Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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V
Nejludov se sentía más a sus anchas con aquellos dos chiquillos que con las personas mayores, y charlaba con ellos mientras seguía caminando. El más pequeño, el de la camisa rosa, no reía ya y hablaba con tanta inteligencia y discernimiento como el mayor.
Bueno, ¿quién es el más pobre del pueblo? preguntó Nejludov.
¿El más pobre? Mijail es pobre, y luego Semion Makarov; está también Marfa, que es muy pobre.
Y Anissia lo es más todavía. Anissia ni siquiera tiene vaca. Pide limosna recalcó el pequeño Fedia.
Es verdad que no tiene vaca replicó el de más edad, pero en casa de ella no son más que tres, mientras que en casa de Marfa son cinco.
Sí, pero Anissia es viuda insistió el pequeño.
Dices que Anissia es viuda; pero Marfa es como si lo fuera también. Tampoco ella tiene a su marido.
¿Y dónde está su marido? preguntó Nejludov.
Alimenta sus piojos en la cárcel respondió el mayor, empleando la expresión acostumbrada.
El verano pasado cortó dos chopos en el bosque del señor; entonces lo metieron en la cárcel se apresuró a decir Fedia. Hace ya seis meses que está allí, y su mujer pide limosna. Tiene tres hijos, y además su madre, que es muy vieja añadió con aire de persona mayor.
¿Y dónde vive?
Ésa es su casa dijo el niño, señalando al borde del sendero que seguían una isba ante la cual se balanceaba con esfuerzo sobre sus arqueadas piernecitas un niñito muy pequeño de rubia cabeza.
Vasska, bribonzuelo, ¿quieres entrar de una vez? gritó desde la casa una mujer joven aún, vestida con una camisa y una falda tan sucias, que parecían cubiertas de cenizas.
Con aire espantado a la vista de Nejludov, se lanzó a la calle, cogió a su hijo y se lo llevó a la isba. Se habría dicho que temía para él algo por parte del barin.
Era la mujer cuyo marido estaba en la cárcel desde hacía seis meses por haber cortado dos chopos en los bosques de Nejludov.
Bueno, ¿y Matrena, también ella es pobre? preguntó a medida que se acercaban a su isba.
¿Cómo va a ser pobre? ¡Vende bebidas! replicó con tono resuelto el chiquillo de la camisa rosa.
Ante la isba de Matrena, Nejludov se despidió de sus dos guías, entró en el vestíbulo y pasó a la habitación contigua, que no tenía más de dos metros de anchura, por lo que un hombre demasiado alto no habría podido tenderse en el lecho que se encontraba detrás de la estufa.
«En esta misma cama pensaba, Katucha ha dado a luz y ha estado mucho tiempo enferma.»
Casi toda la habitación donde había entrado, tropezando con la cabeza en la baja puerta, estaba ocupada por un bastidor de tejer que la vieja acababa de poner en orden con ayuda de la mayor de sus nietas. Otras dos nietecillas suyas corrieron a la isba en seguimiento del bariny se detuvieron a la puerta, apoyándose en las jambas con las manos.
¿Qué quiere usted? preguntó con malhumor la vieja, irritada porque el negocio no marchaba bien, y siempre dispuesta, en su calidad de tabernera, a desconfiar de los desconocidos.
Soy el propietario. Querría hablar contigo.
La vieja miró primero en silencio, examinándolo con atención. Y de pronto su rostro se iluminó.
– ¡Ah, eres tú, pichoncito mío! Y yo, vieja bestia, que no te reconocía. Y me decía: seguramente es un forastero cualquiera. ¡Y resulta que eres tú, mi halcón radiante! exclamó ella esforzándose en que la voz le saliera amable.
Quisiera hablarte a solas dijo Nejludov, señalando en dirección a la puerta, que se había quedado abierta, y donde estaban los niños y una mujer joven y flaca que llevaba un pequeño ser vestido de andrajos remendados, de rostro azulenco, sobre el cual el sufrimiento imprimía una especie de sonrisa.
¿Qué tenéis que ver aquí? ¡Esperad a que coja la muleta! gritó Matrena volviéndose hacia ellos. ¡Cerrad la puerta, vamos!
Los niños se eclipsaron, y la mujer se alejó con el suyo, tirando de la puerta tras ella.
¡Y yo que me preguntaba que quién sería! ¡Y era mi guapo barinen persona, mi joya de oro que una querría estar viendo siempre! ¡Y he aquí dónde ha entrado! ¡No lo ha tenido a menos! ¡Ah, mi diamante! Siéntate por aquí, excelentísimo, allí, en el banco prosiguió ella después de haber limpiado cuidadosamente, con su delantal, el banco que se encontraba en el sitio de honor, bajo los iconos. Y yo que pensaba: ¿Quién diablos está ahí? ¡Y he aquí que es él, su excelencia en persona, mi barin, mi bienhechor, nuestro padre nutricio! ¡Perdóname! ¡Vieja tonta, me he quedado ciega!
Nejludov se sentó. Delante de él, la vieja permanecía en pie, la mano derecha bajo la barbilla y el puntiagudo codo del brazo derecho sostenido por la mano izquierda. Y prosiguió con voz cantarina:
¡Ay, qué viejo te has vuelto, excelencia! ¡Tú eras antes tan guapo, y ahora hay que ver cómo estás! Por lo que veo, son también tus preocupaciones.
Por mi parte, he venido a preguntarte si te acuerdas de Katucha Maslova.
¿Catalina? ¿Cómo no acordarme de ella? Es mi sobrina. ¿Cómo no acordarme? ¡Cuántas lágrimas me ha hecho derramar! Y es que yo sé todo lo que pasó. Bueno, padrecito, ¿quién no ha pecado contra Dios y quién no está en falta con el zar? Es también la juventud; y el té, y el café que se ha bebido. Y entonces, el Impuro viene y lo estropea todo. Y es que es muy fuerte. Luego, ¿qué hacer? Porque si tú la hubieses abandonado, pero, ¡cómo la recompensaste! ¡Le regalaste un billete de cien rublos! ¿Y qué hizo ella? Imposible hacerla atenerse a razones. Tan dichosa como sería si me hubiese escuchado. Por más que sea mi sobrina, te lo diré francamente: ¡es una muchacha sin principios! Podía haber estado muy bien en el puesto que le busqué. Pero no, no quiso someterse; insultó a su amo. ¿Es que nosotras tenemos derecho a insultar a nuestros amos? Entonces la despidieron. Y tampoco quiso continuar en un puesto muy bueno que le salió en casa del guarda forestal.
Quería preguntarte a propósito del niño. Ella dio a luz aquí, desde luego. ¿Dónde está el niño?
¿El niño, padrecito? Ya me encargué yo bien de arreglar las cosas. Ella estaba muy enferma; no creían que pudiese escapar con vida. Entonces hice bautizar convenientemente a la criatura y lo envié luego a un hospicio. ¿Para qué dejar que se consumiese aquel angelito, puesto que la madre se moría? Otras se comportan de una manera distinta: retienen al niño, no pueden alimentarlo y el pobrecito se muere. Pero yo me dije: tengo que hacer un esfuerzo; voy a enviarlo al hospicio. Como tenía dinero, pude mandarlo allí.
¿Tenía un número?
Claro que lo tenía. Pero murió inmediatamente. Ella me dijo que, apenas llegado al hospicio, murió.
¿Quién es ella?
Aquella mujer que vivía en Skorodnoie. Era su profesión. Se llamaba Melania; pero ahora ha muerto. Una mujer muy inteligente. Fíjate lo que hacía: cuando le llevaban un niño, en lugar de conducirlo inmediatamente al hospicio, lo retenía en su casa y luego lo alimentaba. Cuando le traían otro, lo retenía también. Así esperaba hasta tener tres o cuatro para llevarlos todos juntos al hospicio. En su casa todo estaba organizado con mucho talento: ella tenía una gran cuna, como una cama de matrimonio, donde podía acostarse uno de largo y de costado. Pues bien, ella los acostaba a los cuatro, las cabezas bien separadas, para que no se diesen golpes, y las piernas recogidas en pañales. Y de ese modo los llevaba a todos a la vez. Les ponía biberones en sus boquitas y los pobrecillos no protestaban.
¿Y qué pasó?
Retuvo así también al hijo de Catalina. Pero a éste no lo conservó más de quince días en su casa y allí le cogió la enfermedad.
– ¿Era un niño hermoso?
¡Oh, un niño tal que no podía haberlo mejor! ¡Tu vivo retrato! añadió la vieja guiñando sus arrugados ojos.
¿Y por qué enfermo? ¿Le dieron mal de comer?
Nada de eso. No fue más que la extrañeza. Se comprende, no era hijo suyo. ¡Con tal de poderlo llevar con vida hasta el hospicio! Me dijo que apenas llegado a Moscú, murió. Ella trajo un certificado: todo estaba en regla. Era una mujer que tenía muy buena cabeza.
Y Nejludov no pudo enterarse de más detalles respecto a su hijo.
VI
Después de haber tropezado de nuevo dos veces con la cabeza en las puertas de la isba, Nejludov salió a la calle, donde lo aguardaban los dos chiquillos. Otros niños se habían unido a ellos, y también mujeres; entre ellas estaba la desgraciada que llevaba un niñito macilento cubierto de harapos remendados.
Éste continuaba sonriendo, con una sonrisa de toda su carita de viejecillo, y no cesaba de mover sus grandes dedos engarfiados.
Nejludov comprendía que era la sonrisa del sufrimiento, y preguntó quién era aquella mujer.
Es Anissia, de la que te he hablado dijo el mayor de los chiquillos.
Nejludov se volvió hacia ella.
¿Cómo vives? ¿De qué te alimentas? le preguntó.
¿Que cómo vivo? De lo que me dan respondió Anissia.
Y se echó a llorar.
El rostro del niño envejecido se había dilatado en una sonrisa, y sus delgadas piernas se retorcían como gusanos.
Nejludov sacó su cartera y dio diez rublos a la mujer. No había andado dos pasos cuando lo abordó otra mujer con un niño, y luego otra mujer. Todas proclamaban su miseria y solicitaban un socorro. Nejludov distribuyó entre ellas sesenta rublos en billetes pequeños que llevaba consigo; y, con un profundo sentimiento de tristeza, regresó a la casa, o, más bien, al ala habitada por el administrador.
Éste salió a su encuentro con su inalterable sonrisa y le anunció que los campesinos se reunirían por la tarde. Nejludov le dio las gracias y, sin penetrar en el interior, fue a pasearse por el jardín, por los viejos senderos invadidos por la hierba y alfombrados con blancas flores de los manzanos, meditando en lo que había visto.
Todo estaba tranquilo; pero, poco después, oyó en el alojamiento del administrador dos voces de mujeres irritadas que querían hablar a la vez, y de cuando en cuando se mezclaba la voz tranquila del administrador. Nejludov aguzó el oído.
¡Esto es superior a mis fuerzas! ¿Es que quieres arrancarme entonces hasta la cruz que llevo al cuello? decía una voz indignada de mujer.
¡Pero ella no entró en el campo más que un momento! decía otra voz. ¡Devuélvemela, lo digo! ¿Por qué haces sufrir al animal y a los niños que están sin leche?
Paga, con dinero o con trabajo respondió la voz plácida del administrador.
Nejludov abandonó el jardín y se acercó a la escalinata, cerca de la cual había dos mujeres desgreñadas, una de ellas a punto de ser madre. En los escalones, las manos en los bolsillos de su abrigo de tela gruesa, estaba en pie el administrador. Al distinguir al barin, las mujeres se callaron y se arreglaron el pañolón sobre las cabezas mientras el administrador sacaba las manos de los bolsillos y se ponía a sonreír.
Según la explicación de este último, los mujikssoltaban expresamente a sus ternerillos, incluso a sus vacas, en el prado señorial. Por el momento se trataba de las vacas de estas dos mujeres, vacas que habían sido cogidas en los prados y confiscadas. El administrador exigía el pago de treinta copeques por vaca o, en su lugar, dos jornadas de trabajo. Las mujeres afirmaban, primeramente, que sus vacas no habían hecho más que entrar; luego, que no tenían dinero, y, por último, aunque prometiesen pagar con su trabajo, pedían que les devolviesen inmediatamente los animales, puesto que desde por la mañana estaban sin forraje y mugían quejumbrosamente.
No sé la de veces dijo el administrador, volviéndose hacia Nejludov como para tomarlo por testigo que les he dicho con toda seriedad: «Cuando recojáis vuestro ganado, no dejéis de vigilarlo.»
Pero si yo no entré en casa más que un momento para ver a mi niño, y ya se habían escapado.
Pues bien, no hace falta que te vayas cuando es el momento de vigilar.
¿Y quién va a dar de comer al pequeño? ¡No vas a ser tú quien le dé la teta!
Todavía, si mi vaca hubiese pastado realmente en la pradera, bien está, pero acababa de entrar decía la otra.
Han acabado con todos los pastos dijo el administrador a Nejludov. Si no se les hiciese escarmentar, no habría ni un puñado de heno.
¡Ay, no digas pecado! gritó la mujer encinta. ¡Nunca han cogido a mis animales!
Pues bien, hoy han cogido a uno. Así, pues, paga o trabaja.
Bueno, trabajaré. Pero primero devuélveme la vaca, ¡no dejes que se muera de hambre! gritó con cólera. Aparte de eso, no tengo ya ni un solo instante de descanso, ni de día ni de noche. Mi suegra está enferma, mi marido está siempre borracho perdido; sólo estoy yo para hacerlo todo y ya no tengo fuerzas. ¡Ojalá se te atraviese en la garganta mi trabajo!
Nejludov rogó al administrador que ordenase que soltaran las vacas y regresó al jardín para continuar allí sus reflexiones, pero ya no tenía tema sobre el cual reflexionar.
Ahora todo se le presentaba tan claro, que no se cansaba de asombrarse de que los demás y él mismo no hubiesen visto, no hubiesen comprendido desde hacía mucho tiempo lo que era tan evidente. El pueblo muere, pero está acostumbrado a su lenta agonía; y este estado precario extrae de sí mismo los elementos particulares que lo sostienen: la mortalidad infantil, el trabajo exagerado impuesto a las mujeres, la falta de alimentos para todos, en especial para los viejos. Y, al llegar gradualmente a esta situación, el pueblo acaba por no ver ya el horror de la misma y por no quejarse de ella. Y nosotros, a nuestra vez, juzgamos esta situación natural y fatal.
Ahora, Nejludov veía claro como el día que la causa principal de la miseria de la que el pueblo tiene conciencia y que pone siempre en primer lugar, reside sobre todo en el hecho de que ha sido desposeído de la tierra, única capaz de alimentarlo. Es evidente, por otra parte, que los niños y los viejo mueren porque no tienen leche, y que no tienen leche porque no tienen tierras donde hacer pastar al ganado, recoger trigo y heno; en una palabra, que la causa principal, o por lo menos inmediata, de la miseria de los campesinos es que la tierra, su única nutridora, no les pertenece a ellos, sino a los que se aprovechan de sus propiedades rústicas para vivir del trabajo del prójimo.
Ahora bien, la tierra es hasta tal punto indispensable para los hombres, que mueren por no tenerla. Y estos mismos hombres, reducidos a la necesidad más extrema, la cultivan a fin de que el grano que ella produce se venda al extranjero y que el terrateniente pueda comprarse sombreros, bastones, bronces, calesas, etcétera. Y todo aquello, para Nejludov, era también tan evidente ahora como es evidente que los caballos encerrados en un prado del que se han comido toda la hierba, adelgazan y revientan de hambre si no se les deja la posibilidad de pastar la hierba del prado vecino. Y eso es terrible, ¡eso no puede y no debe ser! Hace falta, pues, encontrar el medio de destruir este estado de cosas o al menos no cooperar a él uno mismo.
«¡Y ese medio lo encontraré! pensaba, yendo y viniendo por la alameda de los chopos. En las sociedades sabias, en las administraciones, en los periódicos, especulamos sobre las causas de la miseria del pueblo y sobre los medios de hacerla cesar, pero dejamos de lado el único medio que permitiría mejorar la suerte de los campesinos, y que consiste en devolverles la tierra que se les ha arrebatado.»
Y se acordó claramente de las teorías de Henry George y del entusiasmo que en otros tiempos había sentido por ellas; al mismo tiempo se asombró de haber podido olvidarlas.
«La tierra no debería ser un objeto de propiedad particular, ni un objeto de compraventa, como no lo son el agua, el aire y los rayos de sol. Todos los humanos tienen, respecto a la tierra y a lo que ella produce, un derecho igual.»
Comprendió entonces las causas secretas de su vergüenza en cuanto a los convenios concertados en Kuzminskoie. Es que, a sabiendas, él mismo se había dejado inducir al error. Al mismo tiempo que negaba al hombre el derecho de poseer la tierra, se había reconocido para sí ese derecho y no había hecho entrega a los mujiksmás que de una parte de un bien que en el fondo de su alma sabía que no debía pertenecerle.
Hoy, por lo menos, obraría de otra manera y desharía en seguida lo que había hecho en Kuzminskoie. Y mentalmente elaboró un proyecto nuevo: el de alquilar sus tierras a los campesinos cediéndoles incluso el precio que pagarían por el arrendamiento y que serviría para pagar sus impuestos y cubrir los gastos de la comunidad. No era todavía el single-taxsoñado, pero era el medio que más se le acercaba y el más realizable en la actualidad. Lo principal era que él renunciase por su parte a su derecho de posesión rústica.
Cuando regresó al alojamiento del administrador, éste le anunció, con una sonrisa más claramente halagadora, que la comida estaba lista; temía sin embargo que se hubiera quemado un poco, a pesar de los cuidados puestos por su mujer y por la muchacha encargada de las faenas de la casa.
La mesa estaba cubierta por un mantel de tela cruda, y una toalla bordada hacía las veces de servilleta; sobre la mesa, en una sopera de vieja porcelana de Sajonia, de asas rotas, humeaba una sopa de patatas hecha con la carne de aquel mismo gallo que Nejludov había visto alargar alternativamente sus negras patas. Ahora, el gallo estaba descuartizado, y algunos trozos conservaban aún las plumas. A la sopa sucedió el gallo con su plumilla tostada y luego pastelillos de queso blanco con abundancia de mantequilla y azúcar. Por poco atractivo que fuese todo aquello, Nejludov comía sin darse cuenta, absorto en el pensamiento del nuevo proyecto que, hacía poco, había disipado el malestar con el que volvió de su paseo por el pueblo.
Por la puerta entreabierta, la mujer del administrador vigilaba la manera de servir de la joven criada. Y el marido, todo orgulloso de los talentos culinarios de su mujer, se esponjaba cada vez más en su plácida sonrisa.
Después de comer, Nejludov obligó al administrador a que se sentara a la mesa. Experimentaba la necesidad de hablar, a fin de controlarse a sí mismo y, a la par, comunicar a alguien lo que tan preocupado lo tenía. Participó al administrador su proyecto de ceder las tierras a los mujiksy le pidió su opinión. La sonrisa del administrador tuvo la pretensión de expresar que pensaba todo eso desde hacía ya mucho tiempo y que estaba encantado de oírlo decir. En realidad, no había comprendido ni una sola palabra, no porque Nejludov se hubiese expresado mal, sino porque lo veía renunciar a su interés personal en pro del interés de los demás; y por su parte, el administrador juzgaba que ningún hombre era capaz de preocuparse de otra cosa que de su interés propio sin importarle quién saliese perjudicado. Tanto, que creyó haber comprendido mal la propuesta de Nejludov consistente en dedicar todo el ingreso de sus tierras a constituir para los campesinos un capital que bastase para las necesidades de la comunidad.
Ya comprendo. Así es que usted recibirá los intereses de ese capital, ¿no es así? dijo, todo radiante.
¡Nada de eso! Compréndame. Les cedo completamente mis tierras.
Y entonces, ¿no recibirá usted renta? exclamó el administrador dejando de sonreír.
Pues bien, no. Renuncio a ellas.
A un profundo suspiro del administrador sucedió rápidamente una nueva sonrisa. Ahora había comprendido, pero había comprendido que Nejludov no estaba en sus cabales, y su primera preocupación era la de pensar en aprovecharse de aquello. Se esforzaba en enfocar la cuestión desde un ángulo que le permitiese sacar un beneficio de aquel proyecto de abandono de la tierra.
Pero cuando descubrió que esto era imposible, se entristeció y dejó de interesarse por el plan. Sin embargo, para ser agradable al dueño, siguió sonriendo.
Al ver que el administrador no lo comprendía, Nejludov dejó que se marchase y se sentó a la mesa toda manchada de tinta y llena de muescas, donde empezó a redactar su proyecto.
El sol acababa de ponerse tras las hojas nuevas de los tilos. Bandadas de mosquitos habían invadido la habitación y le picaban a Nejludov. Y, cuando hubo acabado de escribir, oyó por la ventana el ruido de los rebaños que regresaban, el rechinar de las puertas que se abrían a los patios, las voces de los mujiksque se dirigían a la reunión. Declaró entonces al administrador que no quería recibir a los campesinos en la oficina, sino que iría a hablarles al pueblo, donde debían reunirse. Luego bebió rápidamente una taza de té servida por el administrador y se encaminó de nuevo hacia el pueblo.