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Resurrección
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 15:13

Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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XXXVI

Al abandonar al fiscal, Nejludov se dirigió derechamente a la penitenciaría de detención preventiva. Pero no encontró allí a Maslova. El director le explicó que debía de estar, provisionalmente, en la vieja prisión de los deportados, adonde Nejludov se hizo llevar en seguida.

En efecto, Catalina Maslova se encontraba allí.

La distancia entre las dos cárceles era muy grande, por lo que Nejludov no llegó sino al caer la noche. Cuando se disponía a entrar, el centinela lo detuvo, y luego llamó; se abrió la puerta, y un vigilante avanzó al encuentro de Nejludov. Habiendo exhibido éste su pase, el otro le declaró que no podía dejado entrar sin autorización de! director.

Nejludov se dirigió, pues, a la vivienda de dicho funcionario. En la escalera que llevaba a su apartamento oyó al piano los sonidos apagados de un trozo de música complicado y arrebatador. Una criada hosca, con un parche en un ojo, le abrió la puerta del apartamento, y los sonidos del piano, escapando de una habitación contigua, resonaron en sus oídos. Era la más conocida de las Rapsodiasde Liszt, muy bien tocada, pero con la singularidad de que el ejecutante no pasaba nunca de un determinado pasaje, al llegar al cual se detenía y volvía a empezar.

Nejludov preguntó a la criada de! parche si el director estaba en casa. La criada dijo que no.

En aquel momento, la rapsodia se detuvo de nuevo y, tan ruidosa y retumbante como las veces pasadas, recomenzó hasta el punto fatídico.

–¿Volverá pronto?

–Voy a preguntar.

Y la criada se alejó.

La rapsodia se lanzaba ya en su carrera, cuando se detuvo, esta vez sin haber alcanzado su término habitual, y se dejó oír una voz de mujer:

–Dile que no está ni estará hoy. Está de visita. ¿Para qué vienen a molestado aquí? -dijo la voz femenina detrás de la puerta.

Y la rapsodia recomenzó, mas para interrumpirse después de algunas compases. Y Nejludov oyó el ruido de una silla movida por alguien. Sin duda alguna, la pianista, irritada, había tomado la decisión de acudir en persona a despedir al importuno capaz de atreverse a molestada.

–¡Mi padre ha salido! -declaró ella, en efecto, con tono de malhumor.

Era una muchacha pálida, con cabellos rubios en desorden y grandes ojeras.

A la vista de un joven elegantemente vestido, cambió de tono.

–Entre, si quiere. ¿Qué desea usted?

–Quisiera ver a una mujer, detenida aquí.

–Sin duda una detenida política, ¿verdad?

–No, no política. Tengo un pase del fiscal.

–Lo siento muchísimo. Mi padre ha salido y no puedo hacer nada sin él. Pero, entre, se lo ruego, siéntese unos momentos -continuó -.O bien, diríjase al subdirector. Debe de estar en el despacho y le dirá lo que haya... ¿Cómo se llama usted?

–Muchísimas gracias -dijo Nejludov, eludiendo la pregunta.

Y salió.

Apenas había cerrado la puerta tras él, cuando resonaron los mismos sonidos brillantes, ruidosos y alegres, poco en armonía con el lugar y con el aspecto lastimoso de la joven que se empeñaba en repetidos con tanta terquedad. En el patio, Nejludov encontró a un joven funcionario de bigotes retorcidos y le preguntó dónde podría encontrar al subdirector. Precisamente era él. Cogió el permiso, lo examinó y declaró que allí se mencionaba únicamente la penitenciaría de detención preventiva, pero que no valía para aquella cárcel.

–Por lo demás, es una hora muy avanzada. Vuelva mañana, si quiere. A las diez, todo el mundo puede visitar a los presos. El director estará aquí. Podrá ver usted a la presa en el locutorio común o en la oficina, si el director lo consiente.

Frustrado así su esperanza de verla aquel día, Nejludov regresó a su casa. Caminaba por las calles conmovido ante el pensamiento de aquella entrevista, y los detalles de aquella jornada se amontonaban en su memoria. Se acordaba no del juicio, sino de su conversación con el fiscal y con los funcionarios de las cárceles. Y el hecho de haber buscado una entrevista con Katucha, de haber manifestado su intención al fiscal y de haber ido a las dos cárceles para verla lo trastornaba hasta tal punto, que tardó mucho tiempo en recuperar su calma.

Una vez en su casa, sacó de un cajón su diario íntimo, abandonado desde hacía tanto tiempo, releyó algunos pasajes y añadió las líneas siguientes:

«Desde hace dos años no he escrito nada en este diario y estaba convencido de que jamás volvería a entregarme a esta niñería. ¿Niñería? Nada de eso, sino una conversación conmigo mismo, con ese yoverdadero y divino que vive en cada hombre. Durante todo este tiempo, ese yoestaba dormido en el fondo de mi alma y yo no tenía a nadie con quien hablar. Pero bruscamente, el 28 de abril, un acontecimiento extraordinario, que ha tenido como teatro la Audiencia donde yo era jurado, lo ha despertado. En el banquillo de los acusados vestida con el capotón de las presas, volví a encontrar a aquella Katucha a la que en otros tiempos seduje y abandoné. Una extraña equivocación, que era deber mío haber evitado ha tenido como consecuencia su condena a trabajos forzados. Hoy me he dirigido al fiscal y a la cárcel donde está detenida. No he podido hablar con ella, pero mi firme resolución es hacer todo lo posible por volver a verla, pedirle perdón y reparar mi falta, aunque para eso tuviera que casarme con ella. ¡Señor, ayúdame! ¡Qué alegría y qué bienestar llena mi alma!

XXXVII

Aquella noche de su condena, Maslova tardó mucho tiempo en dormirse. Acostada, abiertos los ojos y pensativa, miraba hacia la puerta, tapada de cuando en cuando por la hija del sacristán que seguía caminando por la sala.

Pensaba que por nada en el mundo, cuando estuviese en la isla Sajalín, consentiría en casarse con un forzado y que se arreglaría de otra manera. Trataría de colocarse con algunas de las autoridades: un escribiente, un vigilante o incluso un simple guardián. Esas gentes son fáciles de seducir. «Con tal que no adelgace demasiado, porque entonces estaría perdida.»

Se acordaba del modo como la habían mirado el abogado y el presidente y cómo la habían mirado también en la Audiencia todos aquellos con los que se había cruzado o que se habían acercado a ella de propio intento. Berta, su amiga, que había venido a verla a la cárcel, le había contado hasta qué punto su cliente preferido, un estudiante, estaba desolado por no encontrarla ya en casa de la Kitaieva. Se acordó de la pelea con la pelirroja y sintió lástima de ella; se acordó del panadero, que le había enviado un pan de más, y se acordó de muchos otros, excepto de Nejludov.

En su infancia y en su juventud, pero sobre todo en su amor por Nejludov, no pensaba nunca. Eran para ella recuerdos demasiado penosos; los había sepultado en lo más profundo de su corazón para no tocarlos nunca más. En el curso de las sesiones de la Audiencia, ella no lo había reconocido no solo porque, cuando lo vio la última vez, iba de uniforme, sin barba, con un breve bigote y cabellos cortos pero abundantes, y sin embargo ahora había envejecido y llevaba toda su barba, sino, sobre todo, porque ella no había pensado jamás en él. Todos los recuerdos de su encuentro con él habían quedado sepultados en aquella terrible noche negra en que él pasó, a su regreso de la guerra, sin detenerse en casa de sus tías.

En aquel momento, Katucha sabía ya que estaba encinta. Mientras había esperado volver a ver a Nejludov, el pensamiento del niño que iba a nacer, lejos de apenarla, la ponía por el contrario contenta y la enternecían los movimientos que a veces notaba en su vientre. Pero desde aquella noche había cambiado , y el niño que iba a nacer no sería en lo sucesivo más que un estorbo.

Sabiendo que Nejludov debía pasar cerca de su casa, las dos ancianas tías le habían rogado que se detuviese con ellas; pero él había telegrafiado que no podría hacerlo, pues tenía la obligación de llegar cuanto antes a San Petersburgo. Katucha formó entonces el proyecto de ir a la estación para verlo pasar.

El tren la atravesaba de noche, a las dos de la madrugada. Después de haber ayudado a las señoritas a acostarse, Katucha se calzó una botas altas, se cubrió la cabeza con un pañuelo y partió en compañía de Machka, la hijita de la cocinera.

La noche era negra y helada. A intervalos, la lluvia caía en grandes gotas apretadas y se interrumpía. A través de los campos no se podía distinguir el sendero a dos pasos, y en el bosque había la misma oscuridad que en un sótano. Katucha, aun conociendo muy bien el camino, estuvo a punto de extraviarse y llegó a la estación, donde el tren no se detenía más que tres minutos, cuando ya habían dado el segundo toque de campana. Corrió al andén y reconoció inmediatamente, en un coche de primera clase, a Nejludov sentado junto a la ventana. El vagón estaba vivamente alumbrado. Sentados frente a frente en las butacas de terciopelo, dos oficiales jugaban a las cartas. Sobre la mesita estaban encendidas dos grandes bujías; y Nejludov, con pantalón bombacho y en mangas de camisa, se mantenía apoyado sobre el brazo en el respaldo de un sillón y reía.

En cuanto lo vio, ella, con sus dedos entumecidos, golpeó en el cristal. Pero, en el mismo instante, se dejó oír la señal de partida; el tren se movió lentamente y los vagones empezaron a desfilar con topetazos sucesivos.

Uno de los jugadores se levantó, con las cartas en la mano, y miró por el cristal. Ella golpeó de nuevo y acercó su rostro a la ventanilla. Pero, en aquel momento, el vagón junto al cual se encontraba se puso en movimiento y ella se dedicó a seguirlo, los ojos siempre fijos en la ventanilla. Habiendo intentado el oficial bajar el cristal sin conseguirlo, Nejludov se levantó a su vez, apartó a su camarada y empezó a bajar el cristal. El tren, entonces, aceleró su velocidad, y Katucha tuvo que apretar el paso. Las ruedas giraban más rápidamente aun cuando, estando ya el cristal completamente bajado, el revisor apartó a la joven y saltó al vagón. Ella echó a correr sobre las mojadas losas de! andén, llegó hasta el final y estuvo a punto de caerse en los escalones que enlazaban el andén con el suelo. Siguió corriendo cuando ya estaba lejos el coche de primera clase. Los de segunda, y luego, más rápidamente, los vagones de tercera clase, pasaron ante la muchacha sin que ésta interrumpiese su carrera; por fin, el último vagón se alejó, con sus farolillos rojos, y Katucha sobrepasó el depósito de agua. El viento, que, en aquel lugar, no encontraba ya obstáculos, le arrancó el pañuelo de la cabeza y le pegó las faldas a las piernas. Aun habiéndosele volado el pañuelo, Katucha seguía corriendo.

–¡Tita Mijailovna! -le gritó la niña, que tenía dificultad para seguirla -. Se le ha caído el pañuelo.

Katucha se detuvo, se cogió con las dos manos la cabeza echada hacia atrás y estalló en sollozos.

–¡Se ha ido! -exclamó.

«Así, pues, él va ahí, en ese vagón bien iluminado, en una butaca de terciopelo, y se divierte y bebe -se había dicho ella -, y yo, yo estoy sola aquí, en el fango, en las tinieblas, bajo la lluvia y el viento, y lloro por mi suerte.» Se había sentado en el suelo, estallando en sollozos tan violentos, que la niña, asustada, no había podido menos que decirle para consolarla:

–¡Tita, vamos a casa!

«Va a pasar otro tren: tirarme debajo y todo habrá acabado», pensaba Katucha, sin responder a la niña. Iba a poner en ejecución ese proyecto, cuando, en un momento de calma que siempre sucede a una viva emoción, su hijo, el niño que llevaba en su ser, se había estremecido de pronto, chocando contra las paredes de su vientre, estirándose dulcemente, haciéndole sentir algo de menudo, de tierno y de lancinante. Inmediatamente, toda su desesperación desapareció. Todo lo que unos momentos antes la había angustiado, el sentimiento de la vida que se le había hecho imposible, su odio hacia Nejludov, su deseo de vengarse de él mediante el suicidio, todo eso se había desvanecido. Se calmó, se levantó y volvió a ponerse el pañuelo a la cabeza, y se fue. Extenuada, completamente mojada y llena de fango, volvió a casa.

Y desde aquel día se había producido en ella aquel trastorno de su alma que la llevó a aquello en que se había convertido. En aquella noche terrible había dejado de creer en Dios. Hasta entonces había creído en Dios y en el bien, y había creído que los otros también creían lo mismo; pero aquella noche se dijo que no había Dios, que nadie creía en Él, y que todos los que hablaban de Él, así como de su Ley, no tenían otro objeto que engañarla. Aquel hombre al que ella amaba, que la había amado, ella lo sabía, la había abandonado y pisoteado sus sentimientos. ¡Y él era el mejor de los hombres entre los que ella había conocido! ¡Los otros eran peores aún! Todo lo que le pasó a Katucha a continuación había fortificado en ella esa convicción. Las tías de Nejludov, aquellas viejas señoritas devotas, la habían expulsado el día en que ya no le fue posible trabajar como en el pasado. De las diversas personas con las que tuvo tratos a raíz de aquello, algunas, las mujeres, no vieron en ella más que dinero a ganar; las otras, los hombres, desde el comisario de la policía rural hasta los guardianes de la cárcel, la consideraron únicamente como carne para el placer. No había nadie en el mundo que buscase otra cosa que la satisfacción de sus instintos. Y el viejo escritor del que Katucha fue amante en tiempos había acabado de hacérselo comprender al declararle abiertamente que la satisfacción de los instintos sensuales es la única sabiduría, la única belleza de la vida. Él llamaba a eso la poesía, la estética.

Nadie en el mundo vivía más que para sí, para su placer, y todo lo que se decía de Dios y del bien no era más que engaño. Y cuando, por casualidad, se planteaba la cuestión de saber por qué, en este mundo, todo estaba tan mal organizado y por qué los hombres no hacían más que atormentarse unos a otros y sufrir, ella se apresuraba a eludir esta pregunta importuna. Un cigarrillo, un vaso de aguardiente, una hora de amor, ¡Y todo se desvanecía!

XXXVIII

El día siguiente era domingo. A las cinco de la mañana, desde que resonó en el corredor de la sección de mujeres el sonido del silbato del vigilante, Korableva, ya despierta, despertó a Maslova.

«¡Forzada!», se dijo Maslova con espanto mientras se frotaba los ojos y aspiraba a su pesar la hediondez infecta de la sala. Le entraron ganas de volver a dormirse, para encontrar de nuevo un refugio en la inconsciencia. Pero la costumbre y el espanto le habían ahuyentado el sueño, por lo que se incorporó, se sentó sobre el camastro, cruzando las piernas por debajo de ella, y se puso a mirar en torno.

Todas las mujeres estaban ya despiertas; solo los niños dormían aún. La tabernera de ojos saltones retiraba con precaución el capote sobre el cual estaban acostadas las criaturas. La «amotinada» extendía, ante la estufa los trapajos que servían de panales a su recién nacido, mientras éste en brazos de Fedosia, se retorcía, lloraba y lanzaba gritos contra los cuales resultaban impotentes las caricias de la joven. La tísica, el rostro todo inyectado de sangre y sujetándose el pecho con las dos manos, sufría su ataque de tos matinal y, en los intervalos de respiro, exhalaba profundos suspiros, casi gritos. La pelirroja, tendida de espaldas, extendía sobre la cama sus gruesas piernas desnudas; en voz alta y rasposa, contaba un sueño embrollado que la tenía obsesionada. La vieja incendiaria, en pie ante el icono, farfullaba sin tregua las mismas palabras y hacía señales de la cruz y salutaciones. La hija del sacristán sentada en su cama, fijaba ante ella sus grandes ojos, agotados de insomnio. La Hermosarizaba entre sus dedos sus negros cabellos grasientos.

Pesados pasos de hombre retumbaron en el corredor; la puerta dejó paso a dos presos de expresión adusta y huraña, vestidos con chaquetas y pantalones grises arremangados hasta por encima de la pantorrilla. Levantaron el pestilente cubo y se lo llevaron. Una a una, las mujeres salieron al pasillo para ir a lavarse al grifo. Esperando su turno, la pelirroja tuvo un altercado con otra mujer salida de una sala vecina, y también con ella cambió injurias, gritos y vociferaciones.

Por lo visto, estáis empeñadas en ir al calabozo -gritó el vigilante, quien se acercó a la pelirroja y le aplicó en su espalda grasa y desnuda un golpe tan violento, que resonó en todo el corredor.

–Que no te oiga más -añadió, alejándose.

– Verdaderamente, el viejo tiene un puño sólido —dijo la pelirroja sin enfadarse por aquella dura caricia.

–¡Darse prisa!– continuó el vigilante-. Es hora de ir a misa.

Maslova no había acabado de peinarse cuando el director llegó con su séquito.

En fila para la lista -gritó el vigilante.

Salieron mujeres igualmente de otras salas; todas las presas se alinearon a lo largo del corredor en dos filas, las de la segunda colocando las manos sobre los hombros de las mujeres situadas delante de ellas, y así se las contó.

Después de la lista apareció la vigilanta, quien conducía a las detenidas a la misa. Maslova y Fedosia se encontraban en el centro de la columna, compuesta por más de cien mujeres salidas de todas las celdas. Estaban uniformemente vestidas con camisolas y sayas blancas y la cabeza cubierta con pañuelos igualmente blancos. Solamente algunas tenían vestidos de color: eran mujeres a las que se admitía a compartir la suerte de sus maridos. La larga columna cogía toda la escalera. Se oían los pasos amortiguados de los pies con calzados de fieltro, y un murmullo de voces, mezclado a veces con risas.. En un recodo, Maslova entrevió la figura malvada de su enemiga Botchkova, quien caminaba a la cabeza de la columna, y se la mostro a Fedosia.

Al final de los escalones se estableció el silencio entre las mujeres que con señales de la cruz y profundos saludos, entraron dos a dos en la capilla todavía vacía y resplandeciente de dorados. En apretado tropel, fueron a colocarse a la derecha. Inmediatamente después, los hombres, con capote de tela gris, vinieron a colocarse a la izquierda y en él centro de la capilla. Eran detenidos condenados a la deportación a, Siberia por decisión de sus comunidades rurales y presos allí provisionalmente. En lo alto de la nave se encontraban ya, a un lado, los forzados, con la mitad de la cabeza afeitada y cuya presencia revelaba un ruido de cadenas; al otro lado, los presos preventivos, no rapados y sin cadenas.

La capilla de la prisión había sido edificada recientemente, gracias a la generosidad de un rico comerciante que había gastado en eso varias docenas de millares de rublos. Chorreaba dorados y colores vivos.

La capilla permaneció cierto tiempo silenciosa: no se oía más que los ruidos de narices que se sonaban, de toses, de gritos de niños y, de cuando en cuando, el chirrido de cadenas removidas. Pero pronto los presos del centro se apartaron para dejar paso al director de la prisión, quien avanzó hasta la primera fila.

XXXIX

Comenzó el oficio divino.

Este oficio se desarrollaba como sigue: el sacerdote, llevando un vestido especial, de brocado, extraño y muy incómodo, rompía y colocaba menudos trozos de pan sobre un plato y luego los metía en una copa llena de vino, sin dejar de mascullar frases y plegarias. Durante este tiempo, el sacristán primeramente leía, y luego cantaba, alternando con el coro de los presos, diversas plegarias en eslavón 14  14antigua forma, comparable al latín medieval, de la lengua rusa, empleada en el ritual de la iglesia ortodoxa. N. del T.


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, ya casi incomprensibles de por sí y que se hacían completamente ininteligibles a causa de la rapidez de la lectura y del canto... Su fin principal era desear la felicidad del emperador y de su familia. Se repetían varias veces, con otras o por separado, y de rodillas. El sacristán leía seguidamente algunos versículos de los Hechos de los Apóstoles, mascullando tan bien, que no se comprendía palabra. El sacerdote leía por el contrario muy claramente el pasaje del evangelio de San Marcos donde se dice que habiendo resucitado Cristo, y antes de subir al cielo y de sentarse a la derecha de su Padre, se apareció primero a María Magdalena y la exorcizó de los siete demonios; luego se apareció a sus once discípulos y les enseñó la manera de predicar d evangelio a todo ser viviente, declarando que el que no crea perecerá, en tanto que el que crea y sea bautizado, se salvará; y también que podrá exorcizar los demonios, curar a los hombres de la enfermedad por la imposición de manos, hablar nuevas lenguas, fascinar serpientes y, si bebe veneno, ser preservado de la muerte.

El oficio consistía en transformar el trozo de pan cortado por el sacerdote y mojado en vino, gracias a manipulaciones y oraciones, en carne y sangre de Dios. Estas manipulaciones consistían en que el sacerdote elevaba los brazos cadenciosamente, aunque la túnica de brocado molestase sus movimientos, luego los bajaba hacia sus rodillas y tocaba la mesa o lo que allí se encontraba. El punto más importante era cuando el sacerdote, teniendo con sus dos manos una servilleta, la agitase según el rito por encima del plato y del cáliz de oro. En aquel momento, el pan y el vino se transformaban en carne y en sangre de Dios. Así, toda esta parte del oficio divino estaba rodeada por una especie de solemnidad particular.

–¡Roguemos mucho a la santa, pura, bienaventurada Virgen María! -gritaba en voz muy alta el sacerdote desde detrás de un tabique; y el coro cantaba solemnemente la alabanza de la que, sin que su virginidad fuera manchada, puso en el mundo a Cristo: la Virgen María, más honrada a causa de eso que los querubines, más gloriosa que los serafines. Después de eso, la transubstanciación se había realizado; y el sacerdote quitó la servilleta que cubría el plato, rompió en cuatro el pedazo de pan del medio, lo mojó previamente en el vino y se lo metió en la boca. Había comido un trozo de la carne de Dios y bebido un sorbo de su sangre. El sacerdote descorrió seguidamente una cortina y abrió una puerta por la que iba a pasar, después de haberse provisto de una taza dorada, para invitar a los fieles a comer igualmente la carne y a beber la sangre de Dios, contenidas en la taza.

Únicamente se acercaron algunos niños.

Después de haberles preguntado sus nombres, el sacerdote cogió con precaución de la taza, con la ayuda de una cucharilla, trozos de pan mojados en el vino y los hundió profundamente en la boca de cada uno de aquellos niños. Y el sacristán, después de haberles enjugado los labios, cantó con alegría un cántico en el que se decía que aquellos niños habían comido la carne de Dios y bebido su sangre. El sacerdote se llevó después la taza detrás del tabique y bebió toda la sangre y comió todo el trozo de la carne de Dios que quedaban; luego secó cuidadosamente sus bigotes con los labios, se enjuagó la boca, enjuagó la taza y volvió a salir todo contento, con paso firme, haciendo crujir las finas sudas de sus botas.

Allí terminaba la parte principal del oficio cristiano. Pero, deseoso de consolar a los desgraciados presos, el sacerdote añadió al servicio ordinario una ceremonia particular. Se colocó ante la imagen de aquel Dios, de rostro negro y negras manos, que acababa de comer y que estaba alumbrado por una docena de cirios, y empezó a declamar, con voz de falsete, en un tono entre recitado y cantado, la serie de palabras siguientes:

–¡Dulce Jesús, gloria de los apóstoles! ¡Jesús, alabanza de los mártires! ¡Señor todopoderoso, sálvame!.¡Jesús, sálvame! ¡Jesús, a ti recurro! ¡Sálvame, Jesús! ¡Ten piedad de mí! ¡Por las plegarias de tu nacimiento, Jesús; por todos tus santos, Profeta de todos, sálvame, Jesús! ¡Y concédeme las dulzuras del paraíso, Jesús, amante de la humanidad!

Aquí se detuvo, respiró, hizo la señal de la cruz y se inclinó hasta el suelo; y todos lo imitaron. El director, los vigilantes, los presos, todos se inclinaron; y en lo alto de la nave se oyó resonar más fuerte las cadenas.

–¡Creador de los ángeles y dueño de las fuerzas! -continuó el sacerdote -.¡Jesús maravilloso, sorpresa de los ángeles! ¡Jesús todopoderoso, salvador de nuestros primeros padres! ¡Dulce Jesús, grandeza de los patriarcas! ¡Jesús el glorioso, Rey de reyes! ¡Jesús el bienaventurado, voluntad de los profetas! ¡Jesús espléndido, firmeza de los mártires! ¡Jesús el resignado, alegría de los monjes! ¡Jesús misericordioso, dulzura de los sacerdotes! ¡Jesús magnánimo, abstinencia de los que ayunan! ¡Jesús, el más dulce, felicidad de los santos! ¡Jesús el puro, castidad de las vírgenes! ¡Jesús eterno, salvación de los pecadores! ¡Jesús, hijo de Dios, ten piedad de nosotros!

Era el punto de detención y la palabra «Jesús» se pronunciaba con un silbido estridente. Con la mano, el sacerdote se levantó entonces su sotana recamada de seda, hincó una rodilla y se inclinó hasta el suelo mientras el coro cantaba las últimas palabras: «¡Jesús, hijo de Dios, ten piedad de nosotros!» Los presos cayeron de rodillas y se levantaron a su vez, sacudiendo los cabellos que les quedaban en la mitad de la cabeza y haciendo resonar los hierros que laceraban sus piernas enflaquecidas.

Eso continuó todavía mucho tiempo. Eran primero alabanzas que acababan con las palabras: «¡Ten piedad de nosotros!»; luego, otras alabanzas terminadas con aleluyas. Al principio, los prisioneros se santiguaban y prosternaban a cada invocación; luego empezaron a no inclinarse más que a cada dos invocaciones, y por fin a cada tres, y se sintieron muy dichosos cuando aquello acabó. Después de un suspiro de alivio, el sacerdote recogió su breviario y regresó detrás del tabique.

Pero quedaba un último acto: el sacerdote cogió de encima de la gran mesa una cruz dorada cuyas extremidades estaban adornadas de medallones esmaltados y avanzó hasta el centro de la iglesia. Todos empezaron a desfilar y a besar la cruz: el director primeramente, y luego los vigilantes; a continuación, apretándose e intercambiando juramentos en voz baja, pasaron todos los presos. El sacerdote, charlando con el director tendía la cruz o la mano, ya hacia las bocas, ya hacia las narices de los presos, quienes se esforzaban en besar la cruz y la mano.

Así terminó el oficio cristiano, celebrado para consuelo y enseñanza de las ovejas extraviadas.


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