Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
сообщить о нарушении
Текущая страница: 22 (всего у книги 43 страниц)
VII
Los campesinos se habían reunido en el patio del starostay charlaban ruidosamente; pero, al acercarse Nejludov, guardaron silencio y, como los de Kuzminskoie, se quitaron sucesivamente su gorro o su gorra. Aquellos mujikseran mucho más primitivos que los de Kuzminskoie; y, lo mismo que las muchachas y las mujeres llevaban zarcillos de piel en las orejas, casi todos los hombres iban calzados con botas de fieltro y vestidos con caftanes. Algunos incluso estaban descalzos y otros en mangas de camisa, tal como volvían de los campos.
Nejludov, dominando su emoción, les comunicó desde el principio que estaba resuelto a cederles sus tierras. Ellos lo escuchaban sin decir palabra y con rostro impasible.
La verdad es que creo continuó Nejludov, ruborizándose que todos los hombres tienen derecho a disfrutar de la tierra
¡Desde luego; es verdad! exclamaron algunas voces de mujiks.
Prosiguiendo su exposición, Nejludov dijo que la renta de la tierra debía repartirse entre todos y que, por consiguiente, estaba dispuesto a cederles sus tierras a cambio de una renta que fijarían ellos mismos y que estaría destinada a constituir un capital social reservado para el propio use de ellos.
Continuaron dejándose oír palabras de aprobación; pero los rostros de los campesinos se iban poniendo cada vez más serios, y sus miradas, clavadas al principio en el barin, se bajaban hacia el suelo; parecían querer evitar alguna vergüenza a Nejludov al mostrarle que habían adivinado su astucia, por la que ninguno se dejaría engañar.
Él hablaba sin embargo lo más claramente que le era posible y a hombres que no eran unos zoquetes; pero no lo comprendían y no podían comprenderlo, por la misma razón por la que también el administrador había tardado mucho tiempo en comprenderlo. Estaban convencidos de que la única preocupación de cualquier hombre es la de buscar su propio interés. Y en cuanto a los terratenientes en particular, desde hacía varias generaciones, sabían por experiencia que estos propietarios buscaban siempre beneficiarse a costa de ellos; por tanto, si el amo los reunía para presentarles alguna propuesta nueva, estaban convencidos de antemano de que era para explotarlos aún más.
Bueno, ¿qué precio le ponen ustedes a la tierra? preguntó Nejludov.
¿Cómo poner precio? Eso nos es imposible. La tierra es de usted, usted es el que manda respondieron varias voces entre la multitud.
Pero es que os estoy diciendo que solamente vosotros os beneficiaréis de ese dinero para las necesidades de la comunidad.
Eso no puede ser. La comunidad es una cosa, y nosotros somos otra.
¡Tratad de comprender! dijo el administrador, quien se había acercado a Nejludov con el deseo de explicar el asunto. No os dais cuenta de que el príncipe os propone el arrendamiento de la tierra a cambio de dinero, pero ese dinero volverá a vuestro capital para vuestra comunidad.
Comprendemos muy bien dijo sin levantar los ojos un viejecillo desdentado de aire ceñudo. Es como si se dijera dinero colocado en un banco. Pero de cualquier forma habrá que pagar al vencimiento, y es lo que no queremos hacer. Bastante trabajo nos cuesta ya ir tirando. Para nosotros sería la ruina completa.
Eso no nos conviene en absoluto. Preferimos seguir como antes gruñeron voces descontentas, incluso groseras.
Pero la resistencia se acentuó mucho más cuando Nejludov anunció que dejaría en la oficina del administrador un contrato firmado por él y que ellos tendrían que firmar a su vez.
¿Firmar? ¿Por qué tendríamos que firmar? Lo mismo que trabajamos ahora, continuaremos. ¿Para qué sirve todo eso? Somos unos ignorantes y no entendemos ni jota.
No podemos aceptar eso, porque no entra en nuestras costumbres. Que las cosas se dejen como están. Solo que no nos pidan ya más las simientes, con eso bastará gritaron algunas voces.
Eso significaba que los campesinos estaban obligados a suministrar los granos para los campos que trabajaban, y pedían ahora que los granos fuesen proporcionados por el propietario.
Entonces, ¿os negáis? ¿No queréis haceros cargo de la tierra? preguntó Nejludov a un joven campesino de rostro reluciente, vestido con un caftán remendado, descalzo, que llevaba en la mano izquierda su desgarrada gorra, a la manera de los soldados que han recibido la orden de descubrirse.
¡Perfectamente! respondió el mujik, que todavía no se había desprendido de la hipnosis de la disciplina militar.
Entonces, ¿es que tenéis bastante tierra? insistió Nejludov.
¡Absolutamente no! replicó el ex soldado, manteniendo delante de él su desgarrada gorra, como si se la estuviera ofreciendo a alguien que quisiera aprovecharse de ella.
No importa. Reflexionad sobre lo que os he dicho dijo Nejludov, estupefacto. Y les repitió su propuesta.
Está todo reflexionado. Será como hemos dicho nosotros declaró con tono desdeñoso y rostro ceñudo el viejo desdentado.
Permaneceré aquí aún un día. Si cambiáis de opinión, vendréis a decírmelo.
Los mujiks no respondieron.
Así, sin haber podido sacar nada de ellos, Nejludov regresó tristemente a la oficina.
Ya ve usted, príncipe le dijo el administrador con su sonrisa untuosa ; no llegará usted nunca a entenderse con ellos: el mujikes tozudo. Cuando está en asamblea, se cierra a la banda y ni el mismo diablo podría convencerlo. Porque tiene miedo de todo. Y sin embargo, entre estos mismos mujikslos hay inteligentes, como por ejemplo el moreno y el viejo gruñón que rehusaban las ofertas que usted les hacía. Cuando éste viene a la oficina y lo invitó a té y lo hago hablar, muestra una inteligencia notable: ¡un verdadero ministro! Le presenta a uno juicios de una sagacidad asombrosa. Pero en asamblea, ya usted lo ha visto: es otro hombre, y no se aparta de su idea.
Entonces, ¿no se podría hacer que vinieran aquí algunos de los más inteligentes? preguntó Nejludov. Yo les explicaría el asunto con todos los pormenores.
Sí, es posible respondió el administrador sin dejar de sonreír.
Pues bien, haga usted el favor de decirles que vengan mañana por la mañana.
– Nada más fácil; mañana estarán aquí respondió el administrador, más radiante aún.
¡Hay que ver ese taimado! decía el mujikmoreno de barba enmarañada que no se peinaba nunca, balanceándose sobre su bien alimentado jumento.
Hablaba a su compañero, viejo y delgado, de raído caftán, que cabalgaba al lado de él, acompañados por el tintineo de las maniotas de hierro del caballo.
Los mujiksllevaban a pastar de noche sus caballos a lo largo de la carretera principal (es decir, en secreto, a los bosques del amo).
«¡Os daré la tierra por nada, no tenéis más que firmar!», y ya con eso nos tienen cogidos otra vez. Es lo que ha ocurrido siempre. Pero hoy nosotros somos tan listos como ellos añadió el mismo mujik.
Y llamó al potrillo que se había quedado atrás, pero éste ya correteaba por la pradera.
¡Fíjate como ese hijo de perra se acostumbra a entrar en los campos del barin! continuó, al oír el relincho y el galope del potrillo en los perfumados prados cubiertos de rocío. Y, al oír bajo los cascos del animal los crujidos de las acederas silvestres, añadió : Fíjate, la acedera invade los prados.
El domingo habría que mandar a las mujeres a arrancarla dijo el mujikdelgado. De lo contrario, se echarían a perder las hoces.
«¡Firma!», nos dice continuó el otro mujik, volviendo a las palabras del barin. Y si firmas, te come crudo.
Desde luego respondió el viejo.
Y guardaron silencio. No se oía más que el crujido de los cascos sobre la pedregosa carretera.
VIII
Al regresar, Nejludov encontró, en el cuarto de la administración que le habían preparado para pernoctar, una cama muy alta, con colchones de pluma, dos almohadas y una hermosa colcha de seda roja labrada que evidentemente formaba parte de la dote de la mujer del administrador. Éste, al conducirlo a su habitación, le preguntó si no quería primeramente terminar el resto de la comida. Nejludov rehusó y le dio las gracias. El administrador lo dejó entonces solo después de haberse excusado por haberle hecho un recibimiento tan modesto.
La negativa opuesta por los campesinos no turbaba por lo demás a Nejludov. Por el contrario, aunque los de Kuzminskoie le hubiesen dado las gracias al fin, en tanto que éstos se habían mostrado descontentos y hostiles, se sentía tranquilo y dichoso.
La habitación de la oficina era de una limpieza mediocre, y la atmósfera, demasiado pesada. Nejludov salió al patio con la intención de dirigirse al jardín; pero se acordó de la noche de otros tiempos, de la ventana de la cocina, de la escalinata trasera de la casa, y no se sintió con valor para volver a ver lugares manchados por el recuerdo de una mala acción. Se sentó en la escalinata delantera y, aspirando el violento perfume de los jóvenes brotes de los chopos, esparcido en el sire tibio de la noche, contempló durante largo tiempo los sombríos macizos del jardín, escuchó el tictac del molino y el canto de los ruiseñores y el de otro pájaro que silbaba monótonamente en un matorral próximo. La luz desapareció de la ventana de la habitación del administrador; la media luna, enmascarada por las nubes, reapareció hacia el Oeste, por detrás de las granjas; por instantes, relámpagos de calor iluminaron el jardín florido y la deteriorada casa. A lo lejos rugió la tormenta; poco a poco, una masa sombría invadió una tercera parte del cielo.
Los ruiseñores y el pájaro que cantaba callaron. El estrépito del agua que hervía en la esclusa se acompañó con el graznido de los patos; luego, en el pueblo, en la parte baja, resonó el canto del gallo, ese canto que precede al alba en las noches de tormenta.
Un proverbio asegura que, en las noches gozosas, los gallos cantan muy temprano. Y aquella noche era más que gozosa para Nejludov: estaba llena de felicidad y de encanto. En su imaginación renacían las impresiones de aquel bendito verano en que, joven inocente, había vivido aquí mismo; y se sentía igual al que era entonces; análogo al que había sido en aquella fase exquisita y soberbia de su vida, cuando tenía catorce años, cuando rogaba a Dios que le enseñase la verdad, cuando lloraba sobre las rodillas de su madre, jurándole que siempre sería bueno, que nunca le causaría penas; y análogo también al que había sido cuando su amigo Nicolenka Irteniev y el decidieron prestarse una ayuda mutua en la vía del bien y consagrar su vida entera a la felicidad de la humanidad.
Se acordó entonces de la mala tentación que, en Kuzminskoie, lo había incitado a echar de menos su casa, sus bosques, sus granjas y sus tierras. Y se preguntó en aquel momento si las echaba de menos todavía. No solamente no era así, sino que le parecía extraño que eso hubiese podido ser alguna vez. Se acordó de todo lo que había visto a lo largo de la jornada: la joven madre cuyo marido estaba en la cárcel por haber cortado un árbol en el bosque de él, de Nejludov; y la espantosa Matrena, lo bastante audaz para decirle que las jóvenes de su clase deben satisfacer las pasiones de sus amos. Se acordó de las palabras de la vieja sobre la manera como se llevaba a los niños al hospicio; volvió a ver la desgarradora sonrisa del niño envejecido, agotado por la falta de alimento; se acordó de la débil mujer encinta a la que querían obligar a trabajar para él porque, extenuada de fatiga, no había podido vigilar a su vaca, que no tenía nada de comer. E inmediatamente después, su pensamiento lo llevó a la cárcel, a las cabezas rapadas, a la hediondez de las celdas, a las cadenas; y, frente a todas estas miserias, vio el lujo insensato de su propia vida, de toda la vida de las ciudades, de las capitales, de los dueños. Y todo se hacía para él evidente y cierto.
La luna, despejada ya casi del todo, se había alzado sobre la arboleda; sombras negras se alargaban en el patio, y los tejados de hierro de la casa grande aparecían luminosos.
Y como si se hubiera sentido en la obligación de saludar a esta luz, el pájaro que estaba en el matorral volvió a silbar y a chasquear con el pico.
Nejludov se acordó de cómo en Kuzminskoie se había tomado la molestia de reflexionar sobre su existencia, de pensar en lo que haría, en lo que llegaría a ser. Se había planteado preguntas, pesando el pro y el contra, sin poder contestarlas, tan complicada y difícil le parecía la vida. Al plantearse aquí las mismas preguntas, se asombró de encontrarlas muy simples. Y eran simples porque él había dejado de pensar y de interesarse por lo que pasaría para pensar únicamente en lo que debía hacer. Ahora bien, cosa extraña, cuanto menos podía decidir lo que podía hacer para él mismo, tanto mejor sabía lo que debía hacer para los demás. Sabía ahora que le era preciso dar sus tierras a los campesinos porque estaba mal que él las retuviese. Sabía que no debía abandonar a Katucha, sino, por el contrario, acudir en socorro de ella y estar dispuesto a todo para redimir la falta que él había cometido. Sabía que era preciso estudiar, examinar todo aquello, ver claramente la obra, en la que él tomaba parte, de los tribunales que juzgan y castigan; sabía que veía lo que otros no ven. Ignoraba lo que debía salir de allí, pero estaba seguro de que su deber era obrar de aquella manera. Y esta firme seguridad le colmaba de alegría.
La nube negra había invadido todo el cielo; a los relámpagos de calor habían sucedido verdaderos relámpagos que iluminaban el patio y la casa en ruinas; y un brusco trueno resonó por encima de su cabeza. Los pájaros se habían callado; por el contrario, las hojas de los árboles empezaron a susurrar, y, sobre la escalinata donde estaba sentado Nejludov, el viento vino a soplarle en los cabellos. Una gota, luego otra, se estrellaron sobre el tejado de hierro y sobre las hojas; el viento cesó bruscamente; un gran silencio lo sucedió, y Nejludov no había tenido tiempo de contar hasta tres cuando, por encima de su cabeza, estalló un trueno que rodó repercutiendo por la inmensidad del cielo.
Volvió a entrar en la casa.
«Sí, sí pensaba, la obra de nuestra vida, todo el sentido de esta obra, es cosa incomprensible para mí y que jamás podría comprender. ¿Para qué existieron mis tías? ¿Por qué Nicolenka Irteniev murió y yo continúo vivo? ¿Por qué Katucha? ¿Por qué mi locura? ¿Por qué la guerra en la que tomé parte? ¿Y todo el desarreglo de mi vida ulterior? Comprender todo eso, comprender la obra del Dueño no entra en mis facultades. Pero cumplir su voluntad, tal como está escrito en mi conciencia, eso sí depende de mí, y sé que debo hacerlo y que no me quedaré tranquilo más que cuando lo haya hecho.»
La lluvia caía a raudales, goteando de los tejados y, por las canales, precipitándose en los barriles. Cada vez más raros, los relámpagos iluminaban el patio y la casa. Nejludov regresó a su habitación, se desnudó y se acostó, bastante inquieto al sospechar, tras el papel sucio y desgarrado de las paredes, la presencia de chinches.
«¡Sí, sentirme no dueño, sino servidor!», pensaba; y este pensamiento lo llenaba de alegría.
Pero sus inquietudes estaban justificadas. Apenas había apagado la vela cuando los insectos empezaron a devorarlo.
«¡Dar mis tierras, ir a Siberia; las pulgas, las chinches, la suciedad! Sea; puesto que es necesario, soportaré todo eso.»
Pero a pesar de todo su deseo, no pudo soportarlo; fue a sentarse cerca de la ventana abierta y se absorbió durante largo tiempo en la contemplación de las nubes negras que se disipaban y de la luna que emergía de nuevo.
IX
Como Nejludov no se había dormido hasta por la mañana, se despertó muy tarde.
A mediodía, siete campesinos seleccionados, invitados por el administrador, llegaron al huerto, donde, bajo los manzanos, habían puesto una mesa y bancos hechos de tablones colocados sobre caballetes. Costó un trabajo enorme conseguir que los siete delegados se pusiesen sus gorros o gorras y se sentasen en los bancos.
Sobre todo, el ex soldado se obstinaba en permanecer de pie y sujetaba delante de él su remendada gorra, del mismo modo que hacen los soldados en un entierro; estaba calzado aquel día con pedazos de tela limpia que le servían como calcetines, y con botas nuevas de fieltro.
Pero cuando el decano, un viejo de ancho pecho, de aspecto venerable, con una gran barba blanca rizada como la del Moisés de Miguel Ángel, y de espesos cabellos blancos que coronaban una frente atezada por el sol, se hubo puesto su gran gorro, abotonado su caftán nuevo y se sentó en el banco, los demás siguieron su ejemplo. Una vez acomodados todos, Nejludov se sentó frente a ellos, en el otro banco, y, con su proyecto en la mano, empezó a leerlo y a explicarlo.
Bien a causa del número restringido de los campesinos, bien porque la importancia de su empresa le impedía pensar en sí mismo, Nejludov no experimentaba ahora embarazo alguno. Involuntariamente se dirigía de modo del todo especial al viejo de la barba blanca rizada, del que parecía aguardar la aprobación o la crítica. Desgraciadamente, se hacía ilusiones al formarse de él una gran idea, porque el venerable anciano no aprobaba, con un gesto de su hermosa cabeza de patriarca, o no movía la cabeza en señal de desconfianza más que después de ver la actitud aprobadora o reprobadora de sus vecinos; personalmente, no comprendía casi nada de lo que decía Nejludov, y no cogía el sentido más que cuando sus compañeros repetían las mismas palabras en el idioma de ellos. Nejludov era mucho mejor comprendido por el vecino del anciano, un viejecillo sin barba y tuerto, vestido con una casaca remendada y calzado con viejas botas. Era fabricante de estufas, según informó a Nejludov en el curso de la charla. Aquel viejecillo acompañaba con un movimiento de cejas cada esfuerzo que hacía por comprender, y traducía poco a poco y a su manera lo que iba diciendo el barin.
De inteligencia viva también, otro viejo corpulento, de barba blanca y ojos brillantes, no dejaba escapar ninguna ocasión de insertar comentarios irónicos o divertidos; por lo visto, era su manera de lucirse.
El ex soldado habría debido comprender también, al parecer, de qué se trataba si no estuviese entontecido por el espíritu soldadesco y no se hubiese empeñado en seguir un lenguaje estúpido aprendido en el servicio. El más serio de los oyentes del grupo era sin duda alguna un alto mujikcon voz de bajo profundo, de larga nariz y corta barbilla, vestido con un caftán limpio y calzado con botas nuevas de fieltro. Comprendía todo, y, cuando hablaba, lo hacía con conocimiento de causa.
En cuanto a los otros dos ancianos, uno de ellos era aquel viejecillo desdentado que tanta oposición había mostrado contra Nejludov el día anterior; el otro era un hombre de gran estatura, muy blanco, de rostro bondadoso, con delgadas piernas rodeadas de tela blanca a guisa de calcetines y envueltas en polainas. Los dos guardaban silencio, escuchando sin embargo con gran atención.
Nejludov comenzó por exponer sus ideas sobre la propiedad rústica.
A mi juicio dijo, no se tiene derecho ni a vender ni a comprar la tierra, porque los que tienen dinero comprarían de ella todo lo que quisieran, o, dicho de otro modo, extraerían todo el dinero que quisieran de quienes la cultivan.
Es verdad dijo el hombre de larga nariz, con su profunda voz de bajo.
¡Perfectamente bien! opinó el ex soldado.
Una mujer coge un poco de hierba para las vacas; la detienen y, ¡venga!, a la cárcel dijo el viejecito de aspecto modesto y bondadoso.
Nuestras tierras están a una distancia de cinco verstas; en cuanto a tomarlas en arriendo, no hay medio: piden precios que sería imposible pagar añadió el viejo desdentado.
Nos exprimen retorciéndonos como al cáñamo. Es peor que en los trabajos forzados recalcó el mujikde aire ceñudo.
Ésa es también mi opinión dijo Nejludov ; y considero como un pecado poseer la tierra. Por eso he venido a dárosla.
Pues es una buena cosa dijo el viejo de barba de Moisés, habiendo comprendido indudablemente que Nejludov quería alquilarles sus tierras.
He venido para eso. No quiero ya extraer provecho alguno de mis tierras, sino ponerme de acuerdo con vosotros sobre el modo como podríais beneficiaros de ellas.
No tienes más que dárselas a los mujiks, eso es todo dijo el viejecillo desdentado.
Esta respuesta produjo en Nejludov cierta turbación, porque notaba en ella que sospechaban de su lealtad. Pero se recobró en seguida y se aprovechó de aquel comentario para decir todo lo que tenía que decir.
Me sentiría muy satisfecho con dároslas continuó, pero ¿a quién y cómo? ¿A qué mujiks? ¿Por qué más bien a vuestra comunidad que a la de Deminskoïe? Era un pueblo vecino casi desprovisto de tierras.
Nadie respondió. Únicamente el ex soldado dejó oír su: «Perfectamente bien.»
Pues bien prosiguió Nejludov, decidme: ¿qué haríais en mi lugar?
¿Que qué haríamos? Un reparto igual entre todos dijo el fabricante de estufas con un rápido aleteo de los párpados.
Está claro. Repartiríamos todo entre los campesinos apoyó el viejo bondadoso.
Y todos, sucesivamente, fueron aprobando aquella respuesta que parecía satisfacerlos por entero.
Pero, ¿cómo entre todos? preguntó Nejludov. ¿Incluyendo también a los criados de la casa y de las fincas señoriales?
¡Absolutamente no! declaró el ex soldado, esforzándose en poner el rostro risueño.
Pero el campesino alto y reflexivo fue de opinión contraria:
Si se reparte, hay que hacerlo igualmente entre todos declaró con su voz de bajo, después de un instante de reflexión.
Eso no es posible replicó Nejludov, quien ya tenía preparada su objeción. Si yo hiciese un reparto igual, todos los que no trabajan ni cultivan ellos mismos aceptarían su parte para revenderla a los ricos. Y de nuevo éstos acapararían la tierra. Y al multiplicarse la familia de los que cultivan, su tierra tendría que ser parcelada. Y los ricos volverían a hacerse poderosos, en detrimento de los que para vivir tienen necesidad de la tierra.
¡Perfectamente bien! se apresuró a confirmar el ex soldado.
Prohibir que nadie venda la tierra. Y que sea el poseedor de ella el que la trabaje dijo el fabricante de estufas interrumpiendo con irritación al ex soldado.
Pero Nejludov objetó que era imposible controlar si alguien cultivaba por su propia cuenta o por cuenta de otro.
El mujik alto propuso organizar el cultivo sobre las bases de la asociación por gremios:
¡Que solamente tenga tierra quien la cultiva! ¡Nada para el que no lo haga así! dijo con su enérgica voz de bajo.
Para aquel proyecto comunista, Nejludov tenía igualmente dispuesta una objeción irrebatible. Respondió que todo el mundo debería tener entonces igual número de carretas y de caballos y realizar la misma cantidad de trabajo; o bien que caballos, carretas, trillos y todo lo que tenían fuesen puestos en común. Y, para eso, hacía falta que previamente se pusieran de acuerdo.
Entre nosotros nunca nos pondremos de acuerdo sobre eso afirmó el viejecillo de aire desdeñoso.
Inmediatamente habría una batalla declaró el viejo de barba blanca, con una risa en los ojos.
Y además, ¿cómo repartir la tierra según sus cualidades? dijo Nejludov. ¿Por qué unos tendrían tierra de regadío y otros tierra de secano o arenosa?
Pues se repartiría igualmente cada cualidad replicó el fabricante de estufas.
Nejludov respondió a eso que no se trataba solamente del reparto en una comunidad única, sino en general y por todas partes: ¿por qué unos habían de tener tierra buena y otros tierra mala? Todos querrían tierra buena.
¡Perfectamente bien! dijo el ex soldado.
Los demás guardaban silencio.
Estáis viendo claramente que no es tan fácil como parece dijo Nejludov. Y, además de nosotros, hay otras personas que estudian estos problemas. Por ejemplo, un norteamericano llamado George. Pues bien, he aquí lo que él ha pensado, y yo soy de su opinión.
Tú eres el dueño, no tienes más que decir lo que piensas: todo depende de ti interrumpió el viejecillo enfurruñado. Esta interrupción turbó a Nejludov. Pero tuvo la satisfacción de ver que no era él el único en considerarla inoportuna.
Espera, tío Semion, deja primero que se explique dijo con su voz de bajo el sesudo mujik.
Así animado, Nejludov empezó a explicarles la doctrina de Henry George sobre el impuesto único.
La tierra no es de nadie más que de Dios dijo.
¡Muy bien dicho! ¡Perfecto! ¡Una gran verdad! aprobaron varias voces.
La posesión de toda la tierra debe ser común, teniendo todos sobre ella un derecho igual. Pero hay tierra que es buena, y otra que no es tan buena. Y cada cual querría tierra de la buena. ¿Cómo igualar entonces las partes? Es preciso que el que explota una tierra buena pague, a quienes no disponen de eso, el valor de la suya. Y como es difícil determinar quiénes son los que deben pagar y a quiénes deben pagar; como, en la vida actual, el dinero es preciso para las necesidades de la comunidad, la solución más prudente es la de decidir que cualquiera que explote una tierra pague a la agrupación, para las necesidades comunes, una renta proporcionada al valor de su tierra. Así quedaría establecida la igualdad. Tú quieres poseer una tierra: paga, pues, más por la que es buena que por la que es mala. Y, si no quieres tener tierra, no tendrás nada que pagar. Solamente los que poseen tierra deberán pagar el impuesto para las necesidades sociales.
Es muy justo dijo el fabricante de estufas arqueando las cejas. Tu tierra es mejor, paga más caro.
¡Una cabeza bien sentada la de ese George! exclamó el decorativo anciano con barba de Moisés.
Con tal sólo que el precio no sobrepase nuestros medios, dijo el mujikalto, comprendiendo adónde había que ir a parar.
El precio no debe calcularse ni muy alto ni muy bajo. Demasiado alto, no es posible pagarlo, y se producirían vacíos; demasiado bajo, todos estarían dispuestos a comprar tierras a los demás y comenzaría de nuevo la especulación de la tierra.
Todo eso es verdad y lo hemos comprendido muy bien. Eso nos conviene respondieron los campesinos.
¡Vaya una cabeza! repitió el viejo de barba de Moisés. ¡George! ¡Y pensar que ha inventado todo eso!
¿Y si yo quisiera también adquirir tierras? insinuó el administrador con una sonrisa.
La participación es libre: tómela y trabájela replicó Nejludov.
¿Qué necesidad tienes tú de tener tierras? Bastante rico eres ya como estás dijo el viejo de ojos risueños.
Y con aquello terminó la discusión.
Una vez más Nejludov repitió la síntesis de su proyecto, pero sin pedir una respuesta inmediata; aconsejó, por el contrario, a los delegados que no se la hicieran conocer antes de que se hubieran puesto de acuerdo con todos los demás campesinos.
Los mujiksle prometieron comunicarlo todo a la comunidad y decirle lo que se decidiera; luego se despidieron y se alejaron. Durante mucho tiempo se oyó en la carretera el estallido de sus voces animadas y sonoras, que, bien entrada la anochecida, repercutían aún por encima del río del pueblo.
Al día siguiente no hubo trabajo, y los mujikspasaron el tiempo discutiendo las ofertas del barin. Pero la comunidad estaba dividida en dos bandos: en uno se consideraban ventajosa: y sin peligro las propuestas del barin, y los campesinos del otro bando se obstinaban en ver en aquello una astucia cuya intención se les escapaba, por lo que la temían más aún.
Sólo al día siguiente pudieron ponerse de acuerdo para aceptar las propuestas de Nejludov, y volvieron para anunciárselo. Y este consentimiento era resultado de la opinión, expresada por una anciana y compartida igualmente por los viejos, de que el barinobraba así por la salvación de su alma. De este modo, todo peligro de astucia quedaba descartado.
Esta explicación obtuvo crédito tanto más fácilmente cuanto que los mujiksveían a Nejludov, desde su llegada a Panovo, caritativo con todo el mundo y distribuyendo mucho dinero. Es que, por primera vez en su vida, veía de cerca las miserias de los campesinos y su existencia extremadamente precaria. Impresionado por esta pobreza y aun juzgando irrazonable desprenderse así de tanto dinero, no podía menos que darlo, tanto más cuanto que en Kuzminskoie había recibido una suma bastante grande por la venta de un bosque, y un anticipo sobre la del material.
Al enterarse de que el barindaba dinero a quien se lo pedía, todos los necesitados de la comarca, principalmente las mujeres, habían acudido para solicitar de él un socorro. Eso lo ponía muy perplejo, porque no sabía qué hacer, ni cuánto ni a quién dar. Teniendo mucho dinero, no se sentía con fuerzas para negárselo a pobres diablos que se lo pedían, y, por otra parte, no era apenas razonable entregarlo al azar.
El último día que permaneció en Panovo subió a la casa grande para proceder al examen de los objetos que quedaban allí. En el cajón inferior de una cómoda de caoba, ventruda, adornada con anillas de bronce introducidas en fauces de leones, la cual había pertenecido a una de sus tías, descubrió, entre un paquete de viejas cartas, una fotografía donde estaban reunidos Sofía Ivanovna, María Ivanovna, Nejludov en uniforme de estudiante, y Katucha, pura, fresca, desbordante de alegría de vivir.
Renunciando a todos los demás objetos, Nejludov no recogió más que las cartas y la fotografía. En cuanto al resto: la casa, los muebles, lo cedió todo al molinero por la décima parte del precio, gracias a la intervención del administrador.
Al recordar el pesar que había tenido en Kuzminskoie por renunciar a sus propiedades, se quedó estupefacto de haber experimentado semejante sentimiento. Ahora lo invadía una impresión deliciosa de liberación, mezclada al encanto de la novedad, tal como debe de sentirla el explorador que descubre una tierra nueva.