Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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LVIII
Uno de los más arraigados y extendidos prejuicios reside en la creencia de que todo hombre posee en propiedad ciertas cualidades definidas: que es bueno o malo, inteligente o tonto, enérgico o apático, y así sucesivamente. Los hombres no son tan de una pieza. Podemos decir de un hombre que es más a menudo bueno que malo, más a menudo inteligente que tonto, más a menudo enérgico que apático, o viceversa; pero no es verdad decir de un hombre que es bueno o inteligente, lo mismo que no es verdad decir que es malo o tonto. Y sin embargo, no dudamos en establecer esta errónea división. Los hombres son semejantes a los ríos, hechos todos de la misma agua, pero cada uno de los cuales unas veces es moderado, otras veces rápido, ora ancho, ora lento, ora frío, ora limpio, ora turbio, ora caliente. Lo mismo pasa con los hombres. Todos llevan en ellos los gérmenes de las facultades humanas: a veces manifiestan unas, y, en ocasiones, otras, y a menudo parecen diferentes de ellos mismos, continuando sin embargo siendo ellos mismos. Pero en algunos hombres estos cambios son particularmente raros, y entre estos últimos se alineaba Nejludov.
A consecuencia de causas diversas, tanto físicas como morales, se operaban en él cambios bruscos y completos. Y uno de estos cambios era el que acababa de producirse.
El sentimiento de gozoso entusiasmo y el de su renovación, experimentados a raíz de la vista del tribunal y de su primera conversación con Katucha, habían desaparecido completamente para dejar sitio, después de su primera entrevista con ella, a una especie de terror, casi de repulsión contra la joven. Sin embargo, había resuelto no abandonarla y continuaba diciéndose que no modificaría su decisión de casarse con ella, si ella lo deseaba, aunque aquello le pareciese desagradable y doloroso.
Al día siguiente de su visita a Maslennikov, regresó a la prisión para entrevistarse de nuevo con ella.
El director le concedió la autorización para verla, no ya en la oficina, ni en la sala de los abogados, sino en el locutorio de las mujeres. A pesar de toda su bondad, el director mostraba, frente a Nejludov, una actitud más reservada que antes. Evidentemente, la visita de Nejludov a Maslennikov había provocado la orden de mostrarse más prudente con este visitante.
Sí, puede usted verla dijo el director. En cuanto al dinero, se lo ruego... Ya se lo he dicho, ¿no es así? Respecto a su traslado a la enfermería, como me ha escrito su excelencia, es cosa que puede hacerse, y el médico consiente en ello. Pero es ella la que no quiere. Dice que no tiene necesidad “de ir a vaciar las escupideras de los tiñosos”. ¡Ah, príncipe, bien se ve que no conoce usted a la gente de esta ralea!
Nejludov no respondió nada y solicitó ver a Katucha. El director envió a un vigilante, y Nejludov lo siguió. Maslova, sola, estaba ya en el locutorio de las mujeres y salió desde detrás de la reja al entrar Nejludov. Dulce y tímida, avanzó hacia él y, mirando al vacío, le dijo en voz baja:
¡Perdóneme usted, Dmitri Ivanovitch! Anteayer le hablé de mala forma.
No soy yo quien tengo que perdonarla... empezó a decir Nejludov.
¡No importa! Pero de cualquier forma es preciso que me deje... continuó ella.
Y en sus ojos, que bizqueaban más que de costumbre, Nejludov leyó de nuevo una expresión hostil.
¿Y por qué he de dejarla?
Pues porque...
Porque, ¿qué?
Ella tuvo de nuevo aquella mirada que pareció maligna a Nejludov.
¡Pues bien, porque sí dijo ella, déjeme! ¡Es cierto lo que le digo! ¡Es más fuerte que yo! ¡No se preocupe más de mí! repitió con labios temblorosos. ¡Preferiría ahorcarme! ¡Le juro que es verdad lo que le digo!
En aquella negativa, Nejludov percibía una parte de odio hacia él, la inolvidable ofensa; pero comprendía que en aquello entraba también algo noble y bello. Y el modo seguro y apacible con que ella renovaba su prohibición de preocuparse de ello tuvo por efecto destruir inmediatamente todas sus dudas, volver a colocarlo en la disposición grave y enternecida con que se había encontrado respecto a ella días antes.
Katucha, sostengo lo que te he dicho afirmó con una seriedad extraordinaria. Te ruego que consientas en casarte conmigo. Y, si lo niegas, durante todo el tiempo que rehúses, seguiré a tu lado, lo seguiré; iré contigo adonde te lleven.
¡Eso es cuenta suya! ¡Yo no diré una palabra más! respondió ella.
Y sus labios temblaron de nuevo.
También él guardó silencio, no sintiéndose con fuerzas para hablar. Se arriesgó por fin:
Ahora tengo que ir al campo le dijo ; después iré a Petersburgo, donde me cuidaré de su..., de nuestra instancia; y, si Dios quiere, haré que casen su condena.
¡La casen o no, todo me es igual! Si no lo he merecido por esto, lo he merecido por otras cosas...
Se detuvo, y Nejludov creyó ver que hacía esfuerzos para retener las lágrimas.
Bueno dijo ella de pronto, como para ocultar su emoción, ¿ha visto usted a Menchov? ¿No es verdad que esos pobres son inocentes?
Sí, así lo creo.
¡Si supiese usted qué viejecita más buena es!
Él le contó con detalle todo lo que había sabido de boca de Menchov. Luego, volviendo a ella, le preguntó si no tenía necesidad de nada. Ella respondió que no.
Y se hizo un silencio.
En cuanto a la enfermería continuó ella bruscamente, mirándolo con sus ojos que bizqueaban, bueno, si usted lo desea, iré. Y en cuanto al aguardiente, está bien, no beberé más...
Sin decir nada, Nejludov la miró a los ojos y vio que éstos sonreían.
Muy bien.
Fue todo lo que pudo decir, y se despidió de ella.
«¡Sí, sí, se ha convertido en otra mujer distinta!», pensaba. Después de las dudas de los días anteriores, experimentaba ahora un sentimiento completamente nuevo, un sentimiento de fe en la omnipotencia del amor.
LIX
Al volver a entrar en la gran celda maloliente, al regreso de aquella visita, Maslova se quitó el capote y se sentó en la cama, las manos apoyadas sobre las rodillas.
En la sala se encontraban únicamente la tísica, la madre que amamantaba a su hijo, la vieja Menchova y la guardabarrera con sus dos hijos. Reconocida como loca la víspera, a la hija del sacristán la habían trasladado al manicomio. Las otras mujeres estaban en el lavadero.
La vieja dormía, tendida en su camas; los niños jugaban en el corredor, ante la puerta abierta. La madre que amamantaba a su hijo, y la guardabarrera, ésta sin dejar de tejer la media que tenía en la mano, avanzaron hacia Maslova:
¿Qué, lo has visto? preguntaron.
Maslova, sin responder, se sentó en su cama, dejando colgar las piernas.
¡Vamos, no hace falta que te aflijas! dijo la guardabarrera. Lo esencial es no desanimarse. ¡Vamos, Katucha! exclamó haciendo punto más aprisa con sus ágiles dedos.
Maslova siguió sin responder.
Las demás han ido al lavadero. Dicen que los regalos para los presos han sido hoy muy numerosos comentó la otra mujer.
¡Finachka! gritó desde la puerta la guardabarrera. ¿Dónde estás, granujilla?
Retiró la aguja de la media, la clavó en la madeja y salió al corredor.
En el mismo instante se oyó un gran ruido de pasos y de voces de mujeres, y las inquilinas de la celda aparecieron en el umbral, desnudos los pies en sus zapatos, cada una llevando un pan blanco bajo el brazo; algunas tenían hasta dos.
Fedosia se acercó inmediatamente a Maslova.
¿Qué, pasa algo malo? preguntó ella con ternura alzando hacia su amiga sus claros ojos azules. ¡Aquí tenemos para nuestro té! añadió, alineando los panes sobre la repisa.
¿Qué? dijo Korableva. ¿Ha cambiado de opinión? ¿No quiere ya casarse?
No, no ha cambiado de opinión. Soy yo quien no quiere.
¡Vaya una tonta! declaró Korableva con su voz de bajo.
¿Por qué? dijo Fedosia. Puesto que no pueden vivir juntos, ¿qué objeto tiene casarse?
Pero, ¿por qué dices eso tú precisamente? ¿Es que no va tu marido al destierro contigo? preguntó la guardabarrera.
Nosotros estábamos ya unidos por la ley. Pero él, ¿de qué le serviría casarse, si no puede vivir con ella?
¡Vaya una tonta! ¿De qué serviría? Pero, es que si se casa, la cubrirá de oro.
Él me ha dicho: «Adonde te envíen, yo iré contigo» dijo Maslova. Pero que venga o que no venga, no he de ser yo quien se lo pida. Ahora se marcha a Petersburgo continuó después de un silencio. Va a ocuparse allí de mis asuntos. Es pariente de todos los ministros. Pero, de cualquier forma, no tengo necesidad de él.
¡Desde luego! aprobó inmediatamente Korableva, ocupada en poner orden en su bolsa y pensando evidentemente en una cosa muy distinta. Bueno, ¿qué os parece ahora un poquito de aguardiente?
– Yo, no respondió Maslova. Bebed vosotras.
SEGUNDA PARTE
I
El asunto de Maslova debía debatirse en el Senado probablemente lo más tarde dentro de quince días. Nejludov, pues, decidió ir en aquel momento a Petersburgo a fin de realizar allí las gestiones necesarias y, en caso de que fuera recusada la instancia, presentar el recurso de gracia, como le había aconsejado el abogado. En caso de que todo fracasara, y, según el abogado, era algo con lo cual había que contar, tan débiles eran los argumentos que se esgrimían, a Maslova la incluirían sin duda en un convoy de forzados que partiría a comienzos de junio. Como Nejludov continuaba resuelto a seguirla a Siberia, había decidido trasladarse inmediatamente a los pueblos que le pertenecían para dejar arreglados allí todos sus asuntos.
Se dirigió primeramente a Kuzminskoie, que era la propiedad más cercana, la más amplia y que le proporcionaba sus principales ingresos. Había vivido allí en su infancia y en su juventud; después volvió dos veces, y una tercera aún, a instancias de su madre, para instalar allí a un administrador alemán, en compañía del cual había inventariado la finca. Sabía, pues, desde hacía mucho tiempo la situación de ésta y las relaciones que existían entre los mujiksy la «oficina», es decir, el propietario; ahora bien, estas relaciones se reducían a una sumisión completa de los campesinos a la oficina.
Todo aquello, Nejludov lo conocía ya, desde su estancia en la universidad, cuando profesaba y exaltaba la doctrina de Henry George, pues en virtud de esta doctrina había abandonado a los campesinos la tierra que le provenía de su padre.
Más tarde, es cierto, al abandonar el ejército, se había puesto a gastar veinte mil rublos por año, y, al dejar de ser obligatorios para él todos aquellos conocimientos, los había olvidado por completo; y no solamente no se preocupaba de saber de dónde venía el dinero que le daba su madre, sino que incluso se esforzaba en no pensar en ello.
Sin embargo, a la muerte de esta última, al ser necesario arreglar la herencia y necesitando disponer él mismo de sus bienes, había renacido en él el problema de sus derechos y de sus deberes de propietario rústico. Un mes antes no habría encontrado en él la fuerza necesaria para cambiar el orden existente de las cosas: no era él mismo quien administraba la propiedad, limitándose a vivir lejos de sus tierras y recoger los ingresos.
Ahora que había resuelto hacer un gran viaje a Siberia, donde le haría falta mantener relaciones complicadas y difíciles con el personal de las cárceles, lo que le crearía una necesidad de dinero, no podía, pues, dejar sus asuntos en su antiguo estado, y era importante modificarlos, incluso en detrimento de sus intereses.
Con este objeto había resuelto no cultivar él mismo la tierra, sino alquilarla a bajo precio a los campesinos, dándoles así la facilidad de liberarse de la dependencia de los propietarios. A menudo, al comparar la situación del terrateniente actual con la del propietario de siervos, había comparado este alquiler de la tierra a los campesinos, en lugar de su cultivo por siervos de la gleba, a lo que hacían los poseedores de siervos al sustituir el diezmo por los trabajos obligatorios. No radicaba ahí la solución del problema, pero era un paso hacia esa solución: la transición de una forma de mayor violencia a otra más dulce. Y era lo que tenía intención de hacer.
Nejludov llegó a Kuzminskoie hacia mediodía. Habiendo simplificado en todo su vida, ni siquiera había telegrafiado que llegaba. En la estación alquiló un pequeño tarentassde dos caballos. El cochero, joven mujikvestido con una casaca de nanquín, cortada por un cinturón más bajo que su largo talle, se había sentado de costado en su asiento para hablar más cómodamente con el barin; eso le resultaba tanto más fácil cuanto el caballo delantero era cojo y estaba fatigado, y el otro caballo era delgado y débil; podían, pues, así caminar a pasitos, lo que colmaba su deseo.
El cochero hablaba del intendente de Kuzminskoie, no figurándose ni remotamente que se dirigía al propietario, pues Nejludov lo había tuteado en seguida.
¡Un alemán muy listo, verdaderamente chic! dijo el cochero, quien había vivido en la ciudad y había leído novelas.
Medio vuelto hacia el viajero, acariciando con la mano el largo mango de su látigo y queriendo indudablemente hacer demostración de su saber, continuó:
Se ha pagado un coche con una troika soberbia; y cuando va a pasear con su esposa, eclipsa a todo el mundo. En el invierno, en Navidad, tenía en su casa un hermoso árbol; llevé allí a invitados. Pues bien, tenía como chispas eléctricas y no se habría podido encontrar uno semejante en todo el gobierno. ¡Ah, ha amasado dinero de una manera espantosa! ¿Y por qué? Hace lo que se le antoja. Dicen que acaba de comprar una finca excelente.
Nejludov creía que le resultaba indiferente saber la manera como el alemán administraba su propiedad y se aprovechaba de la misma; pero el relato del cochero de alta estatura no dejaba de producirle por eso una impresión desagradable. Gozaba con la esplendidez del día, con la carrera de las nubes grises que, por instantes, velaban el sol; gozaba con el espectáculo de los cameos de los mujiksdetrás de sus carretas, de los espesos sembrados de verduras por encima de los cuales revoloteaban las alondras, de los bosques revestidos ya, de arriba abajo, de hojas tiernas, de los prados donde habían soltado a los caballos y a los bueyes; pero no gozaba de todo eso con la intensidad que habría deseado. Por momentos, algo desagradable lo ensombrecía, y cuando se preguntaba qué, se acordaba de las palabras del cochero sobre el modo como el alemán administraba su propiedad.
Llegado a Kuzminskoie, donde empezó a ocuparse en arreglar sus asuntos, aquella impresión desapareció.
Examinó los libros de la oficina y recibió las explicaciones de un escribiente que se esforzaba con toda ingenuidad en demostrarle la plusvalía de una propiedad, siendo así que los campesinos no tenían más que muy pocas tierras, enclavadas en las tierras señoriales; y eso, por el contrario, fortificó a Nejludov en su resolución de ceder enteramente sus tierras a los mujiks, en lugar de explotar el dominio por su cuenta. Por el examen de los libros y las palabras del escribiente adquirió, en efecto, la prueba de que las dos terceras partes de sus campos seguían siendo cultivadas, como antes, por sus siervos de la gleba con la ayuda de aparatos perfeccionados, en tanto que se daba a los campesinos cinco rublos por deciatina para cultivar la otra tercera parte. Dicho de otra manera, a cambio de cinco rublos, el campesino tenía que labrar tres veces, arar igualmente tres veces y sembrar una deciatina; luego segar, agaviIlar, trillar y ensacar, trabajo por el cual un obrero habría pedido por lo menos diez rublos por deciatina. Además, se hacía pagar a los mujiks, a un precio muy elevado, todo lo que les proporcionaba la administración. Pagaban también con su trabajo el derecho de pasto en los prados y en los bosques; pagaban por las hojas de patatas y de cualquier manera siempre seguían siendo deudores de la administración; por tanto, terrenos casi improductivos se les alquilaban a cuatro veces más de lo que su valor podía proporcionar al cinco por ciento.
Nejludov sabía ya todo eso; pero se enteraba hoy como si fuera una cosa nueva y se asombraba de que él y sus semejantes no viesen hasta qué punto era anormal ese estado de cosas. Por su parte, el intendente se ingeniaba en demostrarle los inconvenientes y los peligros de su proyecto. Según él, habría que dar por nada el material inventariado, por el que no ofrecían ni la cuarta parte de su valor; sin duda alguna los campesinos estropearían la tierra y, en definitiva, ¿cuánto no perdería él mismo? Pero todos aquellos argumentos no hacían más que confirmar a Nejludov en la belleza del acto que iba a realizar cediendo sus tierras a los campesinos y sacrificando así la mayor parte de su renta. Por eso quiso acabar aquello antes de su marcha. Encargó, pues, al intendente que se ocupase, cuando hubiera partido, de segar el trigo y venderlo, así como el material y las construcciones superfluas. Por el momento, le rogó que reuniese al día siguiente a los campesinos de Kuzminskoie y de los pueblos de los alrededores para que él mismo pudiera anunciarles su decisión y convenir con ellos el precio del arrendamiento.
Encantado de la firmeza que había opuesto a los argumentos del alemán y de su abnegación en favor de los mujiks, Nejludov abandonó la oficina para dar una vuelta por la casa. Pasó a lo largo de los parterres, descuidados este año, que se extendían ante la casa del administrador; atravesó la pista de tenis, invadida por la achicoria silvestre; en la alameda de los tilos, donde en otros tiempos iba a fumar su cigarro, se acordó de una novelita de galanteo bosquejada tres años antes con la encantadora señora Kirimov. Cuando hubo combinado el plan del discurso que pronunciaría al día siguiente ante los mujiks, volvió a entrar para tomar el té con el intendente, adoptó con él las disposiciones completas para la liquidación de la propiedad y, perfectamente tranquilo, dichoso por el servicio que iba a prestar a los campesinos, se dirigió a la habitación reservada para los huéspedes de paso, que le estaba destinada en la casa grande.
Era una habitación pequeña y limpia. En las paredes había colgadas vistas de Venecia y un espejo colocado entre las dos ventanas; sobre una mesa, cerca de la cama de colchón de muelles, estaban situados un jarro de agua, un vaso, cerillas y un apagavelas. Delante del espejo, sobre la gran mesa, estaba abierta la maleta de Nejludov, que contenía el neceser y algunos libros: uno ruso, Ensayos a investigaciones sobre la ley de la criminalidad; uno alemán sobre el mismo tema, y una obra inglesa. Se había propuesto leerlos en los momentos libres, durante el examen de sus propiedades. Aquel día no tenía ya tiempo para eso y se disponía a acostarse a fin de estar dispuesto al día siguiente bien temprano para sostener su conversación con los campesinos.
En un rincón había un viejo sillón de caoba con incrustaciones. La vista de aquel sillón, que había amueblado en otros tiempos la alcoba de su madre, despertó en su alma un sentimiento muy inusitado. Se sorprendió entristeciéndose por aquella casa que caería en ruinas, y aquel jardín que se quedaría yermo, y aquellos bosques, que serían talados; todas aquellas dependencias, cuadras, establos, graneros; aquellas máquinas, aquellos caballos y aquellas vacas, aunque no hubiese sido él quien lo hubiese establecido y conservado todo a costa de tantos esfuerzos. Hacía un momento le parecía fácil renunciar a aquellas pertenencias, pero ahora lo lamentaba; lamentaba incluso la pérdida de las tierras, con su parte de ingresos que pronto podían serle tan útiles. Llegó así a forjar numerosos argumentos para llegar a la conclusión de que sería insensato ceder sus tierras a los campesinos y abandonarles la explotación de sus bienes.
«Esas tierras no debo poseerlas; y, sin poseerlas, no puedo cuidarme de toda esta propiedad. Y voy a irme a Siberia: por tanto, no tengo necesidad ni de casa ni de tierras», decía una voz en él mismo. «Todo eso es verdad respondía otra voz, pero no vas a Siberia para toda la vida. Si te casas, tal vez tengas hijos. Tus propiedades lo fueron legadas en debida forma y debes dejarlas tal como están. Es muy fácil abandonar, destruir, pero es muy difícil edificar. Te hace falta sobre todo pensar en el porvenir de tu vida, en lo que harás de ti, y regular sobre estas bases la cuestión de tus bienes. ¿Y es completamente definitiva tu decisión? Y otra cosa aún: ¿obras así verdaderamente pare satisfacer tu conciencia o no es más bien pare poder jactarte de ello ante otros hombres?»
Nejludov se planteaba esta pregunta y se veía obligado a reconocer que la opinión de otros, el pensamiento de lo que dirían de él, influían en su decisión. Y cuanto más reflexionaba en aquello, más numerosas se le presentaban las preguntas y más insolubles se hacían.
Pare evadirse de aquello, se acostó en la limpia cama y trató de dormirse, con la esperanza de que al día siguiente, con la cabeza tranquila, esas preguntas tan complicadas se resolverían por sí soles. Pero el sueño tardó en venir. Las ventanas entreabiertas al aire vivo de la noche dejaban pasar los rayos de la luna, el croar de las ranas, el canto de los ruiseñores en el fondo del parque; uno de éstos incluso cantaba muy cerca, bajo las ventanas, en un bosquecillo de lilas. Y su canto, y el croar de las ranas, le recordaron la música de la hija del director; al acordarse del director, se acordó de Maslova. Y el mismo croar evocó en él la manera como los labios de la presa temblaban al decirle: «¡Hay que dejar eso!» Y fue el intendente alemán el que se hundía en el estanque de las ranas y al que hacía falta recoger. En lugar de ello, se había convertido súbitamente en Maslova y gritaba: «¡Yo soy una forzada; tú, un príncipe!»
«No, se dijo Nejludov, no cederé.» Y se despertó preguntándose: «Lo que hago, ¿está bien o está mal? ¡No sé nada y poco me importa! Sólo hace falta dormir.» A continuación sintió que se hundía a su vez en el mismo sitio adonde habían bajado el intendente y Maslova, y todo se desvaneció.