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Resurrección
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 15:13

Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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XL

Nadie en la concurrencia, desde los sacerdotes y el director hasta Maslova, habían pensado un instante que ese mismo Jesús, cuyo nombre acababa de repetirse tantas veces con un silbido, había prohibido no solo juzgar a los hombres, encarcelarlos, martirizarlos, degradarlos e infligirles toda clase de suplicios, como se hacía aquí, sino además todas las violencias, diciendo que había venido para liberar a todos los presos.

Nadie, entre los asistentes, había pensado que lo que se cometía allí era la más enorme blasfemia y una burla sangrienta contra aquel mismo Cristo, en el nombre del cual se cometían todos aquellos actos. Nadie había pensado que la cruz dorada con sus medallones esmaltados, traída por el sacerdote y besada por los fieles, no era otra cosa que la reproducción de la cruz sobre la cual Cristo fue ajusticiado precisamente porque había prohibido esos mismos actos que se cometían aquí en su nombre.

El sacerdote procedía a ejecutar estas ceremonias con una conciencia tranquila, porque desde la infancia le habían inculcado que eran la verdadera y única creencia, profesada por todos los santos y adoptada hoy por todas las autoridades espirituales y temporales. Y lo que lo confirmaba particularmente en esta creencia era el hecho de haber, desde hacía dieciocho años, extraído beneficios del cumplimiento de su sacerdocio de haber podido asegurar la existencia de su familia, pagar el colegio para su hijo y enviar a su hija a la escuela eclesiástica.

Idéntica y más firme aún era la creencia del sacristán; porque él había olvidado completamente la esencia de los dogmas de su fe y solo sabía que la plegaria por los muertos, las horas eclesiásticas, las misas simples y las misas cantadas en fin todos los servicios tenían un precio fijo, pagado gustosamente por los verdaderos cristianos. Por eso clamaba sus «misereres» y leía y cantaba todo lo que comportaba la regla con aquella misma tranquila seguridad que caracteriza para otros hombres la necesidad de vender madera, harina o patatas.

El director de la cárcel y los vigilantes, aunque nunca se hubiesen planteado dudas ni hubiesen jamás tratado de saber en qué consistían los dogmas de aquella creencia ni lo que significaban esas ceremonias de iglesia, creían que era absolutamente preciso creer en aquella creencia, porque la autoridad Superior, y el zar mismo, creían en ella.

Además, muy vagamente, porque no podían explicárselo, tenían la sensación de que aquella creencia justificaba sus funciones crueles. En cuanto a los presos, salvo un pequeño número que se burlaba de aquella religión, la mayoría creía que los iconos dorados, los cirios, las copas, las casullas, las cruces y las incomprensibles letanías contenían una fuerza misteriosa gracias a la cual se podían adquirir grandes comodidades en esta vida y en la vida futura.

Aunque la mayoría, en diversas ocasiones y sin ningún resultado, había intentado conseguir esa adquisición de comodidades terrestres por medio de oraciones, de misas y de cirios, sin que sus plegarias hubiesen sido oídas, todos estaban firmemente convencidos de que esa falta de éxito se debía al azar y que esta institución, aprobada por los sabios y por los obispos, era una institución muy grave, importante y útil, si no en esta vida, al menos en la vida futura.

Maslova creía lo mismo. Como los demás, experimentaba durante el oficio un sentimiento de recogimiento mezclado de fastidio.

De pie en medio de la multitud de las presas, no podía ver más que las espaldas de las mujeres colocadas delante de ella. Pero cuando los asistentes se pusieron en movimiento para ir a besar la cruz y la mano del sacerdote, distinguió al director y a los vigilantes y reconoció detrás de ellos a un hombre de barbita y de cabellos rubios, el marido de Fedosia, que tenía los ojos tiernamente clavados en su mujer. Entonces Maslova, aun rezando, santiguándose y saludando como los demás, se absorbió en su conversación con Fedosia y en la contemplación de su marido.

XLI

Nejludov se había levantado temprano. En la ciudad, cuando salió de su casa, todo el mundo parecía dormir aún. Por la callejuela únicamente pasaba un campesino que gritaba con una voz especial:

–¡Leche! ¡Leche! ¡Leche!

La primera lluvia cálida de la primavera había caído la víspera. La hierba verdecía en las junturas de los adoquines. En los parques, los abedules se habían adornado con frondas verdeantes; los cerezos de monte y los álamos estiraban sus hojas alargadas y olorosas. En las casas y en las tiendas limpiaban los cristales. Pero en el baratillo de los ropavejeros, que Nejludov tuvo que atravesar, había ya una muchedumbre que se apretaba alrededor de las barracas, en tanto que hombres cubiertos de harapos deambulaban con botas bajo el brazo y pantalones y chalecos remendados echados al hombro.

Había mucha gente también en las tabernas. Se veía penetrar en ellas a obreros con blusas limpias y botas relucientes, felices de verse libres por un día de los trabajos de las fábricas, y mujeres que llevaban a la cabeza pañolones de seda de vistosos matices y chaquetillas adornadas de abalorios. Agentes de policía con uniforme de gala, sujetas sus pistolas al cinto por cordones amarillos, se inmovilizaban en las esquinas de las calles, esperando poder distraerse reprimiendo algún desorden. En las alamedas de los bulevares, sobre la hierba de los céspedes, húmeda aún, corrían y jugaban niños y perros mientras las nodrizas, para charlar alegremente, se sentaban por grupos en los bancos. En las calles, todavía frescas y húmedas por la parte izquierda, a la sombra, y secas en el centro, retumbaba el ruido de pesadas carretas y de ligeros coches de punto y el sonido de los tranvías. En el aire tintineaban ruidos diversos, y el repique de campanas convocaba a los fieles a asistir a un oficio parecido al que se celebraba en la capilla de la cárcel. Por grupos, la gente endomingada se dirigía a las parroquias.

El cochero de Nejludov no fue hasta la cárcel, sino que se detuvo en el recodo del camino que conducía hasta allí. Cerca de aquel recodo, a cien pasos de la cárcel, había un grupo de hombres y de mujeres, la mayoría con paquetes en las manos. A la derecha se extendían unas construcciones bajas, de madera, y a la izquierda se alzaba un edificio de dos pisos con un cartel. Al fondo se destacaba la enorme construcción de la cárcel, defendida por un soldado con el fusil al hombro.

Ante la puertecita de las casas de madera estaba sentado un vigilante, con uniforme galoneado y con un libro registro sobre las rodillas. Era el encargado de inscribir los nombres de los presos que los visitantes solicitaban ver.

Nejludov se le acercó y dijo:

–Catalina Maslova.

El vigilante anotó aquel nombre.

–¿Por qué no se permite entrar? -preguntó Nejludov.

–Están diciendo misa. En cuanto acabe podrá usted entrar.

Nejludov se acercó al grupo de visitantes, del cual se destacó, para deslizarse hacia la puerta de la cárcel, un individuo cubierto de harapos, con un sombrero muy ajado, los pies envueltos en unas bandas de tela, sin más calzado, y la cara toda surcada en líneas rojas.

–¡Eh, tú!, ¿adónde vas? -le gritó el soldado, empuñando el fusil.

–¿Y tú por qué tienes que gritar así -respondió el hombre retrocediendo lentamente y sin impresionarse por los gritos del soldado -.¿No quieres dejarme entrar? Está bien, esperaré. Pero, ¿dónde se ha visto gritar así? ¡Ni que fuera un general!

Una risa aprobadora acogió aquella broma. Casi todos los visitantes eran pobres diablos. Iban míseramente vestidos, y algunos completamente andrajosos; sólo unos pocos, hombres y mujeres, tenían un porte más cuidado. Cerca de Nejludov había un hombre bien trajeado, recién afeitado, gordo y sonrosado, que llevaba en la mano un pesado paquete que parecía estar lleno de ropa blanca. Nejludov le preguntó si venía a la cárcel por primera vez. El hombre respondió que ya había venido muchas veces, todos los domingos. Portero en un Banco, venía a ver a su hermano, condenado por falsificación; le contó a Nejludov toda su historia, y se preparaba a interrogarlo a su vez cuando su atención fue atraída por una calesa de ruedas cauchutadas, tirada por un buen caballo, de la que descendieron un joven estudiante y una dama con velo. El estudiante llevaba en la mano un gran paquete. Avanzó hacia Nejludov y le preguntó si creía que lo autorizarían a distribuir entre los presos una ración de pan blanco contenida en su paquete.

–Es por deseo de mi novia, que me acompaña. Sus padres nos han permitido traer esto a los presos.

–Vengo aquí por primera vez e ignoro las costumbres; pero haría usted bien dirigiéndose a aquel hombre– respondió Nejludov mostrando con el dedo al galoneado guardián sentado ante su registro.

En aquel momento, la puerta principal, horadada por una ventanilla en el centro, se abrió para dejar paso a un funcionario con uniforme de gala, escoltado por un vigilante que cambió en voz muy baja algunas palabras con él y anunció luego que los visitantes podían entrar. El centinela se echó a un lado, y todo el mundo se precipitó por la puerta de la cárcel como temiendo llegar con retraso. Detrás de la puerta había un guardián que contaba en voz alta los visitantes al pasar: 16, 17, etcétera... Más lejos, en el interior del edificio, otro guardián les tocaba el brazo, antes de dejarlos franquear una puertecita, y los recontaba. De esta manera podía asegurarse, a la salida, de que ningún visitante había quedado dentro de la prisión y que ninguno de los presos había salido de ella. Demasiado ocupado con su cálculo para examinar las figuras de quienes entraban, aquel guardián tocó bruscamente el hombro de Nejludov, lo que no dejó de irritar a éste un poco, a pesar de sus buenas intenciones. Pero inmediatamente se acordó de para qué había venido y le dio vergüenza de su descontento.

La puertecita daba a una gran sala abovedada, con estrechas ventanas guarnecidas con barras de hierro. En aquella sala había un nicho donde Nejludov divisó con sorpresa un gran crucifijo.

«¿A qué viene eso aquí?», pensó, uniendo involuntariamente en su pensamiento la imagen del Cristo con hombres libres y no con presos.

Caminó con paso lento, dejando fluir delante de él la oleada apresurada de los visitantes. Experimentaba a la vez un sentimiento de horror hacia los malhechores encerrados en aquella cárcel y un sentimiento de compasión hacia los inocentes como el acusado de la víspera y Katucha, que estaban encerrados allí en compañía de aquéllos, y un sentimiento de timidez y de emoción ante la idea de la entrevista que iba a celebrar.

Al otro extremo de la gran sala, un guardián anunció algo. Pero, sumido en sus reflexiones, Nejludov no lo oyó y siguió en pos del grupo más numeroso. Así se encontró llevado al locutorio de los hombres, cuando habría debido dirigirse al de las mujeres.

En el momento en que, el último de todos entró en el locutorio, se sintió impresionado meramente por un ruido ensordecedor, mezcla de voces numerosas que gritaban todas al mismo tiempo. Sólo comprendió la causa de aquella barahúnda al llegar al centro de la sala, donde, a semejanza de un enjambre de moscas sobre un trozo de azúcar, la muchedumbre de los visitantes se apretaba ante un enrejado.

Ese enrejado era doble; iba desde el techo hasta el suelo y dividía la sala en dos mitades. Por el pasillo intermedio se paseaban los vigilantes. A un lado estaban los presos; al otro, los visitantes. Estaban separados por dos enrejados y un espacio vacío de tres archines, lo que imposibilitaba a los visitantes no solo entregar cualquier cosa a los presos, sino incluso verlos bien. Y no resultaba menos difícil hablar a través de ese espacio; para hacerse oír había que gritar con todas las fuerzas A ambos lados de la división, las caras se apretaban contra el enrejado: mujeres, maridos, padres, madres e hijos trataban de verse y de decirse lo que querían. Y como todos deseaban hacerse oír y las voces se cubrían recíprocamente pronto cada cual se creía obligado a gritar más fuerte que sus vecinos. De ahí la barahúnda que había impresionado a Nejludov al entrar en la sala.

No había que pensar en aprehender el sentido de las palabras. La única cosa posible era adivinar en los rostros de qué se trataba y las relaciones existentes entre los interlocutores.

XLII

Muy cerca de Nejludov, pegada al enrejado, había una viejecita con un pañuelo a la cabeza que interpelaba a un joven, un forzado, cuya cabeza estaba semirrapada; y el preso, con las cejas fruncidas, parecía escucharla con la más viva atención. Al lado de la vieja, un hombre joven, con blusa, hacía señas con la cabeza a un preso que se le parecía, de barba gris, de rostro fatigado. Más lejos aún estaba el hombre harapiento, que gesticulaba mucho, gritaba y reía a carcajadas. Luego, sentada en el suelo, una joven de porte decoroso con un niño en brazos lloraba y sollozaba al volver a ver, sin duda por primera vez a un hombre de edad que estaba frente a ella, al otro lado del enrejado, con uniforme carcelario, cabeza rapada y hierros en los pies. Más allá de esta mujer, el portero de Banco que había hablado con Nejludov elevaba mucho la voz para ser oído por un preso calvo, de ojos chispeantes.

Ante la perspectiva de tener que hablar con Katucha en semejantes condiciones, Nejludov se llenó de indignación contra los hombres que habían podido inventar y autorizar semejante suplicio. Se quedó estupefacto al pensar que nadie antes que él nunca, se había indignado ante una institución tan espantosa, ante una violación tan cruel de los sentimientos más sagrados. Lo escandalizó ver que soldados y vigilantes, visitantes y presos aceptaban como cosa natural e inevitable esta manera de conversar.

Nejludov permaneció así, inmóvil, durante varios minutos, bajo el peso de una extraña impresión de tristeza, consciente de su propia debilidad y de su desacuerdo con todo lo que le rodeaba. Sintió algo parecido a un mareo en el mar.

No importa -se dijo Nejludov, volviendo a hacer acopio de valor -.Es necesario que haga lo que he venido a hacer. Pero, ¿cómo conseguirlo?»

Buscó con los ojos una autoridad cualquiera, y vio, detrás de la multitud, al subdirector con el que había hablado la noche anterior. Nejludov avanzó hacia él.

–Perdón, señor -le dijo con una deferencia exagerada -, ¿no podría usted indicarme la sección de las mujeres y dónde se autoriza a verlas?

–O sea, que usted quería ir a la sección de las mujeres, ¿no?

–Sí, deseo ver a una presa-respondió Nejludov, siempre con la misma cortesía afectada.

–¿Por qué no lo dijo usted hace un momento, cuando se le indicó en la primera sala? ¿Ya quién desea usted ver?

–A Catalina Maslova.

–¿Una detenida política? -preguntó el subdirector. -No, es simplemente...

–Entonces, ¿una condenada?

–Eso es, condenada desde anteayer -respondió dulcemente Nejludov, temiendo, por una palabra demasiado viva, enajenarse la buena disposición que percibía en el subdirector.

Por el aspecto exterior de Nejludov, el funcionario juzgó que merecía una consideración particular y llamó a un funcionario subalterno todo cubierto de medallas.

–Sidorov, lleve al señor a la sección de las mujeres -dijo. -¡A sus órdenes!

En aquel momento, unos sollozos que desgarraban el alma se dejaron oír cerca del enrejado.

Todo aquel espectáculo pareció extraño a Nejludov, y más extraño aún resultó para él la necesidad de dar las gracias al subdirector y al vigilante jefe y de sentirse agradecido a aquellas gentes, instrumentos de una obra tan cruel como la que se desarrollaba en aquella casa.

Desde el locutorio de los hombres, el funcionario subalterno hizo pasar a Nejludov por el corredor, y por una puerta que estaba enfrente lo condujo al locutorio de las mujeres.

Exactamente igual que el otro, este locutorio estaba dividido, mediante dos enrejados, en tres partes; aunque fuese sensiblemente más pequeño y los visitantes menos numerosos, los gritos y el ruido eran allí lo mismo de violentos. Igualmente allí la autoridad velaba entre los dos enrejados, pero esta vez en la persona de una vigilanta también de uniforme: galones en las mangas, ribetes azules y cinturón del mismo color. Y, como en la sección de los hombres, los visitantes, con los trajes más variados, se aferraban al enrejado; al otro lado estaban las presas, en su mayoría con uniforme carcelario; las demás, con sus vestidos de ciudad. No había ni siquiera un sitio libre en toda la extensión del enrejado , y el amontonamiento era tal, que varias personas se vieron obligadas a ponerse de puntillas para gritar por encima de la cabeza de las que se encontraban delante de ellas; también otras estaban sentadas en el suelo.

La atención de Nejludov fue atraída por la alta y delgada figura de una gitana cuyos rizados cabellos se escapaban de un pañolón; cerca de la columna del enrejado, por la parte de las presas, ella explicaba algo con voz chillona y gesticulando con viveza a un visitante de traje azul ceñido por un cinturón, un gitano también, en pie al otro lado. Cerca del gitano, un soldado, sentado en el suelo, hablaba con una presa. Luego, asido al enrejado, un mujikbajito calzado con almadreñas de corteza, de barba rubia y rostro todo rojo, no hacía ningún esfuerzo por reprimir sus lágrimas. Escuchaba lo que le decía frente a él una presa rubia y bonita que, mientras le hablaba, lo miraba tiernamente con sus azules ojos. Eran Fedosia y su marido. Cerca de ellos había un hombre harapiento que hablaba con una mujer de pómulos salientes y de rala cabellera; luego, dos mujeres, un hombre y de nuevo una mujer; y, frente a cada visitante, una presa.

Maslova no se dejaba ver. Pero, oculta detrás de la primera fila, estaba en pie una mujer; y Nejludov, adivinando que era ella, sintió redoblar los latidos de su corazón y que se le paraba el aliento.

Se iba acercando el momento decisivo.

Se aproximó al enrejado; penosamente logró hacerse un sitio y clavó su mirada en Maslova. Colocada detrás de Fedosia, ella parecía escuchar sonriendo la conversación de ésta con su marido. En lugar del capotón gris de la antevíspera, llevaba, ceñida al talle por un cinturón, una camisola blanca que se le abombaba por el pecho. De su pañolón se escapaban los bucles de sus cabellos negros.

«Vamos, el momento se acerca– pensó Nejludov-. Pero, ¿cómo llamarla? ¿No se le ocurrirá acudir a ella?»

Pero ella no venía. Esperaba la visita de Berta y no podía sospechar que aquel hombre estuviese allí por ella.

–¿A quién desea usted ver? -preguntó la vigilanta a Nejludov, parándose delante de él.

–A Catalina Maslova -respondió Nejludov, hablando con esfuerzo.

–¡Eh, tú, Maslova– gritó la vigilanta -, gente que viene a verte!

Maslova se volvió, levantó la cabeza, sacó el pecho, con aquella expresión de apresuramiento que Nejludov le había conocido antaño, y, deslizándose entre dos presas, se acercó al enrejado. Se puso a mirar a Nejludov con una mezcla de asombro y de interrogación, sin reconocerlo. Pero muy pronto, por su porte, reconoció a un hombre rico y le sonrió.

–¿Ha venido usted por mí? -preguntó, pegando al enrejado sus ojos risueños, bizqueando un poco.

–Sí, he querido...

Se detuvo, no sabiendo si debía hablarle de «usted» o de «tú». Se decidió por el «usted».

–He querido verla... Yo...

–¡No me hagas faenas! -gritaba, cerca de él, un visitante harapiento -.¿La cogiste o no?

–¡Te digo que se muere! -gritaban del otro lado.

Maslova no pudo entender nada de las palabras de Nejludov. Pero por la expresión del rostro de éste, mientras hablaba, creyó reconocerlo. Pero todavía dudaba. Se borró la sonrisa de sus labios, y un pliegue de sufrimiento le surcó la frente.

–No se oye lo que usted dice -gritó ella, entornando los párpados para ver mejor, y la frente cada vez más arrugada.

–He venido...

«Sí, cumplo mi deber, expío», pensaba Nejludov.

Ante este pensamiento, las lágrimas le llenaron los ojos y la garganta, y, aferrándose con los dedos al enrejado, se calló. Sentía que a la primera palabra estallaría en sollozos.

Al lado de él gritaban:

–Yo me dije: ¿por qué ibas adonde no debías ir?

–¡Tan verdad como que Dios me oye que no sé nada de eso! -respondió una presa al otro lado.

La emoción había impreso en el rostro de Nejludov una expresión que Maslova reconoció inmediatamente.

–No estoy muy segura de reconocerlo -creyó ella, sin embargo, que era su deber decir, sin mirarlo.

Y las mejillas se le empurpuraron; su rostro se ensombreció aún más.

–He venido a pedirte perdón– dijo entonces Nejludov, con la voz más alta que pudo, monótonamente, como una lección aprendida.

Tras decir a gritos estas palabras, se llenó de vergüenza y miró en torno de él. Pero juzgó que esa vergüenza era saludable y que su deber consistía en exponerse a ella. Con todas sus fuerzas gritó:

–¡Perdóname! ¡Tengo una gran culpa para con...! Inmóvil, ella no dejaba de mirarlo con sus bizqueadores ojos.

Él no tuvo fuerzas para acabar su frase y, haciendo un esfuerzo para reprimir los sollozos que le sacudían el pecho, se alejó del enrejado.

El subdirector, evidentemente interesado por aquel visitante, se había dirigido al locutorio donde estaba Nejludov. Al verlo apartarse del enrejado, le preguntó por qué interrumpía su conversación con la mujer que había venido a ver. Nejludov se sonó, se esforzó en dominarse y respondió:

–Es imposible entenderse a través de ese enrejado.

El subdirector reflexionó un instante.

–Bueno -dijo -, se podría hacer venir aquí a la detenida algunos momentos. ¡María Karlovna! -gritó a la vigilanta -, haga venir aquí a Maslova.


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