Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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LIV
Vera Efremovna, pequeña, delgada, macilenta, cortados cortos los cabellos, entró en la habitación con su paso ágil, parpadeando sus grandes ojos sin malicia.
–Bueno, gracias por haber venido -dijo ella estrechando la mano de Nejludov -.¿Se acuerda usted todavía de mí? Sentémosnos.
–No esperaba volver a encontrarla aquí.
–¡Oh, me encuentro aquí muy bien; tanto, que no podría desear nada mejor! -dijo Vera Efremovna.
Según su costumbre, clavaba en Nejludov la mirada de sus bondadosos ojos redondos y, mientras hablaba, no dejaba de girar en todas direcciones su cuello largo, delgado y amarillento, que salía del cuellecito sucio y arrugado de su blusa.
Habiéndole preguntado Nejludov el motivo de su encarcelamiento, empezó, con viva animación, un relato mezclado todo él de palabras extranjeras, hablando de propaganda, de organización, de grupos, de secciones, de subsecciones y otras divisiones revolucionarias, conocidas por todo el mundo, creía ella, pero que Nejludov oía citar por primera vez.
Al hablarle así se creía segura del vivo placer y del poderoso interés que él tendría en conocer todos los misterios del «partido del pueblo» , y él mismo, examinando aquel cuello flaco, aquellos cabellos ralos y mal peinados, se preguntaba por qué ella le contaba y por qué hacía todas aquellas cosas. Le tenía lástima, pero una lástima distinta a la que había sentido por el mujikMenchov, encerrado sin motivo en su celda hedionda. No le tenía lástima por la suerte que ella se había buscado sino por la evidente confusión que se arremolinaba en su cabeza. Ella se creía una heroína, dispuesta a sacrificar su vida por el éxito de su obra, y, sin embargo, apenas si sabía explicar en qué consistía esa obra.
El asunto del que Vera Efremovna quería hablar a Nejludov era el siguiente. Una de sus camaradas, llamada Chustova, aunque no formaba parte de su «subgrupo», según su expresión, había sido detenida con ella y encarcelada, cinco meses antes, en la fortaleza de Pedro y Pablo. En su habitación no se habían encontrado más que papeles y libros, colocados allí en depósito por sus camaradas. Y Vera Efremovna, atribuyéndose en parte la responsabilidad de aquel encarcelamiento, suplicaba a Nejludov que usase de sus relaciones para obtener la puesta en libertad de Chustova. El otro asunto consistía en hacer gestiones para que se autorizase a un preso de la fortaleza de Pedro y Pablo, Gurevitch, a recibir la visita de sus padres y a tener libros técnicos, que le eran necesarios para sus trabajos científicos.
Nejludov prometió hacer todo lo que estuviese en su mano a su llegada a Petersburgo.
En cuanto a su propia historia, ella contó que después de haber terminado sus estudios de comadrona se había afiliado al partido de «La libertad del pueblo» y había trabajado con ellos. Al principio todo marchó a pedir de boca. Redactaron proclamas e hicieron propaganda en las fábricas; pero un buen día la policía detuvo a un miembro del partido y encontró en su casa unos papeles, y se había puesto a detener a todo el mundo.
–A mí me detuvieron también, y ahora me deportan -concluyó ella acabando su historia -. Pero está muy bien así; me siento de maravilla: ¡Una serenidad olímpica! -añadió con una sonrisa turbada.
Habiéndole preguntado Nejludov quién era la hermosa joven que le había llamado la atención, respondió que era la hija de un general. Afiliada desde hacía mucho tiempo al partido revolucionario, se había declarado culpable de haber disparado con un revólver sobre un gendarme. Ella vivía en el apartamento de los conspiradores, donde tenían una prensa de imprimir. Una noche fueron a hacer un registro; los conspiradores, resueltos a defenderse, apagaron las luces para tratar de hacer desaparecer los papeles comprometedores. Pero la policía entró a viva fuerza y uno de los conspiradores disparó e hirió mortalmente a un gendarme. A continuación se llevó a cabo una encuesta para saber quién había disparado, y la joven dijo que era ella, aunque nunca en su vida había empuñado un revólver ni matado a una mosca. Tuvieron que atenerse a su declaración, y ahora la enviaban a trabajos forzados.
–¡Una persona estupenda, una altruista! -dijo Vera Efremovna con tono aprobador.
El tercer asunto del que ésta quería hablarle se refería a Maslova. Como toda la cárcel, estaba enterada de la historia de Maslova y conocía ya el interés que sentía por ella Nejludov. Quería, pues, aconsejarle a este último que obtuviese que su protegida fuera trasladada a la sección política; o por lo menos, como los enfermos eran muy numerosos en aquellos momentos, que la colocasen como auxiliar en la enfermería, donde tenían necesidad de ayudas suplementarias.
Nejludov le agradeció aquel buen consejo y le dijo que se esforzaría en aprovecharse de él.
LV
El director interrumpió la conversación diciendo a los visitantes que la hora concedida para las visitas había terminado. Nejludov se despidió de Vera Efremovna y se dispuso a salir; pero se detuvo a la puerta, curioso por saber lo que iba a pasar.
–¡Señores, es la hora, es la hora! -decía el director, levantándose y sentándose alternativamente.
Su advertencia no había tenido otro efecto que hacer las conversaciones más animadas, sin que nadie mostrase intenciones de irse. Algunos se habían levantado y hablaban en pie; otros continuaban conversando sentados, y otros, por último, se despedían llorando. La madre del joven tísico resultaba particularmente conmovedora. Éste continuaba dando vueltas entre sus dedos a la hoja de papel, y, en el enérgico esfuerzo que hacía para no ceder al contagio de la desesperación de su madre, su rostro adoptaba una expresión más y más maligna. Y la madre, apoyada la cabeza sobre el hombro de su hijo, se deshacía en lágrimas, con un silbido que le salía de la nariz.
La hermosa joven de ojos de oveja (Nejludov la observaba involuntariamente), en pie, ante la madre deshecha en lágrimas, no dejaba de prodigarle sus consuelos. Erguido, el anciano de gafas azules retenía entre sus manos la mano de su hija, asintiendo con la cabeza a lo que ella le decía. Los dos enamorados se habían puesto en pie y, agarrándose por las manos, permanecían inmóviles uno frente a otro, sin hablarse clavados los ojos en los ojos.
–¡Solo ésos son felices! -dijo a Nejludov, señalándoselos, el joven enchaquetado, que también se había detenido y asistía a aquella escena. Sintiendo clavadas en ellos las miradas de Nejludov y del joven, los enamorados alargaron sus brazos unidos echaron atrás el busto y, riendo, se pusieron a dar vueltas.
–Se casan esta noche, aquí, en la cárcel, y ella lo sigue a Siberia -continuó el joven de la chaqueta.
–¿Y quién es él?
–Condenado a trabajos forzados. Por lo menos ellos se muestran alegres; pero esto, en cambio, resulta espantoso -prosiguió el joven al escuchar los sollozos de la madre del tísico.
–¡Vamos, señores, se lo ruego, no me obliguen a obrar más duramente! -exclamó el director, repitiendo sus frases varias veces -.¡Se lo ruego! —prosiguió con un tono débil e indeciso -.¡Es imposible! ¡Lo digo por última vez! -repitió con tono melancólico, apagando y encendiendo alternativamente su cigarro habano.
Se comprendía que, por muy sutiles, muy inveterados, muy rutinarios que fuesen en él los argumentos especiosos que dan licencia a un hombre para hacer sufrir a otros sin considerarse responsable de estos sufrimientos, el director tenía consciencia, sin embargo, de ser uno de los causantes de la desesperación que se cernía sobre toda aquella sala , y él mismo se sentía también oprimido por un peso doloroso.
Por fin empezó la separación entre presos y visitantes: unos se dirigieron hacia la puerta de atrás, y otros, hacia la puerta de salida. Primeramente se alejaron los hombres con chaquetas de cuero: el tísico y el moreno velludo; luego María Pavlovna con el niñito nacido en la cárcel.
Llegó después el turno de los visitantes: el anciano de gafas azules se fue, con su torpe paso, y Nejludov lo siguió.
–Sí, son procedimientos extraordinarios -le dijo en la escalera el joven enchaquetado, por lo visto muy locuaz -.Menos mal que el capitán es un buen hombre y no toma al pie de la letra el reglamento de las cárceles. Aquí por lo menos se habla, se alivia un poco el corazón.
Cuando Nejludov, que continuaba hablando con Medyntsev (éste era el nombre del joven locuaz), hubo bajado al vestíbulo, el director, con aire fatigado, se acercó a él:
–Así, pues, si quiere usted ver a Maslova, haga el favor de venir mañana -dijo con la intención evidente de mostrarse amable con él.
–Muy bien -respondió Nejludov, apresurándose a salir.
Espantosos le parecían los sufrimientos injustificados de Menchov, y no solamente sus sufrimientos físicos, sino esa duda, esa desconfianza hacia Dios y hacia el bien, fatalmente experimentada por el preso al comprobar la crueldad de hombres encarnizados en atormentarlo sin motivo; espantosas, la coacción y la tortura infligidas a aquellos centenares de inocentes, retenidos simplemente en la cárcel porque sus papeles estaban insuficientemente fechados; espantosa, la locura de aquellos guardianes, ocupados únicamente en hacer sufrir a sus hermanos e imaginándose que así cumplían una obra útil y buena; pero más espantoso aún se le aparecía a Nejludov el papel de aquel director debilitado, gastado, bueno sin embargo, obligado a separar a una madre de su hijo, a un padre de su hija, a seres como él mismo y como sus hijos.
«Por qué todo esto», se preguntaba Nejludov, experimentando en el más alto grado ese malestar moral del corazón que llegaba a hacerse un dolor físico cada vez que iba a la cárcel , y no encontraba respuesta alguna a su pregunta.
LVI
Al día siguiente, Nejludov se dirigió a casa del abogado; le expuso la situación de Menchov y le rogó que hiciera el favor de encargarse del asunto. El abogado le respondió que estudiaría el sumario y que, si las afirmaciones de Menchov eran exactas (lo cual era muy probable), se encargaría gratuitamente de la defensa.
Nejludov le habló a continuación de los ciento treinta desgraciados detenidos a consecuencia de una equivocación. Quería saber de quién dependía el asunto y quién era el responsable. El abogado, visiblemente deseoso de dar una respuesta exacta se calló un instante.
¿Quién es el responsable? ¡Nadie! -dijo tajante -. Diríjase usted al fiscal: le echará toda la culpa al gobernador. Pregunte al gobernador: descargará toda su responsabilidad sobre el fiscal. En definitiva, no será culpa de nadie.
–Mañana mismo iré a casa de Maslennikov para ponerlo al corriente.
–Bah, será perder el tiempo -comentó el abogado sonriendo -. Creo que no es pariente de usted ni amigo íntimo, ¿verdad? Pues bien, es, permítame la expresión, un cretino de marca mayor y, además, un canalla tan astuto...
Nejludov se acordó de los términos de que se había servido Maslennikov para definir al abogado. No respondió nada, se despidió y se hizo llevar a casa de Maslennikov.
Eran dos cosas las que tenía que pedirle: primeramente el traslado de Maslova a la enfermería; luego, que interviniera a favor de aquellos supuestos ciento treinta vagabundos detenidos erróneamente. A pesar de su repugnancia en pedir favores a un hombre al que no estimaba en absoluto, para él era el único medio de conseguir su objetivo y tenía que pasar por aquello.
Al acercarse a la casa de Maslennikov vio, delante de la escalinata, una hilera de carruajes: coupés, calesas y carrozas; se acordó de que era el día de visita de la mujer de Maslennikov y que este último le había hecho prometer que iría. Un magnífico lacayo con esclavina, y escarapela en el sombrero, ayudaba a bajar de una carroza detenida ante la escalinata a una dama cuya cola levantada dejaba ver, moldeados en una media negra, unos finos tobillos y pies calzados con zapatos descubiertos , y entre los coches que se estacionaban allí, Nejludov reconoció el landó de los Kortchaguin. Al divisarlo, el cano y rubicundo cochero se quitó el sombrero y le sonrió, con una mezcla de deferencia y de amabilidad, como a un barinal que conocía.
Apenas había acabado de informarse por el portero de si estaba en casa Mijail Ivanovitch {Maslennikov}, cuando éste apareció en persona en lo alto de la escalera. Guiaba a un invitado, seguramente personaje de gran importancia, a juzgar por el honor que le hacía de escoltarlo hasta el final de los escalones.
Mientras bajaba la escalera, este importante personaje militar hablaba, en francés, de una tómbola organizada en la ciudad en beneficio de los asilos y expresaba la opinión de que ésa era una ocupación excelente para las damas: «Ellas se divierten, y el dinero abunda.»
-Qu'elles s'amusent et que le bon Dieu les bénisse! ¡Ah, Nejludov, buenos días! -dijo al divisarlo -.¿Por qué no se le ve por ninguna parte? Allez présenter vos devoirs à Madame! ¡Y los Kortchaguin están aquí! Et Nadíne Buckshevden. Toutes les jolies femmes de la ville! -añadió, tendiendo, ligeramente levantados, sus anchos hombros militares a su criado, adornado de galones dorados, que le puso el abrigo -. Au revoir, mon cher!
Estrechó por última vez la mano de Maslennikov. -¡Subamos-dijo éste a Nejludov con un aire muy excitado.
Luego lo cogió del brazo, y corriendo, a pesar de su corpulencia, lo arrastró vivamente a la escalera. Su gozosa excitación se debía a la benevolencia que le había mostrado el alto personaje, Porque toda benevolencia llegada de lo alto ponía a Maslennikov tan alegre como aun perrito afectuoso acariciado o rascado detrás de las orejas por su amo. Mueve la cola, se echa al suelo, endereza las orejas o describe círculos alocados. Es lo que Maslennikov estaba dispuesto a hacer. No notaba la expresión seria del rostro de Nejludov, no lo escuchaba e, irresistiblemente, lo arrastraba hacia el salón, hasta el extremo de que Nejludov no tenía más remedio que seguirlo.
–¡Los negocios, después! ¡Haré todo lo que quieras! -dijo Maslennikov atravesando el gran salón con Nejludov.
–¡Anuncie a la généraleque es el príncipe Nejludov! -dijo, sin dejar de caminar, a un lacayo que se les adelantó y corrió a dar el anuncio.
-Vous n'avez qu'à ordonner! ¡Pero antes ve a mi mujer! Ya el otro día tuve un disgusto con ella por no haberte llevado a verla.
Cuando entraron en el salón, avisada ya por ella cayo, Anna Ignatlevna, la mujer del vicegobernador, la «generala», como se titulaba, le hizo a Nejludov una pequeña señal de lo más amable con los ojos, por encima del círculo de sombreros y de cabezas que rodeaban su diván. Alrededor de la mesa del té en el otro extremo del salón, unas damas sentadas hablaban con militares y paisanos que estaban en pie, y se oía un bordoneo ininterrumpido de voces masculinas y de voces femeninas.
-Enfin! ¿Es que no quiere usted ya tratamos? ¿En qué lo hemos molestado?
Con estas palabras, que dejaban suponer entre ella y Nejludov una intimidad que nunca había existido, Anna Ignatievna acogió al recién llegado.
–Ustedes se conocen, ¿verdad? La señora Bielavskaia Mijail Ivanovitch Tchemov... ¡Vamos, siéntese ahí, más cerca!
–Missy, venez donc à notre table! On vous apportera votre thé...! Y usted... -dijo a un oficial que hablaba a Missy y del que evidentemente había olvidado el nombre -: venga también... Príncipe, ¿un poco de té?
–¡Nunca, nunca me lo harán ustedes creer! ¡Ella no lo amaba, he ahí todo! -dijo una voz de mujer.
–¡Pero le gustaban los pasteles!
–¡Siempre bromas tontas! -dijo, riéndose, otra dama de gran sombrero y toda resplandeciente de seda, de oro y de pedrerías.
¡C'est excellent, estas galletas, y tan ligeras! -dijo otra voz-. Déme una más.
–¿Y usted se marcha en seguida?
–Hoy es el último día. Por eso hemos venido.
–¡Una primavera tan hermosa! Debe de estarse espléndidamente en el campo.
Con sombrero y con vestido de rayas oscuras que dibujaba maravillosamente su fino talle, Missy parecía haber nacido con su vestido. Era muy bella. Se ruborizó al ver a Nejludov.
–Creí que se había marchado usted– dijo ella
–.Casi me he marchado -respondió Nejludov -. Sólo me retienen algunos asuntos. E incluso aquí he venido para resolver varios.
–¡Se lo ruego, vaya a ver a mamá antes dc marcharse! ¡Tiene unos deseos enormes de verlo!
Ella comprendió que mentía y que él lo comprendía también , y se puso más arrebolada aún.
–Creo que no tendré tiempo -respondió Nejludov con tono sombrío y sin parecer notar el rubor de la joven.
Missy frunció las cejas, alzó ligeramente los hombros y se volvió hacia el elegante oficial, que tomó de sus manos su taza vacía y, chocando con su sable contra los sillones, la condujo mimosamente a la otra mesa.
–¡Usted, usted también debería suscribirse para nuestro refugio!
–¡Pero si yo no me niego! Únicamente es que quiero reservarme para la tómbola. Allí mostraré toda la generosidad de que soy capaz.
–¡Bueno, ya lo veremos! -replicó una voz risueña.
El «día» de Anna Ignatievna era de los más brillantes y la dama se mostraba encantada por eso.
–Mika me ha dicho que se interesa usted por nuestras cárceles– dijo ella a Nejludov -.¡Cómo lo comprendo! Mika -era Maslenmkov, su corpulento marido– puede tener sus defectos, pero ya sabe usted lo bueno que es. Todos esos desgraciados presos son como hijos suyos. No los considera de otro modo. Il est d'une bonté...!
Se detuvo, no pudiendo encontrar una palabra bastante expresiva para calificar la «bondad» de su marido, por orden del cual se azotaba a la gente , y de pronto, sonriendo, se volvió hacia una anciana señora de arrugado rostro, toda envuelta en cintas malvas, que acababa de hacer su entrada.
Nejludov había permanecido sentado algunos instantes y, habiendo cambiado algunas palabras triviales, lo justo para no mostrarse incorrecto, se levantó y fue a reunirse con Maslennikov.
–Entonces, ¿Puedes atenderme un momento?
–¡Ah, sí! ¿Qué pasa? Ven por aquí.
Entraron en un gabinetito japonés y se sentaron cerca de la ventana.
LVII
Y ahora, je suis à vous. ¿Quieres fumar? Pero aguarda un momento: no hay que desordenar esto. -Y acercó un cenicero -.¿Qué ocurre?
–He venido a hablarte de dos asuntos.
–¿Ah, sí?
El rostro de Maslennikov se ensombreció. No quedó en él ya ningún rastro de aquella alegre animación del perrito acariciado por su amo tras las orejas.
Entre los ruidos de voces que llegaban del salón, la de una mujer decía: « Jamais, jamais je ne croirai!» Más allá, una voz de hombre contaba una historia donde salían a relucir sin cesar los nombres de la « comtesse Voronzoff» y de « Victor Apraksine». Desde un tercer ángulo se oían carcajadas. Y, aun escuchando a Nejludov, Maslennikov prestaba oídos a lo que ocurría en el salón.
–Vengo a hablarte otra vez a favor de esa mujer– dijo Nejludov.
–¡Ah, sí, esa a la que han condenado injustamente! Lo sé, lo sé.
–Quisiera rogarte que dieses órdenes para que la trasladen al servicio de la enfermería. Me han dicho que es posible, ¿verdad?
Maslennikov apretó los labios y reflexionó un momento.
–Ignoro si es posible– respondió -. Por lo demás, me informaré, y mañana telegrafiaré.
–Me han dicho que los enfermos abundan y que hay necesidad de auxiliares suplementarios.
–¡Sí, sí! En cualquier caso, ya te tendré al corriente. -Si me haces ese favor... -dijo Nejludov.
En el salón resonó una risa general, incluso podría decirse natural.
–¡Otra vez es ese Víctor! -dijo Maslennikov sonriendo -. Una vez que está lanzado, resulta muy ingenioso.
Y además -continuó Nejludov -, hay en este momento, en la cárcel del gobierno, ciento treinta obreros a los que mantienen tras las rejas simplemente porque sus pasaportes estaban caducados. Llevan así más de un mes.
Y expuso el asunto con todos los detalles.
–¿Cómo te has enterado de eso? -preguntó Maslennikov, cuyo rostro bruscamente había adoptado una expresión de inquietud y de descontento.
–Al ir a ver a un acusado, esos infelices me detuvieron en el corredor y me rogaron...
–¿Ya qué acusado ibas a ver?
–A un campesino al que se le imputa injustamente el crimen de incendio; me he cuidado de buscarle un defensor. Pero no se trata de eso. ¿Es que es posible en verdad que estos hombres que únicamente han cometido la falta de haber dejado caducar sus pasaportes, sean encarcelados y que...?
–Eso compete al fiscal– interrumpió Maslennikov con despecho -.¡Pues bien, ahí lo tienes! ¡Ya ves a lo que lleva esa justicia rápida y equitativa! Sin embargo, el deber del fiscal es visitar las cárceles e informarse de la legalidad de las detenciones. Pero él no hace nada, sino jugar al whist.
–Entonces, ¿no puedes hacer nada? -preguntó Nejludov con tono contrito, acordándose de las afirmaciones del abogado respecto a que gobernador y fiscal se echarían las responsabilidades uno a otro.
–Sí, lo haré. Voy a informarme sin tardanza.
–¡Tanto peor para ella! C'est un souffre-douleur! -exclamó en el salón una voz de mujer, con seguridad muy indiferente respecto a lo que decía.
–¡Tanto mejor, tomaré también ésta! -dijo más lejos la voz ronca de un hombre.
–¡No, no, por nada en el mundo! -replicó una voz de mujer, con la misma risa.
–De acuerdo, haré lo necesario -continuó Maslennikov apagando su cigarrillo entre los gruesos dedos de su blanca mano adornada con una sortija de turquesa -.Y ahora, volvamos junto a las damas.
–¡Un momento todavía! -dijo Nejludov, parándose a la puerta -. Han infligido un castigo personal a dos presos. ¿Es verdad?
Maslennikov se empurpuró.
–¡Ah, ahora me hablas de eso! Decididamente, querido mío, será mejor no dejarte entrar allí. ¡Te metes en todo! Vamos, ven, Annettenos espera -dijo, agarrándolo por el brazo para arrastrarlo al salón.
La animación que tenía después de la visita del alto personaje lo invadía de nuevo, pero esta vez no de alegría, sino de inquietud.
Pero Nejludov se zafó el brazo; sin hablar con nadie, sin saludar, atravesó el salón, la gran sala, pasó ante los lacayos congregados en torno de él, franqueó el vestíbulo y se lanzó a la calle.
–¿Qué le pasa? ¿Qué le has hecho? -preguntó Annettea su marido.
–¡Es a la française! -dijo alguien.
–¿Cómo a la française?; à la Zoulou!
–¡Bah, siempre ha sido así!
Alguien se levantó para salir, alguien entró, y las charlas reanudaron su curso. Toda la concurrencia aprovechó aquel episodio para aumentar el diapasón de las habladurías.
Al día siguiente, Nejludov recibió de Maslennikov una carta de una hermosa letra firme, sobre papel grueso, satinado y con escudo de armas. Informaba a Nejludov que había escrito al médico para el traslado de Maslova a la enfermería y que, probablemente, aquello se llevaría a cabo. La carta tenía la despedida: «Tu viejo camarada, muy afectuoso, y la firma de Maslennikov estaba adornada con una artística y enorme rúbrica.
«¡Imbécil!», no pudo menos de pensar Nejludov, basándose sobre todo en aquella palabra de «camarada» que significaba una especie de condescendencia. Dicho de otra manera, aunque ejerciese la más vergonzosa y más baja de las funciones, se consideraba como un hombre muy importante y creía, si no adular a Nejludov, al menos mostrarle que, de cualquier manera, no se envanecía demasiado de su grandeza, puesto que lo calificaba de «camarada».