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Resurrección
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 15:13

Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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XXXIII

A la mañana siguiente, al despertar, Nejludov experimentó al punto la sensación vaga de que la víspera le había ocurrido algo muy hermoso y muy importante , y sus recuerdos se precisaron. «Katucha, el tribunal.» Sí, y su resolución de repudiar la mentira, de decir en lo sucesivo toda la verdad. Y, por una extraña coincidencia, encontró en su correo la carta tanto tiempo esperada de María Vassilievna, la mujer del mariscal de la nobleza. Ella le devolvía su libertad y le expresaba sus mejores deseos de felicidad en su próximo casamiento.

«¡Mi casamiento! -pensó él con ironía -. ¡Cuán lejos está eso!»

Se acordó de su proyecto de la víspera de decir todo al marido, de pedirle perdón y de ofrecerle la reparación que exigiera. Aquella mañana eso no le parecía ya tan fácil de cumplir. ¿Para qué hacer la desdicha de un hombre con la revelación de una verdad que lo haría sufrir? «Si me lo pregunta se lo diré; es inútil ir a decírselo yo mismo.»

Al reflexionar, vio que tampoco era nada fácil decirle toda la verdad a Missy. También en ese caso, si hablaba, resultaría ofensivo para ella. Más valía dejar la cosa en un sobrentendido. Decidió solamente no ir más a casa de los Kortchaguin excepto para decirles la verdad si se la pedían.

Por el contrario, en lo concerniente a sus relaciones con Katucha, no había por qué recurrir a ningún sobrentendido. «Iré a verla a la cárcel, se lo diré todo, le pediré que me perdone. Y, si es necesario, me casaré con ella.»

La idea de sacrificarlo todo por satisfacer su conciencia y de casarse con Katucha en caso necesario lo enternecía particularmente aquella mañana.

Su jornada empezaba con una energía a la que no estaba habituado desde hacía mucho tiempo. Cuando acudió al comedor Agrafena Petrovna a recibir sus órdenes, él le declaró inmediatamente, sorprendido él mismo de su firmeza, que iba a cambiar de alojamiento y que se veía obligado a renunciar a sus servicios. Desde la muerte de su madre, nunca había hablado con el ama de llaves de lo que pensaba hacer con su casa. Por un convenio tácito, estaba reconocido que, hallándose a punto de casarse, continuaría habitando la grande y lujosa morada. Su proyecto de abandonar aquel apartamento indicaba, pues, algo imprevisto. Agrafena Petrovna lo miró con sorpresa.

–Le estoy muy agradecido, Agrafena Petrovna, por su solicitud para conmigo, pero en lo sucesivo no tengo necesidad ni de una residencia tan grande ni de un personal tan numeroso. Mientras pueda usted seguir ayudándome, le pediré que se cuide de que embalen todas mis cosas, como se hacía en vida de mi madre. Cuando Natacha venga -Natacha era la hermana de. Nejludov -, ya verá ella lo que convenga hacer con esas cosas.

Agrafena Petrovna meneó la cabeza.

–¿Cómo lo que convenga hacer? -dijo -. Usted las necesitará.

–No, Agrafena Petrovna, no las necesitaré -dijo Nejludov, respondiendo a los pensamientos secretos del ama de llaves -. Y luego, haga el favor de decirle a Kornei que le pagaré dos meses anticipados y que desde hoy vaya pensando en colocarse en otra parte.

–Hace usted mal al obrar así, Dmitri Ivanovitch. Aunque vaya usted al extranjero, siempre le hará falta un apartamento.

–No es lo que usted piensa, Agrafena Petroivna -respondió Nejludov -. No voy al extranjero, o, si voy a alguna parte, no será allí.

Al decir estas palabras se le empurpuraron las mejillas. «Vamos -pensó -, hay que decírselo todo. Aquí, nada me obliga a callarme y debo empezar inmediatamente diciendo la verdad.»

Ayer me ocurrió una aventura muy rara y muy grave. ¿Se acuerda usted de Katucha, que servía en casa de mi tía María Ivanovna?

–¿Cómo no? Fui yo quien la enseñé a coser.

–Pues bien, ayer la condenaron en la Audiencia en un juicio donde yo era jurado.

–¡Oh, señor, qué lástima! -exclamó Agrafena Petrovna– , y ¿por qué crimen la han condenado?

–Por asesinato , y yo me siento responsable.

–¿Cómo es posible? He ahí una cosa bien extraña, en efecto– dijo Agrafena Petrovna; y una llama paso por sus apagados ojos.

Ella conocía toda la historia de Katucha.

Sí, soy yo quien tiene la culpa de todo. Y todos mis planes han quedado trastornados por este encuentro.

–¿Qué cambio puede resultar de eso para usted? -dijo Agrafena Petrovna reteniendo una sonrisa.

–Puesto que yo tengo la culpa de que ella tomase ese camino, ¿no soy yo quien debo llevarle socorro?

–Demuestra usted que tiene muy buen corazón. Pero ¿qué culpa tiene en todo eso? La misma aventura ocurre a todo el mundo; con una persona de juicio todo se arregla, todo se olvida, y la vida continúa– dijo Agrafena Petrovna con tono grave -.y usted no tiene por qué acusarse. Me enteré de que después ella se había salido del buen camino: ¿de quién es la culpa?

–Mía. Y soy yo quien tiene que repararla.

–¡Oh, con lo difícil que será reparar eso!

–Es una cuestión que me incumbe. Pero si está usted preocupada por su propia situación, Agrafena Petrovna, me apresuro a decirle que lo que mi madre dejó dicho...

–¡Oh, no, no me preocupo por mí! La difunta me colmó de tantos favores, que no tengo necesidades. Mi sobrina Lizegnka está casada y me invita a irme con ella: iré cuando tenga la certidumbre de que ya no puedo servirle a usted. Pero hace usted mal al tomar ese asunto tan a pecho: cosas parecidas le ocurren a todo d mundo.

–Pues bien, yo pienso de otra manera. Y, se lo vuelvo a rogar, disponga todo lo necesario para que pueda marcharme de aquí , y no me guarde rencor. Le estoy muy agradecido por todo lo que ha hecho.

Cosa sorprendente: desde que se había descubierto así mismo malvado y egoísta, Nejludov había cesado de despreciar a los demás. Por el contrario, experimentaba hacia Agrafena Petrovna y Kornei los más afectuosos sentimientos. Sintió el deseo de arrepentirse también ante Kornei; pero éste tenía un aire tan gravemente respetuoso, que no se atrevió a hacerlo.

Al dirigirse al Palacio de Justicia, en el mismo coche y por las mismas calles que la víspera, Nejludov se asombraba de! cambio sobrevenido en él desde el día anterior. Se sentía un hombre completamente distinto.

Su casamiento con Missy, tan próximo el día anterior, por lo que él creía, se le aparecía ahora como irrealizable. La víspera estaba persuadido de que ella se sentiría feliz casándose con él; hoy, no sólo se sentía indigno de desposarla, sino incluso de tratarla. «Si ella me conociera tal como soy, por nada en el mundo me recibiría. ¡Y yo era lo bastante inconsciente como para reprocharle sus coqueterías con aquel otro joven! E incluso, unido a ella, ¿Podría yo tener un solo instante de felicidad o simplemente de reposo sabiendo que la otra, la desgraciada cuya perdición causé, está en la cárcel y que uno de estos días saldría para Siberia, por etapas, en tanto que yo, aquí, recibiría felicitaciones o haría visitas con mi joven esposa? O bien estando sentado en la asamblea, al lado del mariscal de la nobleza al que he engañado indignamente, contaría los votos a favor o en contra del nuevo reglamento de inspección de escuelas, etcétera, y me iría seguidamente a reunirme en secreto con la mujer de ese mismo amigo. ¡Qué vergüenza! O bien, reemprendería ese maldito cuadro que no acabaré jamás, porque no tengo por qué ocuparme con tales puerilidades. No, en lo sucesivo, nada de eso me es ya posible», se decía, alegrándose cada vez más de! cambio interior sobrevenido en él.

«Ante todo -seguía pensando -, volver a ver al abogado, saber el resultado de su gestión; y luego, después de eso..., después de eso, ir a verla a la cárcel, y decírselo todo.»

Y cada vez que, con el pensamiento, se representaba el modo como la abordaría, cómo le diría todo, cómo expondría ante ella la confesión de su falta, cómo le declararía que él solo tenía la culpa de todo y que se casaría con ella para reparar su falta, cada vez que pensaba en eso, se extasiaba con su resolución y los ojos se le llenaban de lágrimas.

XXXIV

En el corredor del Palacio de Justicia, Nejludov encontró al portero de estrados de la sala de lo criminal. Le preguntó a qué sitio llevaban a los condenados después del juicio y qué persona podía dar la autorización para verlos. El portero le informó de que estaban repartidos por diversos lugares y que sólo al fiscal correspondía dar esa autorización.

–Después de la vista -añadió -vendré a buscarlo a usted para conducirlo al despacho del fiscal, quien, de momento, no ha llegado aún. Ahora, le ruego que se dirija lo antes posible a la sala del jurado: la vista va a comenzar.

Nejludov dio las gracias al portero, que hoy le pareció particularmente digno de lástima, y se dirigió hacia la sala del jurado.

En el momento en que se acercaba a ella, los jurados salían para pasar a la sala de audiencias. El comerciante estaba tan alegre como la víspera y parecía haber bebido y comido copiosamente antes de venir. Acogió a Nejludov como a un viejo amigo; Peter Guerassimovitch, por su parte, a pesar de su familiaridad, no produjo en Nejludov la misma impresión desagradable.

Este se preguntó si no debía revelar a los jurados sus pasadas relaciones con la mujer condenada la víspera. «Para hacer bien las cosas -pensaba -, habría debido levantarme ayer, en plena sesión, y confesar públicamente mi falta.» Pero, al volver a entrar en la sala de audiencias, cuando vio renovarse el procedimiento de la víspera: el anuncio del tribunal, los tres jueces de cuello bordado reaparecidos sobre el estrado, el silencio, el llamamiento a los jurados, el viejo pope, comprendió que, la víspera, no habría tenido nunca el valor necesario para perturbar aquel aparato imponente.

Los preparativos del juicio fueron los mismos que en la primera sesión, excepto que se suprimió el juramento de los jurados y la alocución del presidente dirigida a los mismos.

Se juzgaba aquel día un robo con fractura. El acusado era un muchacho de veinte años, delgado, de hombros estrechos, la cara exangüe y vestido con un capote gris. Custodiado por dos guardias con el sable desenvainado, lanzaba una mirada a todo el que llegaba. Con un camarada, este muchacho había forzado la puerta de una cochera y se había apoderado de un paquete de viejas alfombras que valía en total tres rublos sesenta y siete copeques. El acta de acusación mencionaba que un agente había detenido a los ladrones en el momento en que emprendían la fuga con las alfombras a la espalda. Habían confesado completamente y los habían metido en la cárcel. El compañero del muchacho, un cerrajero, había muerto; por eso éste comparecía solo ante el jurado. Las alfombras figuraban sobre la mesa de las piezas de convicción.

El proceso siguió las mismas fases que el de Maslova: el mismo aparato de interrogatorios, de declaraciones de testigos, de peritos. El agente que había detenido al acusado respondía a todas las preguntas del presidente, del fiscal, del abogado:

–¡Perfectamente! ¡Yo no puedo saberlo! ¡Perfectamente!

Pero, a pesar de su embrutecimiento y de su automatismo militar, se veía que sentía lástima del acusado y que no estaba muy orgulloso de su captura.

Un segundo testigo, un viejecillo, propietario de la casa donde se había cometido el robo y propietario asimismo de las alfombras, hombre indudablemente bilioso, respondió, con visible malhumor, que reconocía desde luego el cuerpo del delito , y cuando el fiscal le preguntó si aquellas alfombras le eran de gran utilidad, respondió con tono irritado:

–¡Que el diablo se lleve esas malditas alfombras! No me servían para nada. Dada gustosamente diez rublos más, e incluso veinte, por haberme evitado tantas molestias. Sólo en coches ya me he gastado cinco rublos. Y, además, estoy enfermo. Tengo una hernia y reúma.

Así hablaron los testigos. En cuanto al acusado, confesó y contó todo lo que había pasado. Como un animal cogido en el cepo, los ojos huraños, volviendo la cabeza en todas las direcciones, refería todo sin malicia.

El asunto era de los más claros; pero, lo mismo que la víspera, el fiscal se encogía de hombros y se ingeniaba en hacer preguntas insidiosas, como para desmontar la astucia del acusado y rebatirla.

Estableció, en su requisitoria, que el robo se había cometido en una habitación cerrada, con fractura, y merecía, por consiguiente, el castigo más severo.

Por su parte, el abogado, designado de oficio, afirmó que el robo se había realizado en un anexo de edificio no cerrado; y, aunque no hubiera por qué negar el delito, el acusado no era tan peligroso para la sociedad como decía el fiscal.

.Luego el presidente, esforzándose en mostrarse tan imparcial como la víspera, explico punto por punto a los jurados lo que ellos sabían del asunto y no tenían derecho a ignorar. Como la víspera, se suspendió la vista; los jurados fumaron cigarrillos; el portero de estrados anunció: «¡El tribunal!» Como la víspera, los guardias, que parecían amenazar al reo con sus sables, resistieron lo mejor que pudieron al sueño.

Se supo por los debates que el acusado había sido colocado por su. Padre en una fábrica de tabaco, donde había permanecido cinco años y que, en el año en curso, había sido despedido como consecuencia de una disputa entre el director de la fábrica y sus obreros. Entonces se halló sin trabajo. Errando por las calles a la ventura, había entablado conocimiento con un obrero cerrajero, igualmente sin trabajo y bebedor. Una noche en que los dos estaban ebrios, habían violentado la puerta de una cochera y se habían apoderado del primer objeto que les cayó en las manos. Los cogieron. Habían confesado todo. El cerrajero había muerto en la cárcel, y sólo su cómplice era presentado ante el jurado como un ser peligroso que amenazaba a la sociedad.

«¡Tan peligroso como la condenada de ayer! -pensaba Nejludov siguiendo las fases del proceso -.¡Los dos son seres peligrosos! ¡Sea! Pero nosotros que los juzgamos, ¿no somos peligrosos...? ¿Yo, por ejemplo, el libertino, el mentiroso? ¿Y los que, no conociéndome tal como yo era en lugar de despreciarme, me estimaban?

»Con toda seguridad, este muchacho no es un gran criminal, sino un hombre como los demás. Todo el mundo se da cuenta de eso; todos lo ven, desde luego; no se ha convertido en lo que es, más que en virtud de condiciones propicias para hacerlo así. Parece, pues, claro que hay que suprimir primeramente las condiciones que producen tales seres.

»Habría bastado con que hubiese un hombre -seguía pensando Nejludov mirando el rostro enfermizo y asustado del muchacho -, un hombre que lo hubiera socorrido en el momento en que, por necesidad, lo trasladaron del campo a la ciudad, o bien en la ciudad misma, cuando después de sus doce horas de trabajo en la fábrica iba a la taberna, arrastrado por camaradas de más edad. Si hubiese habido entonces alguien que le hubiera dicho: ¡No vayas ahí, Vania, no está bien!", no habría ido y no habría hecho daño.

»Pero ni un solo hombre tuvo piedad de él durante todo el tiempo que vivió en su fábrica como un animalito. Todo el mundo, por el contrario: capataces, camaradas, durante esos cinco años le enseñaron que, para un muchacho de su edad, la sabiduría consiste en mentir, en beber, en jurar, en pelearse y en correr detrás de las muchachas.

»Cuando luego, agotado, gangrenado por un trabajo mal sano, por el alcoholismo y la disipación, habiendo errado a la ventura por las calles, se deja arrastrar a introducirse en una cochera para robar allí unas viejas alfombras fuera de uso, entonces, nosotros que no nos hemos cuidado de hacer desaparecer las causas que han traído a este niño a su estado actual, pretendemos remediar el mal castigándolo a él... ¡Es horrible!»

Así pensaba Nejludov, sin atender a nada de lo que le rodeaba. Se preguntaba cómo ni él ni los demás se habían dado cuenta de todo aquello.

XXXV

Durante la primera suspensión, Nejludov se levantó y salió al corredor, con la intención de abandonar el Palacio de Justicia para no volver más a él. «¡Que hagan lo que quieran con ese desgraciado!– se dijo -. Por mi parte, no quiero participar más tiempo en esta comedia.»

Preguntó dónde estaba el despacho del fiscal y se dirigió allí inmediatamente. El escribiente se negó al principio a dejarlo pasar, alegando que el fiscal estaba ocupado; pero Nejludov siguió adelante, abrió la puerta de la antecámara, se dirigió al empleado que estaba allí sentado y le rogó que avisase al fiscal que un jurado deseaba hablarle por un asunto urgente. Su título de príncipe y su porte elegante impresionaron al empleado, que lo anunció al fiscal, y Nejludov pudo pasar en seguida.

Visiblemente disgustado por su insistencia, el fiscal lo recibió de pie.

–¿En qué puedo servirle? -le preguntó con tono severo.

–Soy jurado, me llamo Nejludov y tengo absoluta precisión de ver a la condenada Maslova en la cárcel donde se encuentre -respondió Nejludov de un tirón, enrojeciendo al pensar que aquel paso tendría sobre toda su vida una influencia decisiva.

El fiscal era un hombre bajito, delgado y seco, de cabellos cortos, grisáceos ya, con ojos muy vivos y una barbita puntiaguda sobre un mentón prominente.

–¿Maslova? Sí, ya sé. Acusada de envenenamiento, ¿no es así? Mas, ¿para qué tiene usted necesidad de verla?

Luego, con un tono más amable:

–Disculpe mi pregunta, pero no puedo autorizarle sin estar enterado del motivo.

–Tengo necesidad de ver a esa mujer; es para mí un asunto de la mayor importancia -dijo Nejludov, enrojeciendo de nuevo.

–Bien -dijo el fiscal, que alzó los ojos para fijar sobre Nejludov una mirada penetrante -.¿Ha venido ya su proceso, o no?

–Fue juzgada y condenada irregularmente ayer a cuatro años de trabajos forzados. ¡Es inocente!

–Bien -replicó d fiscal sin parecer escandalizarse por aquella afirmación de inocencia -. Juzgada ayer, debe de encontrarse todavía, antes de que expire el plazo para recurrir, en la penitenciaría de detención preventiva. Hay días señalados para ver a los presos. Le sugiero que se dirija allí.

–Es que tengo necesidad de verla inmediatamente -dijo Nejludov con un temblor de su mandíbula inferior y comprendiendo que había llegado el momento decisivo.

–Pero ¿por qué tiene usted necesidad de verla inmediatamente? -preguntó el fiscal, un poco inquieto y con las cejas fruncidas.

–Porque ella es inocente y la han condenado a trabajos forzados. ¡Soy yo quien tiene la culpa de todo, y no ella! -añadió Nejludov con voz temblorosa y comprendiendo que no expresaba bien su pensamiento.

–¿y cómo es eso?

–Fui yo quien la sedujo y la colocó en la situación donde se encuentra. Si yo no hubiese obrado así, ella no habría tenido que responder de la acusación que se le ha hecho.

–No comprendo cómo justifica eso su deseo de verla. -Es que quiero seguirla... ¡Y casarme con ella! -declaró Nejludov.

Y, como siempre, cuando se afirmaba en esa resolución, le subieron lágrimas a los ojos.

–¡Ah, se trata de eso! -dijo el fiscal-. El caso es curioso, en efecto. ¿No es usted el mismo que fue miembro de! Zemstvo 13  13Asamblea electiva de provincia o de distrito– N. del T.


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de Krasnopersk? -continuó, como acordándose de haber oído hablar ya de este Nejludov que venía a comunicarle una resolución tan extraña.

–Perdóneme, pero, que yo sepa, eso no se relaciona en lo más mínimo con mi petición -replicó Nejludov con tono molesto.

–No, desde luego– respondió el fiscal con una imperceptible sonrisa y sin desconcertarse -; pero ese proyecto de usted es tan singular y tan diferente de las formas ordinarias...

–Bueno, ¿Puedo conseguir esa autorización?

–¿La autorización? Desde luego. Voy a entregársela ahora mismo. Tenga la bondad de sentarse.

Él se sentó a su mesa y se puso a escribir.

–¡Siéntese, se lo ruego!

Nejludov permaneció en pie.

Cuando el fiscal acabó de escribir, se levantó y, sin dejar de observar con curiosidad a Nejludov, le alargó el pase.

–Debo decirle todavía otra cosa -explicó este último -, y es que, en lo sucesivo, me será imposible participar como jurado en esta serie de vistas.

–Como usted sabe, tendrá entonces que alegar sus motivos ante el tribunal, que le otorgará dispensa.

–Considero que todos sus juicios son inútiles e inmorales: ¡he ahí mis motivos!

–Está bien -dijo el fiscal con aquella misma imperceptible sonrisa, que equivalía a decir que esos principios ya le eran conocidos y que lo habían regocijado más de una vez -. No le costará trabajo comprender, ¿verdad?, que en mi calidad de fiscal no pueda ser de su opinión sobre este punto. Pero donde hay que explicar eso es ante el tribunal. Apreciará sus argumentos, los declarará aceptables o no, y, en este último caso, le impondrá una multa. Diríjase usted al tribunal.

–Ya he dicho lo que tenía que decir y no iré a ninguna parte -replicó Nejludov con malhumor.

–Reciba usted mis saludos -dijo entonces el fiscal, mostrando impacientemente sus deseos de verse libre de su extraño visitante.

–¿A quien acaba usted de recibir?– le preguntó algunos instantes después un juez que se había cruzado con Nejludov en la puerta.

–Es Nejludov, ya usted sabe, el que hace algún tiempo, en el Zemtsvode Krasnopersk, se hizo notar por sus propuestas excéntricas. Imagínese que, siendo jurado, ha vuelto a encontrar, en el banquillo de los acusados, a una muchacha seducida por él, según dice. ¡Y quiere casarse con ella!

–¿Es posible?

–Acaba de decírmelo. Y no puede usted imaginarse con qué exaltación extravagante.

–Se diría verdaderamente que ocurre algo de anormal en el cerebro de la gente joven de hoy día.

–Pero es que éste no tiene un aire muy joven que digamos... Dígame, padrecito, ¿ha dicho ya todo lo que tenía que decir su famoso Ivanchekov? ¡Ese animal se ha propuesto matamos de aburrimiento! ¡Habla y habla hasta el infinito!

–Simplemente, debería retirársele la palabra. Hablar hasta tal punto significa una verdadera obstrucción.


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