Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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XXI
Nejludov estaba en pie al borde de la balsa y contemplaba la corriente fugitiva. Dos imágenes pasaban una y otra vez ante sus ojos: la cabeza oscilante de Kryltsov, que, con acrimonia, se moría; y el rostro de Katucha, caminando con paso firme al borde de la carretera, al lado de Simonson. La primera impresión: la vista de Kryltsov que se moría y que no se resignaba a la muerte, resultaba penosa y triste; y en cuanto a la segunda: la visión de Katucha, beneficiándose del amor de un hombre como Simonson y metida en lo sucesivo en la vía firme y segura del bien, habría debido alegrar a Nejludov, y sin embargo le resultaba tan penosa, que no podía soportar su peso.
Sobre la superficie del agua vibraba, llegado de la ciudad, un tañido, un temblor de cobre que brotaba de una gran campana. El cochero de posta y todos los carreteros se quitaron sucesivamente el gorro a hicieron la señal de la cruz. Un viejecillo harapiento, colocado más cerca del borde que los demás, no se persignó y, levantando la cabeza, clavó los ojos en Nejludov, quien aún no se había fijado en él. Aquel viejecillo iba vestido con un caftán remendado, un pantalón de paño y zapatos con los tacones comidos. Del hombro le colgaba un saquito y se tocaba la cabeza con un alto gorro de piel todo raído.
¿Y tú, viejo, por qué no rezas? le preguntó el cochero de Nejludov, volviendo a encasquetarse el gorro. ¿Es que no estás bautizado?
¿Y a quién rezar? replicó, con aire resuelto y provocativo, el viejo harapiento, machacando las sílabas.
Ya se sabe a quién: a Dios dijo el cochero con tono irónico.
Pues muéstrame dónde está tu Dios.
Los rasgos del anciano expresaron tanta seriedad y firmeza, que el cochero, comprendiendo que tenía que enfrentarse con alguien más astuto que él, se turbó ligeramente; pero no dejó traslucir nada, y, para no parecer que quedaba por debajo ante el público atento a la discusión, replicó vivamente:
¿Dónde? Ya se sabe: en el cielo.
¿Es que tú has ido allí?
Que yo haya ido o no, poco importa; todo el mundo sabe que hay que rezarle a Dios.
Nadie ha visto a Dios en ninguna parte. Su Hijo, de la misma esencia, y que está en el seno del Padre, es el que lo ha revelado dijo el viejo con la misma vivacidad y aire grave y sombrío.
Sin duda, tú no eres cristiano. Eres un pagano, rezas al vacío dijo el cochero, metiéndose el mango del látigo en el cinto y arreglando los arneses de sus caballos.
Alguien se echó a reír.
Bueno, padrecito, ¿de qué religión eres tú? preguntó un campesino de cierta edad que se mantenía al borde de la balsa, al lado de su carreta.
No tengo religión ninguna. Tampoco creo en nadie, sino en mí mismo respondió el anciano con la misma pronta decisión.
¿Y cómo puede creer uno en sí mismo? dijo Nejludov, interviniendo. Uno puede equivocarse.
¡Nunca jamás! dijo el viejo, sacudiendo la cabeza.
¿Por qué hay entonces varias religiones? insistió Nejludov.
Pues precisamente porque se cree a los demás en lugar de creer uno en sí mismo. Por mi parte, creí en los hombres y anduve sin rumbo como si estuviera en la taiga. Me perdí hasta el punto de temer que ya no podría salir de allí. Lo mismo los viejos creyentes que los nuevos creyentes, y los Subotniki, y los llysty, y los Popovtsy, y los Bezpopovtsy, y los Austriaks, y los Molokanes, y los Skoptsy, todos alaban su religión como si fuera la única, y todos se han extraviado como una jauría de perros jóvenes todavía ciegos. La fe es múltiple, pero el Espíritu es uno. En ti, en mí, en él: eso quiere decir que cada cual debe creer en su espíritu y así todos estarán unidos. Que cada cual sea él mismo, y todos se asemejarán.
El viejo hablaba alto, sin dejar de mirar en torno de él, con el deseo manifiesto de ser oído por el mayor número posible.
¿Hace mucho tiempo que opina usted así? preguntó Nejludov.
¿Yo? Sí, hace mucho tiempo. Hace más de veintidós años que me persiguen.
¿Cómo es eso?
Lo mismo que persiguieron al Cristo. Me cogen y me llevan ante los tribunales, ante los popes, los doctores, los fariseos; incluso me encerraron en un manicomio. Pero no pueden nada contra mí, porque soy libre. «¿Cómo lo llaman?», me dicen. Ellos creen que me daré cualquier título, pero no acepto ninguno. He renegado de todo: nombre, región, patria, no tengo nada: soy yo mismo. ¿Que cómo me llaman? ¡Un hombre! «¿Y qué edad?» No cuento los años, digo yo, y me es imposible contarlos, porque siempre he sido y siempre seré. «¿Quiénes son tu padre y tu madre?», dicen. No tengo ni padre ni madre, respondo, excepto Dios y la Tierra: Dios es el padre, la Tierra es la madre. «¿Y al zar, lo reconoces?», dicen ellos. ¿Por qué no reconocerlo? Él es su zar, y, por mi parte, yo soy mi zar. «Vamos, ya has hablado bastante», dicen. No te pido que hables conmigo, respondo yo. Y entonces me cargan de miserias.
¿Adónde va usted ahora? le preguntó Nejludov.
Adonde Dios me lleve. Cuando tengo trabajo, lo hago; cuando no lo tengo, mendigo respondió, al notar que la balsa se acercaba a la otra orilla, y paseando sobre todos sus oyentes una mirada triunfal.
La balsa atracó. Nejludov sacó su portamonedas y tendió al viejo una moneda, que éste rehusó.
No acepto eso; tomo pan.
Entonces, perdone.
No hay nada que perdonar. No me has ofendido. Y sería difícil ofenderme dijo el viejo, volviéndose a colocar al hombro el saco que había soltado en el suelo.
Una vez en tierra la telega de postas, volvieron a enganchar los caballos.
– ¿Para qué hablarle, barin? dijo el cochero a Nejludov cuando éste, después de haber dado una propina a los balseros, volvía a subir al coche. ¡Un vagabundo despreciable!
XXII
Después de haber subido la cuesta, el cochero volvió la cabeza.
¿A qué hotel hay que llevarlo?
¿Cuál es el mejor?
El mejor es el «Siberiano»; pero tampoco se está mal en casa de Dukov.
Donde tú quieras.
El cochero volvió a mirar al frente y aceleró la marcha.
La ciudad era como todas las ciudades: las mismas casas con tejados verdes, la misma catedral, las mismas tiendas y almacenes en la calle principal y hasta los mismos agentes de policía. La única diferencia consistía en que todas las casas eran de madera y en que las calles no estaban pavimentadas. En una de las más animadas de estas calles, la troika se detuvo ante la escalinata de un hotel. Pero no había ninguna habitación libre y hubo que ir a buscar una en otro hotel.
Por primera vez, después de dos meses, Nejludov volvió a hallarse en las condiciones de limpieza y de comodidad relativas a las que estaba acostumbrado. Por poco lujosa que fuese la habitación, se sintió sin embargo complacido después de los coches de postas, los albergues y los relevos. Sobre todo, tenía que quitarse los piojos, de los que nunca se había podido librar por completo desde que visitaba a los presos.
Después de haber abierto sus maletas, se dirigió inmediatamente al baño; luego volvió a ponerse su ropa de ciudad: camisa almidonada, pantalón, redingote y abrigo, que tenía la huella de los pliegues, y se dirigió a casa del gobernador general.
Llamado por el portero del hotel, un coche, tirado por un caballo quirguiz de buena talla y bien nutrido, depositó a Nejludov ante un amplio y hermoso edificio guardado por centinelas y por un agente de policía. Delante y detrás se extendía un jardín donde, entre las desnudas ramas de los álamos y de los chopos verdeaban, espesos y oscuros, pinos y abetos.
El general estaba indispuesto y no recibía. Pero Nejludov le insistió al lacayo para que pasase su tarjeta de visita; el lacayo volvió con una respuesta favorable.
El general le ruega que entre.
El imponente vestíbulo, el lacayo, los centinelas, la escalera, el gran salón con su brillante parqué encerado, todo aquello recordaba a Petersburgo, salvo que era un poco más sucio y más majestuoso. Hicieron entrar a Nejludov en el despacho.
Ligeramente abotagado, con una nariz como una patata, protuberancias en la frente y en el calvo cráneo, bolsas bajo los ojos, el general, hombre sanguíneo, estaba sentado, envuelto en un batín tártaro de seda; con el cigarrillo en los dedos, bebía té en un vaso con soporte de plata.
Buenos días, padrecito. Perdóneme que lo reciba en batín. Por lo menos es mejor que no recibirlo dijo, cerrando la prenda sobre su poderoso cuello. No estoy muy bien y no salgo. ¿Qué buen viento lo trae por estos confines del mundo?
Vengo acompañando al convoy de presos entre los cuales se encuentra una persona que me interesa muchísimo replicó Nejludov, y he venido a solicitar una gracia de vuecencia, tanto en favor de esa persona como por otro motivo.
El general aspiró el humo de su cigarrillo, bebió un sorbo de té, apagó el cigarrillo en el cenicero de malaquita y, sin apartar de Nejludov sus ojos estrechos y chispeantes ahogados por la grasa, lo escuchó con aire grave. No lo interrumpió más que para preguntarle si deseaba fumar.
El general pertenecía a esa categoría de militares sabios que creen posible conciliar el espíritu liberal, humanitario, con su profesión. Pero, inteligente y bueno por naturaleza, pronto se había dado cuenta de la imposibilidad de esta conciliación y, para ocultarse el desacuerdo interior en que se encontraba constantemente, se entregaba cada vez más a la costumbre, tan extendida entre los militares, de beber mucho alcohol; y esta costumbre se había hecho en él tan inveterada, que, después de treinta y cinco años de servicios militares, se había convertido en lo que los médicos llaman un alcohólico. Estaba todo empapado en alcohol. Le bastaba tomar un poco de licor para sentir inmediatamente los efectos de la embriaguez. Pero el alcohol era para él una cosa indispensable, y a la caída de la tarde se encontraba completamente borracho, pero lo bastante entrenado para no titubear ni divagar. Incluso si se le escapaba alguna extravagancia, ocupaba un puesto tan elevado, que cualquier tontería dicha por él era, a pesar de todo, considerada cosa sensata. Solamente por las mañanas, como Nejludov lo encontraba en aquellos momentos, tenía toda su razón, podía comprender lo que le decían y llevar a cabo con más o menos éxito el proverbio ruso que le gustaba repetir: «Borracho, pero inteligente: ¡dos cualidades en él!» En las esferas gubernamentales se conocía su vicio, pero sabían también que era más instruido que los demás aunque su instrucción se hubiese detenido en el punto donde había empezado a predominar la botella, atrevido, hábil, representativo, con tacto, incluso en estado de embriaguez; por eso lo habían nombrado para la plaza que ocupaba y lo mantenían en ella.
Nejludov contó al general que la persona por la que se interesaba era una mujer, condenada injustamente, y que había presentado en favor de ella un recurso de gracia al emperador.
Perfectamente, y entonces, ¿qué? dijo el general.
Me habían prometido, de Petersburgo, que me informarían sobre la suerte de esa mujer lo más tarde en el mes actual, y aquí mismo...
Sin apartar los ojos de Nejludov, el general avanzó sus cortos dedos sobre la mesa, llamó y continuó escuchando, fumando y tosiendo ruidosamente.
Quisiera pedirle a usted, si la cosa es posible, retener a esa mujer aquí hasta la llegada de la respuesta.
El lacayo, un asistente con uniforme militar, entró.
Pregunta si está ya levantada Ana Vassilievna dijo el general y trae más té. ¿Y qué más? preguntó, volviéndose hacia Nejludov.
Mi segundo ruego se refiere a un preso, político que forma parte del mismo convoy.
¡Ah, caramba! dijo el general con un significativo movimiento de cabeza.
Está gravemente enfermo, moribundo, y sin duda lo dejarán aquí en el hospital. Pues bien, una de las condenadas políticas querría quedarse a cuidarlo.
¿Le toca algo?
No; pero está dispuesta a casarse con él si ésa es una condición para poder quedarse.
Con sus brillantes ojos, el general escrutó fijamente y en silencio a su interlocutor, con un visible deseo de turbarlo, y sin dejar de fumar.
Cuando Nejludov hubo acabado de hablar, el gobernador cogió un libro que tenía sobre la mesa; se humedeció los dedos para hojearlo rápidamente, encontró el artículo relativo al casamiento y lo leyó.
¿A qué pena está ella condenada? preguntó, apartando la vista del libro.
A trabajos forzados.
Entonces, la situación no mejoraría con el casamiento.
Pero...
Permítame. Si ella se casara con un hombre libre, tendría de todos modos que purgar su pena. Se trata de saber cuál de los dos está condenado a la más fuerte.
Los dos están condenados a trabajos forzados.
Entonces, están empatados dijo, riendo, el general. A él se le puede dejar, a causa de su enfermedad prosiguió, y ni que decir tiene que se hará todo lo posible por curarlo; pero en cuanto a ella, aunque se casase con él, no puede quedarse aquí.
La generala está tomando el café anunció el lacayo.
El general aprobó con la cabeza y continuó:
Por lo demás, voy a reflexionar. ¿Cómo se llaman? Apúntelo usted aquí.
Nejludov hizo la anotación..
Tampoco puedo concederle eso respondió el general cuando Nejludov le rogó que le dejase ver al enfermo. Desde luego, no sospecho nada de usted; pero usted se interesa por él y por los demás, y usted tiene dinero. Y aquí se compra todo. Me dicen que extirpe la concusión. ¿Cómo extirparla, si todos son concusionarios? Y cuanto menor es la categoría del funcionario, tanto más toma. ¿Qué quiere usted? ¿Cómo puedo controlar a un hombre a una distancia de cinco mil verstas? Él es allí un pequeño zar como, por lo demás, lo soy yo aquí y se echó a reír. Sin duda, usted ha tenido entrevistas con los condenados políticos; usted ha dado dinero y le han dejado pasar, ¿no es así? dijo con una sonrisa.
Sí, es verdad.
Le comprendo; se veía usted obligado a obrar así. Usted quiere ver a un «político», del que tiene usted lástima. Entonces, el vigilante jefe, o un suboficial de la escolta, acepta su propina, porque él recibe por todo sueldo algunos miserables copeques, tiene una familia y no sabría negarse. En su lugar, lo mismo que en el de usted, yo haría lo mismo; pero en el mío, no puedo permitirme apartarme lo más mínimo del reglamento, precisamente porque soy un hombre y puedo ser accesible a la piedad. Ahora bien, soy el ejecutor de las órdenes dadas; han tenido confianza en mí bajo ciertas condiciones y debo justificar esa confianza. Esta cuestión queda, pues, zanjada. Y ahora, cuénteme lo que pasa entre ustedes, en la metrópoli.
El general se puso a preguntar, a contar, con el doble deseo de enterarse de noticias y de hacer valer toda su importancia y todo su humanitarismo.
XXIII
Bueno, y hablando de otra cosa, ¿dónde se ha alojado usted? ¿En casa de Duc? Se está allí tan mal como en los demás hoteles. Pero venga a cenar dijo el general, acompañando hasta la puerta a Nejludov. A eso de las cinco. ¿Habla usted inglés?
Sí.
Entonces, perfecto. Mire usted, ha llegado aquí un turista inglés. Estudia los lugares de deportación y las prisiones de Siberia. Cena con nosotros; así, pues, venga usted también. Cenamos a las cinco, y a mi mujer le gusta la puntualidad. Le daré al mismo tiempo la respuesta respecto a esa mujer y también respecto al enfermo. Quizá pueda dejarse a alguien con él.
Nejludov se despidió del general. En vena de actividad, se dirigió a la oficina de correos.
La oficina donde entró era baja y abovedada; detrás de los pupitres estaban sentados los empleados, que distribuían la correspondencia a un numeroso público. Uno de ellos, la cabeza inclinada a un lado, no dejaba de golpear con un matasellos los sobres que hacía deslizar hábilmente. Al decir su nombre, atendieron inmediatamente a Nejludov y le entregaron una correspondencia bastante voluminosa. Había allí paquetes, varias cartas, libros y el último ejemplar del Mensajero de Europa. En posesión de su correspondencia, se apartó y se acomodó en un banco donde, en actitud expectante, estaba sentado un soldado portador de un registro; Nejludov se colocó junto a él y examinó los envíos. Entre sus cartas había una certificada, en un hermoso sobre cerrado por un sello muy limpio de deslumbrante lacre rojo. Lo abrió y, al ver que era una carta de Selenin, acompañada de un papel administrativo, sintió que la sangre le afluía al rostro y que se le apretaba el corazón. Era la solución del asunto de Katucha. ¿Cuál podría ser esa solución? ¿Sería una negativa? Nejludov recorrió rápidamente la letra fina, poco legible, rota, pero firme, y lanzó un suspiro de alivio: la solución era favorable.
«Querido amigo escribía Selenin : Nuestra última conversación me dejó profundamente impresionado. Tenías razón en lo que se refiere a Maslova. He examinado atentamente los autos y he comprobado que se había cometido una atroz injusticia con ella. Pero no se podía remediarla más que dirigiendo, como tú has hecho, una instancia a la comisión de gracias. He podido ayudar a la solución del asunto y te incluyo aquí copia de la gracia a la dirección que me ha indicado la condesa Catalina Ivanovna. El acta auténtica ha sido enviada a la sede del tribunal que juzgó a tu protegida y sin duda la transmitirán urgentemente a la cancillería de Siberia. Me apresuro a comunicarte esta agradable noticia. Te estrecho cordialmente la mano.
»Tuyo, Selenín.»
El documento administrativo estaba concebido así:
«Cancillería encargada de las peticiones dirigidas a S. M. Imperial. Tal asunto, tal jurisdicción, tal departamento, tal fecha. Por orden del director de la Cancillería encargada de las peticiones dirigidas a S. M. Imperial, se hace saber a la mestchanka Catalina Maslova que S. M. el Emperador, sobre el informe que le ha sido humildemente presentado con relación a la instancia de Maslova, se ha dignado ordenar que su condena a trabajos forzados sea conmutada por la pena de deportación en un lugar cercano a Siberia.»
La noticia era feliz e importante. Era todo lo que Nejludov podía desear para Katucha y para él mismo. Desde luego, este cambio en la situación de la joven daba nacimiento a nuevas complicaciones en sus relaciones mutuas. Mientras ella seguía siendo «forzada», el casamiento que él le proponía no podía ser más que ficticio y no tenía otro objeto que el de mejorar su situación. Ahora nada impedía que los dos hicieran vida matrimonial. Y Nejludov no estaba preparado para eso. Luego estaba también el incidente Simonson. ¿Qué significaban las palabras pronunciadas el día anterior por Katucha? Y, si consentía en unirse a Simonson, ¿sería eso un bien o un mal? No llegaba a poner en claro aquellos pensamientos, y los apartó.
«Todo se irá aclarando poco a poco pensó. Lo más urgente es verla, comunicarle la feliz noticia y hacer que la pongan en libertad.»
Creía suficiente para eso la copia que poseía. Al salir de la oficina de correos, dijo al cochero que lo llevara a la cárcel.
Aunque, por la mañana, el general no lo hubiera autorizado a visitar la cárcel, Nejludov, sabiendo por experiencia que lo que a menudo es imposible obtener de la autoridad superior se obtiene fácilmente de los inferiores, quiso intentar ver sin tardanza a Katucha, anunciarle la buena noticia, quizás incluso hacerla salir de la cárcel, preguntar al mismo tiempo por el estado de salud de Kryltsov y comunicarle, lo mismo que a María Pavlovna, la respuesta del general.
El director de la cárcel era un hombre alto y grueso, imponente, bigotudo, con patillas que le llegaban hasta las comisuras de la boca. Acogió muy severamente a Nejludov y le participó que, sin la autorización de los jefes, las entrevistas estaban prohibidas a los extraños. Al comentario de Nejludov de que lo habían dejado entrar, incluso en la capital, el director respondió:
Es muy posible. Pero yo me opongo.
Su entonación significaba: «Ustedes, señores de la capital, creen asombrarnos; pero nosotros, incluso en la Siberia oriental, conocemos bastante los reglamentos para decir que no.»
La copia del oficio de la Cancillería particular tampoco ejerció efecto alguno. El director se negó rotundamente a admitir a Nejludov en el recinto de la prisión. En cuanto a la ingenua suposición de Nejludov de que Maslova podía quedar en libertad a la vista de aquella simple copia, respondió con una sonrisa desdeñosa, declarando que para poner a un preso en libertad le hacía falta una orden de su jefe directo; todo lo que podía prometer era informar a Maslova de su gracia y no detenerla ni un solo minuto en cuanto hubiera recibido la comunicación de sus jefes.
Se negó igualmente a dar detalles sobre la salud de Kryltsov, arguyendo que ni siquiera tenía derecho a decir que estaba en la cárcel un preso de ese nombre.
Así, sin haber obtenido nada, Nejludov volvió a subir a su coche y regresó al hotel.
Es cierto que la severidad del director tenía otro motivo: era que la prisión estaba atestada con doble número de presos del que debía contener normalmente, lo que había producido una epidemia de fiebre tifoidea.
En ruta, el cochero habló de eso:
La población disminuye mucho en la cárcel; no sé qué enfermedad se los lleva, pero están enterrando hasta veinte personas por día.