Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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XVIII
Cuando, en seguimiento de Katucha, Nejludov volvió a la celda de los hombres, reinaba allí una cierta emoción. Nabatov, que husmeaba por doquier, observaba todo y entraba en relaciones con todo el mundo, había traído una noticia que había dejado estupefacta a la concurrencia: había encontrado en una pared un billete escrito por el revolucionario Petline, condenado a trabajos forzados. Todo el mundo lo creía desde hacía mucho tiempo en Kara, y he aquí que se enteraban de su reciente paso por este sitio mismo, solo, en medio de un convoy de condenados de derecho común.
«17 agosto se leía en aquel billete. Me conducen a mí solo entre los presos comunes. Neverov estaba conmigo, pero se ha ahorcado en Kazán, en el manicomio. Yo estoy bien, tengo valor y espero todo el bien que el porvenir nos reserva.»
Se discutía la situación de Petline y las causas del suicidio de Neverov. Kryltsov, con aire absorto, permanecía mudo y miraba fijamente ante él con ojos febriles.
Mi marido me dijo que Neverov ya tenía alucinaciones en la fortaleza de Pedro y Pablo comentó Rantseva.
Sí, un poeta, un fantasioso. Hombres así no saben soportar el aislamiento dijo Novodvorod. Yo, por ejemplo, cuando me dejaban incomunicado, ponía frenos a mi imaginación y dividía mi tiempo de la manera más simétrica. Así, soportaba perfectamente todo.
¿Quién habla de soportar? Por lo que a mí se refiere, muy a menudo me he sentido sencillamente feliz por estar en la cárcel exclamó Nabatov con su voz enérgica y con la intención manifiesta de disipar la sombría preocupación de sus compañeros. En libertad, siempre está temiendo uno algo: o que lo cojan, o comprometer a los demás, o comprometer la causa. Una vez encerrado, se acaba la responsabilidad. Se puede descansar. No hay más que estarse allí y fumar.
¿Tú lo conocías íntimamente? preguntó María Pavlovna, viendo con inquietud el rostro repentinamente descompuesto de Kryltsov.
¡Neverov, un fantasioso! dijo Kryltsov sofocándose de improviso como si hubiera estado mucho tiempo gritando o cantando. Neverov era un hombre como la tierra produce pocos, como decía nuestro portero. Sí, era un hombre de cristal cuya alma se transparentaba. No solamente no mintió nunca, sino que nunca supo ni siquiera fingir; no sólo su epidermis era fina, sino que era como los que se han quemado, todos los nervios al descubierto. Sí, una naturaleza rica, compleja... Pero ¿de qué sirve hablar...? Se calló un instante. Discutimos para saber qué conviene más añadió con aire sombrío e irritado. Si es preciso primero instruir al pueblo y cambiar luego las condiciones de la existencia, o empezar primeramente por cambiar éstas; luego nos preguntamos cómo luchar: ¿por la propaganda pacífica o por el terror? Discutimos, sí... Pero ellos, ellos no discuten, saben lo que se hacen. Les importa poco que decenas y centenares de hombres tengan o no que ser sacrificados, ¡y qué hombres! Es más, les hace falta precisamente que sean los mejores los sacrificados. Sí, Hertzen decía que cuando se retiró de la circulación a los decembristas, se rebajó el nivel general de la sociedad. ¡Claro que se rebajó! Luego retiraron de la circulación a Hertzen mismo y a sus compañeros. ¡Ahora les toca el turno a los Neverovs!
¡No los destruirán a todos! dijo Nabatov con voz viril. Siempre quedarán los suficientes para hacer pequeños.
No, no quedarán si tenemos lástima de los tiranos dijo Kryltsov elevando la voz. Dame un cigarrillo.
Pero tú no estás bien, Anatolii dijo María Pavlovna. Te lo ruego, no fumes.
¡Déjame en paz! exclamó él con mal humor. Y encendió el cigarrillo; pero inmediatamente le dio un ataque de tos y sintió como deseos de vomitar. Después de haber escupido, continuó : No, no hemos hecho lo que hacía falta. Basta de discusiones: ¡todos unidos.. , y aniquilarlos!
Pero ellos también son hombres dijo Nejludov.
No, no son hombres. No son hombres quienes pueden hacer lo que ellos hacen. Se dice ahora que acaban de inventar bombas y globos. Pues bien, montar en globo y espolvorearlos con bombas como si fueran chinches, hasta que todos revienten... Sí, porque... pero no acabó; todo enrojecido, tuvo un ataque de tos más violento aún y le salió sangre por la boca.
Nabatov corrió a buscar nieve. María Pavlovna vertió en un vaso unas gotas de tintura de valeriana y se lo llevó a Kryltsov. Pero él, con los ojos cerrados y la respiración entrecortada, apartaba a la joven con su mano delgada y blanca. Cuando la nieve y el agua fría lo hubieron calmado un poco, y lo acostaron para pasar la noche, Nejludov se despidió y salió con el suboficial, que lo esperaba desde hacía mucho tiempo.
Los presos comunes se habían callado y la mayor parte dormía. Aunque en las celdas había gente en las camas, y debajo, y en los pasillos, los presos no habían podido acomodarse todos, y muchos se habían tendido en el corredor, la cabeza sobre sus sacos y tapados con sus húmedos capotes.
Por la puerta de las celdas y en el corredor se oían ronquidos, suspiros, palabras pronunciadas en sueños. únicamente no dormían, en la celda de los solteros, algunos hombres agrupados alrededor de un cabo de vela, apagada aprisa al acercarse el suboficial; y, en el corredor, cerca de una lámpara, un viejo desnudo que quitaba piojos de su ropa. El aire hediondo del local de los condenados políticos parecía puro en comparación con la podredumbre sofocante que reinaba aquí. La humeante lámpara ardía como en medio de una neblina y se respiraba con dificultad. Para pasar por el corredor sin pisar a algún durmiente hacía falta antes buscar un sitio vacío donde poner el pie, y eso a cada paso. Tres hombres que no habían podido colocarse ni siquiera en el corredor se habían tendido en el vestíbulo, cerca de la cubeta de la que rezumaba un líquido infecto. Uno de ellos era un viejo idiota que Nejludov había encontrado a menudo durante el trayecto; un niño de diez años estaba acostado entre dos presos, sobre la pierna de uno de ellos, y la mejilla apoyada en su mano.
En cuanto estuvo en la calle, Nejludov se detuvo y aspiró largo tiempo a pleno pulmón el aire helado.
XIX
El cielo se había estrellado. Caminando sobre el fango helado, endurecido a medias solamente a trechos, Nejludov regresó al albergue; golpeó en el cristal negro; el mozo de anchos hombros vino, descalzo, a abrirle la puerta y lo introdujo en el vestíbulo. Allí, a la derecha, se oía el ronquido ruidoso de los carreteros en la sala común. Al fondo, detrás de la puerta que daba al patio, se percibía el ruido de las mandíbulas de los caballos masticando la cebada; a la izquierda estaba la puerta que daba paso a la habitación de los viajeros de calidad. Aquí se percibía un olor a ajenjo seco y a sudor. Él ronquido regular de poderosos pulmones se elevaba por detrás de un biombo, y, en un jarrito de cristal rojo, una lamparilla ardía ante los iconos.
Nejludov se desnudó, tendió su manta de viaje sobre el diván de piel de topo, colocó su cojín de cuero y se acostó.
Rememoró todo lo que había visto y oído en el curso de aquella jornada. A pesar de lo inesperado e importante de su conversación con Simonson y Katucha, no se detuvo en este acontecimiento: sus ideas sobre el tema eran demasiado complicadas y demasiado confusas para que no tratase de apartarlas. Pero se acordaba con tanta más claridad del espectáculo de aquellos desgraciados asfixiándose a consecuencia de la falta de aire y en revuelta confusión en medio de aquel líquido escapado de la cubeta. Se acordaba sobre todo de aquel niño de rostro inocente acostado sobre la pierna del forzado.
Saber que en alguna parte, muy lejos, hay hombres que torturan a otros, sometiéndolos a toda clase de humillaciones y de sufrimientos, es una cosa muy distinta a asistir, durante tres meses, al espectáculo incesante del martirio de los unos por los otros. Ahora Nejludov se daba cuenta. Más de una vez, durante aquellos tres meses, se había preguntado: «¿Soy yo quien estoy loco, quien veo lo que los otros no ven, o bien los locos son los que hacen lo que veo?», pero los hombres, y había muchísimos, cometían los actos que lo asombraban y lo aterraban, con una certidumbre tan tranquila de la necesidad de esos actos, a incluso de su importancia y de su utilidad, que era difícil tenerlos a todos por locos; sin embargo, tampoco podía creer en su propia locura, porque tenía la absoluta convicción de que su pensamiento era claro. Por eso permanecía perplejo.
Lo que había visto durante aquellos tres meses se había condensado en la forma siguiente: con la ayuda de los tribunales y de la administración, se elegía, entre todos los hombres que vivían en libertad, a aquellos que eran los más nerviosos, ardientes, impresionables, bien dotados, fuertes, menos astutos y menos prudentes que los demás, en modo alguno más culpables y más peligrosos para la sociedad que aquellos a los que se dejaba en libertad; se les prendía, se les encerraba en las cárceles, se los colocaba en los lugares de deportación y de trabajos forzados, donde se los mantenía durante meses, años, en una ociosidad completa, en la despreocupación de la vida material, lejos de la naturaleza, de la familia, del trabajo, es decir, fuera de toda condición de vida natural y moral.
En segundo lugar, en estos diversos establecimientos, esos hombres eran sometidos a toda clase de humillaciones inútiles: cadenas, uniformes degradantes, cabellos rapados, es decir, que se les quitaba el principal motor de la vida recta de los débiles: el cuidado de la opinión de los hombres, la vergüenza, la conciencia de la dignidad humana.
En tercer lugar, estando su vida constantemente amenazada, sin hablar de los casos excepcionales, tales como las insolaciones, las inundaciones, el incendio, las epidemias, los golpes tan prodigados en las cárceles, se encontraban en ese estado de espíritu en que el hombre mejor, el más moral, comete, por instinto de conservación, los actos más crueles y los excusa en los demás.
En cuarto lugar, esos hombres estaban obligados a sufrir la promiscuidad de hombres excepcionalmente pervertidos (precisamente por esas mismas instituciones): viciosos, asesinos, malhechores que actuaban, como la levadura en la masa, sobre sus compañeros todavía incompletamente depravados por los medios repetidos que se utilizaban para con ellos.
En quinto lugar, en fin, martirizando a los niños, a las mujeres, a los viejos, golpeando, azotando, dando premios a los que entregaban a los fugitivos, vivos o muertos, separando a los maridos de las mujeres y emparejando mujeres desconocidas con hombres desconocidos, fusilando, ahorcando, se persuadía a los perseguidos, con los medios más convincentes, de que las violencias y las crueldades de toda índole, lejos de estar prohibidas, están autorizadas por el gobierno cuando se cometen en interés suyo y son de un empleo tanto más legítimo por parte de los que sufren el yugo, la necesidad y la desgracia.
«Se diría que estas instituciones han sido inventadas expresamente para condensar en el más alto grado todo el vicio, toda la depravación que no se habría podido alcanzar de ninguna otra manera, y eso, con el fin de esparcirlos seguidamente lo más posible en la masa popular. Se diría que se han planteado el problema de encontrar el medio mejor y más seguro de corromper al mayor número posible de hombres», pensaba Nejludov, reflexionando sobre lo que ocurría en las cárceles y en los establecimientos penitenciarios. Centenares y millares de hombres son llevados cada año al más alto grado de depravación; luego se les suelta a fin de que propaguen los gérmenes de perversidad en las capas populares.
Nejludov había visto de sobra en las cárceles de Tumen, Ekatetineburg, Tomsk, y durante los altos, con qué éxito se logra este objetivo que la sociedad parece perseguir. Hombres sencillos, que poseen los principios habituales de la moral social rusa, campesina y cristiana, abandonaban estas concepciones y, en las cárceles, asimilaban otras nuevas, consistentes sobre todo en reconocer como lícita y provechosa cualquier violencia ejercida sobre la criatura humana. Los hombres que habían vivido en la cárcel aprendieron en ella, con todo su ser, que, en vista del trato que sufrían, todas las leyes de respeto y de compasión al prójimo, predicadas en las cátedras eclesiásticas o laicas, estaban en realidad abrogadas y que no tenían por qué cumplirlas. Nejludov había comprobado esta acción deprimente sobre todos los presos que él conocía: sobre Fedorov, sobre Makar a incluso sobre Tarass, quien, después de haber vivido durante dos meses la vida de las etapas, lo había dejado estupefacto por la inmoralidad de sus razonamientos.
En ruta, se había enterado igualmente de cómo los presos que se fugan por la taiga arrastran con ellos a compañeros, luego los matan y se alimentan con su carne. Él mismo había visto a un hombre vivo acusado de esta monstruosidad y que la confesaba. Y lo terrible de esta situación era que ese caso de antropofagia no era un caso aislado, sino bastante frecuente.
Sólo por un cultivo particular del vicio, cultivo al que se dedicaban en estas instituciones, se había podido llevar al ruso al estado al que había llegado de vagabundo, precursor de la recentísima doctrina de Nietzsche, que considera que todo es posible y que todo está permitido, cultivo que propaga esta doctrina primero entre los presos y luego en el pueblo ruso.
La única explicación de todos estos procedimientos represivos podía ser el deseo de limitar los crímenes, de espantar, de corregir y de vengar legalmente, como se escribe en los libros; pero en realidad nada de aquello existía. En lugar de limitar los crímenes, no se hacía más que propagarlos; en lugar de intimidar, no se hacía más que alentar a los criminales, muchos de los cuales, principalmente los vagabundos, buscaban el encarcelamiento; en lugar de corregir, se desarrollaba el contagio sistemático de todos los vicios, y lejos de reducir el deseo de la venganza con los castigos administrativos, se lo hacía pacer en el pueblo, allí donde no existía antes.
«Pero entonces, ¿por qué hacen todo eso?», se preguntaba Nejludov, sin encontrar respuesta alguna.
Lo que más le asombraba era que todo aquello no se hacía por puro azar, por equivocación, una vez, sino siempre, desde hacía siglos, con esta sola diferencia: que antiguamente se arrancaba a los presos la nariz, se les cortaba las orejas, se les marcaba con hierro al rojo y se los trasladaba en carretas, en tanto que ahora se los conducía con esposas y en máquinas de vapor.
La razón invocada por los funcionarios de que los hechos por los que él se indignaba procedían de la imperfección de los lugares de detención y de deportación y que todo aquello podía ser mejorado con la creación de cárceles de un nuevo modelo, no satisfacía en absoluto a Nejludov. Comprendía, en efecto, que su indignación no tenía por causa el arreglo más o menos confortable de las cárceles y de las prisiones. Los libros le habían enseñado, desde luego, la existencia de cárceles perfeccionadas, con timbres eléctricos, y el suplicio eléctrico recomendado por Tarde; pero estas violencias perfeccionadas sólo conseguían indignarlo aún más.
Lo que le indignaba sobre todo era que los tribunales y los ministerios estaban compuestos por hombres que recibían crecidos sueldos, sacados del pueblo, en recompensa de que consultaban libros escritos por funcionarios como ellos y por el mismo motivo; que en esos libros encontraban un artículo correspondiente a cada acción que viola las leyes que ellos han escrito y que en virtud de ese artículo enviaban a hombres a alguna parte, muy lejos, allí donde no los veían ya y donde esos desgraciados, abandonados a los plenos poderes de directores, vigilantes, guardianes crueles y embrutecidos, perecían a millones, moral y físicamente.
Por la frecuentación más asidua a las prisiones y a las penitenciarías, Nejludov había podido darse cuenta de que todos los vicios que se desarrollan entre los presos: la embriaguez, el juego, la insensibilidad, y todos los espantosos crímenes cometidos por ellos, incluyendo la antropofagia, no son en modo alguno efecto del azar o resultado de la degeneración, de la monstruosidad del tipo criminal, como afirman sabios miopes, en provecho del gobierno, sino consecuencia forzosa de un error inexplicable, que consiste en creer que unos hombres pueden castigar a otros. Nejludov se daba cuenta de que la antropofagia empieza, no en la taiga, sino en los ministerios, en las comisiones y subcomisiones, y que en la taiga no hace más que acabar; se daba cuenta de que, por ejemplo, su cuñado, como por lo demás todos los magistrados y los funcionarios, desde el alguacil al ministro, no se cuidaban de la justicia o del bien del pueblo, como decían, sino de los rublos que les pagaban por cumplir la obra de la que resultaban toda aquella depravación y toda aquella miseria. Eso era evidente.
«¿Es posible, pues, que este estado de cosas sea consecuencia de una equivocación? ¿Cómo hacer entonces para asegurar a todos esos funcionarios sus sueldos, a incluso darles una prima, para que no hagan lo que hacen?», pensaba Nejludov. Y, tras esta pregunta, después del segundo canto del gallo, a pesar de las pulgas que, al menor movimiento, surgían alrededor de él como de una fuente, se durmió con un profundo sueño.
XX
Cuando Nejludov se despertó, los carreteros se habían marchado desde hacía mucho tiempo; la patrona había tomado ya el té y, secándose con el pañuelo el grueso cuello sudoroso, entró para decirle que un soldado de la escolta había traído una carta. Era de María Pavlovna, quien le escribía para informarlo de que la crisis de Kryltsov era más seria de lo que se había creído: «Primeramente, queríamos dejarlo aquí y quedarnos con él, pero no nos lo han permitido. Lo llevamos por tanto con nosotros, corriendo el riesgo de un desenlace fatal. Procure usted, en cuanto llegue a la ciudad, actuar de forma que, si lo dejan allí, dejen con él a alguno de nosotros. Si para eso fuera necesario casarse con él, yo lo haría.»
Nejludov envió al muchacho del albergue a la estación de postas para buscar caballos, y se apresuró a hacer sus maletas. No había acabado todavía su segundo vaso de té cuando ya el coche de postas, enjaezado como una troika, con todos los cascabeles sonando y las ruedas rebotando sobre la tierra endurecida como piedra, se detuvo ante la escalinata. Pagó la cuenta, se apresuró a salir y subió a la telega, dando la orden de ir lo más aprisa posible, con objeto de alcanzar al convoy. No lejos del pueblo llegó, en efecto, junto a las carretas abarrotadas de sacos y de enfermos. El oficial había marchado adelante.
Los soldados, que seguramente habían bebido un poco, charlaban con regocijo caminando detrás y a los dos costados de la carretera. Las carretas eran numerosas. En cada una de las de delante iban amontonados seis «criminales» enfermos, y en cada una de las tres carretas de atrás, tres «políticos». En la última del todo estaban sentados Novodvorod, Grabetz y Kondratiev; en la segunda, Rantseva, Nabatov y aquella mujer enferma a la que María Pavlovna había cedido su plaza. En la primera, sobre heno y cojines, estaba tendido Kryltsov, teniendo cerca de él a María Pavlovna.
Nejludov detuvo su coche junto a Kryltsov y se acercó a él. Uno de los soldados de la escolta, muy achispado, hizo señas, agitando los brazos, para que no se acercara, pero Nejludov no le hizo caso y caminó al lado de la carreta apoyándose en ella con una mano. Kryitsov, con túnica de piel de carnero con la lana por la parte de dentro, y gorro de astracán, tapada la boca con un pañuelo de cuello, parecía más delgado y más pálido que nunca; sus hermosos ojos se agrandaron y centellearon. Débilmente sacudido por los traqueteos, no apartaba los ojos de Nejludov; y a la pregunta de éste sobre su salud, se limitó a bajar los párpados y a sacudir la cabeza con mal humor; por lo visto, toda su energía se gastaba en soportar los traqueteos. María Pavlovna estaba sentada al otro extremo de la carreta. Cambió con Nejludov un mirada significativa que expresaba su inquietud en cuanto al estado de Kryltsov, a inmediatamente dijo con tono jovial:
El oficial ha debido de avergonzarse gritó, lo bastante alto para que su voz dominase el ruido de las ruedas. Le han quitado las esposas a Buzovkin. Él mismo lleva a su hijita y camina con Katucha, Simonson y Vera, a la que he sustituido.
Kryltsov pronunció algunas palabras confusas señalando a María Pavlovna; su rostro se contrajo en el esfuerzo que hizo por retener la tos, y de nuevo agachó la cabeza. Nejludov aproximó el oído para escuchar mejor. El enfermo liberó su boca del pañuelo y murmuró:
Ahora estoy mucho mejor. Con tal que no coja frío...
Nejludov inclinó la cabeza en señal de asentimiento y cambió una mirada con María Pavlovna.
Bueno, ¿y el problema de los tres cuerpos? murmuró Kryltsov, sonriendo penosamente. Solución espinosa.
Como Nejludov no comprendía, María Pavlovna le explicó que se trataba del famoso problema matemático sobre la relación de los tres cuerpos: el Sol, la Luna y la Tierra, y que Kryltsov, bromeando, había imaginado hacer de eso un punto de comparación con las relaciones existentes entre Nejludov, Katucha y Simonson. Kryltsov meneó la cabeza para aprobar la explicación de María Pavlovna.
No soy yo quien tengo que resolverlo dijo Nejludov.
¿Recibió usted mi billete? ¿Lo hará usted? preguntó la joven.
Desde luego respondió Nejludov. Y viendo algo de descontento en el rostro de Kryltsov, se alejó y volvió a subir a su telega; con las manos en los bordes, para sujetarse, se esforzó en adelantar al convoy de capotes grises y de pellizas de los encadenados, que se extendía a lo largo de una versta. Después de un rato de camino, Nejludov reconoció el pañuelo de Katucha, el abrigo negro de Vera Efremovna, la chaqueta y el gorro de punto de Simonson, así como las medias de lana blanca de este último, ceñidas por correas a modo de sandalias. Caminaba al lado de las dos mujeres y parecía hablar con calor. Al distinguir a Nejludov, las mujeres lo saludaron mientras Simonson levantaba su gorro con aire solemne. Nejludov, no teniendo nada que decides, los rebasó sin detenerse.
Dejando el convoy atrás y volviendo a encontrar la carretera principal, el cochero aligeró la marcha, pero a cada momento tenía que apartarse para dejar paso a carros que circulaban en gran número. El camino, todo lleno de profundos surcos, atravesaba un sombrío bosque de chopos y de alerces que, por los dos lados, ostentaban sus hojas de color de arena próximas a caer. A mitad de camino, el bosque cesaba; a derecha a izquierda aparecieron campos; luego, las cruces doradas y las cúpulas de un monasterio. El día prometía ser hermoso, y las nubes se disipaban; el sol se levantó por encima del bosque, y el follaje húmedo, los charcos de agua, las cúpulas, las cruces, se pusieron a centellear bajo sus rayos. Al frente y a la derecha, en la lejanía violácea, blanquearon unas montañas.
La troikapenetró en un gran pueblo que ya hacía presentir la ciudad. La calle estaba llena de gente, rusos y siberianos, éstos con su extraño gorro y su amplia levita; hombres y mujeres, con algunos que otros borrachos, pululaban y bordoneaban ante las tiendas, las posadas, las tabernas y las carretas. La ciudad no estaba lejos.
Azotando y recogiendo a su caballo por la derecha a inclinándose de lado en su asiento para llevar igualmente las guías a la derecha, el cochero de postas, queriendo seguramente lucirse, lanzó el coche por la carretera principal y llegó así cerca del río, al sitio donde se encontraba la balsa. Ésta se hallaba en aquel momento en medio del curso de agua rápida y regresaba hacia este lado, donde la aguardaban una veintena de carretas. Nejludov no tuvo que esperar mucho tiempo. Los remeros bogaban contra corriente, contrarrestando la rapidez del agua, con lo que la balsa atracó pronto a las planchas del embarcadero. Los balseros, altos muchachotes musculosos, de anchos hombros, con pellizas de piel de carnero, lanzaron silenciosamente las amarras, con un ademán hábil y familiar, y las fijaron a los postes; habiendo bajado seguidamente la pasarela, dejaron salir a la orilla las carretas que habían transportado; luego se pusieron a embarcar las demás, apretando una al costado de otra, así como a los caballos, que se espantaban del agua. El ancho y rápido río golpeaba en los flancos de las barcas que sostenían la balsa, y el cable se tensaba. Cuando ya no hubo más sitio y la telega de Nejludov, desenganchados los caballos y aprisionados en medio de las carretas, fue colocada cerca de un borde, los balseros, sin preocuparse ya de los ruegos de quienes no habían podido encontrar sitio, alzaron la pasarela, soltaron las amarras y se lanzaron a navegar. En la balsa reinaba el silencio, entrecortado solamente por los pasos de los balseros y los golpes, sobre las planchas, de los cascos de los caballos, que cambiaban alternativamente el apoyo de sus patas.