tenía que obrar. Basándose en todo aquello, procuraba tranquilizarse, pero sin conseguirlo completamente.
En lo más profundo de su alma juzgaba su acción tan fea, tan baja, tan cruel, que no solamente había perdido el derecho de juzgar a los demás, sino incluso de mirarlos a la cara. Y sin embargo, estaba obligado a considerarse a sí mismo como un hombre lleno de nobleza, de honor y de generosidad: solamente a ese precio podía continuar viviendo la vida que vivía. No tenía para eso más que un solo medio: no pensar en lo que acababa de hacer. Empleó ese medio.
La existencia que le aguardaba el ambiente, los camaradas, la guerra, eran propicios a ese olvido , y cuanto más vivía, más olvidaba; tanto, que había olvidado del todo.
Sin embargo, una vez, a su regreso de la guerra, habiéndose detenido en casa de sus tías con la esperanza de volver a ver allí a Katucha, había sentido que se le oprimía el corazón al enterarse de que ya no estaba allí, que había abandonado la casa poco después de haberse él marchado, para dar a luz, y que luego, según las ancianas señoritas, se había degradado completamente.
A juzgar por las fechas, el niño nacido de ella podría ser de él; pero también podía no ser de él. Al contarle aquello, sus tías habían añadido que incluso antes de abandonarlas, Katucha se había desenfrenado completamente: era una naturaleza viciosa como su madre. Este juicio de sus tías agradaba a Nejludov, quien se encontraba así absuelto en cierto modo. Tuvo al principio la intención de buscar a Katucha y al niño; pero en el fondo de su alma le resultaba penoso y humillante el recuerdo de su conducta, y no realizó esfuerzo alguno para encontrarla; más aún, olvidó su falta y cesó completamente de pensar en aquello.
Y he aquí que ahora un azar extraordinario le recordaba todo eso, lo obligaba a condenar el egoísmo, la crueldad y la bajeza gracias a los cuales durante diez años, había podido vivir tranquilamente con una falta semejante sobre la conciencia. Pero estaba aún lejos de consentir en una confesión sincera de su indignidad; y, todavía en aquel momento, pensaba únicamente en evitar que todo fuera descubierto y que las revelaciones de Katucha, o de su defensor, no lo mostrasen ante todos tal como había sido.
XIX
Tal era la disposición de espíritu de Nejludov mientras, en la sala del jurado, aguardaba que se reanudase la vista. Sentado cerca de la ventana, ola el ruido de las conversaciones de sus colegas y fumaba sin cesar.
Sin duda alguna, el comerciante jovial apreciaba mucho la manera de matar el tiempo empleada por Smielkov.
La verdad es que las francachelas del individuo eran bárbaras, a lo siberiano , y no tenía pelo de tonto: había elegido una agradable jovencita.
El jefe del jurado exponía consideraciones tendentes a colocar todo el nervio del asunto en los expertos. Peter Guerassimovitch bromeaba y se reía a carcajadas con el dependiente judío. Nejludov respondía con monosílabos a las preguntas que le hacían y deseaba solamente que lo dejasen tranquilo.
Cuando, con su pasito saltarín, el portero de estrados entró en la sala para volver a llamar a los jurados, Nejludov experimentó un sentimiento de espanto, como si fuese, no a juzgar, sino a ser juzgado él mismo. En el fondo de su alma, a partir de entonces, se encontraba miserable, indigno de mirar a los demás hombres a la cara, y, sin embargo, la fuerza de la costumbre lo llevó, con un paso muy seguro, al estrado, donde volvió a ocupar su asiento, en primera fila, muy cerca del asiento del jefe del jurado; tras lo cual cruzó con desenvoltura las piernas y se puso a jugar con sus lentes.
Traían en aquel momento a los detenidos, a los que también habían llevado fuera de la sala.
Habían introducido a nuevas figuras: los testigos. Nejludov observó que Katucha lanzaba ojeadas frecuentes a una gruesa dama chillonamente vestida de seda y de terciopelo y tocada con un enorme sombrero adornado con un gran lazo. Sentada en primera fila detrás de la rejilla, tenía sobre el brazo desnudo hasta el codo un elegante ridículo. Nejludov se enteró pronto de que era la patrona de la casa donde Maslova había vivido en último lugar.
Inmediatamente se procedió a la audición de los testigos: nombres, religión, etcétera. Después que les preguntaron si querían o no declarar bajo juramento, el pope reapareció sobre d estrado arrastrando penosamente las piernas; de nuevo, ajustando la cruz de oro que le colgaba sobre el pecho, se dirigió hacia el icono, para hacer prestar allí el juramento a los testigos y al perito, con la misma serenidad y la misma seguridad de cumplir una función esencialmente importante y útil. Acabada esta formalidad, el presidente hizo salir a todos los testigos, con excepción de la dama gruesa, Kitaieva, patrona de la casa de tolerancia. La invitaron a que dijese lo que sabía sobre el envenenamiento. Con una sonrisa afectada, la cabeza escondida en su sombrero y cada una de sus frases pronunciada con acento alemán, expuso, con minuciosidad y método, todo lo que sabía.
Primeramente, el mozo del hotel, Simón, había venido a su establecimiento para buscar en él a una de sus señoritas y llevársela al comerciante siberiano. Ella había enviado a Lubacha, esto es, Lubov. Algún tiempo después aquélla había vuelto con el comerciante.
Estaba ya en éxtasis -añadió Kitaieva con una ligera sonrisa – Luego había continuado bebiendo y convidando a todas las mujeres hasta que, no teniendo ya más dinero encima, había enviado, al hotel donde se alojaba, a esa misma Lubacha, por la que sentía una verdadera predilección-añadió, volviendo los ojos hacia la detenida.
A estas palabras, Nejludov creyó ver sonreír a Maslova y eso le hizo sentir disgusto. Un sentimiento extraño, impreciso, de repulsión y de sufrimiento, le invadió el corazón.
–¿Querría la testigo damos a conocer su opinión sobre Maslova? -preguntó, tímido y ruborizándose, el defensor de signado de oficio para la muchacha.
Mi opinión no puede ser mejor -respondió Kitaieva -. Es una joven de excelentes modales y llena de elegancia. Se ha criado en una noble familia y sabe incluso francés. Quizás alguna vez haya bebido con cierto exceso, pero jamás hasta el punto de perder la cabeza. ¡Es una muchacha excelente!
Katucha, que había tenido los ojos clavados en la patrona, los volvió en seguida a los jurados y los detuvo en Nejludov. El rostro de la joven se puso grave, rígido. Bizqueando, uno de sus ojos tenía una expresión severa y, durante un rato bastante largo, aquella extraña mirada pesó sobre Nejludov; y, a pesar del espanto de éste, le era imposible despegar su vista de aquellos ojos que bizqueaban y cuyo blanco despedía chispas. Se acordó de la espantosa noche, del crujido del hielo en el río, de la niebla y sobre todo de aquella luna escotada y tumbada que, habiendo salido hacia el amanecer, había alumbrado algo sombrío y terrible , y esos dos ojos negros, atornillados a los suyos, le recordaban vagamente aquella cosa negra y terrible.
«¡Me ha reconocido!», pensaba. Y, maquinalmente, se retrepó en su asiento, aguardando el choque.
Pero ella no lo había reconocido. Tranquilamente lanzó un suspiro, y de nuevo se quedó mirando con fijeza al presidente , y Nejludov suspiró también: «¡Ah! -pensó-. ¡Que acabe esto de una vez!» Experimentaba una impresión a menudo sentida ya en las cacerías, cuando se trataba de rematar a un pájaro herido: mezcla de repulsión, de lástima y de pena. El pájaro herido se debate en el morral: se vacila y se siente al mismo tiempo disgusto y lástima, y uno querría acabar lo antes posible y olvidar.
Sentimientos idénticos llenaban por aquel entonces el alma de Nejludov al escuchar las respuestas de los testigos.
XX
Ahora bien, como hecho a posta, el asunto se iba alargando. Cuando, uno a uno, fueron interrogados los testigos y el perito; cuando, según la costumbre, el fiscal y los abogados hubieron hecho, con aire muy importante, numerosas preguntas perfectamente inútiles, el presidente invitó a los jurados a tomar conocimiento de las piezas de convicción, consistentes en un anillo enorme con una rosa de brillantes, hecho para un índice de grosor extraordinario, y un filtro que había servido para analizar el veneno. Tales objetos estaban sellados y etiquetados.
Los jurados iban a levantarse de sus asientos para examinar esos objetos, cuando el fiscal se puso en pie para pedir que antes de mostrar las piezas de convicción se diese lectura de los resultados de la autopsia practicada en el cadáver. El presidente, metiendo prisa al asunto para ir lo más pronto posible a reunirse con su suiza, no ignoraba que el único efecto de esta lectura sería aburrir a todo el mundo y retardar la hora de comer, ni que el fiscal exigía esa lectura únicamente porque tenía derecho para ello. No pudiendo oponerse, tuvo que consentir. El escribano exhibió unos papeles y, con voz monótona, hablando con media lengua al llegar a las eles ya les erres, se puso a leer.
Del examen exterior del cadáver resulta que:
1.º La estatura de Feraponte Smielkov era de 2 archinesy 12 verchoks 8 8aproximadamente 1.90 m. N. del T.
[Закрыть].
2.º La edad, por lo que era posible juzgar a resultas del examen exterior, era de unos cuarenta años.
3.º En el momento del examen, el cadáver estaba hinchado.
4.º La epidermis era de color verdoso y estaba cubierto de manchas negras.
5.º La piel estaba levantada con ampollas de diversos tamaños, en algunos sitios reventadas y colgantes.
6.º Los cabellos, de un rubio oscuro, muy espesos, se separaban de la piel al menor contacto del dedo.
7.º Los ojos estaban fuera de sus órbitas, y la córnea turbia.
8.º De las ventanillas de la nariz, de las orejas y de la boca entreabierta fluía un pus pegajoso y fétido.
9.º El cuello del cadáver había casi desaparecido a consecuencia de la hinchazón de la cara y del busto.
Etcétera, etcétera.
En cuatro páginas, en veintisiete puntos, se alargaba así la descripción detallada resultante del examen exterior del espantoso, del corpulento, del gran cadáver hinchado y descompuesto del jovial comerciante que tanto se había divertido en la ciudad. Y esta lectura macabra aumentó aún más el indefinible sentimiento de disgusto experimentado por Nejludov. La existencia de Katucha, el pus que fluía de las ventanillas de la nariz del comerciante, los ojos salidos de sus órbitas, y su propia conducta pasada con relación a la muchacha, eran otros tantos hechos que le parecían del mismo tipo y que le daban la impresión de apretarlo y sofocarlo.
Terminada esta lectura del examen exterior, el presidente, creyendo que ya se había acabado, lanzó un suspiro de alivio y levantó la cabeza, pero a continuación el escribano pasó a un segundo documento: el examen interior del cadáver.
El presidente volvió a dejar caer la cabeza, se acodó en la mesa y cerró los ojos. El comerciante, vecino de Nejludov, esforzándose en escapar al sueño, no por ello dejaba de perder algunas veces el equilibrio; los acusados mismos y los guardias que los custodiaban se habían inmovilizado.
El examen interior del cadáver había demostrado que:
1 La piel que envolvía el cráneo estaba ligeramente se parada de los huesos, pero sin huella alguna de hemorragia.
2 Los huesos del cráneo eran de dimensiones normales y estaban intactos.
3 En la envoltura cervical se veían manchitas pigmentarias de un matiz mate pálido.
Etcétera, etcétera. Y así 13 puntos más del mismo género.
Seguían los nombres de los testigos de la encuesta, sus firmas y por fin las conclusiones del médico perito afirmando que por los accidentes comprobados en el estómago, en los intestinos y en los riñones del comerciante Smielkov se podía deducir, con un cierto grado de verosimilitud, que Smielkov había muerto por la absorción de un veneno, tragado por él con el aguardiente. En cuanto a juzgar con exactitud, por las modificaciones sufridas en el estómago y en los intestinos, sobre la naturaleza misma del veneno, eso era imposible; y en cuanto a la hipótesis de la absorción del veneno junto con el aguardiente, se derivaba de la gran cantidad de aguardiente encontrada en el estómago del comerciante.
–Bueno, eso prueba que bebía de lo lindo – murmuró de nuevo al oído de Nejludov el comerciante, su vecino, que se había despertado de pronto.
La lectura del llamado proceso verbal había durado casi una hora; pero el fiscal era insaciable. Cuando el escribano hubo acabado de leer las conclusiones del médico perito, el presidente dijo, volviéndose hacia el fiscal:
–Creo que no hay utilidad ninguna en leer el resultado del análisis de las vísceras.
–Perdón; pido que se lleve a cabo su lectura – dijo el fiscal con tono severo, sin mirar al presidente e inclinándose un poco hacia un lado; y el tono de su voz daba a entender que tenía derecho a exigir esta lectura, que no renunciaría a ella a ningún precio y que la negativa de esta lectura entrañaría la casación del proceso.
El juez de la gran barba se sentía trabajado de nuevo por su dolencia de estómago.
–¿Para qué esa lectura? -preguntó al presidente-. No puede ser más que una pérdida de tiempo. ¡Esta escoba no barre mejor, pero emplea más tiempo!
El juez de gafas con montura de oro permanecía mudo. Miraba ante él con aire sombrío, resignado a no esperar nada bueno de su mujer en particular ni de la vida en general.
Y la lectura del acta empezó:
«Año 188..., día 15 de febrero, nosotros, los abajo firmantes, a requerimiento de la inspección médica nº 638... -el escribano se había puesto de nuevo a leer con tono resuelto, elevando la voz para tratar de vencer su propia somnolencia y la de todos los asistentes -, en presencia del inspector médico, hemos procedido al análisis de los objetos que se enuncian más abajo:
»1.º Del pulmón derecho y del corazón (contenidos en un recipiente de cristal de seis libras);
»2.º del contenido de! estómago (en un recipiente de cristal de seis libras);
»3.º del estómago (contenido en un recipiente de cristal de seis libras);
»4.º del hígado, el bazo y de los riñones (contenido en un recipiente de cristal de tres libras);
»5.º de los intestinos (contenidos en un recipiente de greda de seis libras)...»
Al principio de esta lectura, el presidente murmuró algo al oído de cada uno de sus asesores. Luego, habiendo respondido los dos afirmativamente, hizo una señal al escribano para que se detuviera.
– El tribunal – declaró estima inútil la lectura de esa acta.
Inmediatamente el escribano se calló y reunió sus folios, en tanto que el fiscal, con aire furibundo, garrapateaba una nota.
– Los señores jurados– dijo el presidente– pueden desde ahora tomar conocimiento de las piezas de convicción.
Muchos se levantaron, visiblemente preocupados por saber cómo pondrían las manos durante esta inspección, y se acercaron a la mesa, donde sucesivamente examinaron la sortija, los recipientes y el filtro. El comerciante se aventuró a probarse la sortija en uno de sus dedos.
–¡Vaya– dijo al volver a su puesto-, vaya un dedo! Grueso como un pepino -añadió, visiblemente divertido por la talla hercúlea que atribuía al comerciante envenenado.
XXI
Después del examen por los jurados de las piezas de convicción, el presidente declaró cerrada la instrucción judicial; y, sin interrupción, deseando además terminar cuanto antes la vista, concedió la palabra al fiscal, esperando que éste, siendo hombre, también tendría deseos de fumar y de comer y que se apiadaría de la concurrencia. Pero el fiscal interino no tuvo más piedad de él mismo que los demás. Tonto por naturaleza, tenía además la desgracia de haber salido del instituto con una medalla de oro y, luego, en la universidad, de haber ganado un premio por su tesis sobre las servidumbres en derecho romano; por lo que era vanidoso en el más alto grado y estaba infatuado de su persona, a lo que habían contribuido además sus éxitos con las damas; y, como consecuencia, su estupidez natural era gigantesca. Cuando el presidente le concedió la palabra, se levantó majestuosamente, haciendo resaltar, en su uniforme bordado, sus elegantes formas; puso las manos sobre el pupitre y, con la cabeza inclinada, paseando una amplia mirada por la concurrencia, exceptuando a los detenidos, empezó:
–El asunto que se les somete, señores del jurado, constituye, si puedo expresarme así, un hecho de criminalidad esencialmente característica.
Tal fue el comienzo de su discurso, preparado durante la lectura de los procesos verbales.
En su opinión, su requisitoria debía tener un alcance social y semejarse así a los famosos discursos que habían servido de base a la gloria de los grandes abogados. Su auditorio, a decir verdad, no estaba formado aquel día más que por tres mujeres: una costurera, una cocinera, luego la hermana de Simón y, por fin, un cochero; pero esta consideración no podía detenerlo. Las celebridades del foro habían empezado de la misma manera. El principio que él profesaba consistía en estar siempre a la altura de su situación, es decir, penetrar hasta lo más profundo de la psicología del crimen y poner al desnudo las llagas de la sociedad.
Ven ante ustedes, señores del jurado, un crimen absolutamente característico, por decirlo así, de nuestro fin de siglo y que lleva en él, si me atrevo a decirlo, los rasgos específicos de ese proceso especial de descomposición moral que afecta en nuestros días a los numerosos elementos de nuestra sociedad y que se encuentra particularmente iluminado, por decido así, por las ardientes irradiaciones de este proceso...
Habló así mucho tiempo, buscando, por un lado, acordarse de la agrupación de las frases que había preparado y, por otra parte y sobre todo, no detenerse un solo minuto, para que su discurso fluyese sin interrupción por lo menos durante una hora y cuarto. Una vez, sin embargo, perdió el hilo de su argumentación, y, durante bastante tiempo, tragó saliva; pero recuperó su impulso y hasta consiguió, con un torrente de elocuencia exacerbada, redimir su fallo pasajero. Ora hablaba con una voz blanda e insinuante, balanceándose sobre uno u otro pie y mirando fijamente a los jurados, ora con un tono calmoso y solemne, consultando sus papeles; o bien con una voz atronadora y exaltada, volviéndose hacia el público y el jurado. Pero no se dignó honrar con una sola mirada a los acusados, cuyos ojos estaban fijos en él. Su requisitoria hormigueaba de fórmulas nuevas, de moda en su mundo, reputadas entonces, y todavía hoy, como el último grito de la ciencia. Hablaba de herencia, de criminalidad nata, de Lombroso, de Tarde, de evolución, de lucha por la vida, de hipnotismo y de sugestión, de Charcot y de decadentismo.
Según su definición, el comerciante Smlelkov era el prototipo del ruso poderoso y natural que, con su naturaleza amplia, confiada y generosa, se había convertido en la presa de seres profundamente depravados en cuyo poder había caído.
Simón Kartinkin, producto atávico de la antigua servidumbre, era el hombre incompleto, ignorante, desprovisto de principios e incluso de religión. Su amante, Eufemia, era una víctima de la herencia: su aspecto físico y su carácter moral estigmatizaban bastante su degeneración. Pero el motor principal del crimen era Maslova, fruto podrido hasta el corazón de la decadencia social contemporánea.
– Esa criatura– proseguía él, siempre sin mirarla -, privilegiada entre sus cómplices, fue llamada a los beneficios de la instrucción. Acabamos de oír hace un rato la declaración de su patrona: nos hemos enterado no solamente de que la acusada sabe leer y escribir, sino de que sabe francés. Huérfana, llevando sin duda en ella el germen del crimen, criada en el seno de una familia noble e instruida, habría podido vivir de un trabajo honorable; pero abandonó a sus bienhechores para entregarse sin freno a sus instintos perversos; y, para satisfacerlos mejor, entró en una casa de tolerancia, donde se distinguía de sus compañeras gracias a su instrucción y, sobre todo, como ustedes mismos acaban de oírlo afirmar, señores del jurado, por boca de su misma patrona, gracias a su, poder misterioso sobre los clientes, poder estudiado en estos últimos tiempos por la ciencia, por la escuela de Charcot sobre todo, y conocido con el nombre de sugestión , y este poder lo ejerció ella sobre el honrado e ingenuo gigante ruso caído entre sus manos; abusó de su confianza para despojarlo primero de su dinero y, después, de su vida.
–.Caramba, lleva un poco lejos sus comparaciones! —dijo sonriendo el presidente, quien se inclinó hacia el juez severo.
–¡Un terrible imbécil! -respondió este último.
–Señores jurados -proseguía mientras tanto el fiscal, con un movimiento nervioso de su fino talle -, la suerte de estas gentes está ahora en manos de ustedes; y también, en parte, la suerte de la sociedad, que depende de la forma como ustedes juzguen. No dudo de que calarán el sentido fundamental de este crimen; de que se convencerán del peligro que hacen correr a la sociedad estos fenómenos patológicos, estas individualidades como la de Maslova; y ustedes preservarán a la sociedad de su contagio; ustedes salvarán a los elementos sanos y robustos de esta contaminación que engendra la muerte.
Y como aplastado él mismo por la importancia social del veredicto que habría de dictarse, encantadísimo con su discurso, el fiscal se dejó caer sobre su asiento.
El sentido de su requisitoria, despojado de las flores de elocuencia, consistía en sostener que Maslova había hipnotizado al comerciante; que había monopolizado su confianza y que, una vez llegada, provista de la llave, a la habitación del hotel, para buscar allí una parte del dinero, había querido apoderarse de todo; pero que, sorprendida por Eufemia y Simón, había tenido que repartir con ellos. Luego, para borrar las huellas de su latrocinio, había obligado al comerciante a volver con ella al hotel, y allí lo había envenenado.
Terminada la requisitoria, se vio como en el banco de los abogados se levantaba un hombrecito de edad madura, con levita y una amplia pechera almidonada, que inició inmediatamente un discurso para defender a Kartinkin ya Botchkova. Este abogado había recibido de ellos 300 rublos por su defensa, y, para hacerlos parecer inocentes, no descuidó nada en lo que se refería a echar todas las culpas sobre Maslova.
Refutó primeramente la afirmación de esta última de que había requerido la presencia de Botchkova y de Kartinkin en la habitación cuando ella cogió el dinero. Esta afirmación, declaraba el abogado, no podía tener ningún valor por cuanto emanaba de una persona convicta de envenenamiento. Los 2.500 rublos ingresados en el Banco por Simón podían ser perfectamente el producto de las ganancias de dos criados laboriosos y probos, que recibían cada día de los clientes de tres a cinco rublos de propina. Pero el dinero del comerciante lo había robado, sin duda, Maslova, quien se lo había dado a alguien o lo había perdido, ya que el sumario demostraba que aquella noche ella se había hallado en un estado anormal. En cuanto al envenenamiento, ella sola lo había cometido.
Consiguientemente, el abogado rogaba a los jurados que declarasen inocente a Kartinkin y a Botchkova del robo del dinero; añadía que en cualquier caso, si los jurados los reconocían culpables de robo, les rogaba que descartasen la participación en el envenenamiento y la premeditación.
Para concluir y fastidiar al fiscal, el abogado hizo notar que «las consideraciones brillantes del señor fiscal sobre la herencia», a pesar de su importancia desde el punto de vista científico, no eran de tener en cuenta, ya que Botchkova había nacido de padre y madre desconocidos.
Con expresión de enfado, el fiscal garrapateó rápidamente algo en un papel y se encogió desdeñosamente de hombros.
El defensor de Maslova se levantó a continuación y, tímidamente, vacilante, expuso su defensa.
Sin negar la participación de Maslova en el robo del dinero, insistió en desmentir que ésta tuviera intención de envenenar a Smielkov, arguyendo que no le había dado los polvos más que para dormirlo. Ensayó a su vez hacer una muestra de elocuencia, exponiendo el modo como su cliente había sido arrastrada al vicio por un seductor que quedó sin castigo y que, en cambio, todo el peso de la falta había recaído sobre ella. Pero esta incursión en el dominio de la psicología no tuvo ningún éxito; todos comprendieron que el efecto había fallado y experimentaron una especie de malestar. En el momento en que el defensor insistía con torpeza sobre la crueldad de los hombres y la debilidad de la mujer, el presidente, para sacarlo de apuros, lo invitó a no apartarse de la discusión de los hechos.
Después del abogado se levantó de nuevo el fiscal. Tenía que defender contra el primer abogado su teoría de la herencia y demostrar que aunque Botchkova fuese hija de padres desconocidos, no resultaba de ello una disminución del valor científico de sus argumentos. Porque esta ley de la herencia, está tan sólidamente establecida por la ciencia, que no solo se puede deducir el crimen de la herencia, sino también la herencia del crimen. En cuanto a la suposición emitida por el otro defensor, según el cual Maslova habría sido pervertida por un seductor imaginario (el fiscal recalcó con ironía especial esta palabra «imaginario»), todo llevaba más bien a creer que la acusada, por el contrario, había sido siempre la seductora de las víctimas caídas entre sus manos. Después de exponer esto, volvió a sentarse con aire triunfal.
El presidente preguntó entonces a los detenidos qué tenían que añadir en su propia defensa.
Eufemia Botchkova reiteró por última vez que no sabía nada ni había participado en nada y afirmó con energía que Maslova era culpable de todo.
Simón se limitó a repetir:
–Será lo que ustedes quieran, pero yo soy inocente.
Maslova no dijo nada. Habiéndole preguntado el presidente si tenía que añadir algo en su defensa se limitó a alzar los ojos sobre él, y luego, como un animal acorralado, los paseó por toda la sala, los bajó por fin y estalló en sollozos.
–¿Qué tiene usted? -preguntó el comerciante a su vecino Nejludov, quien acababa de emitir bruscamente un sonido extraño, como un sollozo reprimido.
Pero Nejludov seguía sin darse cuenta de su nueva situación, y atribuyó a la tensión de sus nervios tanto aquel sollozo imprevisto como las lágrimas que inundaban sus ojos. Se puso sus lentes para ocultarlas, luego sacó el pañuelo y se sonó.
El temor al oprobio en que incurriría si todas las personas presentes en el tribunal se enterasen de su conducta para con Maslova le impedía tener conciencia del trabajo interior que se operaba en él. Y este temor era, desde el principio, más potente que todo lo demás.