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Resurrección
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Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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IV

La influencia de María Pavlovna sobre Katucha tenía su origen en que ésta amaba a la joven. La influencia de Simonson era distinta: procedía de que Simonson amaba a Katucha.

Todos los hombres viven y obran, en parte, según su propia iniciativa, y en parte por la influencia de las ideas de otros. Los hombres se diferencian según que sufran más o menos la influencia de sus propias ideas o la de las ideas de otros: unos hacen más a menudo de sus pensamientos un juego intelectual; para ellos la razón se convierte en una especie de rueda privada de su correa de transmisión, en tanto que en sus actos sufren la influencia de las costumbres, de las tradiciones y de las leyes; otros, por el contrario, considerando sus pensamientos como los motores principales de su actividad, siguen casi siempre las indicaciones dadas por su razón y se someten a ellas, adoptando más raramente, y después de un examen crítico, lo que ha sido pensado por los demás.

Así era Simonson. Sometía todos sus actos al control de su razón, y cumplía lo que había resuelto.

Ya de colegial había decidido que la fortuna ganada por su padre, un antiguo intendente, no era de origen puro y le había pedido restituir esa fortuna al pueblo. Pero, lejos de seguir su consejo, su padre lo había sermoneado; entonces él abandonó la casa y dejó de recurrir a los subsidios paternos. Convencido de que todo el mal existente proviene de la ignorancia popular, había entrado, inmediatamente después de su salida de la universidad, en relaciones con los miembros del «Partido del pueblo»; se había hecho maestro de escuela en una aldea y había predicado audazmente a sus alumnos y a los campesinos todos lo que él consideraba justo, estigmatizando todo lo que consideraba mentiroso.

Lo detuvieron y lo entregaron a la justicia.

Ante el tribunal pensó en su fuero interno que el juez no tenía derecho a juzgarlo, y así lo declaró. Pero como los magistrados siguieron adelante, decidió no responder, y opuso un mutismo absoluto a las preguntas que se le hicieron. Lo deportaron al gobierno de Arkangel. Allí se formó por su cuenta una doctrina religiosa que debía regir toda su actividad. Según esta doctrina, todo lo que existía en el universo estaba vivo, no había nada inerte. Todos los objetos que consideramos como muertos, inorgánicos, eran simplemente partes de un inmenso cuerpo orgánico que nos es imposible abarcar; por consiguiente, la misión del hombre, partícula de este gran cuerpo, consistía en mantener la vida de este organismo y de todas sus partes vivas. Por eso Simonson consideraba como un crimen el aniquilamiento de todo ser vivo: estaba contra la guerra, contra la pena de muerte, contra todo asesinato, no sólo de los hombres, sino de los animales. Tenía igualmente una concepción especial del matrimonio: la reproducción de la especie era una función inferior; era superior la de acudir en ayuda de los seres ya existentes. Encontraba la confirmación de su teoría en la función de los fagocitos de la sangre. Según él, los célibes eran esos fagocitos, cuya misión consistía en acudir en ayuda de las partes orgánicas débiles o enfermas. Y había vivido de acuerdo con esta teoría desde que la creó, aunque antes se hubiese entregado a la lujuria. Atribuía a María Pavlovna y a él mismo esta calidad de fagocitos sociales.

Su amor por Katucha no contradecía esta teoría, porque él la amaba platónicamente y consideraba que semejante amor, lejos de paralizar su actividad de fagocito, la exaltaba aún más.

Él no resolvía a su manera únicamente las cuestiones morales, sino que trataba con la misma independencia las cuestiones prácticas. Tenía para todos los actos de este orden una teoría: reglas sobre la cantidad de horas de trabajo y de reposo, sobre la manera de alimentarse, de vestirse, de encender la estufa, de alumbrarse.

Al mismo tiempo, Simonson era tan tímido como modesto. Pero, en cuanto decidía algo, nada era ya capaz de detenerlo.

Este hombre, por su amor, ejercía una influencia decisiva sobre Maslova. Por intuición femenina, ella lo había adivinado pronto, y la conciencia de que podía provocar el amor de un hombre tan extraordinario la elevaba a sus propios ojos. Nejludov le ofrecía el casamiento por generosidad y a causa del común pasado de ambos; Simonson, por su parte, la amaba tal como era ella hoy, y simplemente porque la amaba. Ella veía además que él la consideraba una mujer poco ordinaria, diferente de las otras y con altas cualidades morales. Ella no habría podido precisar qué cualidades le atribuía él, pero en cualquier caso, para no desengañarlo, aplicaba todos sus esfuerzos a poner de manifiesto las mejores facultades que podían ocurrírsele. Y eso la obligaba a ser tan perfecta como le era posible.

Estas relaciones entre los dos jóvenes habían empezado ya en la cárcel, en ocasión de las entrevistas comunes de los «políticos»; entonces ella había notado, bajo la frente bombeada y las espesas cejas de Simonson, sus ojos inocentes de un azul sombrío clavados en ella. Desde entonces había comprobado que era un hombre singular y que la miraba de una manera completamente especial; había quedado impresionada por la reunión, en un mismo rostro, de expresiones diversas: severidad, producida por los cabellos ásperos y las cejas hirsutas; bondad a infantil castidad de la mirada. Posteriormente, cuando la trasladaron junto a los políticos, en Tomsk, ella había vuelto a verlo. Y aunque ninguna palabra se hubiese cambiado entre ellos, sus miradas, al cruzarse, contenían la confesión de que no se habían olvidado y de que se interesaban mutuamente. Después, sus conversaciones tampoco fueron más significativas; pero cuando él hablaba en su presencia, Maslova comprendía que hablaba para ella y de forma que ella lo comprendiese.

Sus relaciones se hicieron más frecuentes a partir del día en que empezaron a caminar juntos entre los presos.

V

Desde Nijni Novgorod hasta Perm, Nejludov no había podido ver a Katucha más que dos veces: una vez en Nijni, antes del embarque del convoy en un buque rodeado por una red de hierro, y una segunda vez en Perm, en la oficina de la cárcel. Durante estas dos entrevistas, él la encontró reservada y de mal humor. Cuando le preguntó si no tenía necesidad de nada, ella respondió evasivamente; parecía sentirse turbada, y, en aquella turbación, Nejludov creyó ver una hostilidad que ya se había manifestado otras veces. Esta disposición taciturna, provocada por las solicitudes de los hombres, le había causado pena a Nejludov. Temió que, bajo la influencia de las condiciones penosas y corruptoras en que ella se encontraba en el curso del viaje, volviese a caer de nuevo en ese estado de desesperación y de desacuerdo consigo misma que la habría incitado a irritarse contra él, a fumar con exceso y a beber aguardiente. Pero no había podido ayudarla en nada, porque durante la primera parte del recorrido le había sido imposible verla. Hasta después del traslado de Katucha a la sección política no pudo convencerse de la falta de fundamento de sus temores; más aún, en cada entrevista había ido notando más y más, observándolos progresivamente, esos cambios interiores que tanto deseaba ver producirse en ella.

Desde su primera entrevista en Tomsk, volvió a verla tal como era antes de la partida. No había fruncido el ceño ni se había turbado al verlo; por el contrario, lo acogió con una alegre simplicidad y le dio las gracias por lo que había hecho por ella y sobre todo por haberla puesto en relaciones con hombres como sus compañeros actuales.

Después de dos meses de marchas por etapas, su aspecto exterior se había modificado también: había adelgazado y la piel se le había puesto morena; parecía como envejecida; patas de gallo se mostraban en sus sienes, y arruguitas junto a las comisuras de los labios; no llevaba ya los cabellos sobre la frente, sino que se los tapaba bajo un pañuelo anudado; y ni en sus ropas, ni en su peinado, ni en ninguno de sus modales subsistía nada de la antigua coquetería.

Este cambio progresivo alegró particularmente a Nejludov. Experimentaba ahora respecto a ella un sentimiento más profundo que nunca. Y este sentimiento no tenía ninguna relación con su primer amor poético, menos aún con la pasión sensual que había experimentado seguidamente, y ni siquiera con la conciencia del deber cumplido, unida a su propia satisfacción de haber decidido, después del juicio, casarse con Katucha. Ese sentimiento había sido simple lástima y enternecimiento, sentidos ya con ocasión de su primera entrevista con ella en la cárcel; luego, posteriormente, con una amistad mayor, cuando, dominando su repulsión, le había perdonado su supuesta aventura en la enfermería con el ayudante del cirujano, aventura de cuya falsedad se enteró más tarde; era el mismo sentimiento, con la diferencia de que entonces fue pasajero, en tanto que ahora se había hecho constante. Pensara lo que pensase, hiciera lo que hiciese, ese sentimiento de piedad y de enternecimiento, no solamente hacia ella, sino hacia todos los hombres, no le abandonaba ya.

Ese sentimiento, además, parecía abrir en el alma de Nejludov una fuente de amor que hasta entonces no había encontrado salida y que ahora se derramaba sobre todos aquellos a quienes conocía. En todo el curso del viaje sintió una exaltación que, a pesar suyo, lo tornaba compasivo y atento con todos sus semejantes, desde el cochero de posta y el soldado de la escolta hasta el jefe de la cárcel, el gobernador, todos aquellos con los que tenía algo que ver.

Una vez trasladada Maslova a la sección de los «políticos», Nejludov tuvo que entablar conocimiento con varios de los compañeros de aquélla, primero en Ekaterineburg, donde los políticos gozaban de una mayor libertad y estaban encerrados todos juntos en una gran sala; y luego, durante el trayecto, se encontró en relaciones con los cinco hombres y las cuatro mujeres a quienes habían agregado a Maslova. Y este contacto de Nejludov con los condenados políticos modificaba completamente su opinión respecto a ellos.

Desde el comienzo del movimiento revolucionario en Rusia, y sobre todo después del atentado del 1.° de marzo 26  261° de marzo de 1881, fecha del fallecimiento de Alejandro II, muerto por una bomba lanzada por los nihilistas. N. del T.


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, Nejludov había profesado hacia los revolucionarios hostilidad e incluso desprecio. Lo que le había horrorizado primeramente había sido la crueldad y los procedimientos misteriosos, especialmente los asesinatos, a los que recurrían en su lucha contra el gobierno; lo que le repugnaba después era su presunción, rasgo común en todos ellos. Pero al verlos más de cerca, al enterarse de cuán a menudo habían sufrido injustamente, comprendía la imposibilidad para ellos de ser distintos de como eran.

Por terriblemente estúpidos que fuesen los sufrimientos de aquellos a quienes se llama delincuentes comunes, no por eso dejaban de ser, antes y después de su condena, objeto de una apariencia de procedimiento legal; pero en los asuntos políticos, incluso esa apariencia de legalidad faltaba; Nejludov había podido verlo por el ejemplo de Schustova y, seguidamente, por el de muchos de sus nuevos amigos. Se procedía, respecto a esta gente, como para la pesca de peces con red: lo que consiste en depositar en la orilla todo lo que se ha dejado pescar y en elegir a continuación el gran pez que se necesita, despreciando los pececillos, que se secan y perecen en el suelo. Prendían a centenares de hombres, no sólo con toda seguridad inocentes, sino que ni siquiera podían perjudicar en nada al gobierno; se les mantenía, a veces durante años, en las cárceles, donde contraían la tisis, se volvían locos o se suicidaban, y se les mantenía simplemente porque no se tenían razones inmediatas para soltarlos, y se los guardaba para dilucidar ciertos puntos de un sumario cualquiera. La suerte de todos aquellos desgraciados, con frecuencia inocentes incluso a los ojos del gobierno, estaba subordinada a la arbitrariedad, a los caprichos, a la disposición de ánimo del oficial de gendarmería o de policía, del soplón, del fiscal, del juez de instrucción, del gobernador, del ministro. Cuando uno de estos funcionarios se aburría o quería mostrar celo, detenía a gente y, según su deseo o el de sus superiores, la mantenía en prisión o la soltaba. Y, según el jefe tuviera necesidad de distinguirse o de tener tales o cuales relaciones con el ministro, los hacía deportar al fin del mundo, o los guardaba en secreto, o los enviaba a los trabajos forzados o a la muerte, a menos que los liberase a ruegos de alguna dama.

Se los trataba como a beligerantes, y naturalmente oponían los mismos medios que se empleaban contra ellos. Lo mismo que los militares están rodeados, en la opinión pública, de una atmósfera que no solamente les oculta el carácter criminal de sus actos, sino que incluso atribuye a éstos el valor de una hazaña, así, en los grupos revolucionarios, existía para los adeptos una atmósfera de opinión pública, gracias a la cual los actos crueles que cometían a riesgo de su libertad, de su vida, despreciando todo lo que es querido para el hombre, lejos de aparecérseles como condenables, les parecían por el contrario heroicos. Por eso Nejludov se explicaba este fenómeno sorprendente: hombres por lo demás dulces, incapaces de causar y ni siquiera de ver sufrimientos de seres vivos, se preparaban tranquilamente para el homicidio y reconocían, en ciertos casos, el asesinato como cosa legítima y justa, ora como medio de defensa, ora para alcanzar el objetivo supremo: el bien general. En cuanto a la alta opinión que tenían de su obra y, en consecuencia, de ellos mismos, procedía de la importancia que les atribuía el gobierno y de la crueldad de las represalias que se les aplicaban. Tenían necesidad de aquel pedestal para tener la fuerza de soportar aquello con que se les abrumaba.

Al verlos más de cerca, Nejludov se convenció de que no eran ni uniformemente feroces como algunos se imaginaban, ni uniformemente héroes, como pensaban otros, sino hombres ordinarios, entre los cuales, como en todas partes, los había buenos, malos y medianos. Unos se habían hecho revolucionarios porque consideraban como un deber luchar contra el mal existente; otros habían elegido esta actividad por razones de egoísmo y de vanidad; pero la mayoría se sentía atraída hacia la revolución por el deseo, conocido de Nejludov cuando la guerra, de desafiar el peligro y los riesgos, de poner en juego la vida, sentimientos todos propios de los seres jóvenes y enérgicos, La diferencia entre ellos y los demás hombres residía en que sus necesidades morales eran más elevadas que aquellas con las que se contentan los demás. Consideraban como obligatorio, no solamente la sobriedad, la sencillez de la vida, la franqueza, el desinterés, sino también la disposición inmediata a sacrificarlo todo, incluso su existencia, por la obra común. Así, entre estos hombres, los que estaban por encima del término medio parecían muy superiores y ofrecían el modelo de una rara elevación moral; aquellos, por el contrario, que estaban por debajo del término medio aparecían muy inferiores y presentaban a menudo el carácter de hombres falsos, hipócritas y al mismo tiempo fanfarrones y arrogantes. De este modo, entre aquellos con los que había entablado conocimiento, Nejludov estimaba a algunos y los quería de todo corazón; para con los otros no tenía más que indiferencia.

VI

Nejludov había sentido un afecto muy especial por un joven forzado político, Kryltsov, quien caminaba con aquella misma sección de la que formaba parte Katucha. Nejludov había entablado conocimiento con él en Ekaterineburg, lo había vuelto a ver después en ruta y había charlado en varias ocasiones con él.

Un día de verano, durante un alto prolongado (habían pasado juntos casi toda una jornada), Kryltsov le había contado todo su pasado y cómo se había hecho revolucionario. Su historia, hasta ser encarcelado, podía referirse en pocas palabras. Era todavía un niño cuando murió su padre, rico propietario en una provincia meridional; hijo único, había sido educado por su madre. Tenía buenas dotes, había terminado fácilmente sus estudios en el colegio y había salido con el número uno de la Facultad de ciencias matemáticas. Le habían ofrecido quedarse en la Facultad con objeto de llegar al profesorado e ir a este efecto a perfeccionarse al extranjero; pero él había vacilado. Estaba enamorado, soñaba con casarse y dedicarse a los asuntos del Zemtsvo 27  27Consejo electivo de provincia o de distrito. N. del T.


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. Tenía muchas cosas a la vista, y no se decidía por ninguna. En aquel momento, sus camaradas de la universidad le habían pedido cierta suma para la obra común. Sabía que esta obra era la revolución, por la que entonces no sentía interés alguno; pero, por camaradería y por amor propio, no queriendo dejar suponer que tenía miedo, había dado el dinero. Los que lo recibieron fueron detenidos; en casa de ellos se encontró un escrito gracias al cual se supo que el dinero lo había dado Kryltsov; lo detuvieron y lo llevaron primero al cuartelillo y luego a la cárcel.

Kryltsov, al contar su historia a Nejludov, estaba sentado sobre las tablas de su camastro, encogido el pecho, los dos codos sobre las rodillas; con sus hermosos ojos, lanzaba a veces sobre su interlocutor una mirada centelleante y febril.

No eran muy severos en aquella cárcel; no sólo podíamos comunicarnos unos con otros dando golpecitos en la pared, sino incluso pasear por el corredor, cambiar algunas palabras, compartir las provisiones, el tabaco a incluso, por las tardes, cantar a coro. Yo tenía una bonita voz. Sí, si no hubiera sido por la gran pena de mi madre, me habría sentido muy bien en la cárcel; incluso la habría encontrado agradable a interesante. Hice conocimiento allí, entre otros, con el célebre Petrov (posteriormente, en la fortaleza, se cortó la garganta con un pedazo de cristal) y con otros. Pero yo no era revolucionario en absoluto. Allí entablé conocimiento igualmente con dos vecinos de celda. Habían sido detenidos por un mismo asunto, descubiertos como portadores de proclamas polacas, y habían sido juzgados por su tentativa de evasión en el momento en que los conducían a la estación de ferrocarril. Uno de ellos era polaco, Lozynsky; el otro, un israelita, Rozovsky. Sí... Este Rozovsky era todavía un niño. Decía que tenía diecisiete años, pero no se le podían calcular más de quince: delgaducho, bajito, vivo, con ardientes ojos negros y, como todos los judíos, muy aficionado a la música. Su voz aún estaba cambiando, pero cantaba muy bien. Sí... Yo estaba todavía en la cárcel cuando los llevaron ante sus jueces. Los llevaron por la mañana, y por la tarde ya estaban de regreso diciéndonos que los habían condenado a la pena de muerte. Nadie se esperaba aquello, vista la poca importancia de su asunto. Habían tratado simplemente de desembarazarse de su escolta sin ni siquiera herir a nadie. Y además, ¡era tan monstruoso ver ejecutar a un niño como Rozovsky!

»Todo el mundo se decía, en la cárcel, que aquélla era una simple sentencia de intimidación, pero que no sería confirmada. Al principio nos conmovimos mucho; luego nos calmamos poco a poco y nuestra vida recobró su ritmo. Sí... Pero una tarde, el guardián se acercó a mi puerta y me dijo con misterio que los carpinteros habían venido para montar la horca. Al principio, no comprendí: ¿cómo?, ¿qué horca? Pero el viejo guardián estaba tan emocionado, que al mirarlo comprendí que era para nuestros dos camaradas. Quise golpear en la pared, para ponerme en comunicación con mis vecinos; pero temí que me oyesen los condenados. Los otros camaradas se callaban igualmente; sin duda alguna, todo el mundo lo sabía. Toda la tarde, un sombrío silencio reinó en el corredor y en las celdas. Nos absteníamos de hablar y de cantar.

»A eso de las diez de la noche, el guardián se acercó de nuevo y me confió que acababan de traer de Moscú al verdugo; luego se alejó inmediatamente. Lo llamé para seguirle preguntando, y de pronto oí a Rozovsky que me gritaba desde su celda, a través de todo el corredor: "¿Qué pasa? ¿Por qué llama usted?" Le respondí que me habían traído tabaco; pero él parecía presentir algo y me preguntó por qué no habíamos cantado ni hablado. No me acuerdo ya de mi respuesta; me apresuré a alejarme de la puerta, para interrumpir la conversación.

»Sí, fue una noche horrible. Toda la noche estuve con el oído atento a los más pequeños rumores. Al amanecer oí abrirse la puerta del corredor y numerosos pasos que avanzaban. Me acerqué a la mirilla. Una lámpara ardía en el corredor. El director pasó el primero: era un hombre alto que parecía siempre seguro de sí, resuelto. En aquel momento estaba pálido, encorvado, con aire de consternación. Iba seguido por su adjunto, ceñudo, pero de aire más descompuesto; luego, la escolta. Pasaron ante mi puerta para detenerse ante la de la celda vecina. Oí que el adjunto gritaba con una voz extraña: "¡Lozynsky, levántese usted! ¡Póngase ropa interior limpia!" Luego la puerta rechinó, y entraron en su celda; después, el paso de Lozynsky. Yo no veía más que al director. Palidísimo, abotonaba y desabotonaba su uniforme y movía los hombros. Sí... De pronto, como asustado de algo, se pegó a la pared: era Lozynsky que pasaba delante de él y se acercaba a mi puerta. ¡Un guapo muchacho! Ya usted sabe, uno de esos hermosos tipos polacos: frente ancha y recta, sombreada por abundantes y finos cabellos rubios y con unos encantadores ojos azules. Era un adolescente en todo su florecimiento primaveral.

»Se detuvo ante la mirilla de mi puerta, de forma que no distinguí más que su rostro: un rostro desencajado y color ceniza, horroroso. "Kryltsov, ¿tiene cigarrillos?" Yo iba a darle uno, cuando el adjunto del director, por miedo sin duda a retrasarse, sacó vivamente su pitillera y se la tendió. Él cogió un cigarrillo; el adjunto frotó una cerilla. Lozynsky se puso a fumar y pareció meditar. Luego, como si se acordara de algo, se puso a hablar: "¡Es cruel e injusto! No he cometido ningún crimen; yo..." Por su cuello joven y blanco, del que yo no podía apartar mis miradas, pasó un estremecimiento; y él se interrumpió...Sí... En el mismo momento, con su voz bien timbrada de judío, oí a Rozovsky gritar en el corredor. Lozynsky tiró su cigarrillo y se alejó de mi puerta. Rozovsky lo reemplazó ante la mirilla. Su rostro infantil, de negros ojos húmedos, estaba arrebolado y sudoroso. Llevaba igualmente ropa limpia, se sujetaba con la mano el pantalón demasiado ancho y temblaba. Acercó su lastimero rostro y dijo: "Anatoli Petrovich, ¿no es verdad que el médico me había recetado tisana? Estoy indispuesto y la seguiría bebiendo." Nadie respondió y, con aire inquisitivo, miraba unas veces a mí, otras al director. ¿Qué quería decir? Nunca lo he comprendido. De pronto el adjunto adoptó un aire severo y gritó con voz aguda: "¿Qué es esta broma? ¡En marcha!"

»Evidentemente, Rozovsky no comprendía lo que querían hacer con él y se fue por el corredor con un paso rápido, casi corriendo. Luego se detuvo en seco y se oyeron sus llantos y su voz penetrante. Ruidos de pasos y de lucha. El pobre muchacho continuaba llorando y gritando. Luego, todo se amortiguó gradualmente; resonó la puerta del corredor y se hizo el silencio... Sí... ¡Y los ahorcaron! ¡Los estrangularon a los dos con cuerdas!

»Otro guardián, que lo había visto todo, me contó que Lozynsky no había opuesto ninguna resistencia, pero que en cambio Rozovsky había luchado mucho tiempo, tanto que habían tenido que arrastrarlo al cadalso y meterle a la fuerza la cabeza en el nudo corredizo. Sí... Aquel guardián era un poco tonto: "Me habían dicho, barin, que era un espectáculo espantoso. Pues no, no impresiona mucho; cuando estuvieron colgados, no hicieron más que esto con los hombros. E imitó el sobresalto de los hombros. Luego el verdugo tiró, a fin de que el nudo, por así decirlo, estrangulase mejor. Y eso es todo. No hicieron un solo movimiento más." Eso no impresiona mucho repitió Kryltsov reproduciendo la entonación del guardián. Y quiso sonreír, pero estalló en sollozos.

Permaneció mucho tiempo silencioso, jadeando y reprimiendo el llanto que le cerraba la garganta.

Desde entonces me convertí en revolucionario. Sí... dijo después de haberse calmado, y acabó su relato.

A su salida de la cárcel se había afiliado al partido de «Liberadores del pueblo» a incluso había sido jefe del grupo de «desorganización», que tenía por objeto aterrorizar al gobierno, a fin de que abandonase el poder para llamar a él al pueblo. Con este designio, se dirigía bien a Petersburgo, bien al extranjero, bien a Kiev o a Odesa, y en todas partes obtenía resultados. El hombre en quien había puesto toda su confianza lo había traicionado; lo detuvieron, lo juzgaron y lo tuvieron dos años en la cárcel, condenándole a muerte, pena que le fue conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad.

En la cárcel había contraído la tisis, y ahora, en las condiciones en que se encontraba, no le quedaban evidentemente más que algunos meses de vida. Lo sabía y no lo lamentaba en absoluto lo que había hecho; afirmaba, por el contrario, que si dispusiera de otra vida la dedicaría a la misma causa: la destrucción de una organización social que dejaba que se realizasen hechos como aquellos de los que había sido testigo. La historia de este hombre y sus conversaciones explicaron a Nejludov muchas cosas que no comprendía antes.


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